25| No te odio
Cuando regresó a su casa aquella tarde, no pudo esperar para llamar a Dalia. Descubrió que arreglaron las cosas el lunes y que, al parecer, decidieron formalizar una relación cuatro días después. Spencer daba saltos de alegría por su habitación, pensando que, aunque ella había tenido un fin de semana espantoso, al menos su amiga había recibido estímulos positivos.
Había otro número que quería marcar. Quería gritarle
El inicio de semana comenzó con la ausencia de Bruce en clase. Al igual que el martes y el miércoles, día en el que se encontraban. Spencer de vez en cuando se volteaba para observar el pupitre vacío del pelirrojo, esperando que pronto se reincorporara. Habían mantenido el contacto durante los tres días gracias al teléfono, pero muy escuetamente, pues de por sí el pelirrojo era poco expresivo por las redes sociales y ella tampoco le daba un gran uso. Además, había estado teniendo tantos dolores de cabeza las últimas semanas que no se había centrado en sus tareas lectivas como tocaba, por lo que era buen momento para aprovechar.
Una de las cosas que llamaron su atención fue los párpados hinchados que Emma Miller lució el martes y cómo apenas había rebajado la inflamación al día siguiente. Y no solo la hinchazón de sus ojos, también la envolvía un aura de nostalgia y preocupación. Irremediablemente, se preguntó si tendría relación con el estado de Bruce. Tenía muchísima curiosidad, pero nunca se atrevería a lanzar el interrogante puesto que se sentía realmente intimidada ante ella. Desde el primer día de clase un año atrás.
La atención que tanto Thomas como Dalia le estaban brindando aquellos días causaban una huella de agradecimiento en ella. Nadie la molestaba tampoco. Hacía mucho tiempo que eso no pasaba.
Shirley le contó que fue a visitar a Bruce a su casa y parecía bastante enérgico. Sus heridas seguían siendo irremediablemente notorias pero cada vez se encontraba mejor con su físico y que en breves podrá salir de su casa con normalidad.
—Tendrías que haber venido conmigo —declaró la chica enmarcando su rostro entre sus manos, que se apoyaban en el pupitre de Spencer, en una de esas conversaciones entre clase y clase.
—Ya te dije que no quiero causarle problemas. —Se limitó a decir la castaña concentrada en pasar unos apuntes de una libreta a otra.
—Pero, ¿qué problemas vas a causarle tú? —inquirió Jones con cierta exageración—. Si estaba súper desanimado porque dice que desde el domingo por la mañana no te ha vuelto a ver y que apenas le contestas a los mensajes.
Levantó la mirada con el fin de encontrarse con la de la rubia.
—Su padre no pareció muy contento al verme allí —confesó sintiéndose muy pequeña. Aquel hombre le causaba mucho respeto. Le parecía un hombre imparable; no frenaba hasta lograr sus objetivos.
—¡Bah! ¡Su padre nunca está contento con nada! Yo tampoco le hago ninguna gracia.
—¿Tú?
—Ajá. Nunca le he parecido con suficiente 'caché' como para salir con su hijo. Por eso mismo no debes hacerle caso.
A Spencer le sorprendió aquel comentario. Al parecer, también había diferencias entre los que tenían riquezas. Ladeó la cabeza varias veces.
—Da igual, Shirley. Cuando pueda salir de la cama iré a verle. —Volvió a centrarse en sus apuntes.
—Me dijo que Emma fue a hacerle una visita. —Dejó escapar para captar la atención de Spencer.
—Muy bien, es normal —dijo ella, tratando de no dejarse manipular por los celos ni preocupaciones; sabía que no conducirían a nada bueno. Al fin y al cabo, tanto Bruce como Emma se conocían desde hacía años, era completamente normal que fuera a ver cómo estaba.
Aunque después de aquella información, estuvo volteándose varias veces para verla.
—¡Joven Rimes! ¡Siéntese! —vociferaba enérgicamente el ama de llaves.
—No estoy minusválido, me niego a usar silla de ruedas. —Se quejaba él.
—Los médicos dijeron que debías guardar reposo durante dos semanas —agitaba el asiento móvil con el fin de que cediera.
—Reposo, no condena —protestaba tediosamente—. Llevo una semana aquí encerrado. Creo que puedo al menos andar por mi propia casa sin que parezca que me voy a morir de una enfermedad terminal.
—El Sr. Rimes dio instrucciones muy claras de cuidar de usted.
—Mi padre está otra vez al otro lado del charco, no se va a enterar.
El timbre de la puerta principal hizo que cesara la discusión que se estaba disputando en el pasillo del piso de arriba.
—Voy a ver quién es —dijo la mujer bajando las escaleras.
Bruce suspiró aliviado, al fin un segundo de descanso. Se acercó a la barandilla algo debilitado. Era cierto que, si hacía algún movimiento brusco, se agudizaba el dolor de los hematomas de su torso. Las voces que se escuchaban provenientes de la entrada llamaron su atención.
—Oh, lo siento, señorita. Tengo instrucciones de no dejarla pasar.
—Ah, lo lamento. No lo recordaba. —Se trataba de Spencer.
Al apreciar aquella voz tan dulcemente familiar, el muchacho se apresuró a bajar las escaleras con cierto cojeo y lentamente.
—¡No! —ordenó acercándose a la puerta—. Claro que puede pasar.
—Pero su padre...
—Mi padre no está —zanjó ásperamente.
—No quiero causar problemas —habló la castaña.
—Es que el Sr. Rimes dijo el otro día que si usted venía a casa no la dejáramos pasar. —Se justificó la señora.
—Es mi novia y obviamente puede hacerlo —declaró agarrando del brazo a Spencer y haciéndola entrar en el edificio.
Ella se zafó algo molesta por las formas que estaba adoptando el muchacho.
—No soy tu novia. En ningún momento he dicho que lo fuera.
El rostro de Bruce se apagó de golpe y se tornó sombrío y lúgubre. Tenía razón. Otra vez sin darse cuenta estaba mandando sobre ella.
—Déjanos solos por favor, Dana. —Se dirigió a la tercera en discordia, la cual finalmente asintió con la cabeza y desapareció de la escena.
El silencio se había hecho patente y Bruce se volteó para regresar a su habitación, con su paso lento y fallido. Verlo así después de varios días hizo sentir a la joven apenada y culpable.
—¿Quieres que te ayude?
—Puedo solo, gracias.
No obstante, ella hizo caso omiso a la respuesta del chico y, agarrando el brazo de él, logró que lo pasara por sus hombros.
—Mejor así. —Sonrió tan ampliamente que logró hacerlo sentir mejor.
Lo que se respiraba en la amplia y fría habitación de Bruce era un prolongado e incómodo silencio. Él se ubicaba sentado en la cama, mientras Spencer había tomado cierta distancia, colocándose en la silla del escritorio. Quizá había sido algo dura con el pelirrojo y quizá había sonado muy cortante al aclarar que no era su novia. No se había atrevido a decir nada más desde que entró en aquella estancia, simplemente se limitaba a observarlo callada.
Bruce, por su parte, se encontraba cabizbajo. No le había dirigido la mirada ni una sola vez desde que ingresaron allí. La expresión de su rostro era de puro tormento, ella lo podía ver; lo notaba. Lo conocía lo suficiente como para ser capaz de leer lo que reflejaba su semblante. Y lo que hallaba en aquellos rasgos delicados, ahora destrozados, le hacía sentir culpa.
Cuando dijo aquello, no lo hizo para castigarlo. Ni mucho menos. No buscaba una lucha de poder ni que él se fustigara por lo sucedido, teniendo en cuenta que, pese a ella lucir un nuevo corte de pelo, la peor parte en la práctica se la había llevado él. Y eso lo podía apreciar en cada rincón de su cuerpo; en cada moratón y cada pequeño corte. No había pensado en otra cosa aquellos últimos días, que no fuera en la imagen el muchacho siendo violenta y constantemente golpeada y ahora que lo tenía delante, vulnerable, no era capaz de aliviar su pesar, pues ella aun arrastraba el suyo propio.
Fijo su atención en el ventanal de la habitación, en cuyo marco había un jarrón con un ramo de flores. Una bella combinación de rosas rojas, crisantemos y azaleas. Parecían ser nuevas, no habían comenzado a marchitarse.
—Que flores más bonitas... —Trató ella de romper el hielo.
Él observó aquella planta con una expresión airada, parecía molesto por su mera presencia.
—No me gustan las flores —dijo ásperamente.
Spencer se revolvió en la silla, algo impaciente por no ser capaz de aliviar la tensión del ambiente.
—No sabía.
Bruce suspiró.
—Perdona por decir cosas sin tenerte en cuenta —comentó, aún sin valor para levantar la mirada.
Había estado los días en los que no la había visto frustrado, confuso y herido. No sabía cuándo iba a dejar de equivocarse.
—No pasa nada. Ya sé lo impulsivo y cabezón que eres —afirmó con una sonrisa, en otro intento de quitar hierro al asunto. Pero lo que obtuvo fue la mirada cansada de él, obligándola a aclarar—. Estoy bromeando.
—Ya lo sé, siempre has tenido un pésimo sentido del humor —replicó simulando desinterés y consiguiéndola hacer reír.
—No te arreo una porque sería abusivo. —Levantó el puño fingiendo ser amenazante y sin borrar la risa de su cara.
—Me lo seguiría mereciendo.
Un sentimiento de dolor inundó hasta sus pulmones.
—Ya está bien, Bruce. Deja de decir que te lo mereces —Se cruzó de brazos y se puso en pie—. No me gusta oírtelo decir. Ya sea verdad o no. Me da igual. No quiero que te hagan daño.
—Tengo miedo de que me odies. —Sus palabras se quebraban al hablar, denotando lo asustado que estaba.
Aquella declaración pilló desprevenida a la joven.
—No te odio —espetó con serenidad, logrando que nuevamente posara sus ojos en ella, a la par que se colocaba poco a poco delante de él—. Ya lo hice una vez y tú también. Pero sé que ya no. Lo único que quiero es que esta vez las cosas sean un poco diferentes. No quiero ser tu novia porque me hayan humillado, pegado y tirado comida en Richroses, ni quiero serlo porque a ti te hayan golpeado un grupo de chicos usándome de escudo.
El joven tragó saliva y extendió su mano tratando de alcanzar la de ella, sin embargo, aún los separaban unos centímetros.
—Siéntate a mi lado —reclamó entonces, con la mano aún en alto.
—¿No has escuchado lo que te acabo de decir? —Bufó dando un paso hacia atrás—. Que buena idea: meterme en la cama contigo —comentó sarcásticamente.
Los labios del muchacho delinearon una sonrisa torcida.
—Sin duda la mejor. —Alzó su cuerpo lo suficiente como para alcanzarla y en un brusco movimiento la arrojó sobre la cama, dejando su torso tumbado del impulso y sus piernas fuera del lecho—. No sería la primera vez que lo haces —apuntó poniendo su cabeza apoyada sobre su palma, a la altura de la de ella.
Le divertía provocarla. Le encantaba comprobar como con solo un simple movimiento había logrado que sus pómulos se sonrosaran. A veces era tan inocente que le gustaba jugar con ella, tomarle el pelo.
Por su parte, Spencer estaba algo molesta por la impulsividad de él. La tentaba, siempre lo hacía. Lo hacía cuando ni siquiera era aquella su intención y lo hacía cuando lo odiaba con el ardor de mil soles. Pero fue superior cuando comenzó a quererle.
—Te odio —declaró mientras notaba como su faz se calentaba.
—Por fin lo confiesas —dijo aproximando su semblante al de ella y frenándolo a una distancia lo suficientemente cercana como para resultar tormentosa.
Spencer permanecía observando la imagen de él, recorriendo con sus pupilas cada rincón de su cara y apreciando así cada una de sus heridas: Las que al fin y al cabo lucía por ella; por querer protegerla. Por querer demostrarle que podía cambiar.
Estiró su brazo para tocar la brecha situada en su sien, la cual había recibido puntos, con su índice; lo deslizó suavemente por su frente hasta el corte de su tabique, del cual bajó para detenerse unos segundos en la herida de la zona inferior del ojo.
Cada uno de esos movimientos hacía que el corazón del chico palpitara con mayor magnitud. No fue hasta que sus dedos se posaron sobre el tajo de su labio inferior, que la joven apreció el rubor en las mejillas de él.
Delineó una sonrisa al notar como, en ocasiones, podía causar el mismo efecto en él que el que causaba en ella. Llevó sus manos a la nuca del muchacho, hundiendo sus dedos entre aquel cabello rojizo y generando un leve impulso para acercar su rostro al suyo.
Bruce se encontraba en un estado hipnótico ante cada movimiento de los dedos de la joven, lo que lo llevó a colocar su mano sobre la pierna de ella y ejercer presión en ésta. Sus pieles estaban separadas únicamente por las medias del uniforme. Ante aquel tacto, la castaña entrecerró los ojos como consecuencia de su estremecimiento y terminó de sellar los labios del joven con los suyos.
Normalmente, era él el que marcaba el ritmo. Siempre eran los movimientos de Bruce los que se hacían más presentes e intensos. Pero esta vez no; era Spencer quien llevaba la voz cantante. No sabía si era porque ella estaba siendo más apasionada que en otras ocasiones o porque el muchacho no estaba en sus mejores condiciones.
Sus bocas intercambiaban cada vez más saliva y cuanto más brusca era la actividad, más se humedecían las comisuras de sus labios. La mano del chico subía lentamente por el muslo de ella, marcando sus dedos con vehemencia en cada trozo de pierna que alcanzaba, hasta detenerse antes de llegar a tocar la costura de su ropa interior.
En aquel momento, separaron sus caras apenas unos centímetros. La respiración de ambos había comenzado a agitarse, como si hubieran realizado un gran esfuerzo. Bruce curvó los extremos de sus labios hacia arriba y con tanta amplitud que mostraba su dentadura. Ver aquella sonrisa tan de cerca hacía sentir a la joven terriblemente extasiada.
Volvieron a besarse, pero no se prolongó demasiado pues el tono de llamada de Spencer hizo que se separaran de nuevo. Sacó de la cartera, situada en el suelo a los pies de la cama, su aparato, que continuaba sonando, y pudo comprobar que se trataba de su madre.
—Dime, mamá —contestó al teléfono—. Vale, ¿algo más? De acuerdo. Sí. En seguida voy. Hasta ahora.
Colgó. Se volteó para mirar a Bruce de nuevo.
—¿Todo bien?
—Sí. Era mi madre. Me tengo que ir ya, debo ir a comprar unas cosas antes de volver a casa —informó mientras se ponía en pie.
—Me ha gustado que vinieras —comentó él con su sonrisa torcida.
Ella le devolvió el gesto, pero con calidez y algo de timidez.
—A mí también, no te voy a mentir. —Se colgó la cartera en el hombro—. Espero verte pronto en clase.
El Sr. Rimes se encontraba en su despacho de Nueva York. Había firmado un acuerdo con una de las potencias del país más potentes y eso lo tranquilizaba, aunque aún seguía detrás del director de Concept para la fusión de una de sus empresas. Al menos sabía que la próxima vez que volviera a Inglaterra podría quedarse varias semanas sin preocuparse, pues sus consejeros estaban haciendo un gran trabajo. Podría regresar a Londres y trabajar en su ambiciosa y perseguida fusión.
Y, además, podría estar más atento a las relaciones de su hijo. Aquella chica del hospital no le daba buena espina y estaba seguro de haber prohibido su entrada a su casa, aunque estando lejos de allí poco podía cerciorarse de que fueran a cumplirse sus demandas.
Suspiró hastiado y se llevó los dedos al puente de la nariz. Aquel hijo suyo le iba a acabar de provocar un infarto cualquier día. Ya tenía bastante con Clarice. De hecho, llevaban sin hablar desde el funeral de su mujer.
Miró una fotografía enmarcada y apoyada en su escritorio. Llevaba años allí. Era Anna.
"Si tan solo hubieras llegado a tiempo. Si hubieras sido más rápido..." Se repetía una y otra vez desde aquel día de primavera que parecía de un invierno gélido.
Unos golpes con los nudillos propiciados a la puerta de su despacho le devolvieron a la realidad.
—Adelante.
Un hombre bastante discreto entró. Llevaba una gabardina larga color beige y unas gafas de sol ocultando parte de su rostro. Bajo su brazo, portaba una carpeta de un cartón amarillento bajo el brazo.
—Aquí tiene, señor.
Harold agarró el documento y dibujó una sonrisa ladeada. A juzgar por su semblante, parecía haber obtenido algún tipo de victoria. Acto seguido, abrió el primer cajón de la mesa y sacó un sobre que contenía una buena suma de dinero. Se lo dio al hombre que acababa de traerle aquel portafolios.
—Gracias.
El individuo hizo una cortés reverencia y salió de allí, dejándolo nuevamente solo. Paseó sus dedos por aquella carpeta para abrirla. En el reverso se podía leer:
«Informe de investigación sobre Spencer Turpin»
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