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Capítulo 11

—Por favor, conduce despacio —le rogó la muchacha con la voz baja.

El príncipe le dedicó una corta mirada. No quería perder la concentración en la carretera. Asintió en silencio, recordando cómo se había alterado Nellie la última vez que la había llevado en el auto.

A pesar de que no había pasado el límite de velocidad en ningún momento, y que ni siquiera habían hablado nada durante el camino, llegaron a la clínica en lo que pareció un corto espacio de tiempo. Robert tomó a la joven entre sus brazos, ignorando su rostro incómodo. ¿Qué se suponía que hiciese? ¿Dejarla caminar con el pie herido? Tenía que dejar de ser tan testaruda y aceptar la ayuda que le estaba brindando. Sin embargo, no dijo nada. Solo la llevó con los médicos.

Adentro la atendieron de inmediato. El personal corrió de un lado para otro buscando todo lo necesario para darle una atención de calidad óptima, digna de una futura reina. En menos de nada le lavaron la herida, que luego fue suturada y cubierta con un vendaje firme. Uno mucho mejor que el que Robert había improvisado.

—¿Segura que todo está bien? —le preguntó Rob a la doctora de turno— ¿No necesita quedarse? ¿Algún otro examen?

—Estoy bien, alteza —intervino Nellie—. No hay necesidad de nada de eso.

—La doctora decidirá eso, Eleanor. Tú harías lo que fuera por salir de aquí.

Bien, en eso él tenía razón. Ella suspiró resignada. Cada minuto que pasaba en esa clínica era un minuto en que a alguien se le podía ocurrir hacerle un chequeo completo. Uno que dejara en evidencia lo que le había pasado. Cuando finalmente su médico aseguró que todo estaba en buenas condiciones y que podían irse, Nellie volvió a respirar. Todo hubiese quedado allí, de no ser porque Robert decidió acercarse a ella y ponerle la mano en la espalda. Entonces Eleanor no pudo evitar un gemido de dolor que sorprendió al príncipe y a la doctora a la vez.

—¿Estás bien?

—Sí, por supuesto.

Robert la miró de nuevo. Sus ojos la estudiaron con una expresión de sospecha.

—¿Tienes alguna otra herida? —preguntó.

—No.

—Acabas de quejarte.

Eleanor apretó los labios antes de que las mentiras comenzaran a hacerlos temblar. Notando su silencio y su evidente estado nervioso, la doctora le pidió con amabilidad al príncipe que se retirara. También mandó a salir a las enfermeras y asistentes. La muchacha sabía que era cuestión de minutos que su secreto saliera a la luz. Solo esperaba poder convencerla, de mujer a mujer, de no decir nada a nadie.

La doctora se sentó delante de Nellie, observándola con cautela. Parecía mucho más agradable que el médico que la había examinado la última vez.

—Ahora podemos hablar en privado. Nada de lo que diga saldrá de esta habitación a menos que usted lo quiera.

—Yo... —dudó la joven, después de un silencio prolongado—. Me da mucha vergüenza admitirlo.

—No voy a juzgarte por nada. Estoy solo para ayudar.

Eleanor cerró los ojos y comenzó a desabotonar su camisa. La otra mujer se ubicó a su espalda, observando impresionada las marcas que comenzaban a revelarse ante sus ojos. La joven la escuchó suspirar antes de moverse hacia su frente, para encararla.

—Lady Waldover...

—Me caí sobre los cristales rotos —dijo ella, aunque su rostro afligido dejaba en evidencia su mentira—. Por suerte tenía mi bata de baño puesta y no me corté.

La doctora no le creyó nada, si bien aceptó y correspondió a la sonrisa débil de la chica. No podía ayudarla si lo que estaba pensando era la verdad, aunque podía darle palabras de ánimo.

—Sé que lo que voy a decir está por encima de mi posición, y le aseguro que no le diré a nadie lo que he visto porque la ética me lo prohíbe. Pero si este matrimonio va a comenzar de ese modo...

—¿De qué estás hablando? —Eleanor sintió que se tensaba ante la insinuación de la otra mujer.

—Sé que es el futuro rey, pero nadie debería soportar esos maltratos...

Nellie soltó un respingo impropio de una dama noble, mortificada por aquel pensamiento. ¿La doctora creía que Robert le había hecho aquello? Por supuesto, no iba a ser tan ingenua como para pensar que ella iba a creerse el cuento de la caída, pero no esperaba que culpase al príncipe. Aunque viendo que él la había traído, quizás era lo más lógico que se le podía ocurrir.

Aun así, en su opinión era imposible creer que Robert, quien a decir verdad solo había cuidado de ella de un modo u otro, pudiera ser responsable de haber lastimado su espalda.

—Robert no me hizo nada —aseguró, con la voz más firme que pudo conseguir—. Agradecería que no repitiera eso en ningún lugar, y si pudiera recetarme algo para que pueda marcharme de aquí de inmediato, sería excelente.

La doctora asintió en silencio. No le había creído aquella afirmación tampoco, pero al menos no hizo ningún comentario. Conocía su lugar y no quería meterse en líos con la realeza. Pocos minutos después, Eleanor salió por la puerta apoyándose en las muletas que le habían dado. Robert abrió los ojos en una expresión de asombro. Se adelantó hasta ella y le reprochó en silencio el esfuerzo innecesario. Retándola a que lo desafiara, la tomó entre sus brazos una vez más, sin dejar de mirarla un solo segundo.

Uno de los guardias tomó las medicinas de Lady Waldover de manos de la doctora, y entonces todos se retiraron con la misma rapidez que habían aparecido. Eleanor tenía pensado pasar todo el viaje de regreso a su casa en silencio. Nada de conversaciones incómodas y forzadas. Ausencia total de palabras hasta llegar a casa, donde se despediría con un simple "gracias por todo". Que él hubiese venido a ver cómo estaba no debía cambiar nada. Sin embargo, nada nunca le salía a Nellie como lo tenía planeado.

Apenas llevaban dos minutos de viaje cuando la prensa los emboscó en una calle cercana a la clínica. Por supuesto, no habían sido discretos a la hora de llegar hasta allí por causa de la herida. Era cuestión de tiempo que todos los diarios del país estuviesen al tanto de que algo había sucedido. Eleanor suspiró estresada, justo al mismo tiempo que Robert llevaba una de sus manos a la cabeza, tratando de despejar su frustración. Las fotos estarían en todas partes al día siguiente, o quizás esa misma noche. Y si no daba un comunicado oficial —lo que no se le antojaba en lo más mínimo— ya podía imaginarse todo lo que inventarían sobre lo sucedido. La prensa sensacionalista tenía una imaginación fértil y con tendencia a desfavorecer a los nobles. Hasta ahora se había hablado poco de la "futura reina". Eso cambiaría pronto. Acababan de darles algo para picar su curiosidad y la tormenta se avecinaba. Cuando descubriesen que el compromiso ni siquiera existía ya, se desataría el peor escándalo en que la corona hubiese estado envuelta en años.

Gracias a la escolta personal del príncipe, asistida por la de Lady Waldover e incluso de la policía nacional, la prensa se mantuvo a una distancia prudente. Robert puso el auto en movimiento despacio. Le recordó a la sensación de estar atrapado en el tráfico de su querido Chicago. A su vez, pensar en aquella ciudad le recordó la noche en que se había despedido de la misma y con quien. Tuvo que aclarar su garganta antes de hablarle a la chica. Se le habían atascado las palabras de pronto. Para empeorar el asunto, algunas de las preguntas de los periodistas llegaban hacia ellos. Rob cerró las ventanas del vehículo y prendió el aire acondicionado. No tenía ganas de escuchar interrogaciones sobre la fecha de una boda que no iba a suceder.

—Te llevaré a tu casa —dijo, por romper el silencio—. Tomaré la ruta segura y conduciré despacio.

—Gracias —contestó ella en modo automático, su mirada perdida en la multitud que los acosaba en la distancia.

Robert hizo lo prometido. Eleanor observó el camino sin decir nada, hasta que se encontraron de nuevo frente a la maltrecha propiedad del conde. Cuando la chica intentó moverse para bajar del auto, el príncipe tomó su mano, indicándole que no se moviera todavía.

—Mientras estabas siendo atendida, ordené que restaurasen tu ventana. Aún no terminan.

—No debiste haberte molestado, Robert. Mi padre...

El joven levantó una ceja, como si los dos supieran que el conde no iba a mover un dedo para reponer el vidrio roto. Los dos sabían, sin que tuvieran que hablar, que el padre de la chica no se preocupaba en lo absoluto por la propiedad. Solo había que echar un vistazo alrededor. A la maleza que crecía en el jardín, a la pintura gastada de las paredes y a la poca seguridad que ofrecía su verja principal.

—Me sorprendió ver que no te habías ido.

—Tengo asuntos pendientes —mintió ella, girando la cabeza para que no pudiera verle los ojos.

—Me alegro de ello —confesó Rob, tragando con dificultad y sintiendo los hombros tensos—. ¿Cuánto tiempo piensas quedarte?

—No lo sé.

Y era cierto. No sabía cuanto tiempo le llevaría recuperar su pasaporte. O solicitar uno nuevo sin alertar al palacio y a la prensa de lo que estaba haciendo. Solo de pensar en todo lo que podía salir mal en aquella ecuación, la muchacha temblaba. Casarse con Robert y tener diez hijos parecía más fácil en comparación. Quizás él pudiera ayudarla. El muchacho se removió en el asiento del conductor, golpeando el volante con sus dedos como si replicase una canción.

—Quería pedirte algo, aunque no sé si quieras hacerlo —soltó Nellie, rompiendo el silencio que de nuevo los había dominado.

—Qué gracioso —comentó él—. Iba a decir lo mismo. Empieza tú.

—Perdí mi pasaporte. Pensé que podrías ayudarme a solicitar uno nuevo sin que eso llegue a ser de conocimiento público.

Robert frunció el entrecejo. ¿Cómo había perdido Nellie su pasaporte, y dónde, si lo había utilizado para regresar a casa?

—¿La rata gigante se comió tu pasaporte? —dijo sarcástico, sin una gota de diversión en su rostro.

Estaba consciente de que Eleanor no tenía por qué contarle sus secretos, pero de todos modos le molestaba que fuese tan obvio que no confiaba en él. No la había tratado tan mal como para que así fuese. Un segundo después de que ese pensamiento cruzara su mente, llegó a la conclusión de que tampoco la había tratado demasiado bien.

—Así fue —afirmó ella, mirándolo con irritación—. ¿Qué querías pedirme?

Robert se envaró sobre el asiento del auto. Ya había intentado decir algo más temprano, y ella había estado a punto de rechazarlo. Aunque esta vez podía ser un acuerdo en lugar de un favor. Rob no quería parecer preocupado, por lo que giró el cuerpo hacia ella y descansó uno de sus pies sobre la rodilla contraria. Totalmente casual.

—Quiero que finjamos que nuestro compromiso sigue en pie y que vamos a casarnos.

Eleanor se lo había esperado. No por eso la declaración había sido menos imponente. A pesar de saber lo que debía decir, se le escapaban las palabras. El Robert que le hablaba, era el mismo hombre seguro de sí mismo que la había conquistado en aquel club nocturno.

—¿Por qué?

—Entre más tiempo crea mi madre que ya tengo una prometida, mejor. No estará fastidiando y me dejará trabajar tranquilo en lo que tengo sobre mis hombros.

—Esto puede salir muy mal, Robert. En especial para mí.

—Yo mismo te llevaré al aeropuerto, Nell —le prometió, hablándole con suavidad y sorprendiéndola con aquella variante de su apodo—. Si no fuese por el peligro de que supiesen tu localización, te enviaría a Chicago en el jet privado de la corona.

Eso sería cometer un terrible error. En ese momento, Nellie se percató de que ni siquiera podría regresar a su antiguo trabajo y departamento. La reina era capaz de inventar que ella traicionó a Robert y enviar la prensa a diario para acosarla. Y nadie sabía de lo que sería capaz su propio padre. Pensando en ello dejó escapar un suspiro de resignación. Bien podría beneficiarse de engañar a todos mientras ideaba un nuevo plan de vida.

—Está bien, vamos a hacerlo.

—Muchas gracias, Nellie.

—No, no me lo agradezcas. Yo también estoy beneficiándome de esta farsa.

Robert miró hacia la propiedad de George, donde los trabajadores designados todavía trabajaban en el reemplazo del cristal roto. Le pareció perfecto, ya que todavía tenía preguntas para hacerle a la chica.

—¿Qué te pasó? —Robert continuó al notar la expresión confusa de ella— La doctora quiso darte privacidad, nunca me dijeron por qué.

—No fue nada.

—Eleanor, si vamos a vender esta mentira tenemos que empezar a confiar el uno en el otro.

Nellie lo miró a los ojos molesta, preparada para rebatir sus argumentos con la misma fiereza que cuando eran niños. Sin embargo, Rob continuó sin permitirle decir otra mentira.

—Tienes un blanco en tu espalda gracias a mi brillante idea de matrimonio, por lo menos déjame ayudarte.

—No tienes que saberlo todo, Robert.

—Por supuesto que no, pero si te sucede algo por mi culpa, me gustaría saberlo para poder hacer algo por remediarlo.

—No actúes como si fueras mi amigo, porque estamos lejos de serlo.

Nellie sabía que estaba canalizando su ira hacia el objetivo equivocado, pero se justificó con la idea de que Robert la alteraba con demasiada facilidad. Así era para los dos. Estaban tan tensos cuando estaban solos que era fácil explotar en una discusión por cualquier estupidez. Robert no tomó a mal la declaración de la chica. De hecho, algo se encendió dentro de él al escucharla decir eso. Al notar el movimiento de su boca y de sus manos. Cerró los ojos un segundo, intentando ser cortés con ella e ignorar lo que estaba pensando en el fondo.

—Lo siento —se disculpó ella, lamentando su arrebato.

—No —intervino él, inclinándose muy despacio hacia ella—. No lo sientas porque tienes razón.

Eleanor intentó retroceder, aunque lo máximo que pudo lograr fue pegarse a la puerta cerrada del auto. Ella sabía lo que estaba pasando. Lo sentía también. Aquella atracción innegable. Aquella electricidad que fluía entre los dos justo como había pasado la noche del club.

—Porque un amigo no sabría —Robert movió su mano hacia el muslo de Nellie— lo que te gusta...

—Rob, no es el momento ni el lugar —susurró ella, apretando los labios para no dejarle saber todo lo que estaba sintiendo justo allí donde él la tocaba y más allá.

—No soy tu amigo —continuó él, moviendo sus dedos para desabrochar el pantalón de la chica—. Porque si lo fuera no estaría muriéndome por tomarte aquí mismo.

Nellie dejó escapar un gemido cuando Rob rozó su ropa interior. Pegó la espalda al asiento tratando de disimular en caso de que alguien se acercase, aunque los sonidos que estaban saliendo de su boca no dejarían a nadie con dudas sobre lo que estaban haciendo. Su cuerpo reaccionaba a los toques de Rob sin hacer caso de las advertencias de su cerebro. Abrió despacio las piernas al tiempo que el príncipe profundizaba su toque y le hacía ahogar un grito.

Rob llevó su mano libre a la nuca de la muchacha, apretando con suavidad su cuello. Tiró un poco de su cabello y sonrió cuando ella respondió con otro quejido. Inclinó la cabeza hacia ella y la besó justo detrás de la oreja, bajando poco a poco hasta su pecho con besos húmedos. El roce de sus dedos la estaba enloqueciendo, lo podía ver. Y aquello lo llenaba de una enorme satisfacción, una que lo tenía a punto de reventar sus propios pantalones.

Entonces Nellie se estremeció y le clavó las uñas de una mano en el brazo. Al escucharlo gemir en respuesta, la chica estiró más los dedos y se agarró de su dureza. En ese momento se miraron a los ojos, presos los dos de un deseo que no iban a poder controlar.

—No debemos —jadeó ella.

—No, porque estás herida.

Nellie arrugó la frente. Se le había olvidado que tenía puntos de sutura en el pie. Se le había olvidado todo gracias a las caricias subidas de tono que había estado recibiendo. Robert movió su mano para retirarla del interior de la chica. Contra todo pronóstico ella lo detuvo, al tiempo que apretaba su erección entre sus dedos. No dijo nada, su actitud lo decía todo. Estaba tan excitada como él. La muchacha desabrochó el cinturón del príncipe y se apoderó de su miembro. Sus toques fueron suaves, no quería lastimarlo. Quería humedecerlo con su lengua, pero le daba miedo que alguien los viese. A fin de cuentas, los guardias reales no iban a tardar en aparecer. El temor de que los atrapasen eran un aditivo a aquella ecuación que solo servía para avivar el fuego.

—Nell... —gimió Robert, explorando a la chica con mayor entusiasmo— Estás tan húmeda... Podría enterrarme en ti con tanta facilidad ahora mismo.

Nellie arqueó la espalda, rendida a las sensaciones entre sus piernas. El movimiento estuvo acompañado por un gemido particularmente delicioso para los oídos del príncipe, quien la observó enrojecer desde la raíz del cabello hasta donde su ropa le permitía ver. Y entonces él también alcanzó el clímax. Justo allí, atrapado por la mano de ella y con sus dedos en el interior de la chica. 

Ricolino... wiiiii

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