La doncella prometida
Doncella de cabello dorado,
corazón valiente y fuerte,
prometida a un guerrero huérfano,
que lucha sin temor a la muerte.
Fue el día de la primera cosecha cuando lo vi. Éramos apenas unos niños, pero esos ojos azules torturados quedaron grabados con fuego en mi memoria. Las canciones de la taberna murmullaban que dentro de ellos se podía revivir una y otra vez el traumático suceso que marcó el destino de Eivor para siempre.
Había pasado apenas tres inviernos del momento en el que Kotjve, el cruel, había azotado el clan de los cuervos. Fue una fatídica noche en la casa comunal cuando el padre de Eivor, Varin, conoció el fin de sus canciones a manos del temible Kotjve. De milagro, Eivor había salvado su encuentro con la muerte y desde entonces se convirtió en el hijo adoptivo de Styrbjorn, el nuevo rey del clan, y por consecuencia el hermano —y la mano derecha— de Sigurd.
Fue un momento de profundo dolor para nuestro clan, que quedó grabado para siempre en los azules y tristes ojos de Eivor. Desde entonces muchas canciones se cantaban en honor a su valentía y fuerza. "Eivor, el matalobos" clamaban los jefes de la aldea. Era apenas un niño con 16 inviernos, pero el valhalla estaba prometido en su destino, y con él el futuro de todo el asentamiento.
Porque él había sido bendecido con todos los dotes del mismísimo Odín. Fuerte, ágil y encantador. Tenía todos los atributos que envidiaban los hombres del clan, y un rostro que haría suspirar a quién lo viera pasar. Sus cabellos rubios estaban enmarañados en una compleja trenza, que dejaba ver las cicatrices de su encuentro con el lobo que le dio su sobrenombre. Y su cuerpo, fornido por el campo de batalla, se mostraba imponente entre los brazos débiles del resto de la aldea. Claro que yo no era inmune a sus encantos.
En aquel cálido día en el que Eivor dirigió su mirada a mí por primera vez, pude sentir aquella gracia de la que hablaban las canciones en su nombre. El tiempo se detuvo y en ese momento rogué a las nornas porque nos tejieran un destino juntos. Porque a pesar de que sus ojos vivieran recordando el evento más traumático de su vida, Eivor era servicial, risueño y muy amable. Era un vikingo en todos los sentidos de la palabra, excepto donde más importaba no serlo. Contrastaba mucho con su hermano Sigurd, un chico mucho más ruidoso e irascible... distintos como el agua y el aceite.
Justo cuando comenzaba a sonrojarme, Sigurd le alcanzó con su derecha y lo lanzó unos metros más allá al piso, rompiendo de un golpe el mágico encuentro.
—¡¡Maldición, Sigurd!! Te había pedido un momento.
—¿Crees que Kotjve te dará un momento para que conquistes campesinas?
Maldición, me habían visto mirarle. Pude escuchar las risitas de las otros chicos recogiendo frambuesas, y peor que enfrentar sus burlas era saber que, por mi culpa, Eivor se había distraído de su entrenamiento. Desde niño lo estaban educando para estar a la cabeza del clan y resguardar al pueblo. No podía tener en su cabeza otra cosa que no fuera conseguir el Valhalla en el campo de guerra.
Su destino era grande. La gloria. El poder. El Valhalla. Yo solo sabía escribir lengua nórdica y sajona, nada digno de un verdadero vikingo.
Escribir era un humilde oficio que papá me había enseñado. De vez en cuando nos citaban en la casa comunal para enviar escritos a otros clanes, pero los vikingos preferían hablar las cosas de frente. Escribir sin ser guerrero era cosa de sajones y de idiotas, decían. Por lo que cuando el trabajo escaseaba, conseguíamos plata trabajando en la tierra. Era lo suficiente para poner comida en la mesa, pero no para ser una pretendiente interesante para nadie. Mucho menos para la mano derecha del clan.
—¡Liv es más que una campesina!
Para mi sorpresa, Eivor me defendió aquella tarde frente a su hermano. En ese momento creí que solo estaba siendo cortés, porque no había forma que realmente estuviera interesado en mí.
—¡Perdóname, hermano! No sabía que te gustaban fulanas— Sigurd me miró guiñando un ojo.
Solo estaba molestando a Eivor. Y de paso dejándome en ridículo frente al resto de mirones.
—¡Vas a ver, Sigurd!
Y Eivor se abalanzó contra su hermano, con la fuerza de un verdadero vikingo en batalla. Era feroz, tenaz y muy inteligente. En dos movimientos había recuperado el control de la pelea y pronto yacía Sigurd en el suelo, sobando su rostro del golpe que le había propinado Eivor.
Pude escuchar los gritos de victoria del resto del clan, pero no me quedé a ver el final. Me escabullí entre los pastizales a entregar la cosecha del día. Estaba convencida de que aquel mágico momento en el que su mirada conectó con la mía solo era fruto de mi imaginación, jugándome una mala pasada.
Doncella de cabello dorado,
corazón valiente y fuerte,
prometida a un guerrero huérfano,
que lucha sin temor a la muerte.
No había forma en la que yo pudiera ser la doncella prometida de sus canciones.
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