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10

Armando Trelles entreabrió los ojos, algo atontado, y volvió a cerrarlos.

—¿Estás seguro de que no está tomando alcohol? —preguntó Gervassi en voz baja a un alterado Julián Mallorca .

—¡Te juro que no! Estoy todo el día con él, no toma más que agua, jugo, algo de café... Muy de vez en cuando una aspirina si le duele la cabeza.

El facultativo se rascó la barbilla y sonrió.

—Bueno, no sé, ¿alguna petaquita por ahí, escondida?

—No, Gervassi, te digo que no, esto es otra cosa. ¿Le vas a hacer estudios?

—Sí, sí, claro. Voy a tomarle una muestra de sangre y le voy a dar una prescripción para chequeo completo. El lunes lo espero en la clínica.

—De acuerdo. —Julián estaba tenso, con los brazos cruzados y los dedos tecleando sus propios codos. El médico guardó el estetoscopio y el tensiómetro en su viejo maletín negro—. ¿No le ibas a sacar sangre? —preguntó el secretario.

—¡Sí! ¡Pero no se está muriendo todavía, tiene que darme su consentimiento! ¿Qué querés? ¿Que me mate?

—¡Nadie te va a matar por hacer tu trabajo! ¡Te autorizo yo! ¡Soy su apoderado para todo, incluyendo salud y tratamientos médicos! —Gervassi lo miró por encima de sus horribles anteojos de marco grueso y chasqueó la lengua—. Te hablo en serio, doctor. ¡Me extraña que no lo sepas! Tengo autoridad legal para cualquier tratamiento que deba hacerse. ¡Sacá esa muestra!

Lo que el secretario no quería, era que la sangre se «lavara», es decir, que el propio cuerpo expeliera lo que estuviese haciendo daño mediante la ingesta de líquidos y su posterior evacuación.

El médico volvió a sonreír, esta vez con indolencia. Claro que sabía que su amigo había autorizado al inútil del secretario para responder por él en caso de enfermedad. Lo sabía muy bien, pero era tal la aversión que sentía por Julián Mallorca, que se negaba a reconocer en él cualquier autoridad.

—En cinco minutos va a estar totalmente consciente —dijo, arrastrando las palabras—, él mismo va a poder autorizarme a tomar la muestra. Si no vuelve en sí, entonces invocamos tu poder, ¿de acuerdo?

Con el dedo índice, Julián echó hacia atrás el delicado marco de sus anteojos cuadrados y le ordenó, con voz algo más grave de lo normal:

—¡Sacale sangre ya! —Extrajo de su bolsillo el teléfono celular y deslizó la pantalla sin quitarle los ojos de encima.

—¡Está bien! —resopló el médico y se dispuso a buscar los elementos en el interior de su bolso—. No te olvides que soy su amigo desde hace más de veinte años, tratame con respeto —advirtió.

Julián, que le llevaba una cabeza de estatura, se acercó hasta tenerlo justo debajo de los ojos.

—¡Hacé tu trabajo como corresponde y te voy a respetar! —murmuró con desprecio— ¡Hacelo ligeramente mal y mi jefe te va a mandar tres metros bajo tierra aunque seas su hermano!

Gervassi se sintió algo intimidado por la autoridad mostrada por el secretario y eso le molestó. Nunca lo había visto así, aunque tuvo que reconocer que el chico tenía razón. Conocía muy bien a Armando Trelles, sabía de lo que era capaz. Lo sabía incluso, mejor que el infeliz del secretario, un improvisado, a su modo de ver, al que se le habían subido los humos. Pero no sería Julián Mallorca quien lo amedrentara. Si algo sabía hacer bien, era su trabajo. Y callar cuando le convenía. Lentamente se colocó un par de guantes y tomó, de su bolso, un frasquito y una jeringa.

Alguien golpeó la puerta. Julián recibió a uno de los «chicos» de seguridad, al que había llamado segundos atrás, un joven de poco menos de dos metros de estatura, espaldas anchas y brazos como jamones.

El mastodonte avanzó unos pasos. Gervassi masculló algo por lo bajo, con evidente fastidio. Trelles entreabrió los ojos.

—¿Qué hacés? —preguntó, molesto ante el pinchazo.

—Te saco sangre. Acá, tu secretario, que parece que tiene más poder que yo, me autorizó. Tenemos que averiguar qué pasa, creí que andabas bebiendo en exceso, pero parece que no salís del agua y la gaseosa.

—¿Qué hace él acá? —interrumpió Trelles, en referencia al muchacho de seguridad.

Fue Julián quien se apresuró a responder:

—Marco va a llevar la muestra al laboratorio y se va a quedar ahí hasta que estén los resultados.

—¿Qué? —Gervassi, quitó la aguja del brazo de Trelles—. ¿Te volviste loco? ¡La voy a llevar yo!

—No. La va a llevar él y no se habla más. No te preocupes, Gervassi —replicó Julián con sorna—, sabemos transportarla.

—¿Y vos te pensás que voy a dejar la muestra en tus manos para que le metas cualquier cosa y me acuses de intentar matarlo? ¡Es mi carrera, nene!

—Se va a volcar —advirtió el secretario señalando la aguja que el médico revoleaba en su exaltación.

—¡Basta! —pidió Armando en voz alta—. ¡Vayan los dos y dejense de joder, carajo!

Julián se volvió hacia el guardia.

—No te movés del laboratorio hasta que esté el resultado. —El muchacho asintió con la cabeza.

Con sonrisa irónica, el médico, que trasvasaba la sangre al frasco estéril, se dirigió a Trelles.

—A ver si le explicás al borrego éste que hoy es sábado y que hasta el lunes nadie va a hacer nada con la muestra.

—Señor —dijo Mallorca con autoridad—, si usted está en condiciones, hable con el médico del laboratorio para que la analicen hoy mismo. Sin falta.

Lo dijo de tal manera y con tanta seguridad, que Trelles sólo atinó a estirar la mano para que Julián le colocara el teléfono con el llamado en curso. Gervassi hizo una mueca, negando con la cabeza. ¡Era el colmo! Armando estaba confiando ciegamente en el imbécil del secretario, pasando por encima suyo, ¡su amigo desde hacía más de veinte años!

Cuando cortó la comunicación, el jefe habló con voz calma:

—Dale la muestra, Carlos, nadie le va a poner nada, no te preocupes. Si hay algo malo, no se te va a culpar. Julián, prepará todo y que la lleve.

—De acuerdo, yo voy con él —afirmó el aludido acomodándose los lentes por enésima vez.

—Está bien —repuso Trelles mientras agarraba el brazo de Gervassi, a fin de evitar una nueva discusión—. Vos quedate conmigo —le dijo—, tenemos que hablar.

Tras haber dejado a Ramiro Aruzzi, Araneda subió a su auto y contempló la ingente cantidad de personas que se daba cita en los restaurantes cercanos. Allí se le ocurrió una jugada riesgosa. Sacó el teléfono y llamó a Delfina Trelles. Por alguna razón, no le asombró que la chica mostrara una excelente disposición para encontrarse con él en la pizzería que tenía enfrente o en alguna de las dos cervecerías que hacían esquina allí mismo. Delfina eligió una marisquería en la cuadra anterior, hacia el lado de Avenida La Plata. «Muy bien, pensó Santiago mientras giraba con el auto, saldremos con olor a calamar, pero adoro el pescado».

Para su sorpresa, los aromas del sitio estaban discretamente controlados. Tuvo la suerte de que una pareja desocupara una mesa en el momento en que entró, de lo contrario, hubiera tenido que esperar, cosa que detesta, o, entregarse a la desagradable tarea de informarle a su invitada el cambio de locación.

La mesa estaba alejada de la puerta, sobre un ventanal que daba a Goyena, cosa que le satisfizo por completo. Si bien había comido algunos bocadillos en casa de Ramiro, nada como sentarse frente a un buen plato de comida. Pidió una botellita de agua para la espera. Delfina le aseguró que en menos de media hora estaría por allí. Y no mintió.

Era una chica preciosa, sin dudas, con su corto cabello rubio, su estilizada y larga silueta, llamó la atención de todos los presentes cuando entró y caminó con decisión hacia su mesa.

—Gracias por aceptar mi invitación —dijo él, levantándose.

Delfina lo miró a los ojos por un segundo, se acomodó y clavó el mentón sobre sus dedos entrecruzados.

—Es la primera vez que un tipo se pone de pie hasta que yo me siento —dijo muy seria.

—Bueno, espero no haberte incomodado con mis modales antiguos.

—Para nada.

—¿Puedo tutearte ahora que no es una visita «oficial»? —Ella asintió con una sonrisa leve—. ¿Ves? Es la primera vez que te veo sonreír, y eso ya es una gran cosa. ¿Así que te gustan los mariscos?

—¡Amo los mariscos! Almejas, mejillones, camarones, langostinos... ¡Son la cosa más rica que existe! ¿A usted le gustan?

—¡Sí, claro! En realidad, lo que más me gusta es el salmón, espero que acá tengan. Ah, acá viene el mozo con el menú. —Un hombre vestido de negro les entregó una cartilla a cada uno y se retiró—. Y, por favor, tuteame vos también —rogó Santiago en voz muy baja—. Me hacés sentir viejo.

Ella amplió su sonrisa. Pidieron sus platos y una botella pequeña de vino blanco. Ambos debían conducir después.

—Cualquier cosa, dejamos los autos y pedimos un taxi —bromeó ella.

—No es mala idea. Delfina, ¿podemos empezar a hablar de lo que nos concierne?

—Claro, roto el hielo, shoot me.

Santiago recordó que los nombres de los DVDs de Carolina Machado estaban todos en inglés.

—¿Tu mamá hablaba fluido el inglés?

—Sí. Bueno, no fluido, pero se hacía entender. Tenía que hacerlo por... su trabajo, a veces tenía clientes extranjeros.

—Ya veo... Supongo que no era grato para vos. —Ella apretó los labios y movió apenas la cabeza—. Bueno, verás, en casa de Carolina encontramos... ¿puedo contar con tu discreción?

—¿Me hubieras llamado si no confiaras en eso? —Los hoyuelos de Santiago se marcaron a los lados de su boca—. Sos muy lindo cuando sonreís —dijo ella sin atisbo de timidez.

—¡Ay, me vas a hacer sonrojar!

—¡No, no te sonrojes! Fue sin intención, tenés más o menos la edad de mi papá, no?

—No sé. Cuántos años tiene tu papá?

Ella soltó una risa que tapó con la servilleta.

—¿Me vas a decir que no lo sabés?

—Ya veo... ¡Sos muy inteligente! Y la respuesta es sí, tengo más o menos la edad de tu papá. Cinco años menos, para ser exactos.

—¿Cuarenta y cinco?

—Ahá. Te decía que, en casa de tu mamá, encontramos unos DVDs con imágenes bastante sugestivas, videos... ¿estás enterada de eso?

—No. Ni idea. ¿Son de su trabajo? —El rostro de la joven se había transformado. La sola idea de que el hombre que tenía enfrente podía haber visto a su madre «en acción», la angustió.

—¡No, no! —se apuró Santiago en aclarar, al entender la incomodidad de la chica—. De otras personas, en un lugar que... no se vé donde es. No son videos sexuales, no te preocupes... son de fiestas, reuniones...

Ella largó aire con evidente alivio.

—La verdad es que no sé. No participaba en la vida de mi mamá. No tengo muy claro cómo fueron las cosas entre mis viejos, uno me dice una cosa y otro, otra. Lo cierto es que viví siempre con mi papá. Hubo momentos, en mi adolescencia, que quise ir con ella, pero la vida que hacía era... no era para una chica tan joven, ¿entendés?

—Ya veo. Claro que entiendo. —Araneda pensó que, en realidad, vivir con un mafioso como Trelles tampoco era vida para una niña, pero ya nada podía hacerse.

—Delfina, ¿oíste hablar alguna vez de un sitio llamado La Colmena? —Arriesgaba muchísimo al preguntarle. Delfina podía ir corriendo a contarle a su papá que él sabía del lugar, pero no podía andar con evasivas en esos momentos. La vida de Lucas estaba en juego.

Ella achicó los ojos, como si hiciera memoria. Pinchó una raba y se la llevó a la boca.

—Mi mamá me habló alguna vez de ese lugar... —dijo al cabo de un momento—. No sé si es un sitio para vacacionar, si está en Argentina o en Europa. ¿Por qué?

—¿Tenés alguna idea de los negocios de tu papá? —preguntó poniendo toda su atención en los actos reflejos de la chica, que abrió con sorpresa sus ojos celestes.

—¿Si trabajé en alguno de los locales, decís? No, never. Se supone que tengo que estudiar, pero no me gusta. Mi viejo me manda al exterior cada vez que puede, creo que no quiere que trabaje. Decime una cosa, comisario, ¿yo puedo confiar en vos?

—No soy...

—Inspector. Sí, ya sé que sos inspector.

—Santiago.

—¡Qué lindo nombre! Bueno, Santiago, ¿puedo confiar..?

—Sí, por supuesto, soy policía.

—¡Ah, claro! ¡Como que se puede confiar solo porque llevan una puta placa! ¿Sabés las veces que han perseguido a mi papá? ¿Solo por tener guita? —Araneda mordió un trozo de salmón luego de un suspiro. No sacaría nada de Delfina, la chica no sabía nada de nada—. Pero —continuó ella con la cabeza hacia el plato y los ojos clavados en él—, como bien dijiste, soy inteligente y puedo entender que, cuando el río suena... ¿Cómo es ese dicho?

—Agua trae. Cuando el río suena, agua trae.

—Eso. Supongo que, si tantas veces la policía investigó a mi viejo es porque hay algo turbio en sus negocios, ¿verdad?

—Es lo que te vine a preguntar a vos. Si sabés algo.

—No. Bueno, no mucho. Lo que pasa es que tampoco quiero que salgamos de acá y mañana lo vayas a buscar para meterlo en cana. Lo que sí, quiero, es que se investigue la muerte de mi mamá.

Esta vez fue Santiago quien achicó los ojos para mirarla. Había algo que la joven decía entre líneas y él no estaba entendiendo.

—No voy a ir mañana a buscarlo, si no es necesario. Seguí.

—En ese lugar que nombraste, La Colmena, es donde se conocieron mis viejos. Entonces, deduzco, si mi vieja era prostituta, ese sitio debe ser uno de esos bares que salen en las películas donde las mujeres bailan desnudas en un caño o algo así. Mi viejo debe haber sido un visitante asiduo, tal vez consumía drogas con ella, I don't know.  

—¿Sabés dónde está ese sitio?

—No. Alguna vez le pregunté a mi mamá, me dijo que era mejor que no lo supiera. Y me recomendó que nunca le preguntase a mi papá. Pero, como soy cabezona, lo hice. Le pregunté. Mi viejo me miró como si le hubiera dicho que me iba a hacer monja, «¿¡Qué!? ¡Qué se yo de qué me estás hablando, Delfi! ¡Ese lugar ya no debe existir!», me dijo, todo sorprendido.

—¿Cuándo fue eso?

—¡Hace un montón! Yo tendría unos trece o catorce años, estaba con mi crisis existencial a full. Plena adolescencia. ¿Viste cuando te preguntás por qué carajo tu vieja te da tan poca bola? ¿Por qué se separaron y todo eso? Bueno, eso.

—Ya veo... ¿Y por qué se separaron?

—Según él, ella estaba todo el día drogada, putaneando, y no quería cargar con una hija. Según ella, él le quitó a la hija y, con toda la guita que tiene, no pudo hacer nada para impedirlo. Según ella, por eso fue que se empezó a drogar y toda esa mierda. Algo de cierto debe haber en cada uno, porque los dos me mostraron papeles: él, los que dicen que le dieron mi tenencia completa. «Si el juez dijo que te tenés que quedar conmigo es porque entendió que tu madre es incapaz de cuidarte» —expresó imitando a su padre—. Y ella, los que demuestran todas las veces que intentó recuperarme sin éxito.

La chica se tiró hacia atrás, bajó los brazos sobre el ragazo y suspiró con tristeza. Araneda ensayó un consuelo.

—Ya veo... Bueno, creo...

—En lo que te pueda ayudar para saber la verdad, lo voy a hacer —interrumpió ella. 

Eso era lo que decía entre líneas. Estaba dispuesta a alguna deslealtad, aunque fuera pequeña.

—Ya veo... ¿Qué sabés del trabajo que había conseguido tu mamá en el último tiempo? El de la computadora, desde la casa.

—Creo que armaba videos... ¡Ah! ¿No sería eso lo que encontraste?

—Tal vez. ¿Qué tipo de videos hacía?

—No sé, fiestas. Tenía alguien que los grababa y ella los editaba. Supongo que habían hecho una de esas empresitas de fotografías para eventos, ¿no?

—Tal vez.  

—¿Sabés que alguna vez pensé en hacerme policía?

—¿De verdad?

—Sí.

—Todavía estás a tiempo. Tenés la edad, la estatura...

—¡Mi viejo me mata! —exclamó ella en una carcajada. Luego habló con más mesura—: De verdad, lo que necesites para averiguar qué carajo le pasó a mi vieja, contá conmigo.

—De acuerdo. Por ahora, te pediría que no le comentes a tu papá de este encuentro.

—¿Estás loco? ¡Más vale que no le voy a contar! Si lo hago, ¡me manda a Japón y hasta que no aprenda el idioma no me deja volver!

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