La Ruptura
—No puedo creerlo —masculló la madre con furia apenas contenida—. ¿Pero a quién se le ocurre pegar de brincos sobre las calabazas y orinarse sobre la fruta recién cortada?
—Pero no es culpa mía. Ya te dije que fue...
—¡A callar! —lo interrumpió colérica —. Ya no eres un niño y no puedes culpar a los demás de todas tus tonterías.
La mujer respiró profundo tratando de tranquilizarse.
—Ahora debo esperar a tu padre para ir ambos a dar explicaciones arriba. A ver como nos va —suspiró derrotada.
—Ya fui arriba y no me recibió.
—Pues que bueno, porque seguro lo ibas a empeorar más. Mejor vete a terminar tus tareas que yo todavía tengo mucho trabajo que hacer.
El chico se pasó el resto del día refunfuñando. Recordó con amargura la vez cuando descubrió que su hermano podía manipular a cualquier ser vivo.
Incluído él.
Aún no amanecía cuando vio a su hermano salir a hurtadillas. Extrañado lo siguió hasta el corral de las ovejas donde se detuvo a observarlas en aparente calma. De pronto algo raro les ocurrió y las ovejas comenzaron a corretear en círculos perfectos. Lo mismo pasó con las vacas, los cerdos, las cabras y las gallinas. Todo un espectáculo de cabriolas, brincos y caracoleos. Su hermano sonrió satisfecho, señaló con su dedo a las cabras y éstas saltaron encima de la cerca yendo directo sobre las plantas de tomate y fresas, aplastando y devorando meses de trabajo y dedicación.
—¡Oye! —Salió impetuoso de entre las sombras —esa es mi cosecha mentecato. Le diré a papá lo que has hecho.
Pegó carrera de regreso a la casa y agradeció en silencio ver a sus padres de pie. Por desgracia, más tardó en entrar a la habitación, cuando un sombra cubrió su mente dejándola oscura y estúpida.
Sus padres apenas podían creer lo que veían. Su hijo mayor desparramaba los sacos de semilla por el suelo y gritaba incoherencias. Cuando su padre intentó detenerlo, de un ágil brinco salió por la ventana.
Y ese fue el comienzo del fin. Nadie le creyó y por mucho tiempo su hermano se encargó de mortificarlo. En cada oportunidad lo hacía cometer barbaridades sin explicación lógica y estaba harto de que se llevara todas las glorias y a él lo vieran con profunda lástima. De a poco sus pensamientos se volvieron oscuros y pesados y ese algo que aleteaba en su interior murió congelado.
Esa noche los escuchó hablar de él de nuevo. Su madre llorosa le contó a su padre lo que hizo, lo disparatado de su comportamiento.
—No lo entiendo Adam —dijo abatida—. Antes era un niño amoroso y obediente y ahora es un muchacho majadero y enfadoso; siempre deprimido, ocultándose en los rincones y culpando a Abel de todo.
—No te preocupes Eva —la abrazó amoroso—. Mañana hablo nuevamente con él. No puede continuar con esa conducta.
Cerca de ellos, oculto en su escondrijo fue que ocurrió. El odio reclamó el corazón de Caín. Llegó hasta él y lo arrastró absorbiendo y masticando sentimientos transformados en morralla.
—Vas a pagar Abel —murmuró quedo — ya verás.
—Te lo advertí —le susurró la serpiente enroscada entre la hierba—. Será mejor que lo resuelvas pronto.
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