Capítulo 2
Al llegar a su departamento, Eleanor confirmó con alivio que nadie lo había invadido. Con un suspiro, dejó caer su bolso sobre el primer sillón con el que tropezó. Tenía una hora permitida para recoger lo imprescindible y marcharse a toda prisa. ¿A dónde iría? Pensó con tristeza que iba a tener que dejar a todos los amigos que había hecho en el trabajo sin siquiera despedirse. Tras desprenderse de la chaqueta que llevaba puesta en la oficina, abrió el cajón de la ropa interior y tomó algunas piezas. Llevaba media maleta preparada ya cuando el móvil comenzó a sonarle, haciéndola saltar de un susto. El error número uno fue no verificar quién llamaba. El error número dos, fue contestar sin verificar.
—Tienes dos horas para estar en el aeropuerto, Eleanor Adelaide Waldover —ordenó la autoritaria voz de su padre—. Hay un vuelo privado a tu nombre que te traerá directamente a Lysteria.
Nellie sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Tenía veinticuatro años y aun así su padre podía ponerla a llorar como una niña asustada. El hombre ni siquiera le preguntó cómo era que no sonaba sorprendida ante la exigencia. Sabía que ella estaba al corriente de todo, porque la chica tenía por costumbre sintonizar las noticias en esos horarios. Nellie tragó con dificultad para enfrentarlo. No podía hacerle nada desde el otro lado del teléfono.
—No voy a estar ahí, padre —rezongó ella por lo bajo—. No me esperes.
—Eleanor —advirtió el hombre— no juegues con mi paciencia. Esta es una oportunidad única para nuestra familia...
—¿¡Por qué lo hiciste?! —explotó ella, el llanto ahogando parcialmente sus palabras— ¿Por qué juegas con mi vida como si no valiera nada?
George Waldover guardó silencio. Como si lo pudiese ver en persona, Eleanor estuvo segura de que tenía el ceño fruncido e intentaba armarse de paciencia. Cualidad que ambos sabían que no poseía. Él era más de golpear primero y hacer preguntas después. Aún a miles de kilómetros de distancia, Nellie tembló asustada.
—Ahora sí que vale. Y mucho. Una Waldover en el trono sería muy ventajoso.
—Eres un desgraciado —le gritó, cansada de encogerse de miedo—. No te daré la satisfacción.
—¿Notas que he dicho "una Waldover"?
Eleanor se estremeció. Él no se atrevería, ¿o sí? Su nombre podría ser sustituido fácilmente por el de su hermana, incluso tenían las mismas iniciales. Dirían que había sido un error, y su padre saldría beneficiado de todos modos. Le daba igual a cuál de sus hijas sacrificara en el camino. Era increíble. Se sentía como si estuviese protagonizando un drama de época, de esos donde las protagonistas vivían tragedias imposibles.
—Padre... ¿a Liz? ¡No!
La chica sintió que se ahogaba con su propia ansiedad. ¿Cómo podía siquiera ese hombre considerar algo así? Sin lugar a dudas, no sentía aprecio por nadie ni nada que no fuese su dinero. Lo odiaba, su padre le daba asco.
—¿Ahora de repente soy "padre"? —rio— ¿Ya no me llamas "desgraciado"?
—Por favor, no lo hagas. A mi hermana no, ella es feliz en la universidad. Yo quiero que ella sea...
—Sería más provechoso para mí tenerla a ella atada a ese príncipe. Elizabeth siempre ha sido más dócil que tú.
El corazón le latió desbocado. Sabía que la estaba manipulando, pero era su deber proteger a Liz. Lo había hecho desde pequeña, y aun no llegaba el día en que dejaría de hacerlo.
—No lo hagas, te lo ruego —Eleanor se dejó caer sobre el suelo, derrotada.
—Si vienes por tu voluntad y acatas mis órdenes, te garantizo que a Liz no le pasará nada. Seguirá su carrera mientras tú te sacrificas un poco por la familia. No es tan malo —aseguró, burlón—. A fin de cuentas, vas a ser reina de Lysteria dentro de unos meses.
George colgó la llamada dejando a su hija realmente abatida. Así estuvo por horas, haciendo las paces con el hecho de que nunca más volvería a disfrutar de su libertad. Su vida se reduciría a interactuar con políticos, lucir impecable y sonreír hasta el agotamiento aun cuando sintiera que ya no podía más. En su mente revivió todos los años de su vida que vivió bajo el terror que llevaba el nombre de su padre. Haber ido a la universidad en Estados Unidos le había abierto los ojos, descubriendo un sinfín de posibilidades. Había esperado con paciencia el momento en que su hermana, cuatro años menor, ingresase en una carrera universitaria que la alejase del yugo paterno. Y solo entonces había decidido no regresar nunca más.
Y ahí estaba, tantos años después, convertida otra vez en la hija que debía agachar la cabeza y obedecer. Se le ocurrió que podría molestar a Robert como cuando eran niños hasta el punto de hacerlo renunciar al compromiso. Sin embargo, le aterraba la idea de que su padre lo convenciera de usar a su hermana. No podía permitirlo. Asumiría la responsabilidad del trono y la carga de la reina. Por supuesto, lo haría después de disfrutar de aquella noche como si fuera a morir al día siguiente.
Podía llevar a cabo un acto rebelde final. Sacarle el máximo provecho a su última noche en el mundo exterior. Donde nadie sabía que era una dama noble en un país pequeño de Europa. Donde nadie se imaginaba que iba a casarse con un príncipe y ascender a un trono que no deseaba, aunque fuese solo como muñeca decorativa. Con aquella idea en mente, Nellie se levantó del suelo y comenzó a prepararse para salir de fiesta.
Robert ignoró todos los programas de televisión que anunciaban su compromiso con Lady Waldover. No le interesaba en lo más mínimo lo que pudiesen decir sobre él, o sobre ella. La última vez que había visto a esa muchacha, aún era una niña que se colgaba de la falda de su madre en una fiesta de cumpleaños en el jardín del palacio. Era muy desagradable para ser una niña tan pequeña. Mientras las demás chiquillas le dirigían miradas de admiración y hasta de miedo, ella solo le dedicaba muecas de desprecio y críticas a sus mejores juguetes. La odiaba en ese entonces. No era probable que fuera a apreciarla mucho en el presente. Aun así, no iba a cancelar el compromiso.
Suponía que debía estar cambiada, pero teniendo en cuenta que las fotos más actuales que tenían sobre él mismo habían sido tomadas en el entierro de su padre, entonces los reporteros no sabían cómo lucía en la actualidad. Ninguno de los dos. Por lo que había escuchado hablar a su madre, Eleanor llevaba años en el extranjero. Seguramente ya ni tendría acento lysteriano. Él mismo lo había perdido hasta el punto de sonar como un británico.
Por su parte, Rob había dejado crecer una barba y su cabello no estaba engominado como antes. Nunca más se dejaría poner aquella cosa ridícula en el pelo. Había aumentado también unos kilos, resultado de frecuentar el gimnasio y practicar varios deportes por pasatiempo. Suspiró resignado. En el fondo siempre había sabido que tendría que llevar las riendas del reino. Sin embargo, esa noche no habría reinas, ni esposas, ni coronas. Solo él y la mujer que se cruzara en su camino, la elegida para despedirlo de su libertad. Después de todo, no sabía cuánto tiempo pasaría hasta que pudiera volver a visitar Chicago.
Había oído hablar de un club nocturno que estaba en tendencias por aquellos días. Uno que aún no visitaba, un acto imperdonable para Su Alteza. Pensando en tomar una última bocanada de aire puro antes de sumergirse en las aguas de la limitada vida que le esperaba, Robert se dispuso a darse un baño. Extrañaría los Estados Unidos. Allí era un ciudadano más, y nadie le impedía vestirse o comportarse como cualquier persona normal sin un montón de títulos adornándole el nombre. El príncipe escogió una camisa azul oscuro y pantalones de vestir de color negro, combinados a la perfección con unos elegantes y discretos zapatos italianos.
Condujo su auto hasta llegar al famoso club, y bajó para entregar las llaves del mismo a uno de los encargados del parqueo. Una vez allí, observó distraído las pancartas de neón que promocionaban el lugar en brillantes explosiones de color. Sin perder un segundo más, se dispuso a entrar. No había dado tres pasos cuando su cuerpo se impactó contra alguien y escuchó el quejido de una voz femenina.
—Perdone —se disculpó él, sujetándola un momento para asegurarse de que no se cayera—. ¿Se encuentra bien?
La joven asintió despacio, observando sus zapatos para comprobar que no se hubiese torcido un tacón. Llevaba un vestido negro con detalles de encaje, ajustado a su cuerpo cubriendo los brazos por completo y solo hasta medio muslo. Pensó que era una mujer demasiado atractiva como para dejarla pasar, por lo que observó a su alrededor en busca de un posible compañero. Se disponía a preguntarle si estaba sola cuando ella le agarró el brazo con fuerza.
—¡Espera!
Robert se tensó, pensando en la posibilidad de haber sido reconocido por alguien, ahora que su rostro se paseaba por las noticias a toda hora. Observó con recelo el rostro de la chica. Ella lo estudiaba con unos hermosos ojos castaños, en los cuales había una mirada asustada que no acababa de encajar con la situación. Se preguntó qué podría provocar aquello, pero no tuvo que esperar mucho para saber.
—¡Vas a rasgar mi vestido!
El príncipe reparó en el lugar donde su mano izquierda se unía con la derecha de la chica. Allí, el gemelo de su camisa se adhería al fino encaje de la manga del vestido. Un movimiento brusco y el tejido quedaría arruinado. Alzó las cejas en actitud de comprensión y relajó su postura. Volvió a mirar a su forzada acompañante. La prenda se pegaba a sus curvas en las partes necesarias, marcando un cuerpo de perfectas proporciones, atendiendo a sus gustos personales. El color del vestido resaltaba su piel blanca de tonos sonrosados. Sus labios rojos eran carnosos. Antes de poder evitarlo se imaginó besándolos, y la sola idea comenzó a caldear el ambiente nocturno.
—No puedo sacarlo, está atorado.
El ambiguo comentario de la chica llamó la atención de otra pareja, que dejó escapar una risa doble al pasar junto a ellos. Algo apenada, la muchacha buscó con su mirada la ayuda del hombre.
—Espera, —le pidió Rob— veré qué puedo hacer.
No pudo hacer nada. Pasaron más de quince minutos en la tarea sin alcanzar el más mínimo avance. No habían logrado nada positivo, excepto pegarse más el uno al otro con cada segundo que corría. Robert había aspirado el olor del cabello oscuro de la muchacha, tan largo que caía en suaves ondas hasta la mitad de la espalda. Un poco más abajo pudo observar cierta parte redondeada que le provocó unas absurdas ganas de tocarla. Hubiese sido una completa falta de respeto hacerlo sin siquiera conocer su nombre, por lo que se dijo que debía solucionar ese problema cuanto antes.
—¿Cómo te llamas?
La chica lo miró con el gesto fruncido en una expresión de sorpresa. Había estado pensando que su noche de fiesta se arruinaría por el simple hecho de haberse quedado atrapada con aquel hombre. Aunque ahora que lo observaba bien, era bastante guapo.
—Nellie —respondió la muchacha.
Robert no reaccionó a ese nombre con mayor interés que el necesario. ¿Cómo iba a hacerlo, si no tenía idea de que ese era el apodo de su prometida? ¿Cómo iba a imaginar que la mujer a la que había observado con tanta atención era la misma que había escogido al azar para ser su esposa? La misma niña a la que tanto había odiado en su infancia. Era una situación completamente improbable. Sin embargo, allí estaban. Los futuros jefes de estado de Lysteria, coqueteándose en las afueras de un bar sin tener conocimiento de la verdad.
—Es un placer conocerte, Nellie. Mi nombre es Rob.
—El placer es mío, Rob. Lamento que esto esté sucediendo.
Bien, él no lo lamentaba en absoluto. La vio sonreír y agradeció a su gemelo por quedarse atrapado entre el encaje del vestido de la chica. De no ser por eso, hubiese dejado pasar la oportunidad de conocer a la mujer más hermosa que había visto en su vida.
—El club se está llenando —comentó y observó la atenta mirada de su acompañante—. Si continuamos perdiendo nuestro tiempo aquí, es fácil suponer que el local se colmará y no podremos entrar.
—Me he dado cuenta. ¿Qué sugieres?
—Fingiremos que nos damos la mano y entraremos como si fuésemos pareja. Una vez adentro podemos resolver cómo deshacer este lío.
—Es una estupenda idea —contestó ella, fingiendo que no se percataba de sus intenciones—. Hagámoslo.
El príncipe sonrió, ahora seguro de que sus planes para la noche marchaban con un ritmo excelente. Siguiendo lo pactado, Nellie se enderezó y tomó la mano de Rob, sintiendo el tirón en la manga que le proporcionaba el objeto atascado. Nadie hubiera sospechado que no iban juntos, a menos que hubiese escuchado de cerca toda la conversación. Pasaban por la puerta principal cuando el guardia de seguridad los detuvo, con el rostro serio. «¿Ahora qué?», había sido la pregunta en el pensamiento de ambos. Entonces el semblante del portero había cambiado a una sonrisa amable.
—¡Felicidades! Son la pareja número cincuenta en atravesar las puertas de nuestro club esta noche. Llévense este regalo de parte de nuestro personal.
Rob y Nellie dejaron escapar una carcajada irónica. No podían creer la suerte que estaban teniendo esa noche. El regalo consistía en una botella de vino espumoso y una caja envuelta en cintas que no supo qué contenía. No importaba. Era gratis.
Irrumpieron en el club finalmente, contagiándose con rapidez del ambiente del lugar. Rob escogió una mesa que estaba cerca de la pista de baile, que a la vez se encontraba junto a una ventana. En caso de que necesitaran aire fresco. Y sí, ya había planeado quedarse con ella toda la noche. Lo cual coincidía con las intenciones de la joven, que lo miraba con el interés brillando en los ojos. Había visto su aspecto frente al espejo y sabía que aquel vestido le conseguiría un hombre. Un desconocido con el cual liberar las tensiones provocadas por la noticia de su matrimonio. Nunca imaginó que fuera a ser de aquella forma tan peculiar. Entonces, amparado por la luz que se filtraba por la ventana, Robert logró destrabar su gemelo de la prenda de la muchacha.
—Por fin —celebró ella—. Ha pasado más de media hora.
—Así es. Brindemos por nuestra libertad.
Robert destapó la botella sin tener idea de cuánta razón le había otorgado Eleanor a su declaración. Por esa noche, serían libres de hacer lo que quisieran. El resto podía esperar hasta otro día. Alzaron las copas que habían encontrado sobre la mesa, ahora llenas del delicioso vino. La bebida era una caricia para el paladar. Una caricia peligrosa, porque según pudieron comprobar, el contenido de alcohol era digno de apreciar.
Mientras hablaban sin parar sobre sus vidas, —que ninguno mencionó que debían abandonar al día siguiente— no podían evitar sentirse identificados el uno con el otro. El concepto de libertad era importante para los dos. Era una ironía que fueran a perderla juntos. El contenido de la botella bajaba con rapidez, al tiempo que Nellie padecía la necesidad de bailar y soltarse. Su cita improvisada estaba yendo a las mil maravillas.
—Me gusta como bailas —comentó Robert, acercándose a ella y colocando las manos en su cintura.
—Antes visitaba muchos clubes como este —dijo ella, sonriéndole de manera sugerente.
—Es una lástima que no nos hayamos encontrado antes.
—Entonces supongo que es bueno que me hayas atrapado hoy.
Nellie rio de sus propias palabras, estaba segura de que había sido al revés. El hombre tenía una sexy barba, la cual ya estaba imaginando le causaría hormigueos al besarlo. Porque lo iba a besar, o moriría en el intento. El cabello del joven se torcía en hermosos rizos quizá un poco largos, lo que le provocaba unas terribles ganas de enredar sus dedos en ellos. Tuvo que reprimir sus deseos con fuerza, aunque a medida que su juicio comenzaba a nublarse con el líquido espumoso, más segura estaba de que lo haría.
—¿Qué tal si después de bailar, nos vamos a un lugar más privado? —sugirió Rob, acercando su rostro al de ella de manera peligrosa.
Nellie aceptó casi sin pensarlo, si bien se tomó su tiempo para sonreír con malicia y asentir. No había nada que razonar. Había química entre ellos, una extraña atracción innegable de creciente ritmo. La música invitaba a pegarse el uno al otro. Robert reafirmó su agarre en la cintura de la chica y la hizo pegarse a él. Ella sintió una descarga de energía recorriendo su cuerpo, provocando una oleada de calor en los lugares correctos. Se volteó de pronto, pegándole el trasero a la entrepierna. Eso encendió al hombre, que se estremeció de excitación y gruñó levemente justo en su oído.
Rob la hizo girar para tenerla de frente una vez más. La agarró por la nuca, llevando su otra mano hacia la curva baja de la espalda femenina. Nellie abrió los ojos y sonrió de manera seductora cuando lo sintió explorar la textura del vestido que se pegaba a su trasero. Le gustó más de lo que era prudente. Él era exactamente lo que buscaba esa noche. Quien le impediría recordar que un avión la esperaba en el aeropuerto para llevarla a su prisión real.
Se lanzaron simultáneamente a tomar los labios del otro. Había una necesidad oculta en ambos, que solo tenía una forma de calmarse y lo sabían. Pero podían tomárselo con calma. El beso era apasionado, salvaje. Incitaba a quienes los veían a tomar a sus parejas e imitarlos. Nellie se agarró de la ropa de Rob deseando poder acariciar su piel, queriendo que él la tocase también sin la tela de por medio. Dejó besos en el cuello del muchacho, era tan tentador que no pudo evitar un suave mordisco. Rio por lo bajo cuando él respondió con un gemido ardoroso.
—Nellie... —logró decir con su agitada voz.
Los papeles se invirtieron. Robert apartó el cabello de la chica y repartió toda clase de mimos en la sensible piel de su cuello, bajando hasta el seductor escote del vestido. Ya resultaba demasiado evidente para la multitud que el baile se había convertido en algo más íntimo.
—¿Quieres ir a ese lugar "más privado" ahora? —susurró en el oído de la chica, enviando olas de placer a través de su cuerpo.
Nellie le dirigió una mirada que transmitía todo lo que estaba sintiendo. Calor, deseo, pasión. Y Robert estaba dispuesto a darle eso y más, hasta el amanecer.
Uy, se nos puso caliente el asunto, ajajjajaja.
Pobres jajaja, creen que será su polvo de despedida y lo que no saben es que a partir de ahora se tendrán que ver mucho jajaja.
Nos leemos en el próximo capítulo.
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