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Capítulo 42 👯

Después de levantarnos del suelo, Masón dijo que haría la comida y yo fui a ponerme una camisa suya sin tanga. Ahora estoy sentada en la barra, viéndolo moverse con destreza en la cocina y lista para preguntarle sobre su conversación con mi padre.

—¿Por qué dijiste que no eres mi tío? —suelto sin darle vueltas. Veo cómo sube y baja su espalda al coger aire.

—No de sangre —explica. Arrugo el rostro y él se gira—. Conocí a los Davis cuando tenía 10 años. Tu padre ya tenía 18 en ese momento y él se iría de la casa para estudiar, así que por eso los Davis aceptaron recibir al niño problemas —me cuenta.

Camina hasta la barra después de apagar lo que tenía en la estufa y apoya sus manos en ella sin dejar de verme.

—Yo era el niño problema, Dulce. Escapé de casa de mis padres cuando cumplí ocho y mi padre metió a vivir con nosotros a su nueva mujer y dos hijos que tenía con ella. ¡Se divorció de mi madre en la mañana para meter a su maldita amante en la tarde! —exclama, levantando sus manos al cielo para enfatizar su enojo.

Cojo aire cuando él lo hace y niega con la cabeza.

—Pasé dos años andando de casa en casa porque mi padre siempre me encontraba y amenazaba a la familia que me tenía.

—¿Por qué no volviste con tu madre? —lo corto. Sonríe triste.

—Prefería vivir con personas desconocidas que con ella. No era perfecta como mujer, pero como madre era aún peor —confiesa. Contengo el aliento—. Sin embargo, los Davis me dieron todo. No volví a intentar escaparme de su casa al mes, solo al mes de estar con ellos ya yo no quería irme porque realmente quería que ellos fueran mis padres —confiesa y sonríe. Le devuelvo la sonrisa—. Siempre han querido conocerte —admite. Arrugo el rostro.

—¿Conocerme? Están muertos —declaro. Masón arruga mucho más el rostro.

—¿Qué? ¿Tu padre te dijo eso? —cuestiona y yo asiento—. Pues, creí que lo había superado.

—¿Superar, qué?

—A mí —admite. Mi rostro sigue arrugado y él nota que no estoy entendiendo—. Tu padre se fue antes. No soportó que hubiese alguien más que necesitará más atención que él que ya era adulto. Papá discutió con él una noche porque Antonio le pidió elegir entre él, que era su hijo de sangre, o yo. Papá le dijo que entre nosotros dos, quien necesitaba una familia no era él —me cuenta.

Cubro mi boca con mis manos al oír eso. Debió ser terrible para mi padre escuchar eso.

—Se fue esa misma noche y no supimos más nada de él hasta que tu madre murió y llamó para contar que tenía una hija y que no sabía cómo criarla. Mamá le rogó ir a vernos. Le suplicó que le dijera en qué ciudad estaba para nosotros ir a verlo a él, pero no quiso.

—¿Por qué fuiste a la cárcel? —pregunto ahora. Me mira a los ojos.

—De donde somos no es un ciudad como esta, bombón. Es pequeño, todo se sabe —admite—. Yo tenía fama de don juan. No había mujer en el pueblo que no hubiese pasado por mi cama —reconoce y yo alzo una ceja, sintiendo de nuevo esa cosquilla que me recorre la espina dorsal.

Celos.

Masón ríe bajo y desvía la mirada.

—Un día me metí con la mujer de don Sebastián, el dueño del club del pueblo. Eso me salió caro —confiesa y yo espero atenta a que prosiga—. Me gané una paliza, pero también me defendí. La policía llegó cuando nos estábamos golpeando todos, pero como don Sebastián manejaba la mafia del pueblo, solo a mí me metieron a prisión. Tenía 19 años en ese momento —admite—. Vi tu foto ese día.

—¿Cómo? —pregunto, cortándolo.

—Tu padre fue la única persona que vino a mi mente en ese momento. Recordé el número que dejó para cualquier cosa y lo llamé. Voló de Chicago hasta ahí para sacarme de prisión. Ese día me reclamó porque era tu cumpleaños número siete y él estaba ahí, salvándome el culo. Me ordenó cambiar mi vida o haría que volviera a prisión para no salir nunca más —me cuenta y suspira al final.

Camina de nuevo a la estufa para colocar sobre platos la pasta que hizo y regresa a la barra.

—Te veías hermosa en esa foto —confiesa y yo sonrío—. Te faltaban dos dientes —dice y comienza a reírse. Me sonrojo, pero sonrío—. Me dijo que si quería llegar a conocerte algún día, tenía que ser una persona en la que él confiara, porque jamás permitiría que le hiciera daño a su hija —confiesa. Cojo aire y tomo su mano por encima de la barra.

—No me has hecho ningún daño, Masón. Al contrario, has aliviado todo dolor desde que apareciste —prometo. Sonríe y da vuelta a mi mano para cogerla y dejar un beso en ella.

—Cambié, bombón. Me mudé del pueblo porque seguir ahí no iba a permitir que dejará de estar con las mujeres, así que me mudé, entré a la universidad. Acepté la herencia de mi padre y la administré bien. Contraté a mamá para que fuese mi administradora porque se negaron a aceptar dinero, así que les di un empleo —confiesa y ríe, como si fuese una travesura.

Sonrío con él.

—Cuando me gradué, tú ya tenías más de diez años y volví a hablar con tu padre. Le envié fotos de mi título, de mi acto, le agradecí por cambiar mi vida y él me premió con fotos de su hija. De su dulce niña. Papá y mamá estaban enamorados de ti, de lo dulce que te veías en esa foto con una bufanda que te cubría casi media cara y con tanta ropa de invierno que mamá aseguró que debías pesar el doble por solo los abrigos —admite, riendo con más ganas.

—Quiero conocerlos —declaro. Masón deja de reír para verme.

—¿De verdad? —pregunta y yo asiento—. Si tu padre se entera que te lleve a ver a tus abuelos sin su consentimiento, capaz y busque la forma de cumplir su palabra y encerrarme para siempre —admite. Sonrío, presionando su mano entre la mía.

—Son mis abuelos, Masón, creí que estaban muertos, pero resulta que se mueren por conocerme. Y yo también quiero hacerlo. Quiero conocerlos —zanjo. Masón asiente lentamente.

—Bien, compraré unos boletos para que vengan —dice y yo niego.

—Quiero viajar yo. Quiero conocer dónde nació mi padre. De dónde son —explico. Masón sonríe y se inclina sobre la mesa, acercándose a mi rostro.

—Sí te veía como mi sobrina, Dulce. Te amaba como mi sobrina. Quería formar una familia como la suya, enorgullecerlo como él enorgullecía a nuestros padres. Pero tú eres —dice y calla, volviendo a alejarse.

—¿Soy qué? —musito, temerosa de lo que diga.

—Eres todo lo que nunca supe que quería —confiesa—. Desde que te vi en el club me hechizaste, pero no sabía que eras tú. Con esa peluca, jamás te hubiese reconocido. Tu padre envió una foto reciente tuya para reconocerte en el restaurante porque él llegaría tarde. Cuando vi tus ojos en la foto, ¡Dios, bombón! —exclama y vuelve a callar.

—Dilo ya —suplico.

—Supe que eras tú. Supe que eras la chica del club, la fisgona —me acusa. Mis mejillas se encienden por su sonrisa divertida.

—Esa noche de la cena, tuve un orgasmo devastador con tus ojos en ellos y llamándome tu dulce zorrita —confieso. Sonríe más amplio.

—Yo peleé con mis demonios esa noche. No podía sacarme tus ojos de la cabeza, pero tampoco podía ceder ante ellos porque eras mi sobrina, sentía que estaba mal, pero cuando te escuché el lunes alardear de tus dotes chupando polla, me volvió loco, bombón —confiesa. Río bajito—. Me prometí comprobarlo por mi propia cuenta —admite.

—¿Y te decepcioné? —pregunto como niña inocente. Ríe con ganas, callando solo para volver a inclinarse y esta vez sí tomar mis labios en un beso.

Este ya no es tan dulce.

—Jamás, bombón, lo chupas de puta madre —promete, tirando de mi labio hacia él. Río bajito por la cosquillita que se instala en mi vientre.

LOS AMO, JAJAJAJA. 

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