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I

Áurea Sánchez

La luz fluorescente de la estación de gasolina intenta iluminar la noche. Me encuentro ahí, en busca de snacks en medio de la noche tras un desastre de makeover que terminó con un reluciente anaranjado que nada tenía que ver con el resultado que yo quería. Las chicas se ríen, o lloran, en el carro —dependiendo de quién estemos hablando— y esperan a que volviera con varias cosas para ahogar nuestro sufrimiento.

Camino hacia el fondo de la tienda, donde visualizo las papitas y evado a un muchacho con el icónico sweater verde de mi universidad. No tengo idea de quién es, pero no quiero que nadie que me conociera me viera de esta forma. Escondo un mechón rizo detrás de mi oreja y voy eligiendo algunas de las cosas. Lo escucho hablar por teléfono en inglés con un poco de acento, casi parecido al mío, y lo observo de reojo. Of course, tiene una cadenita de oro justo debajo del sweater. Ruedo los ojos y tomo en mis manos todo lo que necesito comprar. Escucho en el fondo sus pasos al trasladarse de un lado a otro, miro hacia arriba, al espejo que está en el techo y una parte de mí se detiene. Ese era el rostro de alguien que no veía en años.

No.

No puede ser.

Inhalo y paso la mano sobre mi pecho para calmar mis nervios. Es imposible que, de todos los lugares, se encontrara en este. Aprieto el agarre que tengo en las cosas y me dirijo hacia el muchacho que atiende la caja registradora detrás de una vitrina de cristal. Coloco todas las cosas para que él las pueda escanear y por el reojo lo miro a él. Sus facciones se habían endurecido y atrás se había quedado el baby fat. Si realmente ese era él, yo tengo una de las suertes más cuestionables del mundo. Coloco todas mis cosas en la bolsa que me brinda el cajero y le paso mi tarjeta. Puedo sentir los pasos de él acercándose a mi espalda y automáticamente mi cuerpo se trinca, no quiero que me vea ni me reconozca. «Si es que lo hace», una parte de mi susurra. Cierto.

El cajero me devuelve la tarjeta con el recibo, yo me muevo hacia un lado y girando la cara me intento asegurar de que él no me reconozca. Paso por su costado, aún sigue hablando por teléfono y lleva unas cuantas cosas en sus manos y no aguando la curiosidad de verle la cara al completo. No se parece casi a cuando éramos niños y, sin embargo, sus ojos siguen siendo iguales. Abro la salida y, antes de cerrar la puerta al completo, escucho una voz a mis espaldas preguntar:

— ¿Áurea? Wait a minute. ¡Oye!

No lo dudo y agilizo mis pasos hasta el carro, le digo Sophia que acelere el carro y nos vamos.

Hace unos años atrás me había prometido a mí misma que yo no me importarían ellos dos, y ahora, mi corazón traicionero no para de saltar como si tuviera alguna esperanza de reconectar. Por otro lado, una mueca se forma en mi rostro ante el simple pensamiento de siquiera entablar una conversación con uno de ellos.

Es la segunda semana de clases de universidad. Ya habíamos logrado arreglar el desastre de los colores de cabello por lo que ahora andamos todas con un marrón que casi parece fantasía, pero yo no puedo parar de pensar en que en cualquier esquina se podría encontrar él, o su hermano. A cada rato miro las esquinas y una parte de mi espera que ellos estuvieran en cualquier otra facultad para evitar las probabilidades en encontrármelos.

Estoy esperando el email del profesor que nos indicaría el salón, pues no pudo asistir la primera semana y, luego, anunció que, ante su llegada, el salón sería cambiado de lugar.

Escondido en el último piso del departamento, en uno de los salones más pequeños del recinto, nuestro salón de Literatura Hispanoamericana reside. Verifico el número del salón dos, tres veces y entro. Es casi una alcoba, que consistía en quince pupitres, dos pizarras de marcador y tres ventanas. Era la primera en llegar por lo que me acomodo en uno de los pupitres que quedan justo al lado de la ventana más alejada del frente del salón y me acomodo para adelantar las lecturas de otras clases. Pasan los minutos y poco a poco van entrando las personas hasta que solo queda uno o dos pupitres libres salvo por el escritorio. En poco, el profesor entra e introduce la clase antes de pasar la asistencia. Poco a poco llama a los nombres y no tardo en hacer una mueca ante la posible pronunciación de mi nombre. Hay veces que no pueden pronunciar mi nombre y ni siquiera es el más difícil.

— Sebastián Estrada. —Llama el profesor y siento cómo mi cuerpo se tensa instantáneamente. Tiene que ser una broma, no puede ser él de verdad; probablemente es otro tipo con su mismo nombre.

Present. —Escucho su voz en el pupitre junto a mí y me niego a girar la cabeza. Mi corazón comienza a aumentar sus latidos por minutos y escondo mis manos bajo mis muslos para evitar que su sudor sea notable. Lo escucho carraspear a mi lado y dirijo mi mirada hacia la ventana para distraerme y, sin embargo, con lo que me topo es su reflejo. No ha cambiado casi.

— Áurea Sánchez.

Trago hondo. Puedo sentir sus ojos clavados sobre mi rostro.

Present.

En cuanto se acaba la clase recojo todas las cosas y salgo disparada hacia la otra esquina del edificio. En ningún momento me logré concentrar en lo que decía el profesor ni en qué había pedido para la próxima semana. Lo único que puedo escuchar es el avance de la sangre en mis oídos y una sensación de náuseas que se apodera de mí. No puedo respirar. 

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