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III

Áurea Sánchez

Pensar en la noche anterior me causaba vértigo. No sabía en dónde colocar mi mente ni a donde me dirigiría. Tomo las órdenes de café automáticamente de otros estudiantes y escribo sus pedidos en las copas indicadas. Era uno de los tantos cafés del distrito universitario y, sin embargo, era de los pocos que aún mantenían una apariencia de tranquilidad. Con vitrinas que dejaban entrar la luz natural de día y de noche las luces de los faros.

Hoy era uno de los días en que la tranquilidad reinaba. Sólo habían dos o tres estudiantes tomando café mientras estudiaban y cada diez minutos llegaba un cliente nuevo con una orden para llevar. Al contrario del año pasado, en donde trabajaba por las mañanas y estudiaba por las tardes, ahora me tocaba servir a la clientela tardía. No estaba acostumbrada a estas personas, no eran los usuales, y no estaba acostumbrada a sentir los vestigios de un pasado que había dado por perdido. Era inquietante, como si andase en una piel desconocida.

Estoy limpiando unas copas y organizándolas cuando la campana de la entrada suena. Le doy la bienvenida a la persona y solicito un segundo mientras terminaba con las copas. Acomodo mi moño y me giro con una sonrisa que muere instantáneamente sobre mis labios.

— Es cierto entonces, —dice él en español, con las mismas cejas pobladas y ojos amables pero severos de siempre— estás aquí. Pensé que Sebastián mentía.

Me quedo tiesa y no puedo moverme.

Jayden se queda en su lugar, esperando una reacción de mi parte. Mete sus manos en los bolsillos traseros de su pantalón y añade:

— Tampoco mentía cuando dijo que no eras la más receptiva.

Sus palabras me hicieron volver a la realidad y cruzo un brazo sobre mi estómago para agarrar el otro.

— Sebastián te dijo muchas cosas.

Jayden sonríe y se acerca al mostrador; no llegué a notar en el momento en el que di la iniciativa para cerrar la brecha entre nosotros.

— Tú sabes cómo es.

« Realmente no, hace diez años que no los veo.» Asiento de todas maneras con una sonrisa opaca.

— ¿Qué quieres? —pregunto y su cara se transforma en una de confusión— Los panecillos están hoy a mitad de precio. Recomiendo los de calabaza.

Rueda los ojos y saca su billetera.

— Dame un café negro y el pan ese de calabaza. Por favor. —sonríe sarcásticamente.

Apunto su orden y le digo el total. Me pasa su tarjeta, la tomo entre mis manos y la paso por la máquina y le doy ambas cosas devuelta para que coloque su número secreto.

— Puedes sentarte, te llevo la orden a la mesa enseguida. —Le digo y le doy mi espalda por completo. Escucho cómo suspira y no me muevo hasta que escucho sus pasos alejarse.

Que esté a varios pies de distancia no quiere decir que haya dejado de sentir sus ojos sobre mí mientras le preparo su orden. En pocos minutos me acerco a su mesa tanto con la taza como con el panecillo de calabaza calentado.

Sus ojos aún no se apartan de mí y sus manos están cruzadas sobre su pecho. Con una pierna saca una de las sillas y hace un gesto con la mano.

— Siéntate, por favor. —Solicita y le da un sorbo al café antes de echarle la azúcar. Asiente y prosigue a echarle dos sobres de azúcar morena.

Niego con la cabeza.

— No puedo dejar el mostrador desatendido.

— No va a llegar nadie en los próximos minutos. Aquí siempre está vacío. —Réplica y yo ruedo los ojos, me siento de todas formas, pero con actitud.

El que no había cambiado en nada era él. Tan testarudo como siempre.

— ¿Cómo te sientes? —Pregunta de la nada y aprieto mi muñeca. Levanto mi mirada del suelo para observarlo de vuelta.

— Como si estuviera atrapada entre una niña pequeña y mi yo de ahora.

Jayden asiente y mete un pedazo del panecillo en el café antes de comérselo.

Trago hondo.

— Y tú, ¿cómo te sientes? —Devuelvo la pregunta y él se detiene.

Muerde su labio superior y mira hacia el techo.

— Sorprendido, más que nada. Es como dices, parece que en cualquier momento nos vamos a ir a correr bicicleta por la urbanización y luego nos iríamos a comprar mantecado.

Asiento y carraspeo.

— ¿Cómo está él? —Pregunto a pesar de que intuyo cuál será su respuesta tajante. El Jayden de doce años no se distingue mucho del Jayden de ahora.

— Eso se lo deberías preguntar a él ¿sabes? —Me contesta y asiento. —Aunque debes saber que está frustrado. A él no le diste el tiempo que a mí me estás dando.

Lo miro avergonzada y me encojo de hombros. Jayden se ríe y niega con la cabeza, como si algo de toda esta situación le diera gracia.

— No me digas que todavía tienes un crush con él.

— Cállate la boca, estúpido. — Hago una mueca y le pateo la pierna. — Prometiste que jamás lo volverías a mencionar.

— Sí, en Puerto Rico. Esto es free real estate.

Mi humor se seca un poco y me siento derecha.

— Bueno, seguimos hablando luego, que tengo que volver a trabajar. —Termino la conversación y me levanto de la silla, Jayden imita mi movimiento y sacude sus manos antes de repentinamente envolverme entre sus brazos.

Me quedo quieta por unos instantes. Luego, lenta e insegura rodeo su torso de vuelta y ahogo la repentina tristeza que amenaza con salir. Era como recuperar una parte de mí que pensaba perdida. Una parte de mi alma que volvía a conectarse luego de una década.

Nos quedamos así por unos segundos más hasta que él se aleja un poco de mí y me sonríe con ojos llorosos. Jayden nunca temió sus emociones, siempre las presentaba ante todos.

— No te vuelvas una extraña. Toma. —Coge el recibo que le di y saca mi marcador del delantal para comenzar a escribir algo. Lo dobla y me lo pone en la mano.

— Cuando quieras, o cuando te sientas lista escríbeme. No tienes por qué hacerlo pero lo apreciaría. No desaparecimos solo porque sí.

Asiento y me quedo observando el papel entre mis manos. Aún sin poder hablar por el taco en mi garganta, aprieto su mano y la dejo ir.

— Y Áurea... —miro hacia su rostro, y asiente para sí— yo también te extrañé.

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