Capítulo 2: Lavando a mano.
¡Está lloviendo a cántaros, madre mía! Esto se pone cada vez más tétrico, no podía hacer sol y cantar los pajaritos. Aunque en esta zona el clima suele ser así de sombrío. Bajo del coche y mis tacones se hunden en el barro. Resoplo cuando con una ráfaga de viento, el paraguas se dobla y termina siendo un hierro inservible que tiene más pinta de pararrayos que otra para cosa. Escucho un trueno y trago saliva. Lo dejo caer al suelo. Ya lo recogeré cuando el tiempo mejore, si es que lo hace. Mi ropa se va empapando y ahogo un quejido mientras bajo la maleta.
<< Bien, Olivia, tú puedes. Es solo una tormenta y una casa, una tormenta y una casa.>>
Ni siquiera el mantra que me repito sin parar me calma.
Empujo con ambas manos el portón del jardín y lo escucho chirriar como el lamento de un alma en pena. Se me eriza cada pelo, hasta los del culo si es necesario ser explícita. Trago saliva. El óxido se desprende en escamas bajo mis dedos y la verja vibra al forzarla para pasar. La maleza a conquistado el sendero de adoquines, enredándose entre las piedras rotas. Por un momento me tropiezo y termino con el tacón encallado en uno de los huecos.
—Mierda, ¡Casi me las vas a pagar! —grito. Me agacho y tiro del zapato—. Cambia de aires, dijo, te irá mejor, dijo. ¡Una mierda!
Mi negatividad me nubla el juicio y tiro con más fuerza. El tacón se rompe y caigo de espaldas. No tengo tiempo para regodearme en mi dolor, pues un rayo ilumina la vereda, me parece observar una silueta grande y robusta a un lateral. Ya está, ¡me van a matar!
—¡Aaah! —grito a todo pulmón, pero cuando termino y abro los ojos, solo hay ramas secas y hojarasca a mi alrededor.
¿Habrá sido un efecto visual? Joder, no importa, a la mierda los tacones. Me quito el otro y echo a correr como si estuviera concursando en unas jodidas olimpiadas. La maleta va dando golpes mientras la empujo y me importa poco si se revienta el frasco de colonia.
¡Ahí está! Al fin veo la casa. Es enorme y decadente. Sus muros de piedra están ennegrecidos por el tiempo y cubiertos de enredaderas muertas que cuelgan para darle un empujón más a mis pesadillas. Las ventanas, altas y enrejadas, están tan sucias que apenas reflejan la poca luz de las nubes. Sobre la puerta principal, el escudo de la familia de Vitoria sobresale entre piedras agrietadas. Aunque está casi borrado.
Respiro hondo y subo los escalones del pórtico. El viento se cuela entre las columnas y silba por las molduras rotas. Escucho golpes por alguna ventana del piso superior, no quiero ni asomarme a ver qué coño es.
Meto la mano en el bolsillo de mi empapado abrigo y saco las llaves. Hasta la llave es rara. Pesa y tiene en la agarradera un grabado que no reconozco. Encaja perfecta en la cerradura y la giro. Escucho el chasquido. La puerta está abierta, pero, otra cosa es que quiera entrar. Miro sobre mi hombro. Mejor entro, lo prefiero antes que volver a ver algo raro, aunque sea por sugestión.
Abro la puerta y doy un paso, así, sin pensar, porque sino me vuelvo corriendo al coche. Toso por el polvo y cubro mi boca con mi propio brazo. La oscuridad se traga la luz del exterior en cuanto cruzo el umbral, y un olor a madera vieja, cuero y humedad me exprime las fosas nasales. Observo mis pisadas. El suelo de mármol está cubierto de polvo, y mis huellas se quedan marcadas como si de nieve se tratara.
Camino por el enorme vestíbulo y doy un brinco cuando la puerta se cierra a mis espaldas. Habrá sido el viento. La luz que entra por las vidrieras de la puerta, dibuja figuras desvaídas en el suelo. Al fondo veo una escalera de madera oscura, con una alfombra roja. A mi izquierda hay una sala amplia con muebles cubiertos con sábanas carcomidas, candelabros de bronce ennegrecido y estanterías repletas de libros cuyos lomos están rotos y parece que vayan a deshacerse con solo mirarlos. Un reloj de péndulo domina la pared, detenido a una hora. Las doce en punto de la noche.
El miedo se ha retirado para dejar tras de sí las pocas ganas que tengo de limpiar, ¡y joder si hay que limpiar!
Paso al salón y sacudo el polvo del sofá. Vuelvo a toser. Lo uso para sentarme y al menos cambiarme de ropa por una que esté medianamente seca. No quiero terminar enferma nada mas venir.
Elevo mi pelo en un moño alto para que no me moje y me desnudo. Dejo que la ropa caiga al suelo, incluida la interior, porque el agua ha calado hasta ella. Tiemblo y una pequeña brisa que pasa por mi cuello, me eriza por completo la piel. Me quedo con la mirada fija a un punto del salón. ¿Eso fue una respiración? Me doy la vuelta. Estoy sola. No quiero ponerme paranoica antes de tiempo.
Inhalo, exhalo y me agacho para coger ropa seca. Me pongo las bragas sentada en el sofá y escucho el crujir de la madera. Del mismo modo que cruje cuando piso. Detengo el subir de mis manos por las caderas y guardo silencio. Todos mis sentidos están puestos en alerta, a ver si todavía hay alguien aquí que se haya colado.
No escucho nada. Cierro los ojos por un segundo.
Vale, ha sido porque la casa es vieja, nada más. No ha sido nada más.
Me visto con rapidez. Un camisón holgado que suelo usar para ir por casa a modo de pijama. Observo a mi alrededor. Manos a la obra. Quito las sábanas carcomidas y las lanzo fuera, no quiero respirar moho. Ya las iré a tirar cuando el tiempo se siente un poco. En una de las habitaciones, encuentro todo lo necesario para la limpieza. No creo terminar hoy, pero al menos limpiaré lo que pueda.
Empiezo por las ventanas. Limpio cristales y a pesar del día que hace, las abro para que todo se ventile. Limpio los muebles, sacudo los colchones de las habitaciones. Barro, friego, estoy sudando. Menos mal que lo abrí todo porque con tanto que hacer, una entra en calor.
Puedo imaginar cual es la habitación de Vitoria, pues la cama es mucho más grande que en las otras y se aprecia más limpia. De todos modos, la paso por chapa y pintura. Acomodo el tocador y lo limpio. Sacudo el colchón y lo levanto para que también pueda ventilarse. Me da curiosidad ver que no hay ninguna cama hecha, todas están solamente con el puro colchón.
Tengo que buscar las sábanas para vestir al menos mi cama. Tiene que haber en algún lado.
Mis ojos se percatan de un baúl a un lateral de la cama. Al abrirlo, un olor a colonia masculina me aturde por unos segundos. Es un aroma fresco, embriagador y de hombre, no hay duda. Inhalo y exhalo. Trago saliva y noto que las mejillas me arden. Definitivamente, llevo demasiado tiempo sola. Veo el interior del baúl. ¡Sábanas, bien! Además, parecen limpias. Sobre todo, una de ellas. Tiene un blanco impoluto. La cojo y me la llevo a la nariz. Lo que imaginaba, ese olor embriagador, viene de esta sábana. Me da pena tener que lavarla y quitarle este aroma. Para mi desgracia, suelo dormir desnuda así que es mejor que lo lave, por higiene más que nada.
Levanto el resto de las sábanas que sirven para los cojines y la parte baja del colchón. Éstas sí están amarillas por el paso del tiempo. Escucho que algo cae cuando levanto la última y me asomo al interior del baúl. Achico los ojos. Son fotografías. Cojo una de ellas y la observo con atención. Es el adonis que Vitoria trajo a la boda de mi hermano, sin embargo, parece una foto más vieja a ese día. Está en blanco y negro. Cojo otra fotografía, es el mismo hombre. Sonríe y se le marcan los hoyuelos. Posa con una elegancia innata. Tiene un porte demasiado varonil. Su cabello claro y ligeramente ondulado, cae con naturalidad sobre su frente, enmarcando su rostro de facciones esculpidas: mandíbula firme, pómulos marcados y labios bien definidos, carnosos. Con una mirada que atraviesa el tiempo. Es demasiado guapo como para que estuviera con Vitoria. Que desperdicio. Le doy la vuelta y leo en voz alta.
—Alessandro, lunes veinte de enero de mil ochocientos treinta y nueve. —Mi ceño se arruga al máximo. No es posible esa fecha.
Una de las ventanas se cierra de golpe y dejo caer la foto dentro del baúl. Me siento observada, espero que esta sensación se pase a medida que los días transcurran y vea que aquí, no pasa nada.
No hay lavadora, así que me toca fregar a mano.
Admito que he dejado para el final de la colada la sábana que huele a hombre porque no querría que se le fuera ese perfume.
Dejo una mano sobre la tela. Juraría que por un momento hubo un temblor bajo mi palma. De manera inconsciente, pongo el agua caliente hasta que sube la temperatura. Mojo con ella toda la sábana y empiezo a amasar. Un escalofrío recorre mi columna vertebral y mis mejillas arden junto a mis manos, y no por el agua. El aroma a hombre se eleva de la sabana y llega a mí a ráfagas que me desarman por completo. La respiración se me acelera y junto las piernas entre sí. Una brisa caliente recorre mi cuello desde la nuca y me estremezco por completo. De mis labios escapa un pequeño quejido que ahogo por vergüenza propia, aunque no haya nadie aquí.
La levanto con una mano y mientras que con la otra le echo el jabón, la vuelvo a oler. Mojo parte de mi rostro con ella para estar pegada a la tela. Me quiero tocar mientras la huelo. Estrujo la sábana entre mis manos y empiezo a fregarla para que el jabón saque espuma y así la pueda lavar bien.
—Ah... —escucho un gemido gutural, grueso, de hombre. Abro los labios, pareció provenir de la sábana, pero las sábanas no gimen, ¿no? —. No pares —escucho que me exige la sábana en mi mente. Jadeo fuerte y vuelvo a apretar—. Oh, joder. Es peligroso para ti que me obsesione.
Su voz es gruesa, susurrante. Debo de estar imaginándomelo todo, pero, adoro esta maldita fantasía. Frente a mis ojos, empiezan a aparecer imágenes extrañas. La sábana pasa a ser Alessandro, el chico de las fotos, el fiel compañero de Vitoria. Son sus abdominales los que aprieto. Él echa la cabeza hacia atrás y gruñe completamente empapado. De la comisura de sus labios se resbala un hilo de saliva que mas que eso, parece ser jabón. Se muerde el labio inferior y bajo con los dedos por la silueta que marca su cuerpo desnudo. Está erecto, venoso, duro. Me observa cuando le aprieto la polla y ambos jadeamos. Pestañeo y vuelvo a ver solo la sábana frente a mí, sin embargo hay un bulto en ella que no sé si está hecho por la forma en la que está colocada o es parte del agua que le cae encima. No obstante, aprieto más fuerte, friego y escurro. Estoy sudando, jadeando.
—¿A caso quieres que me corra? —escucho que dice.
Trago saliva. ¿Dónde demonios está mi cordura?
—Las sábanas no se corren.
—Tú pídemelo y yo te lo concedo, mi Musa.
—Ah... —gimoteo y cierro los ojos por un momento. Estoy más empapada yo que la propia sábana y lo sé, porque se resbalan varias gotas desde mi coño por mis piernas.
Gruño para mis adentros y empiezo a lavarlo de manera más intensa. Dejo que el jabón penetre por cada rincón de su tela y mis manos lo amasan, lo escurren y lo lavan con dedicación. No dejo de escuchar sus jadeos, sus gemidos varoniles que se elevan sobre el sonido del agua.
—Oh, mi Musa —gimotea. No sé por qué me llama así, pero puede hacerlo. Me pone muchísimo que lo haga.
Envuelvo la sábana entre mis dedos y deslizo las manos a lo largo de la tela, tocándola por completo. Escucha como grita, un grito que sé perfectamente que lo lleva al éxtasis y cuando miro mis manos, están repletas de jabón blanco. He logrado que la sábana se corra y no puedo estar más complacida.
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