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Huida

Cassandra cabalgó a toda prisa, solo se oía el sonido de los cascos de su corcel. Por lo demás, había un silencio desgarrador ya no se escuchaban los gritos o lamentos y tampoco el sonido de armas entrechocar. Ella se temía lo peor: << ¿Y si los soldados ya han tomado el ágora?>>. Sacudió la cabeza para tratar de despejar esas ideas de su cabeza. Estaba muy cerca de su destino y aún no se oía nada, así que creyó conveniente tomar medidas y bajó del caballo para no hacer tanto ruido. Se acercó al ágora en sigilo, agudizó el oído y empezó a percibir voces: algunas derrotadas por el cansancio mientras que otras vitoreaban. Se aproximó aún más, pero con cautela ¿Serían enemigos o amigos los que festejaban? Entonces escuchó una voz familiar y salió de su escondite.

– ¡Demetrio! – exclamó mientras salía a encontrarse con su amigo.

Él la abrazó con ternura y dijo: – ¡Lo hemos conseguido!

A pesar de que los enemigos abandonaron la ciudad, los destrozos se hacían muy visibles, más que ganar una batalla parecía que la habían perdido. La mayoría de las casas estaban abrasadas y reducidas a cenizas, había demasiadas bajas entre los pueblerinos y otra gran cantidad de ellos estaban heridos o enfermos. Julio, el alcalde, también estaba malherido, pero seguía dando órdenes y luchando por devolver la tranquilidad: – ¡Llevad a los heridos al puerto! ¡Vamos! – Los soldados de éste estaban subiéndolo a una camilla mientras él se quejaba: – ¡A mí no! ¡Yo estoy bien, encargaos del resto primero! – Al ver que no le escuchaban, añadió en tono severo: –¡Es una orden! – Aquellos que no estaban heridos siguieron sus advertencias. Se encargaron de las víctimas y las transportaron a través de camillas improvisadas y carros.

Todos se reunieron en el muelle, algunos barquitos abandonaron la aldea, pero otros se quedaron: como pequeños barcos de pesca, algunos barcos medianos dedicados al transporte de mercancías...

El pueblo no contaba con barcos muy grandes ni variados puesto que no todos los aldeanos podían permitirse un lujo así, solo los pequeños mercaderes o aquellos que se dedicaban a la pesca y contaban con algo de dinero. El barco más grande, la galera en la que Cassandra dejó a Ofelia hace unas horas, era en el que se encontraban los heridos y afortunadamente aún no había zarpado.

A pesar de que la mayor parte de los aldeanos se encontraban en el muelle, el silencio asolaba el lugar y todos tenían una expresión triste en los rostros. Julio se incorporó de su camilla costosamente y llamó la atención de todos los presentes, entonces alzó la voz para que ésta fuera audible: – ¡Escuchadme! Hemos resistido a esta invasión, pero seguro que vienen más tropas enemigas de camino y este ataque no lo soportaremos – todos los oyentes se taparon la boca con las manos e incluso a alguno se le escapó un grito ahogado. De nuevo cundió el pánico entre los aldeanos y la gran mayoría ya estaban recogiendo sus pertenencias para marcharse. – ¡Alto! ¡Eh, esperad! – gritó Julio. En respuesta todos los presentes dejaron a un lado sus labores. Cuando hubo recobrado toda la atención del público, tomó de nuevo la palabra: – Sé que estáis asustados, yo también lo estoy. – dijo mientras bajaba la mirada y retomó su discurso – pero no podemos perder el control o de lo contrario, caeremos ante ellos. Dejaremos el pueblo a través de los barcos y de forma ordenada. He enviado una carta a las islas cercanas y pronto nos darán asilo ya que nuestros enemigos no tienen poder en esas aguas. Primero subirán las mujeres, niños, enfermos y ancianos. Después habrá un segundo grupo que abandonará el puerto.

Los pueblerinos quedaron más tranquilizados al escuchar las palabras de su líder, pero la tensión seguía dibujada en sus rostros. De repente, algunos soldados de la puerta este irrumpieron en el abarrotado puerto. Éstos reflejaban en sus caras el nerviosismo y se acercaron a paso apresurado. El más delgado y alto de ellos se dirigió a Julio con una voz alterada: –Te... tenemos un pro... problema – empezó a balbucear, el alcalde frunció el ceño y le animó a hablar, el soldado se recompuso un poco y continuó: – La puerta este ha caído y gran parte de los aldeanos escaparon, señor, no pudimos mediar con la situación ni traer a todos – dijo desolado. Julio, el cual continuaba en la camilla, trató de calmarlo: – No te preocupes, seguro que están bien. Ahora mismo no podemos hacer nada por ellos, pero más tarde los buscaremos. Lo que sí podemos hacer primero es salvar a los que están aquí ¡Ahora descansa! has hecho todo lo que has podido.

El soldado se restregó el rostro con las manos y se sentó cerca del puerto, poniendo la mirada fija en los barcos. Otro soldado se acercó esta vez al magullado alcalde y le preguntó con tono desmoralizado: - ¿Qué hacemos con los caídos?

– Buscar sus cuerpos y que sus familiares les identifiquen y den un entierro digno.

– Tardaríamos mucho en enterrarlos, la ceremonia de preparación al más allá tarda unos días.

– No tenemos más remedio que abreviar el proceso, les dedicaremos una sencilla ceremonia y sus debidos sepulcros.

– Me encargaré de que las familias lo comprendan y empezaré la búsqueda ahora con un grupo de soldados.

– Llévate contigo a todos los que precises, yo también ayudaría si pudiese moverme – dijo mientras intentaba incorporarse.

– ¡No, no se mueva! – Exclamó el soldado apurado – No se preocupe, me encargaré de todo.

Julio se recostó de nuevo en su camilla, pero se sentía impotente, se limitaba a dar órdenes y a asignar tareas, pero él no podía llevar a cabo ni la más simple de ellas. El primer grupo de barcos ya abandonó el puerto en dirección sur, hacia el conjunto de islas cercanas. Al caer la noche, se dio sepulcro a los caídos, gracias a la colaboración de los familiares y soldados. Todos trabajaron codo con codo ese duro día, pero ahora había un problema mayor: las naves eran insuficientes para que todos pudieran salir a la vez. Tenían la esperanza de que las islas del sur enviasen otro grupo de naves o que tras desembarcar los navíos regresasen al muelle para recogerlos. Desde luego se avecinaba una noche muy larga y de inmensas esperas.

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