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Fiery Love

∞ Título: Fiery Love

∞ Personajes:

∞ Irene, una chica que en el día de su boda la atrapan las inseguridades que lleva por lo general.

∞ SeulGi: La novia compresiva con el mejor carácter entre las dos. Tiene mayor protagonismo al final de la historia.

∞ Cantidad de palabras: 2343

Sus ojos fueron abiertos mientras la somnolencia la acechaba y sus oídos no lograban percibir el ensordecedor tiberio creado en su habitación.

― ¡Dios! ¡La mataré, lo juro! ¡Irene!

Comprendió entonces los gritos, no reconocía la aguda voz del todo, pero podía sospechar de quién se trataba.

No fue sino hasta después de unos segundos, que la fuerza en sus ojos fue la suficiente para permitirle elevar sus párpados. Sin embargo, estos volvieron a caer en cuanto la fuente de luz estrelló directo a estos. Ardía.

― ¡Hasta que despiertas! ― Quiso reír por el tono de voz de su madre, pero su cabeza sentía el dolor y sus pensamientos le rogaban no despertar hasta el siguiente día ― ¡¿Vas a levantarte?! ― negó girando su cuerpo para continuar con tu trabajo ― Pero ― calló ― ¡¿Qué esperas que le diga a tus suegros?! ¡¿Que dejarás a la novia plantada?!

Entonces, Irene recordó la razón de su terrible dolor de cabeza y cuerpo. Sus ojos volvió a abrir y en estos no se mostró más que terror. Su boda era ese día, ella lo había olvidado.

Como pudo, se levantó de la cama y corrió hacia el baño. Sus pies descalzos y su poca consciencia, hicieron a su cuerpo colapsar múltiples veces sobre la fría cerámica. Su madre la riñó por no tener cuidado luego de ver los moretones que se causó en el cuerpo.

Se vistió de prisa mientras intentaba ignorar las punzadas en su cabeza, de forma extraña, el dolor en su cuerpo ya no lo sentía. Quería creer que se debía a la emoción y adrenalina que por su sangre corría.

Cuando bajó a la primera planta, encontró a la que en unas horas sería oficialmente su suegra. La mayor le sonrió antes de, junto a su mamá, arrastrarla por todos los locales que se encargarían de alistarla para su gran noche.

Cuando llegó al spa, donde la prepararían, se animó a descansar un poco en lo que coloreaban sus uñas, rostro y ordenaban cada hebra de su oscuro cabello en los lugares correctos. Fue ahí cuando el dolor de sus caídas y las secuelas de la noche anterior volvieron.

Apretaba los ojos y gemía de vez en cuando, se arrepentía de la poca organización en su agenda.

― Te doy un consejo que le daré a mis hijos en un futuro ― Le habló al cosmetólogo sin abrir los ojos, esperaba que al menos así, el dolor sea más soportable ― Nunca tengas tu despedida de soltero un día antes de tu boda.

Le oyó reír divertido, pero no se molestó en observarlo por el espejo.

― Tarde, pero si te hace sentir más tranquila, en mi boda, de último minuto, creí que sería buena idea caminar con un velo largo. Mis papás hicieron los imposible por conseguírmelo y mi día mejoró.

― ¿Cómo se supone que eso me haría sentir mejor? ― Se quejó aguantando las inmensas ganas de levantar sus manos, pero no podía el malograría el trabajo de la manicurista.

― Que gracias a eso, cuando salí hacia el altar, tropecé debido al velo y caí sobre mi sobrina de seis años. Fue uno de los momentos más vergonzosos de mi vida.

― Lo siento ― Irene no podía imaginarse pasando por lo mismo, pensaba en llorar y cancelar la ceremonia como una de sus posibilidades.

― Descuida, pero para eso estoy yo. Verás que te dejo como si no hubieras tenido la mejor despedida de soltera de la vida.

Todo el día continuó ajetreado para Irene, no dejaban de correr de un lado para otro mientras le comentaban de ciertos inconvenientes con su boda. Agradecía tener a su madre a lado, quién se encargaba de responder a sabiendas del estado de su hija.

Durante todo el camino intentó hablar poco, cada que pronunciaba palabra, cuando abría la boca siquiera, sentía que su cabeza giraba y que de su estómago sería expulsado todo lo que su cuerpo no ingirió. E ahí otro detalle, durante todo el día no probó nada más que agua para evitar perjuicios con el vestido.

Cerró la puerta de su habitación, sin dejar la posibilidad de dejar ingresar a nadie, y corrió lo más rápido que pudo al baño. Abrió la tapa y arrojó de su boca todo el líquido ingerido ayer y hoy. Cierta cantidad llegó a parar a su cabello, maldiciendo en voz alta por su descuido.

― Mierda, mierda, mierda ― Repetía cada segundo mientras abría el grifo, tomaba agua en su mano y la pasaba por sobre sus rizos artificiales buscando no arruinarlo demasiado ― ¿Enserio va a casarse con el desastre que puedo llegar a ser?

Quiso llorar, mas no lo hizo y se tragó el dolor que en su pecho crecía como un remolino de fuego ardiente. Eligió tragarse los pensamientos autodestructivos que nacían en su cabeza desde el momento en que la mujer se lo propuso, no podía soltar lágrimas en ese instante o arruinaría el maquillaje. Cuando dejó su cabello decente, caminó hacia la puerta y la abrió, dejando entrar así, a sus diez damas de honor y a ambas mujeres.

― Estás hermosa ― Sonrió la mamá de Irene, soltando algunas lágrimas. La menor la abrazó ― Eres una mujer de la cual estoy orgullosa, SeulGi va a quedar encantada.

Un "no" fue reproducido en su cabeza, seguía golpeado. Quería que se detuviera.

Y hubo más conversaciones del mismo tema, todas apoyaban a que, con cada minuto que pasaba, la castaña sintiera más nervios recorrer su sistema.

Y media hora, su tía llegó con el vestido blanco.

«Es hermoso», todos lo dijeron, todos lo pensaron. No obstante, Irene discrepaba en ello. Al momento de elegir su vestido, ella encontró el indicado, el que sabía que la representaba y que su futura esposa amaría. Pero todos sus sueños fueron rotos con las insistencias de su madre por buscar algo más clásico y de ensueño.

Ella odiaba ese vestido, pero fingiría que no.

El alboroto que todas armaban dentro asolaba su paciencia, creaba un golpeteo mayor en su cabeza ¡Dios, su cabeza!

― ¿Pueden salir? ― Los ojos no se apartaban de ella, todos curiosos de su repentina decisión ― Quiero cambiarme sola y prepararme mentalmente para salir ― explicó. ― Solo, avísenme cuando sea el momento.

Todas acataron, comprendieron la decisión de Irene y ella lo agradecería.

No hay que mal entender, ella amaba a SeulGi, su mundo, su chica. Los mejores años de su vida los vivió a su lado. Sin embargo, siempre tuvo aquella inseguridad en su cabeza, cómo era posible que existiera alguien que no viera las imperfecciones que le pertenecían.

Irene podía enumerar lo defectuoso en SeulGi, desde el terrible olor de sus pies que traía en ocasiones hasta el desastre que era al momento de ordenar. SeulGi tenía miles de defectos e Irene la amaba sin importar estos. Entendía así el amor, entonces, ¿por qué la pelinegra no veía más que hermosura en ella?

Intentó convencerla tantas veces, quería que sea sincera y le dijera todo lo malo en su existencia, pero SeulGi parecía tan convencida.

« ¿Realmente me ama?»

Se hacía la pregunta una y otra vez, aquella no fue la excepción. Sin querer soltó una lágrima, la cual limpió con cuidado.

« ¿Y si aún no es el momento?»

El pensamiento la atacó mientras caminaba hacia el espejo para asegurarse de que el delineador no se haya corrido. Sí lo hizo.

«Se decepcionará si lo hacemos ahora, tal vez en otro momento»

Sin pensarlo más, con dorso de su mano repasó todo su rostro. La negrura de los lápices se esparció por su nívea piel, dejándole un aspecto lastimero. La tinta oscura era mezclada con el polvo claro sobre sus mejillas.

― Como debería de ser.

Sobre la mesa encontró una tijera, era grande y de metal. Aunque no le importó mucho su apariencia cuando su utilidad fue cortarle las uñas de manera desastrosa, pero salvable. Sonaba el conjunto de partículas cuando eran despejadas.

― ¿Qué más? ¿Qué más? ― Entre susurros recorría toda la habitación en busca de más razones para postergar la celebración. Su cabeza sin dejar de latir con fuerza, como si en alguno momento todos sus sesos buscarán salir disparados por el aire.

Entonces, a sus ojos llegó la imagen real de la pureza. Tan suave, tan delicado, tan...blanco.

Observó las tijeras entre sus manos, luego al vestido. No. Odiaba a ese vestido.

Corrió hacia el sofá y tomó su bolso sobre este. De adentro sacó lo que rogaba encontrar.

Un encendedor.

La cola que caía rozando el suelo de madera fue la primera en ser encendida, ella lo observó mientras quemaba. Cómo las llamas caminaban, algunas más lentas, otras corrían, todas con la misma misión. El vestido ardía, y con este su inconformidad.

No sabía que sentir, no tenía idea de si era lo correcto, pero se sentía tan bien observar a la maldita tela convertirse en inservible ceniza.

Su estado de concentración llegó a un punto excepcional, uno en el que no captó las chispas crecientes sobre el material plastificado de las paredes, tampoco la madera volverse oscura hasta no dejar más rastro que una llama sobre esta. El olor tampoco le importó, o quizás era este el que no la dejaba pensar con claridad. Quería dormir. Iba a dormir.

Estaba preocupada, hace unos minutos su mamá la había visitado a su espacio para comentarle que Irene quería algo de tiempo a solas.

No era nada nuevo para nadie, las dificultades que una novia pasaba por el proceso de convertirse en esposa eran bien sabidos, el problema radicaba en Irene, pues SeulGi conocía bien a su futura esposa y sus interminables divagaciones que terminaban derribando su torrecita de amor propio.

Ella la amaba así, cada pedacito de su ser era adorado por la mujer, amaba todo de su chica o de lo contrario tendría algo que no amar y aquello la aterraba. Por ello, SeulGi siempre estaba ahí para situaciones similares.

Por eso mismo, importándole poco el dicho que prohibía a los novios verse antes del matrimonio, SeulGi salió de la pequeña casa, la cual estaba dispuesta a atender a uno de los novios. Cruzó el verde césped recién cortado y la iglesia que se encontraba en medio de ambas casitas. En la puerta de la pequeña casa izquierda, perteneciente a su novia, logró distinguir un extraño olor, uno muy particular y conocido.

Se preguntó entonces, qué es lo que sucedía.

Al abrir la puerta solo descubrió el silencio. Las puertas en cada pared del pasillo yacían cerradas, nadie dentro, nadie fuera. Intentó abrir cada una de estas con la esperanza de encontrar a su amada. Primera. Segunda. Tercera. Cuarta. Nada.

Fue en la quinta y última puerta que supo que algo malo pasaba. Pues la peste se había vuelto más intenso, amenazando con detenerla y hacerla girar para huir, pero no lo haría. Todos sus miedos, todos sus temores, ningún recuerdo de la infancia le impediría asegurar la vida de Irene. Su Irene.

Intentó abrir la puerta sin éxito. Forcejeó hasta que no pudo más, sus ojos enrojecieron como si de ellos, en algún momento, sangre brotaría.

Tocó sus bolsillos, buscaba las llaves que le habían sido entregadas por los dueños del local. Eran muchas.

Con el pulso ascendiente y el tacto vibrante, probó cada una de las llaves, no tenía idea de si las repetía, solo quería entrar y encontrar que todas sus pesadillas no eran ciertas. Quería ver a Irene siendo ella, incluso si le pidiera retrasar todo al no sentirse segura. SeulGi se había preparado para todo menos para esto.

Al fin una de las llaves ingresó y giró. Era la misma que usaba para su puerta.

Apenas abrió la puerta, un fuerte aire lleno de contaminantes lo azotaron al punto de hacerla retroceder y doblar su cuerpo. Tosía, buscaba limpiar sus pulmones, pero no podía. Había olvidado como respirar en cuanto nuevos recuerdos golpearon en su mente, cada quemadura, cada sonido, cada caída. Su cuerpo lo rememoraba como si fuera un momento vivido. Pero recordó a Irene otra vez, tenía que salvarla.

Giró nuevamente para ingresar a la habitación, más se detuvo en seco. El sonido, el sonido tan cálido de la candela ardiente en su punto máximo pudo con su valentía. El color, rojo efervescente, tan brillante como un hermoso atardecer. Su olor, la combustión que causaba dolor en su hueso parietal, era violento. Sin embargo, incluso siendo así, el otro olor se podía distinguir, uno nauseabundo, uno que se mezclaba con un perfume.

Exhaló aterrada.

Quizás era porque podía verla, distinguía el cuerpo del amor de su vida siendo calcinada por las llamas que podrían representar su amor, podría ser también su dolor emocional. Porque ella no estaba sintiendo nada, no podía ver, no podía oír, no podía sentir más que su corazón lleno ser vaciado, como si la represa que Irene había construido para mantenerlo así, hubiera sido rota.

¿Habrá quien la vuelva a construir?

Continuó de pie. Sola entre tanto caos. Odio ver que el rostro de su amante ya no era visible, no podía apreciar las pecas impresas en su piel, ni los finos labios que apenas se distinguen cuando reía.

Tomó el pomo de la puerta. Era tibio.

Cerró la puerta y pisó, pisó otra vez, y lo hizo una vez más, siempre avanzando. Cayó de rodillas frente al esqueleto que se calcinaba de a poco. Lo tomó entre sus brazos, no quemaba.

Quemaba más la desesperación, ardía más su corazón.

Arrastrándola en un abrazo una lágrima resbaló, y se maldijo tanto cuando esta ninguna llama apagó.

― Te amo ― No pudo asegurar a ciencia cierta, si es que lo pronunció o si solo se trató de un insignificante pensamiento.

Pero supo que era real, por ello jamás se apartó del triste esqueleto, ni cuando el calor de su anatomía aumentó, ni cuando su piel perforada por el que, en su último suspiro aseguró, fue el fuego ardiente de su amor.


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