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36| El efecto Spencer

El mismo sábado de aquel fin de semana, Bruce desayunó con la familia Turpin. Aunque no podía consumir su rutinario desayuno mediterráneo por una semana y, lo que tenía frente al plato no eran más que alubias, huevos fritos y bacon, no se quejó. Lo único que no pudieron arrebatarle fue su café solo y sin azúcar.

La radio sonaba de fondo mientras estaban los cinco a la mesa.

—¿Vas a ir a algún sitio? —preguntó Richard mirando al pelirrojo, mientras llenaba su cubierto de aquel combinado.

Se había levantado antes que el resto y se había aseado y vestido. Si no fuera porque no llevaba puesto el uniforme, cualquiera pensaría que era un día lectivo más.

—Sí —afirmó y miró a Spencer de reojo—. Me gustaría resolver un asunto cuanto antes —respondió él, extrañamente cohibido por la pregunta.

—¿Quieres que te acompañe? —La cuestión la lanzaba la joven, siendo consciente de la mirada que había lanzado instantes atrás. Se encontraba algo inquieta, pese a saber perfectamente a qué se refería.

Ladeó la cabeza antes de responder.

—No te preocupes. No quiero quitarte tiempo —dijo, acabando lo que quedaba de aquel líquido oscuro de un rápido trago—. Ha sido un interesante desayuno. —Aquel gesto que pretendía ser educado, no dejó de sonar extraño.

—Me alegro —contestó Barbara, dudando de si se trataba de un calificativo positivo o no.

Abandonó el lugar sin agarrar más cosas que las llaves del coche y su cartera. Conforme se aproximaba a la acera, bajando los pequeños escalones que marcaban la entrada de aquella casa, se tensaba.

Abrió las puertas del vehículo y entró en él. Lo primero que hizo fue mirar el depósito, lo que le permitió soltar un suspiro de alivio ante la cantidad de gasolina que aun disponía. No obstante, aquello estaba comenzando a ser un problema.

Con las cuentas bloqueadas y dinero limitado en efectivo, poco podía desplazarse. Aún le quedaba reserva para moverse con el coche algunos días más a Richroses, pero nada más. Las comidas que había tenido a lo largo de la semana en el instituto corrían a cargo de su primo y por lo general no tenía ningún gasto mayor hospedándose con Spencer.

Era consciente de que no podía continuar aprovechándose de la bondad que emanaba aquella familia y sus opciones eran limitadas. Posiblemente, cuando finalizara aquella semana, se mudaría a casa de Parker.

No obstante, en aquel momento tenía muy claro a donde se dirigía. La conversación que había tenido con la castaña la noche anterior le había motivado a tomar aquella decisión. Debía enfrentarse a los problemas, de frente y sin pestañear. Debía asumir responsabilidades, y lo óptimo era que comenzara desde el principio.

Llegó conduciendo hasta una urbanización de chalets y adosados. No era muy lejana a la suya, pero se encontraba en otra zona diferente. Hacía mucho tiempo que no iba allí, mucho menos conduciendo él.

Aparcó en una de las plazas de la acera y anduvo buscando el hogar que buscaba. No recordaba el número del edificio, pero estaba convencido de que tarde o temprano se toparía con algún muro que tuviera una placa donde se pudiera leer "Miller".

Por fortuna, no fue de gran esfuerzo. Le separaba una verja cerrada y unos metros de jardín para poder llegar a la entrada de aquella casa. Llamó al timbre, dudando en si obtendría respuesta. Quizá lo prudente era haber llamado antes por teléfono, pero su línea también se encontraba fuera de servicio.

Finalmente, una voz al otro lado dio paso a que pudiera comunicarse, abriéndose las puertas para él y adentrándose en aquel lugar. Una vez se situaba a escasos pasos de la entrada de la casa, salió el ama de llaves para atenderlo.

—Tiempo sin verle, Sr. Rimes —comentó la señora, haciendo una sutil reverencia.

Conocía a aquella mujer desde que era un niño, pues llevaba largos años trabajando para aquella familia. Quizá, por aquella razón, que se refiriera a él como "señor" no era algo que tuviera previsto ver nunca.

—Buenos días, Mariela —saludó.

—¿Quiere entrar o prefiere esperar fuera? —preguntó la mujer. Cuando decía fuera, se refería a una mesita que tenían algo resguardada del frío, donde tantas veces Emma y él han jugado de pequeños.

—Esperaré fuera.

—Le traeré un té entonces. Y supongo que debo avisar a la Srta. Emma.

El pelirrojo asintió con la cabeza, cada vez más ausente. Hacía tanto tiempo que no iba a aquella casa que se sentía extraño y, a su vez, era como estar de nuevo en un lugar en el que vivió momentos muy alegres.


Una tetera junto a sus respectivas tazas de té era colocada frente a él. Dirigió sus orbes hacia arriba, y pudo comprobar que quien había traído la bebida era la misma persona a la que había ido a ver.

—No esperaba verte por aquí —comentó desinteresadamente, tomando asiento y sirviéndose de aquel líquido de buen aroma.

—Lo imaginaba. —Agarró esta vez la tetera él, dispuesto a servirse, aunque con cierta torpeza—. Quería hablar contigo.

Ella se cruzó de brazos e hizo lo mismo con las piernas, mientras se recostaba en la silla buscando una posición recomendable.

—Pues habla —ordenó dando un sorbo a su bebida.

—He venido a pedirte disculpas por cómo te he tratado los últimos meses —declaró, alterado y apreciándolo por el sudor de sus manos, que no dejaban de entrelazar sus dedos.

—Yo diría que han sido años, Bruce —apuntó ella, repiqueteando con sus uñas pintadas de negro en la superficie de la mesa.

El chico agachó la cabeza, sintiéndose derrotado apenas habiendo comenzado. Pero recordó que él no buscaba dar unas disculpas con el fin de sentirse mejor, sino de afrontar el problema.

—Supongo que estás en lo cierto. —Fue todo cuanto pudo decir en su defensa: nada. Pero decidió retomar el habla—. Te he culpado de todo lo malo cuanto me pasaba porque tú eras la única persona que se ha mantenido a mi lado sin importar qué. —Su voz parecía asustada ante su propia vibración—. Creía que siempre estarías ahí pasara lo que pasara... Te tratara como te tratara. Y, al final, llegó un momento en que tomé aquella actitud como rutinaria. —Tragó saliva, sintiéndose vulnerable frente a la morena—. Quizá, si hubiera afrontado la realidad de otra manera, si no hubiera tenido miedo del dolor —hizo una pausa antes de finalizar—, quizá entonces, hubiera podido hablar contigo y decirte cómo me sentía. Y tú y yo continuaríamos siendo buenos amigos.

El ambiente se tiñó de un silencio ensordecedor cuando Bruce consumó su declaración. Observó con cierto recelo la reacción de Emma, que parecía no haberse inmutado ante sus palabras, pues todo gesto que se veía en ella era el que hacía para beber de su taza mientras contemplaba su jardín oscurecido por las nubes.

El joven creyó que ahí se había terminado todo y, sin embargo, se encontraba en paz con aquella situación. Por fin había dicho lo que pensaba. Había sido sincero tras haber reflexionado sobre sus actos. Y se había disculpado con quien debía hacerlo.

El sonido de la taza chocando contra el pequeño plato hizo que el pelirrojo alzara la cabeza. Emma lo observaba de un modo inquisitorial, sin reflejar mayor emoción que la indiferencia.

—Está bien —dijo al fin—. He escuchado lo que tenías que decir. —Se puso en pie—. Ya puedes largarte de mi casa —ordenó con frialdad mientras señalaba con su dedo índice hacia la salida.

Aquella demoledora respuesta heló la sangre del muchacho, pero no vio conveniente protestar. Se había quedado sin palabras para replicar, con lo cual, levantándose paulatinamente, dijo:

—Como quieras.

Fue en aquel instante cuando el rincón del jardín donde se situaban comenzó a embriagarse de una risa desternillante, que podía parecer maquiavélica si no conocieras a la joven.

—Era broma. —Se frotó el ojo, secándose una pequeña gota que había quedado atrapada en la esquina—. Claro que te perdono, Bruce. Yo tampoco me he portado de manera impecable —alegó serena.

—Creo que nunca te había visto así —comentó, atisbándola con curiosidad.

—¿Te refieres a "riéndome"? —Él asintió con la cabeza, provocando que la chica se encogiera de hombros—. Bueno, yo nunca pensé que te vería hablando de tus pensamientos, sentimientos y disculpándote. —Esbozó una sonrisa de lado—. Parece que todos podemos cambiar... Para bien.

—Me pregunto por qué será. —Se rascó la barbilla.

—Como si no lo supieras. —Chocó el talón contra la punta de su zapato—. El efecto Spencer.

Bruce suspiró antes de dibujar una sonrisa en su rostro.

—Esa boba... —murmuró para sí mismo, con tanto cariño en aquel calificativo que se sorprendió.

Escuchó perfectamente el comentario meloso que había surgido de la boca del pelirrojo, pero no dijo nada al respecto.

—Por cierto, ¿no piensa volver a Richroses?

Nuevamente, un golpe contra la realidad.

—Eso es otro asunto que debo resolver. Aunque sé que hacer que mi padre entre razón es imposible.

Emma permaneció pensativa por unos instantes antes de sentenciar.

—Creo que tengo una solución. Pero os necesito a ti, a Thomas y a Megure a primera hora de la mañana el lunes.

A la hora de comer, Bruce estuvo en casa de su primo, para ponerle al día de los últimos sucesos. Quizá para sorpresa de Parker, las prioridades del chico eran algo extrañas, pues antes de explicarle la conversación que había tenido con Miller, había preferido hablarle de las peligrosas consecuencias de consumir alimentos picantes.

Avisó a Spencer de que no iría a comer, para que avisara a su familia y no lo esperaran. Todo parecía ir bien y tanta calma lo asustaba, más teniendo en cuenta que no había aclarado varios asuntos pendientes.

—Emma no me ha dicho qué pretende hacer, pero conociéndola no le resultará complicado —explicaba el invitado.

Thomas se recostó en el mullido puff que se había adjudicado recientemente.

—Yo no sé llegar puntual —dijo y, a continuación, dejó escapar un bostezo que pareciera haber reaccionado a la palabra "puntual" —. Pero bueno, un día es un día.

El otro se cruzó de brazos, enarcó una ceja y dibujó una mueca que Parker no pudo descifrar.

—No creo que te maten treinta minutos menos de sueño —comentó con desaire.

—Oh, no me matarán —aclaró él con suma tranquilidad—. Tan solo me dejarán de un humor de perros a lo largo de la mañana.

—Genial, así te parecerás un poquito a mí.

Aquella última frase hizo sonreír al joven de cabello oscuro.

—Iré avisando a Dalia.

Spencer se encontraba cenando con su familia, como cualquier día normal. En aquella ocasión, Bruce no los había acompañado al mediodía y, según el aviso que le envió al teléfono, tampoco lo haría durante la cena.

Era curioso, un día en aquella semana que no se encontraba el joven entre ellos, y tanto sus padres como su hermano no hacían otra cosa de hablar de él. Observar lo absoluta y completamente encantados que se encontraban con el pelirrojo hacía que la joven dibujara una sonrisa pícara en el rostro. Era gratificante saber que a tu familia le encantaba tu pareja tanto como a una misma.

Esperaba haber aprovechado el sábado con él. Salir un rato de casa, tener algo de intimidad, poder iniciar una conversación a solas que no tuviera que darse en susurros... Eran muchas las cosas que ansiaba poder hacer en su compañía. No obstante, el día se había ido por completo.

No iba a desanimarse porque no fuera exactamente como sus deseos lo demandaran, aunque sí era cierto que le escocía ligeramente que fuera así. El sentido común le decía que habría más días con él.

Al finalizar la cena, recogió su plato y cubiertos y se dispuso a ducharse y a enfundarse dentro de su cálido pijama. Los días eran gélidos en diciembre. Su cumpleaños sería dentro de un mes y esperaba que no hiciera tanto frío, pero como suele pasar en enero, lo haría, sino incluso más.

El año anterior no hizo nada especial. Por no hacer, no le dijo nada a su novio de cuándo fue. Pero aquella vez sería diferente, pues los cumpliría con Bruce; con el nuevo Bruce. Era una emoción algo extraña, y no creía sentirse muy diferente de un mes a otro. No sabía si organizar algo, o dejarlo pasar.

Nunca había sido muy de celebraciones. No en lo que respectaba a su día especial. Sin embargo, si la festividad era para otra persona, sin duda era la primera en darlo todo. Quizá lo que no le acababa de gustar era ser la protagonista.

Pensó en recordarle a Bruce la fecha de su cumpleaños. Pero optó por no hacerlo. No todavía, pues daría la impresión de que esperaba algo, y no quería que él comenzara a pensar en qué móvil regalarle o alguna locura del estilo.

Se tumbó sobre la cama y agarró un ejemplar de Orgullo y Prejuicio que le pertenecía a su padre, pero que le venía como anillo al dedo para despejarse. Apenas pudo leer dos párrafos cuando un mensaje entrante la alertó:

Bruce: Sal a la puerta de la calle.

Sin duda, aquello no estaba en lo planeado. Estuvo a punto de decirle que no, puesto que no andaba vestida, pero creyó emocionante salir al exterior con las zapatillas de andar por casa.

Puso sobre su pijama un abrigo y salió al exterior. A primera vista no había nadie en la calle, pero una candente luz que venía de un lado de la calzada hizo que pusiera su pie en la acera.

Entonces fue cuando lo vio.

El deportivo del pelirrojo se había llenado de velas encendidas, convirtiendo su blanco tapizado en un anaranjado espacio. El chico en cuestión, se encontraba en el asiento del conductor.

Spencer abrió la puerta del auto y tomó asiento como copiloto.

—¿Qué es todo esto? —preguntó recorriendo cada rincón del interior, admirada por la luz de aquellas pequeñas llamas.

—Quería darte una pequeña sorpresa —declaró mirando a un punto fijo del exterior.

—Sorprenderme me has sorprendido. No esperaba esto. Pero, ¿por qué?

Los orbes verdes de él se posaron sobre el chocolate que reflejaban los de ella.

—No se me dan muy bien estas cosas —afirmó y posó su mano sobre la de la joven—. Sé que ha sido una semana extraña y que tienes muchas cosas en las que pensar. Quizá no te hayas dado cuenta, pero... —Tragó saliva y apretó la extremidad de la muchacha—. Hoy es nuestro aniversario. O lo sería de no haber roto meses atrás.

Los ojos de la joven se engrandecieron por momentos, a la par que abría la boca por la sorpresa.

—Bruce, yo... —Se le había olvidado por completo.

Posó un dedo sobre los labios de la joven con el fin de cesar su habla.

—El caso es que quería hacerlo mejor esta vez —manifestó marcando las palabras con un tono suave—. Quiero decirte muchísimas cosas y que sepas todo lo que siento por ti, pero no sería nada suficiente porque tú... —La declaración se contenía en la punta de su lengua antes de sonar— Me eclipsas. Cada vez que te veo o te escucho, me eclipsas. —Trasladó la mano de la castaña a su pecho—. Spencer, ¿quieres salir conmigo oficialmente?

Tal confesión había provocado en ella un latir vertiginoso, una punzada oprimió la boca de su estómago y sintió como todas las palabras del abecedario se le atragantaban. Eran síntomas similares al dolor y a la ansiedad y, sin embargo, todo lo que podía sentir era una felicidad que se aglomeraba en su pecho mientras la vista se le enturbiaba por la humedad de la emoción.

—Claro que sí —respondió lanzándose furtivamente sobre los labios del pelirrojo.

Una sonrisa de la más pura alegría iluminó el semblante de aquel chico, cuya alma no estaba hecha de la oscuridad que pretendía hacer creer. Devolvía los torpes besos de una alterada Spencer con todo el cariño que podía.

—¿Lo has hecho alguna vez en un coche? —Le susurró la cuestión al oído, buscando una provocación con el tono de su voz.

—Es evidente que no. —Fingía molestarse por el comentario, pero era incapaz de no reflejar una expresión propia de una tonta enamorada.

—¿Quieres probar? —tentó, divirtiéndose.

Ella puso los ojos en blanco.

—Estamos en medio de la calle, podría pasar alguien —razonó, pero su respuesta no fue convincente para el muchacho, que había vuelto a devorar su boca como si fuera el mayor elixir del mundo.

La besaba como si no hubiera acción alguna en la tierra válida para realizar, salvo aquella. La sentía; sentía su respiración entrecortada por aquel roce, el tacto de sus pómulos en la palma de su mano, la calidez húmeda de su saliva. Una euforia que no le cabía en el pecho.

Aun así, logró separarse.

—Bruce —insistió—. Nos pueden ver.

—Que miren —runruneó—. Eso que se llevan.

Ella rio nerviosamente, lamiéndose los labios en pleno fantaseo inconsciente ante o que estaba a punto de suceder.

Esperaba que esa felicidad no acabara nunca.

El lunes por la mañana, cuatro jóvenes se encontraban frente a la puerta del despacho del director más temprano de lo normal. Repiqueteó Emma con los nudillos en la superficie, y una voz del interior dio el paso.

No fue de alegría, precisamente, la imagen que expresó el hombre cuando los vio entrando, encabezados por la joven de cabello corto. Se detuvo frente al escritorio, esperando a qué preguntara la razón por la que se encontraban allí.

Emma no había explicado a ninguno qué iba a hacer, tan solo había especificado que la dejaran hablar a ella. Y su convicción hacía que fuera imposible oponerse.

—¿Qué sucede? —Quiso saber el director.

—Hemos venido para exigirle que vuelvan a admitir a Spencer Turpin en Richroses.

—Eso es imposible —exclamó el hombre, dejando escapar una risa ante algo que no era ningún chiste.

—No se lo estoy pidiendo: Se lo estoy ordenando —matizó toscamente.

—Si lo hago, la corporación Rimes retirará sus donaciones. —Se excusó, extendiendo el brazo hacia Bruce.

—¿Prefiere que mi familia, tanto como la de Parker o Megure, le retire la subvención mensual al centro? —amenazó ella, enarcando las cejas.

El hombre se quedó pensativo en absoluto silencio. No podía permitirse funcionar sin aquellos ingresos, eran cruciales para mantener el centro y su profesorado.

—No se lo diremos a Harold —añadió de nuevo, Miller.

—Está bien —cedió el hombre, casi sin creer lo que acababa de pasar.

La joven se dio la vuelta para observar a los tres acompañantes que no habían dicho una sola palabra.

—¿En serio esto era tan difícil de hacer?

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