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35| Un Rimes en la familia [II]

La segunda noche en casa de los Turpin fue igual de desesperante que la primera. Aún no había encontrado la posición idónea para dormir y, desde luego, tampoco se había acostumbrado a los sonidos nocturnos de Benjamin. Y del mismo modo fueron la tercera y la cuarta. Al quinto día, viernes, Bruce estaba convencido que de un momento a otro acabaría por desplomarse en el suelo a causa de la falta de sueño.

—Sabes que podrías haberte quedado en la mía, ¿verdad? —decía Parker llevándose una cucharada de risotto a la boca.

—Anda que también has tardado en decirlo —gruñó Bruce frotándose los ojos antes de hacer lo propio con su plato de comida.

El moreno le miró con duda, luego le dedicó una mirada de soslayo a Dalia, que estaba sentada al lado de él.

—¿Desde cuándo ha hecho falta que te lo dijera? —cuestionó algo molesto—. Pero si hace unos meses dormías en mi casa lamentándote de que Spencer no quería volver contigo.

Bruce le dedicó una mirada asesina, pero no podía molestarse con su primo. Le había ofrecido su apoyo tantas veces que sería injusto.

—Da igual —cedió al fin a las palabras del muchacho—. Estoy bien en casa de Spencer. —Sonrió al pensarlo—. Su familia es... normal. Te hacen estar a gusto.

—Los Turpin son muy buena gente —secundó la rubia, recordando también algún encuentro en casa de su amiga y la amabilidad con la que siempre la han tratado.

—Bueno —habló Thomas—, te vendrá bien un poco de humildad.

Spencer había esperado con ganas a que llegara el día que marcaba el comienzo del fin de semana. Aquellos cuatro días con el pelirrojo en casa, se le antojaban de extraños. Sus padres siempre le estaban dando conversación y, a las horas en las que ellos no estaban en casa porque estaban trabajando, los jóvenes estaban en clases. Estaban viviendo juntos y apenas tenían tiempo para intimar, ni para hablar a solas. Si no era por unos era por otros.

Había estado contándole a Dalia las novedades por mensajería. Echaba de menos ver a la rubia, pero con los exámenes de antes de Navidad cerca, apenas tenían tiempo para reunirse. Aunque quizá, de cara al fin de semana, les fuera posible.

—Vamos a salir a cenar a casa de unos amigos —anunciaron sus padres cerca de las siete de la tarde—. No volveremos hasta tarde dado que hace mucho que no los vemos.

—¿Y nosotros que vamos a cenar? —Quiso saber Benjamin, preocupado.

—Tienes la cocina a diez pasos —replicó la madre señalando al pasillo—. Allí encontrarás sartenes, comida en la nevera y fuera de ella, condimentos... ¿Sigo?

—Vale, mamá. —El sarcasmo de la mujer lo hizo sentir avergonzado delante de Bruce, el cual era, sin ir más lejos, igual de inútil cocinando.


Sus padres abandonaron la casa y los tres jóvenes permanecieron en el salón viendo la televisión. Bruce no estaba acostumbrado a dicha actividad, si usaba aquel objeto en su casa era, únicamente, para ver los informativos. No le interesaba nada más.

Pero allí estaba, viendo Game of Thrones con su chica y su cuñado. Un capítulo de la cuarta temporada y sin entender absolutamente nada. No obstante, ver a aquellos dos comentar lo que sucedía en la ficción y emocionarse con determinadas escenas, era lo que realmente divertía al pelirrojo.

Un rugido hambriento proveniente de la barriga de Benjamin dio la alerta de que la hora de cenar estaba cerca.

—Pen, ¿qué vamos a cenar? —preguntó el castaño, actuando como si hubiera sido abandonado a su suerte.

Ella no respondió. Lo que hizo fue se levantarse del sofá y dirigirse a la cocina. Abrió la despensa y la nevera, esperando encontrar algo apetecible para cocinar y pronto lo tuvo claro.

—¡Vosotros dos venid aquí ya! —gritó desde donde estaba.

Los pasos apresurados de ambos chicos no tardaron en escucharse y Spencer sonrió recordándose a su madre.

—¿Qué pasa? —Fue Benjamin el que habló.

—Vamos a cenar fajitas y me vais a ayudar a cocinar —informó sacando las sartenes del armario—. Id a lavaros las manos y no tardéis —solicitó amenazante.

—¿Fajitas? —habló el pelirrojo haciendo una mueca de desconocimiento, de camino al baño.

—¿Nunca has comido fajitas? —cuestionó el otro, sorprendido.

Negó con la cabeza.

—No sé ni lo que es.

—Pues es un plato tex-mex —explicó animado—. Está muy bueno. Creo que en algunas partes de México también lo preparan, aunque no se llama así y no es exactamente igual.

Spencer había sacado todos los ingredientes que iba a utilizar, incluyendo el mix de especias que vendían ya listo. Había pelado la cebolla y preparado la tabla de cortar y el cuchillo. Iba a hacer la cena, sí. Pero emplearía una mano de obra adicional.

—Venga —dijo cuando aparecieron de nuevo por la cocina—. Bruce corta la verdura y tú Benjamin filetea la pechuga de pollo.

Había predispuesto dos tablas de cortar con dos cuchillos en los huecos de la encimera que quedaban libres para trabajar. El invitado se acercó a una de ellas, agarró la herramienta y la observó como si acabara de encontrar el santo grial de la leyenda.

Spencer se encontraba ayudando a su hermano, enseñándole como se debía de cortar la carne para que quedara bien. Para ella era más complicado lo que le había indicado al pequeño Turpin que a su pareja. Por aquella razón cuando se dio la vuelta y comprobó que Bruce estaba acuchillando el pimiento sin ningún tipo de lógica ni cuidado, creyó que se había vuelto tonto.

—¿Se puede saber qué haces? —Se acercó al muchacho con las cejas en alto y los ojos abiertos.

—¿No lo ves? Cortar la verdura —Se denotaba cierto retintín.

—Para empezar, como sigas sujetándola así te vas a rebanar un dedo —gruñó la chica quitándole el cuchillo de las manos—. Y para seguir, a ver si no lo destrozas y queda algo que se pueda comer. —Agarró el trozo del vegetal que correspondía a la rama—. Vale que le quites esto, pero deja algo de pimiento también.

—Encima que estoy manchándome las manos. —Se quejó él—. Yo nunca cocino.

—Entiendo que por esa razón seas un inútil. —Bruce enarcó una ceja al escuchar ese calificativo—. Pero si quieres cenar hoy vas a tener que aprender.

Terminaron de cocinar entre protestas. La joven no pensaba que su hermano resultara mucho mejor cocinero de lo que pensaba, pues había realizado su cometido de un modo impecable.

Sacaron la sartén a una de las mesas bajas del comedor para cenar allí. Spencer estaba convencida de que la lucha por aprender a cortar dos pimientos y una cebolla de Bruce había terminado y podrían estar tranquilos, pero lo cierto era que se enfrentaba a un nuevo reto: envolver la comida en la tortilla.

Se llevó la mano a la frente y suspiró de hastío.

—¿Cómo piensas cerrarla si le has puesto una montaña, animal? —inquirió ella.

—Es que no estoy acostumbrado a comer como los salvajes —replicó él arrugando la nariz y cogiendo los extremos de aquella masa con la punta de sus dedos, mostrando determinada repulsión ante el tacto.

—Mira, es así. —Mostró distribuyendo el contenido cuidadosamente para luego plegarlo de modo que quedara recogido.

Bruce hizo lo propio con desinterés, quedándole estéticamente bastante más desastroso que el de la chica. Observó que ella se echaba una salsa de un color rojo sobre la comida antes de morderla.

—¿Qué es eso?

—Salsa picante —informó Benjamin—. Yo me echo menos —dijo señalando el suyo—. Mi hermana es que está loca con el picante.

—No exageréis, para alguna vez que comemos picante no nos vamos a morir.

—¿Sí? A ver. —Se envalentonó, sirviéndose la misma cantidad que la joven.

—Te has echado mucho —advirtió el otro.

—No será para tanto.

Alzó la barbilla antes de darle el bocado inicial, bajo la mirada alerta de Spencer, que temía lo peor. Y estaba en lo cierto, pues cuando el pálido rostro de Bruce se fue tiñendo de un intenso rojo, se apresuró a llenarle de agua el vaso.

La eclosión de ardor que se manifestaba en sus papilas gustativas no le dejaba pensar con claridad. Sentía como esa sensación picante le envolvía toda la boca y se extendía a sus oídos, nariz y cerebro, doliéndole éste. Sus ojos comenzaron a humedecerse y se obligó a masticar con dificultad y tragar la comida que tenía en su boca.

Agarró el vaso con clara desesperación y comenzó a beber agua como si estuviera en el desierto.

—¡Joder! Sigue picando muchísimo.

Spencer se levantó apresuradamente y se dirigió a la cocina y en unos segundos apareció de nuevo con una taza llena de un líquido blanco y frío.

—Toma, la leche alivia el picor. —Le extendió.

No dudó en obedecer sus indicaciones, pues ansiaba calmar el sufrimiento que estaba experimentando, tragando así toda la bebida que le habían proporcionado.

Cuando se alivió tal sensación, permaneció un rato en silencio, siendo juzgado por las miradas curiosas de los dos hermanos, que luchaban lo inexplicable para no reírse a carcajadas de él. Respiraba entrecortadamente y finalmente, sentenció:

—Spencer, ¿cómo mierda puedes comer de eso tan tranquila? —interpeló escandalizado.

—A ver, yo también noto el picante, pero estoy más acostumbrada. —Se encogió de hombros—. A parte de que me gusta la sensación.

El chico asintió con la cabeza.

—Impresionante.

La cena prosiguió sin mayor incidente, una vez que había aprendido la lección, y entre los tres acabaron con todo lo que había.

—Pues estaba bueno —sentenció el invitado.

—Nos han faltado unos nachos —comentó la castaña recostándose en el respaldo de la silla—. Estoy llenísima.

—¿Vemos una peli? —habló Benjamin.

—¿Qué propones?

—¿La vida del oso panda? —Se burló Bruce, recibiendo la mirada fulminante de su novia.

—Lo he pillado —gruñó ella.

—Yo que sé, nos pusimos el mes de prueba de Netflix, vamos a darle uso, ¿no?

Dejaron la elección de qué ver a Benjamin, mientras ellos recogían la mesa.

—Eres buena cocinando —afirmó dejando los platos en el fregadero.

—Lo sé. Al contrario que tú.

—No te lo voy a negar —dijo aguantando la risa.

Para desgracia de Bruce, los hermanos tenían gustos extraños para decidir qué película ver, pues la que había escogido el joven no era una de superhéroes, ni de terror, misterio o aventuras. Para nada. Había escogido, sin ir más lejos, un drama romántico donde los protagonistas estaban enfermos.

Se pasó la película sentado en su rincón del sofá correspondiente, cruzado de brazos y con cara de pocos amigos. Ben estaba en uno de los sillones, abrazado a uno de los cojines, y Spencer acurrucada en el hombro de Bruce; algo bueno tenía que sacar de aquella situación.

Finalizó la película y lo que había obtenido era a dos hermanos con el rostro surcado en lágrimas y completamente enrojecidos.

—Parecéis payasos —comentó Bruce, que por suerte había contenido bien sus ganas de llorar.

—Y tú un robot sin sentimiento alguno —replicó sonándose con uno de sus pañuelos—. Jo, Benjamin, ¿por qué has puesto algo tan triste?

—No sé, había leído buenas críticas —dijo haciendo lo propio con su clínex.

Bruce puso los ojos en blanco ante el panorama.

—Creo que me he deshidratado —aseguró la chica, poniéndose en pie—. Me voy a ir ya a la cama.

—¿Ya? —Se quejó el de ojos verdes.

—Sí, hoy he madrugado y tengo sueño. —Observó a ambos—. Vosotros deberíais hacer lo mismo.

—Sí, madre —dijeron al unísono, algo que les hizo bastante gracia.

Spencer se inclinó para darle un beso a su chico, antes de subir para asearse. No escuchó ningún tipo de queja por parte de su hermano, pero sabía que lo hacía por dentro. Para ser francos, tampoco es que estuviera demasiado cansada como había dicho, de lo que sí estaba cansada de compartir el tiempo con su pareja con su hermano.

Era consciente que aquello no era culpa de nadie. La situación se había desarrollado así. No le molestaba la presencia del pelirrojo como tampoco lo había hecho nunca la de su hermano. No obstante, esperaba volver a la normalidad pronto, para poder disfrutar de las quedadas con él como antes.


Los chicos se encontraban cada uno en sus camas. Bruce comenzaba a acostumbrarse a aquel incómodo y diminuto colchón, y su compañero de habitación todavía no se había dormido pues no había realizado ningún molesto ruido.

—Oye, Bruce. —Su llamada confirmó los pensamientos del muchacho.

—Dime.

—¿Te puedo hacer una pregunta?

—Adelante, joven Turpin.

—¿Qué te gusta de mi hermana?

Vaya, una conversación nocturna. Tarde o temprano tendría que suceder.

—No lo sé —respondió el pelirrojo mirando al techo, que se apreciaba gracias a la luz que se filtraba de las farolas de la calle.

—¿Cómo qué no? —protestó —. Por algo te gustará, digo yo.

El joven sonrió torcidamente, aunque no podía verlo.

—Nunca lo había pensado —comentó con calma, dudó unos segundos y finalmente, prosiguió: —Lo primero que me gustó de ella fue que fuera peleona.

—¿Peleona?

—Sí, tu hermana es muy sensible y a veces hasta muy llorona —explicó alegre—. Pero también peleona. A mí me plantó cara muchísimas veces. Antes nos llevábamos mal y a mí nadie me había desafiado.

—No lo sabía —murmuró sorprendido.

—Bueno, mejor que no lo sepas. Luego... —Cogió aire—. Diría que su mirada. Sí. Tiene una mirada muy tierna. Y su manera de reír es contagiosa. Y es preciosa.

—Discrepo en lo último.

—Ah, ¿sí? —Se divertía el pelirrojo.

Nah, qué va. Siempre he pensado que tengo una hermana muy guapa.

—Oye, listillo. —Se burló Rimes—. Mi hermana también es muy guapa.

Ambos rieron ante la situación.

—Es que yo... —dijo Benjamin, dudando en si continuar—. Nunca me he enamorado y no sé lo que se siente.

Bruce arrugó la frente.

—Eso es algo difícil de definir. Simplemente... cuando te llega te das cuenta. Por cierto, ¿cuántos años tienes?

—Diecisiete.

—Te creía más pequeño —comentó rascándose la punta de la nariz.

—Porque mi hermana me trata como a un crío a veces.

El pelirrojo dejó escapar una carcajada.

—Es cierto, pero así son las hermanas.

Apenas había dormido unas horas, cuando sus tormentosos e internos pensamientos la habían desvelado. Dio varias vueltas sobre la cama, buscando una posición que le devolviera el sueño, pero era inútil. Una insaciable sed se fue pronunciando en su garganta, obligándola a levantarse y acudir a la cocina para saciarse.

Sus padres llegaron al poco de acostarse y parecía que todos estaban ya dormidos, por lo que sus pasos se producían con un cuidadoso sigilo. Bajo las escaleras, esperando que no crujiera la desgastada madera y pronto llegó a la cocina, donde calmó su necesidad con el agua fría de la nevera.

Antes de subir de nuevo, pasó de largo por el salón y apreció una figura sentada en el sillón. Dio un brinco del susto, pero contuvo su grito pues creyó reconocer la silueta que allí se encontraba. Encendió la lámpara alta que había a la entrada, para confirmar sus dudas.

—¿Bruce?

El muchacho se giró, con expresión tenue.

—Lo siento, no quería asustarte —comentó con la voz débil.

—No pasa nada, no esperaba verte aquí a estas horas despierto. —Se sentó en el reposabrazos del asiento donde se encontraba el chico—. ¿Sucede algo?

—No podía dormir, así que he bajado a pensar un rato en silencio. —Permaneció unos segundos en un silencio que generaba misticismo, cuando añadió con mayor energía en su voz—. Y porque tu hermano ronca una maravilla.

La joven se llevó la mano a la boca para no hacer ruido con su risa.

—Qué mal... Yo tampoco podía dormir.

Apoyó su mano en la cadera de la muchacha.

—Siéntate en mis piernas —demandó, con un gesto que parecía propio de un niño caprichoso.

Cedió a la petición, colocándose ladeadamente, de manera que podía pasar un brazo sobre los hombros del joven y mirarle a la cara.

—Echaba de menos esto —susurró ella besando sus labios con tanta delicadeza que pareciera que fueran a romperse.

—Y yo... No tenemos mucha intimidad. —Llevó sus dedos a la nuca de la joven, masajeándola con movimientos circulares de éstos—. Apenas podemos hablar a solas.

Ella meneó ligeramente la cabeza, en señal de asentimiento.

—No te lo había dicho, pero... —agachó la mirada, como si su venidera declaración fuera algo negativo—, estuve con Emma el sábado pasado. Quedamos y estuvimos charlando y eso.

Bruce sintió que se le paralizaba el pecho al escuchar ese nombre, como si fuera peligroso. Sin embargo, la razón le decía que no tenía de qué preocuparse, pues ya le había demostrado la morena en las últimas ocasiones que no era ningún tipo de amenaza ni impedimento en su vida.

Aun así, le resultaba extraño que quedara con ella.

—¿Y eso?

—Simplemente estuvimos hablando en aquella fiesta del no compromiso. —Le dedicó una sonrisa cómplice—. Y dijimos de llevarnos bien, por eso quedamos el otro día.

—Ya veo... —dijo entre murmullos.

La joven observaba las reacciones del pelirrojo, como un animal analizando su entorno, buscando el modo de conducir la conversación de manera pausada. Y parecía receptivo a todo lo que estaba diciendo.

—Es buena chica. No la conocía mucho, pero puedo decir que es sincera y decidida en lo que hace y dice. —Miró de soslayo a Rimes, que permanecía observando un punto fijo de la estancia, en absoluto silencio—. También valoro que hubiera decidido contarme las cosas malas que había hecho. —Aquellas últimas palabras lo pusieron alerta—. Pero no se lo tengo en cuenta. Creo que podemos ser buenas amigas, al fin y al cabo, ella fue la que me llevó a tu casa ese día y también fue la que me animó a hacerlo. —Esperó unos segundos, buscando algún tipo de respuesta por parte de él, pero como no llegaba, decidió preguntar: —No estáis bien, ¿verdad? Tú y ella... ¿Estáis enfadados?

Bruce movió la boca varias veces antes de contestar.

—Es culpa mía —sentenció—. No me he portado muy bien con ella, es normal que me odie ahora.

Frunció el ceño ante aquella afirmación.

—No te odia, estoy segura de que no.

—Yo la he llevado hasta ese punto —suspiró—. No creo que pueda perdonarme nunca haber sido tan capullo. Me da vergüenza el modo en que me he comportado con ella.

En un movimiento súbito, Spencer enmarcó entre sus manos la cara de Bruce.

—Es imposible que te odie —declaró sin dudar—. Sois amigos de la infancia, no desperdicies vuestra amistad por algo que fue ajeno a vosotros desde el principio. Simplemente tienes que hablar con ella y arreglarlo. —Apoyó su frente sobre la de él—. Yo pude perdonarte. Ella seguro que también, Bruce.

Tras decir aquello, se fundieron en un suave rocelabio contra labio, buscando el calor del otro, y disfrutando de la intimidadque les brindaba aquellas horas de la noche.

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