1
Septiembre, 2016
Promediaba la mañana cuando Armando Trelles, enfrascado en la lectura del periódico local, creyó oír movimientos en el parque. La sola idea de que Penique hubiera escapado y anduviera chapoteando bajo la lluvia lo enfureció. No quería que las estúpidas sirvientas lo dejaran entrar para que llenara todo de barro. Tiró el diario a un costado, se quitó las gafas y fue a asomarse a la ventana. Aquella primavera estaba resultando inusualmente fastidiosa con su soberbia tropical: temperaturas anormales, de a ratos lluvia, de a ratos sol, el aire se volvía irrespirable.
Alguien se movió entre los arbustos. Ahora estaba seguro.
—¡Penique! —llamó. En lugar del perro lo saludó una persona imbuida en un traje de plástico amarillo y botas de goma.
—¡Soy yo, Señor Trelles! Penique está adentro, no se preocupe.
—¡Ah, gracias...! Señora. —No recordó su nombre ni le importaba. De la mesita junto a la puerta, llenó un vaso con agua y lo bebió de a sorbos mientras contemplaba su trabajo.
Hacia mediados de marzo, habían encontrado muerto a Jaime, su anterior jardinero. Había sufrido un infarto el viernes y hasta el sábado nadie se enteró de que el tipo no estaba en ninguna parte. Su angustiada esposa había llamado preguntando si sabían algo de su marido y no, la verdad era que nadie se fijaba mucho en el pobre infeliz. Se dio por hecho que se había marchado al terminar la jornada.
Don Armando amaba las plantas y, cada vez que sus ocupaciones se lo permitían, se acercaba a mimarlas un poco. Algunas, aquellas que entre él y Jaime habían creado mezclando esquejes de diferentes especies, tenían su nombre escrito en un cartel clavado en la tierra. No el nombre botánico, puesto que no lo tenían, sino uno con el que él mismo las bautizaba. Así, una rosa de pétalos puntiagudos y de suave color caramelo, se llamaba «Mirta» como su fallecida madre. Otra, parecida al gladiolo, había sido bautizada «Bruna», como su abuela, también difunta. Y así.
Mientras observaba a la mujer desmalezar las amapolas, admiró su dedicación. Jaime jamás había trabajado con lluvia. Lo envolvió una nube de tristeza al rememorar los hechos de aquel día. Se había pasado la tarde retozando con Georgina entre los helechos del bosquecito cuando tropezaron con él. Estaba tieso en el suelo, mirando la nada, como una cosa que había quedado allí sin que nadie notara.
Georgina. ¡Qué bien lo pasaba con ella! ¡Pero qué estúpida era! Aunque, hay que reconocer que, cuando quería, la chica podía ser de lo más astuta.
Dos golpecitos en la puerta precedieron la entrada de su secretario, Julián, un muchacho con cara de pavote y anteojos cuadrados.
—Vino el señor Mateo —anunció en voz baja.
—¡Señor! —exclamó Trelles con hastío—. ¿Cuántas veces te dije que no llames «señor» a ese gordo inmundo? Hacelo pasar.
El joven torció la boca en una sonrisa sutil y se retiró.
Trelles se ubicó de nuevo en el sillón grande, cruzó la pierna izquierda sobre la derecha y acomodó el pliegue de su pantalón. Llevaba toda la mañana intentando olvidar que Portillo lo había llamado de madrugada. Algo había sucedido en La Colmena y no le quedaba más remedio que recibirlo. Además, traía dinero.
Si la relación entre ellos hubiera podido llevarse únicamente por teléfono, hasta le resultaría simpático el tipo, porque tenía sentido del humor, era buen empleado, sabía poner orden. Pero verlo... Era tan repulsivo que odiaba tenerlo enfrente.
Portillo ingresó de costado, hundiendo el abdomen. Trelles lo miró con asco. Era un hombre enorme, obeso. Y, como si con eso no bastara, sus atuendos eran de lo más ridículos, camisolas de colores, con palmeras pintadas que se estiraban a más no poder en el ecuador de su cuerpo, y cuyos botones luchaban por no explotar con cada respiro. El pelo, finito y negro, mojado, se le pegoteaba en la cara de monigote mal pintado.
—¡Tenés que dejarme estacionar en la puerta, Trelles —exclamó con voz ronca el recién llegado—, me quedo sin aire después de cruzar semejante parque!
Don Armando levantó las cejas y se puso de pie.
—¡Son solo unos metros, Portillo! ¡Tenés que dejar de fumar!
—¡Jamás! —replicó el obeso al tiempo que le estrechaba la mano con fuerza para luego dejarse caer sobre otro sillón.
Sintiendo un cosquilleo de repugnancia, Trelles se abalanzó sobre su escritorio, rebuscó en un cajón un pañuelo de papel y se limpió las manos. No toleraba la transpiración de ese hombre ni que bufara como un cerdo. Lo miró con asco cuando estampó sus enormes asentaderas en su sillón. ¡No lo había invitado a ponerse cómodo! Por lo general lo recibía en la galería de entrada donde los muebles de mimbre eran lavables. Pero la maldita lluvia lo había entorpecido todo y ahora lo tenía en su sala. Su templo.
—¿Qué fue lo que pasó? —preguntó. Tampoco pensaba ofrecerle algo para tomar.
—¡Que nos dejaron en pelotas! ¡Eso pasó! Entraron, rompieron lo que pudieron, se llevaron celulares, anillos, pulseras, guita... «Producto», por supuesto. Golpearon a unos cuantos y se fueron. —Armando lo miró con rabia. ¿Por qué había puesto semejante engendro a cargo de La Colmena? Es más, ¿cómo podía funcionar con ese hombre de regente? ¡Si hasta era insalubre verlo!—. Pero no te preocupes —siguió Portillo—, para el sábado ya va a estar todo listo. Igual abrimos mañana. Vamos a trabajar solo en el piso de arriba por ahora.
—¿Cuánto me van a costar las reparaciones?
El gordo sonrió. Al menos su dentadura estaba en buen estado.
—¡Ni un peso! ¿Para qué tenemos los clientes que tenemos?
Trelles asintió en silencio. Por éso lo había puesto al frente de La Colmena. Era feo, maleducado, antiestético y libidinoso. Pero sabía hacer negocios, sabía cómo ahorrarle dinero.
El obeso sacó de su mochila un cuaderno de tapas naranjas y se lo entregó junto con dos abultados sobres de color marrón.
—Los números del mes —dijo—. ¡Diciembre fue espectacular!
—¿Clientes nuevos?
—Varios, sí. Todos bien recomendados y «entrenados». ¡Dejaron vagones de guita! —rio como un energúmeno mientras las gotas de transpiración resbalaban por su rostro grasiento. El gordo se levantó con esfuerzo—. ¡Sé cuando no soy bien recibido, Trelles! Me voy. ¡A ver si mancho tus sillones importados! ¡Ni un vaso de agua me ofreciste! —Caminó hasta la puerta, donde Julián lo esperaba para acompañarlo a la salida—. ¡No te olvides que soy yo el que te cuida el culo a vos! ¡No al revés! —señaló amenazante, antes de salir.
Trelles gruñó su repulsión, con dos dedos tomó el cuaderno y lo arrojó, despectivo, sobre la mesa redonda junto a los sobres.
—Permiso, señor —solicitó el secretario a los pocos minutos.
—¿¡Ya se fue el gordo estúpido!?
—Sí, señor.
El muchacho, que se movía como una gacela, sin el menor ruido, tomó con delicadeza el cuaderno y los sobres.
—Me llevo esto.
—Sí, sí. Claro —respondió Armando, saliendo de sus pensamientos—. Desinfectalo y después estudialo bien. ¡Y contá la guita! ¡No quiero que me falte un solo centavo!
—Sí, señor.
Estaba furioso. Se mordió el labio inferior y, con los brazos en jarra, se acercó a la ventana. La maldita lluvia seguía cayendo sin tregua. No lograba sacarse de la cabeza las palabras del infeliz de Portillo. «Yo te cuido el culo a vos». ¡El tipo se creía dueño de La Colmena, tenía que enseñarle quién daba las órdenes! ¡Venir a hablarle de esa forma! ¡A él! ¡En sucasa!
Julián se asomó de nuevo.
—Teléfono, señor. La señorita Georgina.
Don Armando levantó una ceja. Hubiera sonreído si no hubiera tenido tanta rabia.
—¡Pasalo! —gruñó.
Volvió a llenar el vaso con agua. Hubiera preferido que lo llamara Delfina.
—Hola.
—¡Armando! —La voz femenina sonaba exultante—. ¿Cómo estás, papito?
—¿Qué pasa Gina? ¿Estuviste tomando? —bramó, sin paciencia para escucharla.
Una risita tonta sonó del otro lado.
—¡Ay, papi! ¿Qué te pasa?
—Nada, nada. ¿Llegaron bien?
—Sí, perfectas. Delfi está tirada en la colchoneta en la piscina del hotel. Yo bajé por unos tragos y decidí llamarte para contarte que estamos bien y para...
—Bueno, bueno. Me alegro que estén bien. Estoy ocupado, Gina. Diviértanse y decile a mi hija que me llame cuando tenga ganas, o que me mande un mensaje. Chau.
Cortó sin darle tiempo a nada. No tenía ganas de escucharla. Su cabeza estaba en otro lado. Y algo, en su cuerpo, no se sentía del todo bien. Un mareo repentino. Un dolor agudo, eléctrico, bajó desde la sien derecha hasta el ojo, cerrándolo. La nuca se le tornó pesada, las piernas se rebelaron a seguir sosteniéndolo y el pulso se le aceleró. Tenía que llamar a Julián. Abrió la boca, pero la voz no salió. Se tomó la garganta e intentó llegar a la puerta, sus piernas se doblaron como tallos, se derrumbó. Hubo una sombra que se alejaba, algo rodaba a su lado. Y todo se oscureció.
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