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Capítulo 4: El amante de Vitoria.


Olivia. 


La confusión de anoche no desaparece cuando me despierto. Estoy envuelta por su tela impoluta, como si la sábana fuera suficiente autónoma como para limpiarse ella sola. Me envuelve los muslos y cubre mi entrepierna. Rodea mis nalgas y las abre levemente para poder encontrarse entre ellas y cubrir cada recoveco de mi cuerpo. Envuelve mi cuello y se afirma en mis pechos. Mis pezones siguen duros por solo el roce y mis manos se entrelazan en ella, como si estuviera entrelazando los dedos de alguien. En facciones de segundos, juraría haberlo visto. Vi a Alessandro sobre mí, haciéndome temblar con cada movimiento. Sin embargo, cuando pestañeaba, era solo la sábana la que me cubría. Tengo un sentimiento extraño en la boca del estómago. ¿Lo he imaginado todo? Escuché su voz, sus jadeos. Su aroma sigue en mi piel, lo huelo. Además, estoy empapada. ¿Hasta que punto puedo haberme sugestionado?

Miro la sábana que me rodea y suspiro hondo. Se ve una sábana normal, además, suena demasiado surrealista. Debo de estar muy cansada mentalmente, es todo. Además con la decepción de mi ex llevaba casi un año sin sexo. El desespero lo ha provocado, seguro.

Me levanto y la tela se desliza entre mis labios vaginales. Doy un jadeo mientras cae al suelo e inconscientemente, me encuentro mordiéndome el labio inferior mientras la miro. No puede ser que recién levantada ya esté pensando en hacer cosas con esa sábana. Me llevo una mano a la frente. Estoy mal, demasiado.

La cojo y la llevo conmigo a la habitación, donde la coloco en la cama. Suficiente tentación por hoy, ahí debe quedarse.

Empiezo a vestirme. No sé por qué lo imaginé a él. Ni siquiera conocí bien a Aless, y, además, se supone que era el amante de mi tía. Es de enferma mental imaginarlo haciéndome todo eso. Miro de reojo hacia el baúl donde están sus fotos. Me da demasiada curiosidad. Esa fecha en el reverso de la fotografía me descoloca. Además, se ven viejas. Pero, claro, no podría haber asistido a la boda de mi hermano aquel día. No debería de estar vivo, literalmente. Aquí hay algo que se me escapa.

El móvil suena en el momento preciso en el que terminé de vestirme. Mi mejor amiga sabe exactamente cuándo llamar.

—¡Hola! —chilla en videollamada. Mueve las manos frente a ella de manera efusiva—. ¿Qué tal la noche en la casona encantada?

Voy a responderle, pero me quedo a mitad de palabra. No sé si contárselo, me va a ver como una loca.

—Digamos que fue interesante.

—¿No tuviste miedo?

Miedo, dice.

—No, la verdad es que no. —Me siento en la cama y deslizo los dedos sobre la sábana. Imposible tener miedo con la tela acariciando cada rincón de mi cuerpo.

—Tienes un brillo especial en los ojos —comenta Casidy—. ¿Te echaste novio en tan poco tiempo?

—¿Bromeas? Sabes que me gustan los romances a fuego lento.

—Con que el romance tuviera fuego te debería valer. Tu ex no sabía prender a nadie ni con gasolina —bromea. Se me sale una risita que no pretendía que se escuchara tan sospechosa—. A ti te han follado, de ahí tanta felicidad.

—¡¿Qué?! —mi grito es tal que veo cómo desde la ventana, se asustan varios pájaros. En un segundo las mejillas me arden y entorno los ojos—. No digas tonterías, anda. Ayer estuve limpiando todo el día y hoy todavía tendré que limpiar más. El polvo que se acumuló aquí podría formar un desierto.

Suspira y entorna los ojos.

—Mira que eres sosa —reclama—. Imaginaba que al ir estaría ese supuesto amante de tu tía y que te liarías con él.

—Ves demasiadas telenovelas turcas, aquí no había nadie cuando llegué.

—Pues nada. —Se ve decepcionada. Escondo una sonrisa y ella lo nota—. Que fuerte que me estés escondiendo algo, pero no soy tonta.

Me termino riendo a carcajadas.

—¡Qué dramática!

—¡Traición! —me acusa y levanta el dedo para señalarme a través de la pantalla.

—Vale, te contaré. —Obviamente, lo de la sábana no, pero puedo comentarle mis dudas sobre las fotografías y el año—. Por lo que veo, recuerdas al enamorado de mi tía.

—Como para olvidarlo. ¡Hombres así son imposibles de borrar de la retina y la mente! —Finge un desvanecimiento y se sienta en el sofá de su casa—. Oh, Dios mío, Sugar baby, ven a mí.

—Teniendo en cuenta la edad que teníamos en aquel entonces, ahora mismo sería más mayor que nosotras.

—¡No me rompas la fantasía! —golpea el móvil con el dedo.

Mientras ella se aloca sola y dice incoherencias, me arrodillo en el suelo y abro el baúl.

—Escucha, trastornada —la llamo. Como esperaba, me hace caso sin reclamar por el insulto amistoso. Le enseño las fotos—. Mira quién está aquí.

—¡Mi crush! —chilla. Se me escapa la risa—. Mándame una foto por correo o algo, va.

—Por favor, céntrate —pido entre risas—. Esto es serio.

—Vale, a ver. —Se palmea las dos mejillas de la cara y borra la sonrisa de golpe—. Modo seria. Dime.

Entorno los ojos y lucho por no volver a reírme.

—Lo raro de estas fotografías es que se ven muy viejas y en el reverso pone el nombre del chico junto a una fecha. —Le doy la vuelta a una de ellas y se lo muestro—. Alessandro, 1839. De haber estado vivo en esa fecha, ¿cómo asistió a la boda de mi hermano?

—No es posible —responde y, para este momento, ya no hay humor en sus palabras—. Ese chico debería de haber muerto hace demasiado tiempo.

—Así es.

—Pero, todos en la boda lo vimos. —Hace una pequeña mueca y se encoge de hombros—. ¿Existirán los vampiros? Es la única explicación.

—No creo que fuera un vampiro, ese día estuvimos bastante al sol. —¿De verdad estoy siguiéndole la corriente a Casidy? Ya no sé ni lo que pensar. Niego y vuelvo al tema—. Averiguaré quién era Alessandro. Quizá si voy al registro del Ayuntamiento o la biblioteca del pueblo, pueda encontrar algo.

—Harás bien, porque todo esto es muy raro. Desde heredar la casona, hasta el hecho de que el supuesto amante de tu tía, tenga más años que tu abuelo.

—Te iré informando. —Me despido con un beso al aire.

—Sin falta. —Me lo devuelve—. Raro o no, el chico sigue siendo un adonis. Si lo conoces, besuquéalo por mí.

Como no, tenía que hacerme reír antes de colgar la videollamada.

Tengo cita con el gestor y el abogado que llevaba todos los bienes de mi tía. Aprovecharé el ir al pueblo para comprar algo de comida con mis pocos ahorros y, de paso, averiguar sobre Aless. Aunque no tengo sus apellidos, algo podré hacer.

***

El pueblo es pintoresco. Pequeño, acogedor y rustico. Las casas, si bien no son tan grandes como la casona de Vitoria, sí tienen ese toque gótico que caracteriza el lugar. Con fachadas de piedras ennegrecidas y enredaderas decorando sus altas paredes. El suelo también es empedrado y como si hubiéramos echado el tiempo atrás, observo varios caballos portados por gente que reside aquí. Creería que estoy en el medievo si no fuera porque veo a varios niños con sus Tabletas y otros jóvenes ven videos de internet sentados en una fuente que decora la plaza.

Antes de la cita con los hombres que llevaban los vienes de Vitoria, me detengo en el único bar del pueblo. Éste posee una terraza preciosa, prevista de un toldo por las lluvias intermitentes y rodeado por flores de los colores del arcoíris. Una muchacha rubia y de sonrisa plena, me atiende y tras pedir un café, se marcha moviendo su coleta alta de un lado a otro. Parece simpática.

—¡Ey, joven! —Me llama una señora mayor, con aspecto hogareño, que toma café junto a sus amigas. Le sonrío—. ¿Eres la sobrina de Vitoria?

Bien dicen, que pueblo pequeño, infierno grande.

—Sí, soy yo.

—¿Cómo te llamas? —pregunta y se pone una mano en el pecho—. Yo soy Berta y ellas son Dorotea y Tomasa.

Miro a sus amigas a la vez que las señala. Dorotea tiene el pelo negro recogido con un decorado en plata y se ha esforzado con el contorno de ojos para que parezca que los tiene perfilados y levantados, aunque los años no perdonan la belleza que tuvo en su rostro de más joven. Tomasa está seria. Mientras las otras dos sonríen, la mujer de pelo pelirrojo teñido y gafas de culo de botella, se acomoda en la silla y me mira de manera inquisitiva.

—Un placer, me llamo Olivia.

—¿Cuándo viniste? —pregunta Tomasa. Me mira de arriba abajo.

—Ayer por la mañana —le cuento—. ¿Conocían a Vitoria?

—¡Por supuesto! —exclama Berta—. Aquí nos conocemos todo el mundo.

—Entonces, quizá podáis ayudarme. —Me levanto y saco la foto de Aless que previamente me guardé en el bolsillo del pantalón—. ¿Lo conocéis?

Lo observan. Dorotea coge la foto y la pone en un ángulo para que sus ojos cansados puedan ver mejor los rasgos.

—No me suena —contesta.

—Ni a mí —sigue Tomasa.

—¿Lo buscabas? —pregunta Berta—. No creo que sea de aquí, de serlo, nosotras lo conoceríamos.

Me devuelven la foto. Me cuesta unos segundos cogerla de nuevo. ¿Cómo no lo van a conocer?

—Tengo entendido que vivió aquí —comento.

—Esa foto parece muy antigua, joven —responde Tomasa—. Somos mayores, pero no tanto.

—¿No lo vieron con mi tía Vitoria?

Se echan a reír las tres a la vez. Me quedo observándolas con un nudo en la garganta. Me llevo la foto al pecho. Esto es demasiado extraño.

—Vitoria no estuvo con ningún hombre aparte de Frederic, su esposo —cuenta Berta—. Luego de él, se la veía sola. A veces hablando entre las paredes de su casona, como si tuviera conversaciones largas con la nada misma.

—¿No tuvo ningún amante? —indago. Las tres niegan a la vez.

—No, usualmente se la veía sola —sigue Dorotea—. Venía al pueblo para comprar y se marchaba. No era muy sociable y traía una vida bastante humilde para el dinero que todos sabemos que tenía.

—De tener un amante habría sido un escándalo —sigue Tomasa—. Se hubiera escuchado el rumor en cada rincón del pueblo, sin embargo, no hubo otro hombre en su vida y cuando ella falleció, se rumorea que lo llamaba a él a pesar de llevar años enterrado.

Mis ojos se entrecierran para fijarme en la foto una vez más. ¿Quién eres, Aless?

Me distrae la camarera cuando me entrega el café que pedí, pero lo bebo de un trago y le pago rápido. No puedo perder más el tiempo, esto cada vez me está intrigando más.

—Tengo que irme —me despido de las señoras—. Fue un gusto conoceros.

—Igualmente, hija —responde Berta. Me sonríen, esta vez, incluso Tomasa.

—Nos alegra que seas más simpática que Vitoria —suelta Tomasa—. Al menos podremos hablar más veces.

—Está hecho —le respondo y les dedico una última sonrisa antes de irme.

***

Pregunto por él a un policía local antes de llegar a mi reunión. Tampoco lo conoce. Hay tantas cosas que no encajan alrededor de Aless. Su origen, sus años. Por qué nadie lo ha visto en el pueblo y sobre todo, cómo es que vivía con Vitoria y todos aseguran que ella vivió sus últimos años sola.

Llego a la notaría y me recibe una chica joven, cuya sonrisa no llega a ser plena, pero que se fuerza para disimular lo cansada que está del trabajo. Le respondo de buena gana y la sigo cuando me hace entrar al despacho. El abogado de Vitoria junto al gestor, me reciben como si fuera el último ser viviente en el planeta. Demasiada amabilidad para mi gusto. No obstante, cuando el señor de bigote frondoso, cuerpo delgado y con calva brillante me hace entrega del testamento completo de Vitoria, comprendo por qué, tanto él como el gestor, tienen esa actitud conmigo. Hay una cifra de dinero escrito que no soy capaz ni de pronunciar en mi mente. Se me desencaja la mandíbula y trago saliva. Me fuerzo para volver a cerrarla. Intento hablar, pero solo me sale un "a" suave, bajo, ahogado. Necesito agua.

—Como verá, su tía fue bastante generosa al dejárselo todo —comenta el gestor. Lo miro y sonríe. La papada se le ensancha en lo que se acomoda la corbata e intenta disimular que la camisa de botones que lleva no está luchando por no reventar en la parte de la barriga. Son dos hombres bastante peculiares.

—Esto tiene que estar mal —gimoteo. Carraspeo la garganta y miro hacia el delgado, que es el abogado—. ¿Podéis darme agua, por favor?

—¡Enseguida! —Se levanta como si tuviera un muelle en el culo y le grita a la chica de fuera—. ¡Apresúrate, quiere agua!

—¡Voy! —responde la otra.

Me empieza a faltar el aire. No me gusta nada que me traten así, como si fuera la reina del pueblo, vaya.

—Le aseguramos que no está mal —aclara el gestor—. Estas fueron las últimas voluntades de su tía Vitoria. Como ve, solo consta su nombre, señorita Olivia.

Me dan el vaso de agua y bebo. La mano me tiembla. No hablo hasta que no queda ni una gota. Suspiro hondo y vuelvo a revisar el testamento. Es más dinero del que podría conseguir con un trabajo decente en toda mi vida. De saber esto, no me tomo el café. Siento que me va a salir el corazón por la boca.

—¿No está feliz? —pregunta el abogado.

—¿Bromeas? —Lo miro y se me ensancha la sonrisa—. ¡Esto es como si me hubiera tocado la lotería! —No sé por qué, pero salto la mesa y los abrazo—. ¡Os invito a comer y a la muchacha cansada de fuera también!

—¡Vale! —acepta ella, asomándose desde la puerta del despacho.

Los otros dos, no son capaces de reaccionar.

No los invité a comer, pero sí a almorzar después de firmar. Lo cierto es que Nora, la recepcionista, está cansada porque ha adoptado un perrito que no la dejó dormir. El abogado y el gestor, Claudio y Germán, están casados y me han contado su última escapada a Grecia. En fin, ha sido un almuerzo entretenido y ameno, lejos de la preocupación que tenía antes de mudarme. A pesar de que les dije que pagaba yo, los tres hacen amago de sacar las billeteras.

—Dije que esto viene de mi cuenta —les recuerdo. Saco mi cartera y al hacerlo, cae la foto de Aless de mi bolsillo. Suspiro y la recojo. Me quedo mirándolo en lo que espero que la chica rubia del bar venga a cobrarse.

—¿Es tu novio? —pregunta Nora.

Niego y dejo la foto sobre la mesa.

—¿Alguno de vosotros lo conoce? —Nora niega, al igual que Claudio y Germán—. Me dijeron que tuvo un amorío con mi tía.

—No me consta —responde Claudio—. Y, como su abogado, Vitoria me contaba absolutamente todo. Además de que iba seguido a su casa.

—¿Y nunca lo viste? —insisto.

—No.

—¿Ni te habló de ningún hombre?

—Vitoria solo tenía ojos para Frederic —interrumpe Germán. Suspira hondo y se santigua al recordarlo—. Que Dios lo tenga en su gloria y junto a ella. Eran una pareja modélica, aunque Vitoria no llegó a ser muy abierta con la gente del pueblo.

—Era muy suya —cuenta Nora—. Pero dio bastante dinero a la protectora en la que colaboro y tenía buen corazón. Amaba a su esposo, tampoco la imagino con otro.

Asiento y sin quererlo, mis labios se aprietan y la impotencia se ve reflejada en mi rostro.

—¿Ocurre algo con ese joven? —pregunta Claudio.

—Lo encontré entre las cosas de Vitoria —me excuso—. Al parecer le tenía bastante aprecio, pues cuidaba las fotografías con recelo en su habitación. Por eso me dio curiosidad.

—Pero, esa foto se ve muy antigua —sigue Germán y la coge. Revisa el papel y ve la fecha en el reverso—. Quizá sea algún antepasado o alguien que viviera en la casona con anterioridad.

Me la devuelve y la guardo en mi bolsillo nuevamente. Pago a la dueña del bar y se retira con la misma sonrisa que la caracterizó desde que vine a tomarme el café.

—¿Cómo puedo averiguar quién es? —vuelvo a la conversación.

—En el registro del ayuntamiento debe de estar, puedo acompañarte —sugiere Germán—. Si decimos que eres la dueña de la casona, seguramente puedas ver a quién perteneció desde que se empezara a levantar el acta de registro.

—¿Crees que habrá registros del año mil ochocientos treinta y nueve?

—Lo averiguaremos. 

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