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12

Román estaba sentado con una pierna apoyada sobre el escritorio y los brazos cruzados. Observaba el nervioso ir y venir de Johny que, lloriqueando sin parar, recorría la oficina de punta a punta enfundado en un ajustado calzoncillo blanco, la bata mandarina revoloteaba a cada paso que daba, calzaba chinelas plásticas de color fucsia. 

Estaba acostumbrado a las estrafalarias formas de Johny y a su ácido sentido del humor. Pero esta vez rezumaba angustia y no sabía cómo ayudarlo.

—¿Qué hacemos? —preguntó.

Johny, que llevaba más de veinte minutos haciendo el mismo recorrido y desgranando las mismas lamentaciones, se detuvo en seco, lo miró con dolor y tiró, de manera teatral, los faldones de la bata hacia atrás.

—¡Esperar! —chilló con los brazos en alto. Enseguida se arrepintió de haber levantado la voz—.  ¿Qué otra cosa podemos hacer? —preguntó en tono más bajo—. ¡Tenemos que esperar hasta que nos manden a alguien para limpiar este desastre! —Con un gimoteo continuo se dejó caer en el sillón. Sacó un pañuelo del bolsillo de la bata y ocultó su enrojecido y lloroso rostro—. ¡Como si fuera una cosa! ¡Pobrecito! 

Román frunció la boca, suspiró y se puso de pie.

—Voy a buscarme un café, ¿querés algo?

—No, gracias —murmuró. Enseguida agregó—: ¡No digas una palabra a nadie!

—Quedate tranquilo —replicó el otro en voz baja.

Pese al enorme dolor, Johny no pudo evitar observar a Román mientras salía de la habitación: era un muchacho atractivo, con un lindo trasero. Nunca se había dejado seducir por nadie de La Colmena. Era la figurita difícil del lugar. Cada uno de ellos, alguna vez, se había acostado o mantenido escarceos fogosos con algunos de sus compañeros. Excepto Román. Ni con chicos ni con chicas. Tampoco aceptaba clientes. Solo se ocupaba de las drogas. Era el único que tenía habitación en solitario. Estaba en el último piso, al lado del salón donde se guardaban las cajas y bolsas de mercadería, y permanecía siempre cerrado. Los dos únicos juegos de llaves estaban en poder de Mateo y de Román. 

Este último había montado un sistema de seguridad por si alguna vez los sorprendía la policía. Johny no tenía idea en qué consistía tal sistema, pero lo tranquilizaba el hecho de saber que estarían protegidos si caía una redada. Además, con los clientes que tenían, difícil que tuvieran demasiados problemas. Era lo que afirmaba Mateo. Su Mateo.

Pensar en él le cerró la garganta. Realmente amaba a ese hombre tosco y gordo que había salvado su vida varios años atrás, cuando intentó suicidarse cortándose las muñecas primero, colgándose de una viga después.

Lo había conocido en un pub, cuando el obeso andaba «pescando chicos perdidos».

Así llamaba a todos esos jóvenes que andaban por la vida sin rumbo, solos, sin sueños y sin un alma que los proteja. Mateo los reclutaba tras asegurarse de que fueran confiables. Una vez zanjado el primer acercamiento, los visitaba en los lugares donde vivían, podía ser debajo de un puente o alguna casilla de chapas. O los llevaba a un sucucho que frecuentaba, cerca del Obelisco. Después de quedar convencido de que podía confiar en ellos, les ofrecía una vida en el Santuario, como solía llamar de forma burlona a La Colmena, que no era otra cosa que un antro donde unos jueces malintencionados, llevaban a otros chicos, tan perdidos ellos, para explotarlos. Portillo intentaba cuidarlos lo mejor posible. Johny desconocía el verdadero propósito de La Colmena, aunque como no tenía un pelo de tonto, lo intuía. Y callaba por la misma razón.

Mateo les hablaba con dulzura a los ingresantes, les explicaba que no estaban prisioneros, que podían irse cuando quisieran, que allí tendrían trabajo, comida, una cama caliente. Y se ganarían algunos pesos.

Se podían ir cuando ellos quisieran, pero no traicionarlo. Les hacía prometer, con subyacentes amenazas, que nunca revelarían la existencia o la ubicación de La Colmena. La traición se pagaba muy caro. Mateo se encargaba de que eso les quedara bien claro.

Lo que también sabía Johny es que, los que tenían libertad para irse cuando quisieran eran los reclutados por Mateo. Los que traía Marcucci, no. Ellos no podían irse. Nunca preguntó por qué, aunque, por aquella misma razón de que no tenía un pelo de tonto, lo suponía.

A poco de conocer a Johny, Portillo había tenido la providencial idea de visitarlo en la habitación de hotel donde vivía. Lo encontró en el piso, con las muñecas sangrando y la vida pendiendo de un hilo. El gordo contuvo las heridas con los jirones de una cortina y lo llevó a casa del doctor Gervassi. Entre los dos lo habían salvado.

Un mes después volvió a encontrarlo, esta vez en los fondos del barsucho donde trabajaba durante el día. Tenía un cable ajustado al cuello y colgaba de un travesaño en el techo.

Después de eso, lo llevó a La Colmena y no lo abandonó más. Johny se convirtió en la mano derecha de Mateo y éste en su otra mitad. Sólo «su gordo» conocía los detalles de su atribulada y penosa vida, las golpizas, los abusos, sus más oscuros y dolorosos secretos.

Suspiró al recordar aquellos primeros encuentros. Mateo era un tipo dulce, que, aunque nunca se comprometió realmente con la relación y se acostaba con quien se le viniera en gana, lo quería de verdad. Johny lo sabía. Nadie lo había hecho disfrutar de la vida como él. Nadie lo había cuidado como lo había hecho Mateo Portillo, ni lo hacía reír así. ¿Quién pudo haberle hecho semejante cosa a un hombre tan bueno?

Todo su cuerpo se estremeció al recordar cómo lo había encontrado aquella mañana: tendido en su cama, en medio de un charco de sangre, con una almohada tapando su rostro que goteaba carmín, con ese intenso y nauseabundo olor de la sangre que comienza a secarse. Supo al instante lo que había pasado, ni siquiera fue necesario que encendiera la luz, con la que entraba por la ventana bastaba. Fue tal la impresión que no pudo gritar, no pudo moverse, sólo se quedó estático en la entrada. De casualidad lo vio Román, cuando bajaba a las cocinas, y se le había acercado. Entraron al cuarto juntos, conteniendo el aliento. Ninguno se atrevió a quitar la almohada de encima del cuerpo. Observaron con horror las salpicaduras viscosas en la mesa de noche, en la lámpara, en el respaldo de la cama, en las paredes, y supieron que eran trozos de cerebro, ensangrentados. Johny estuvo a punto de vomitar ahí mismo, junto a la cama, pero Román alcanzó a sacarlo de la habitación y terminó lanzando todo en el pasillo.

—Tomá, te va a hacer bien. —Román había regresado y lo sacó de sus horribles recuerdos. Le ofreció un vaso de agua que Johny agradeció con una débil sonrisa.

—¿Le echaste algo al vaso? —preguntó con recelo.

—¡No! —Román se asombró con la pregunta, pero era Johny, cualquier cosa podía esperarse de él. Encogió los hombros, se tiró hacia atrás y bebió su café—. No lo tomes, si no querés.

El muchacho paladeó un pequeño sorbo para asegurarse que no tuviera sabor extraño. A esas alturas, desconfiaba de todos.

—Tiene que haber sido alguien de acá —susurró antes de tomarse el contenido completo del vaso. —Román asintió, con los ojos fijos en el piso de madera—. ¿En qué pensás?

—Que pudo haber sido alguno de los clientes.

—¡Pero si ya se habían ido todos!

Un golpe en la puerta los sobresaltó. Era Dolores, que asomó su adormilado rostro.

—¿Qué pasa que están acá? —preguntó la chica—. ¿Dónde está Mateo? Nos tiene que pagar lo de anoche.

—Mateo no se siente bien —respondió Johny con la voz tan firme como pudo—. Ya se les va a pagar. Quédense arriba por ahora.

Dolores notó los ojos enrojecidos y la seriedad del gesto. Le resultó rarísimo que Johny hablara con Roman a solas.

—¿Se pelearon? —preguntó con inocencia, aludiendo a la relación que mantenían Johny y Portillo.

—¡Obvio, cómo no nos vamos a pelear! —exclamó él, secándose las lágrimas— ¡Si estuvo revolcándose con el chico ése que trajo Marcucci!

—¡Siempre hace lo mismo cuando cae uno nuevo! —replicó la muchacha en medio de un bostezo.

—¿Dónde está el nuevo? —Román se puso de pie de un salto.

—¿Marito? En el patio, ayudando a Juana con las plantas —comentó Dolores.

—¿Con las plantas? —preguntó Johny extrañado.

—Sí, parece que la primavera es buena para trasplantar.

Johny hizo un puchero, a punto de largarse a llorar. ¡A la puta tierra iban a mandar a su gordo! ¡Y él ahí, disimulando su dolor, sin poder gritarle al mundo que se había quedado viudo! ¡Y el estúpido de Marito haciéndose el inocente con la doméstica! ¡Regando plantitas! De pronto llevó los ojos hacia Román, asustado. Sacó a Dolores del cuarto como quien espanta a un bicho molesto y se acercó a él.

—¡Tipo tres de la mañana Mateo estaba con el nuevo! —susurró alarmado—. ¿Y si lo mató él? ¿¡Como la viuda negra, que después de aparearse mata al macho!?

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