Capítulo 3
Eleanor abrió sus cansados ojos solo para buscar una pastilla en su bolso. Pasados los efectos de su noche de pasión, le quedaba un horrible dolor de cabeza que prometía durar semanas. Demasiado mal como para no haber perdido la razón en ningún momento, o eso quería creer. Todo era culpa de aquel vino espumoso que les habían obsequiado. Cuando finalmente llegara a casa de su padre, dormiría todo el día y la noche. Podía excusarse con el cambio de horario y el viejo conde nunca sospecharía lo que había hecho. Nadie debía saberlo nunca.
Aquel hombre le había regalado el mejor sexo de su vida. Había tocado y besado las partes adecuadas, descubriendo zonas erógenas que Nellie no sabía que poseía. Le había entregado su cuerpo por completo, y recibido a cambio poderosos orgasmos. Un trato justo en el que ambos habían ganado. Se habían comportado como bestias insaciables, y esa era la razón de que la chica no hubiese dormido nada. Cuando Rob por fin había cerrado los ojos, y envuelto el cuerpo de la chica con sus brazos, ella había esperado salir de inmediato hacia su casa. No había contado con quedarse rendida bajo su calor.
Había descansado una hora antes de que la alarma de su teléfono la despertase. La calló antes de que Rob lo notara y se levantó para vestirse y marcharse, dando una última mirada al hombre, aún entregado al sueño. Se veía tan guapo que tuvo que tocar su rostro una vez más. Y eso fue todo. Se marchó dando un ligero portazo y regresó a casa para hacer las maletas. Con una resaca memorable y un cansancio extremo, Eleanor aceptó el vaso con agua que le ofrecía la aeromoza de su avión privado. Agradeció con un asentimiento y una sonrisa vaga, tras lo cual no abrió más los ojos hasta que se le informó su llegada a territorio lysteriano.
Suspiró, sabiendo lo que le esperaba. Hizo un esfuerzo y maquilló su rostro para disimular las ojeras. La prensa la estaría esperando y muy a su pesar sabía que no podía mostrar su estado. Se preparó para regalar sonrisas fingidas a los reporteros, y a su padre, que con seguridad la recogería. Para mostrarles a todos que amaba a su hija, y para añadir más leña al fuego que ya constituían las noticias del matrimonio. Por fortuna había tenido la precaución de vestirse "como una dama". Llevaba pantalones de vestir y blusa de colores suaves, así como zapatos elegantes en combinación. Había pasado de ser una empresaria común a ser la futura reina, y aunque no le importara demasiado, debía cuidar su aspecto para no dar mucho de qué hablar. Para que el señor conde y su "adorado esposo" estuviesen complacidos. Maldijo para sus adentros.
Quizás alguna de sus amigas la tildaría de loca por no estar feliz. ¿Quién no quería ser una princesa? ¿Una futura reina? Ella. Eleanor Waldover, que conocía algunas de las más absurdas leyes de la realeza. Y estaba por conocer más. Debía medir sus palabras y sus actos de una forma que lograría acabar con su estabilidad mental. Había sido molesto cuando solo era la hija de un conde. No imaginaba lo que sería para su nueva posición. Sobre todo, ahora que llevaba años fuera de su país y lejos de todo el protocolo que antes la había rodeado. Era asqueroso y la repulsión se reflejó en su rostro. Sin embargo, cuando bajó del avión esa expresión desapareció detrás de una máscara de serenidad.
Los flashes la invadieron desde todas las direcciones posibles. Los reporteros más cercanos la llamaban para tomarle declaraciones, mientras que los más alejados se dedicaban a emitir en vivo las noticias de su llegada. Eleanor sonrió ligeramente y saludó con la mano, tal y como su madre le había enseñado a hacer. Por fortuna no tuvo que contestar preguntas. La futura reina había sido rodeada de los agentes de seguridad provenientes del palacio real. Se los podía reconocer gracias a las insignias en sus uniformes. Estaban allí para que nadie se acercara. En los últimos años muchos ciudadanos de Lysteria no se sentían a gusto con el sistema de gobierno del país, por lo que no sería raro que la joven pudiese sufrir un atentado. Eleanor se preguntaba dónde podría estar su padre cuando el hombre apareció frente a ella, por detrás de los guardias.
El conde de Waldover se aproximó a su hija y la estrechó en sus brazos. Nellie sintió como si se diera de bruces contra el asfalto, así de afectuoso había sido el intercambio. Se obligó a mantener la sonrisa en los labios sin importar nada. Su padre le acomodó la chaqueta que llevaba puesta como si no quisiese que su hija pasara frío. Nellie se tragó el nudo que eso le provocó en la garganta. Había deseado que su padre la cuidara de ese modo años atrás, cuando aún era una niña dañada por la pérdida de su madre. Ahora solo se trataba de una puesta en escena para las masas, y eso la llenaba de un infinito rencor.
—Padre —saludó.
—Eleanor... bienvenida a casa, hija mía.
Había un lujoso auto esperándolos en las afueras del aeropuerto. Nellie creyó que habían pasado horas desde que pisó tierra hasta que pudo abandonar el lugar. Los reporteros podían ser muy insistentes, en especial los que eran extranjeros. La conmoción provocada por el advenimiento de la prometida del príncipe había alcanzado proporciones internacionales. Era cuestión de tiempo para que sus compañeros de trabajo y amigos —quizás incluso su jefe— descubrieran su rostro en la pantalla y conocieran su verdadera identidad. ¿Se sentirían engañados? ¿Darían declaraciones a la prensa? Bien, contra eso no podría hacer nada.
Eleanor contempló con nostalgia el lugar que había sido su hogar por dieciocho años, cuando había tenido la suerte de irse a estudiar al extranjero. La fachada del castillo Waldover estaba destrozada por los años y por la negligencia de su padre. Los jardines de su madre lucían grises, marchitos por la falta de cuidados. Tenía sentido. Si su padre estaba tan endeudado, lo normal sería que tuviese que despedir a los empleados que se encargaban de dar mantenimiento al recinto. Con esa idea en su dando vueltas en sus pensamientos, suspiró de manera audible. Al escucharla, George le dirigió una mirada de hielo. Nellie se encogió en el asiento del auto y solo bajó del mismo una vez que su padre estuvo de camino a la entrada.
Para alivio de Nellie, su antigua institutriz no había abandonado el castillo. Lady Carmille llevaba sus casi sesenta años con toda la dignidad que una dama pudiese albergar. Llevaba el título de lady gracias a que su padre había sido un Lord menor al servicio del anterior conde. La señora llevaba muchos años dedicada a su familia, desde antes del nacimiento de Eleanor. Había sido gran amiga de su madre, y quien ayudara a la misma con la educación de sus dos hijas. Para ella y para Elizabeth, Carmille era más su tía que su profesora.
La estaba esperando en el recibidor externo de la casa con una sonrisa. Al verla, la joven apresuró sus pasos y se abalanzó sobre la mujer con alegría. La había echado de menos. Aquella demostración de afecto no le gustó nada a su padre.
—¡Eleanor! —tronó el hombre, haciéndola estremecer de miedo— Espero que te comportes como la futura reina a partir de este mismo instante. No como una vulgar plebeya.
—Yo solo...
—Tú solo abrirás la boca cuando te pregunte algo. ¿Entendido? —Nellie guardó un silencio amargo— ¡Te hice una pregunta!
—Entendí —musitó ella.
Complacido con la respuesta, George le dirigió una última mirada de desdén y se introdujo en el castillo a paso firme. Nellie intentó reprimir el temblor en su labio inferior, pero solo consiguió acentuarlo. Lady Carmille le palmeó el hombro con afecto, intentando mitigar el daño que las palabras del conde habían hecho en su hija.
—Después de veinticuatro años, todavía no me perdona el haber nacido mujer —murmuró Nellie, con claro rencor.
—No pienses en eso, mi niña. Ven conmigo, preparé tus magdalenas favoritas.
Animada ante la perspectiva de ahogar sus penas con sus dulces favoritos, Eleanor se introdujo en el castillo, del brazo de Lady Carmille. Aquellas delicias podrían quitarle el dolor de cabeza solo con olerlos, estaba segura. Mientras degustaba los diferentes sabores, Nellie no pudo evitar pensar sobre lo que le deparaba el destino como reina de Lysteria. Los protocolos reales eran agotadores. Tendría que memorizar nuevamente las reglas, y estudiar en particular las que debía seguir en el período del noviazgo. Se sintió agobiada, tendría que vivir el resto de su vida vigilando cada detalle para no equivocarse. Una pierna mal colocada podía convertirse en un escándalo. Una palabra incorrecta podía acarrear consecuencias horrendas.
—Descansa esa cabecita, mi niña —recomendó Carmille, sonando maternal—. Mañana nos ocuparemos de comenzar tu preparación.
Nellie escuchó el consejo de su tutora y tras despedirse con afecto, se marchó a su habitación. Lo cierto era que necesitaba dormir, después de todo lo que había pasado. Una vez que su cabeza tocó la almohada de su propia cama dejó de pensar en protocolos y obligaciones. La chica se sumergió en un sueño agradable, donde los protagonistas eran unos ojos azules y una barba que acompañaba a un cabello rizado.
Rob iba camino al aeropuerto. La reunión que lo pondría en contacto con su prometida y su futuro suegro estaba planificada para dentro de tres días, pero no tenía ya ningún asunto pendiente en Chicago. No tenía caso quedarse para repetir la noche anterior, porque la chica había despertado antes que él y se había marchado sin dejar su número de teléfono u otra forma de contacto. Aquello había terminado allí, como ambos habían acordado antes de entregarse a los deseos carnales.
Era hora de que se habituase a la idea de que sus años de libertad habían llegado a su fin. Iba a ser el rey de Lysteria en pocos meses, si todo salía acorde a lo planeado. Robert estacionó su auto en el aeropuerto y una vez dentro del mismo acudió a uno de los empleados encargados de atender los asuntos de la realeza. En un breve periodo de tiempo tuvo todos los papeles en orden y subió a su avión privado. Nadie que no debiese lo había reconocido, para su fortuna. Aún llevaba aquella barba que con seguridad su madre odiaría.
Durmió durante el tiempo que duró el viaje hasta el reino. Aquella mujer le había provocado el deseo de complacerla toda la noche sin descanso. Era tan sensual y bella que no podía sacarla de su mente. A lo mejor su recuerdo lo ayudaría a sobrevivir los años de agonía que le esperaban en el trono. Años que pasaría junto a la insoportable Eleanor Waldover, haciendo su vida miserable. Una parte de él quería ver la rabia en sus ojos. Le provocaba una extraña satisfacción el saber que le había dado el golpe final al encadenarla a la corona y a él. Era inmaduro de su parte, lo sabía. Y ni siquiera eso lo detuvo. Cuando se decidía, nadie lo hacía cambiar de opinión.
Se preguntó cómo habría reaccionado la joven Waldover al descubrirse obligada a contraer matrimonio de repente. Quizás mejor de lo que esperaba. No tenía manera de saber cuáles serían los intereses de la chica, teniendo en cuenta que ni siquiera había sido tomada en consideración por su madre. Ahora que lo pensaba, en su egoísmo había olvidado aquel detalle. Queriendo vengarse de los que lo forzaban a tomar la corona, no había meditado la posibilidad de que la mujer no fuese adecuada para el cargo más allá de sus conocimientos de administración. Suspirando, se dijo que daba igual mientras no provocara grandes conflictos como los que había generado su propia hermana. Encontraría la manera de mantener bajo control a su esposa.
Dejó de pensar y bajó del avión cuando el asistente del piloto se acercó para avisarle que todo estaba bien. Su llegada no fue percibida por los reporteros, quienes no esperaban la llegada del príncipe ese día. Robert sintió alivio cuando subió en el auto conducido por Walter, el viejo chofer de la familia real. El hombre lo miró y sonrió meciendo sus bigotes al hacerlo, al tiempo que le dedicaba una reverencia. El muchacho contestó con otra sonrisa, recordando con cariño cómo Walter lo había visto crecer.
—Walter —saludó, pues el anciano no podría dirigirle la palabra si él no iniciaba el intercambio, según dictaban las leyes.
—¿Cómo ha estado el viaje, Alteza?
Demasiado largo, como de costumbre. Robert bostezó, rompiendo las leyes del buen comportamiento. Preguntó por la familia del hombre, a la cual conocía desde que tenía uso de razón.
—Gracias por preguntar, Alteza. Lo llevaré al palacio sin demora.
Así lo hizo. La reina Mabel esperaba a su hijo en uno de sus salones de té, con una merienda ligera. La monarca lo saludó con una corta inclinación de su cabeza. Solo después de que su hijo le correspondiera, se lanzó a sus brazos con alegría, y con la desesperación de una madre que no ha visto a su criatura en demasiado tiempo. Robert devolvió la muestra de afecto algo sorprendido. Su madre era muy apegada a las normas, por lo que a veces resultaba ser algo fría. Al parecer lo había extrañado demasiado. El joven se reprochó el haberla dejado sola durante el período de duelo tras la muerte de su padre. Había sido egoísta, pues ella no solo había perdido a su marido, sino que sus dos hijos se habían marchado por su cuenta.
—Robert, por Dios —reclamó—. Espero que afeites esa barba hoy mismo.
—Como ordene Su Majestad —dijo, sonando burlón, aunque teniendo cuidado de recuperar su acento lysteriano.
La reina ignoró el sarcasmo de su hijo y lo animó a sentarse junto a ella. Robert tomó una galleta sin aguardar a que lo invitaran, lo que le ganó una mirada de reproche de su madre, que profesaba una marcada aversión por las costumbres americanas que Robert encontraba tan liberadoras. El príncipe sonrió sabiendo que la estaba volviendo loca. Era el precio a pagar por haberlo sacado de quicio con sus llamadas.
—He estado pensando...
—Oh, no —interrumpió él.
—Ya basta, Robert. Estás en Lysteria, recuerda tus modales.
—Disculpa, madre —Inclinó la cabeza en señal de arrepentimiento—. ¿Qué has estado pensando?
Llegó el turno de la reina Mabel de sonreír con malicia. Robert odiaría su idea, pero tendría que aceptarla.
—Quiero organizar una fiesta de máscaras para el día en que tu... prometida venga al palacio —comentó, dándole un tono algo resentido al título de la muchacha.
—¿Qué? —exclamó él— Madre, ¿para qué?
—Para que tengan un poco de privacidad al hablar por primera vez.
—Si querías darnos privacidad, mejor no hubieras organizado un baile cuando te pedí una reunión discreta.
Mabel sabía eso, si bien tenía ganas de fastidiar a su hijo, aunque fuese un poco. De ese modo le pagaría el no haber seleccionado a una chica de su listado. Sus excusas alegaban el derecho del pueblo y de la prensa de conocer cómo se desarrollaba aquel ritual tan importante para la nación. Robert se levantó molesto. Tenía sueño, y no le quedaban fuerzas para intentar hacer que su madre cambiara de opinión. Además, la reina parecía determinada a defender su idea.
Con una escueta despedida, se alejó de su madre rumbo a su habitación. El cuarto olía a productos de limpieza. La reina debió haberlo mandado a preparar en cuanto recibió su mensaje. Rob fijó la mirada en un retrato familiar que descansaba sobre la mesa de noche. Sus padres, su esposa y él. Podría jurar que había mandado a guardar esa foto junto con las demás pertenencias de Margueritte. El hombre agarró el objeto y lo metió dentro de uno de los cajones de ropa, molesto. Entonces dejó caer sobre la cama con intenciones de conciliar el sueño, pero le resultó imposible.
No era el momento de luchar contra los recuerdos de las personas que habían vivido allí con él, y perdido la vida también. Necesitaba concentrarse en las nuevas responsabilidades que iba a adquirir. Pero no importaba cuanto se repitiera ese hecho. Margueritte seguía filtrándose en sus pensamientos. Mas no la Maggie que había conocido en vida, sino la que había exhalado el último suspiro en sus brazos. La del rostro pálido y mirada perdida. La que lo había resentido durante todo el tiempo que duró su matrimonio. Su teléfono sonó distrayéndolo de sus remordimientos.
—Madeleine —contestó.
—Felicidades por tu nuevo compromiso —saludó la voz al otro lado de la línea—. Me alegra ver que has pasado página.
¿Era solo él o la chica sonaba un poco resentida? Bien, no se le podía culpar por ello. Maddie todavía se consideraba su cuñada a pesar de las circunstancias. La quería como a una hermana. ¿Cómo era posible que su madre hubiese considerado la idea de que se casara con ella? Todavía meditaba sobre eso cuando se quedó dormido minutos después de finalizar la llamada.
Jajajajaja. ¿Pensaban que les iba a escribir nopor? Jajajaja. Es muy pronto para eso, hay que esperar.
La reina es un poquito castrosa, ¿no? Buena suegra será, jajaja.
¿Qué les van pareciendo hasta ahora los personajes?
Los leo. Nos vemos en el próximo capítulo.
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