9 - 'El pasillo secreto'
9 - EL PASILLO SECRETO
—Se me está durmiendo un brazo.
Como todas las otras veces que he hablado desde que hemos salido de casa de Foster, tanto Ramson como Albert me ignoran categóricamente.
—Se me está durmiendo de verdad —protesto con una mueca.
Estoy atrapada en una chaqueta tamaño Ramson —que desgraciadamente huele bien— y que hace que no pueda mover los brazos por mucho que los retuerzo. Y sigo encima de su hombro.
Es de noche y estamos cruzando un bosque. ¿Debería estar asustada? Supongo que sí. Pero no lo estoy. Supongo que estos dos saben defenderse o no habrían vivido tantos años.
Albert y él sí que hablan, andando a la par. Al principio intento escuchar la conversación, pero no tardo en aburrirme y resoplar continuamente, buscando con la mirada algo a lo que agarrarme —aunque sea con la boca— y bajarme de su estúpido hombro.
Spoiler: no encuentro nada.
—Se me está subiendo la sangre a la cabeza —añado dramáticamente.
—A lo mejor así te funciona el cerebro —masculla Ramson.
Abro la boca, indignada, e intento darme la vuelta. Es inútil.
—¿Me estás llamando tonta? —casi le grito.
Puede llamarme lo que quiera, menos tonta.
Eso sí que me ofende a niveles estratosféricos.
—No —me dice, pero es obvio que se burla.
—Ya empiezan otra vez... —suspira Albert.
—¡Suéltame! —le exijo, furiosa, retorciéndome como un gusano—. ¡Te voy a...!
—¿...dar otra bofetada?
—¡No, porque tengo los brazos atrapados en esta camisa de fuerza de lujo!
—¿Y qué harás?
—¡MATARTE!
—¿En serio quieres amenazar a un vampiro estando en un bosque de noche?
Vale, mejor no.
Vuelvo a retorcerme, furiosa, y a él no le queda más remedio que subir la mano para sujetarme. Por un momento, no reacciono, pero mi cuerpo entero es muy consciente de esa mano tan peligrosamente cerca de mi culo y noto que mi cara se enciende.
—Deja de tocarme el culo —mascullo.
—No te lo estoy tocando.
—Sí lo estás haciendo, y ese derecho está reservado para mi novio, así que baja la mano antes de que te la muerda.
Noto que se tensa un poco, pero al menos baja la mano.
Nos pasamos el resto del camino en silencio, cada uno más irritado que el otro mientras Albert va silbando una melodía alegre a nuestro lado.
Honestamente, pensé que tardaríamos una eternidad en llegar a su casa, pero me sorprende ver que apenas tres minutos más tarde Ramson abre una valla de hierro que es de las pocas aperturas que tiene el pequeño muro que rodea su casa. Levanto la cabeza y, pese a la oscuridad, miro muy atentamente a mi alrededor.
El patio delantero es inmenso y me da la sensación de que, en algún momento, alguien lo cuidó. Ya no. Está casi todo seco o muerto. El camino principal es de piedra lista, y Ramson lo recorre hasta subir unos escalones del mismo tono de piedra. Me quedo mirando el suelo unos instantes en los que oigo una llave y una cerradura. Dios, las puertas de la entrada son gigantes y de roble oscuro. Ramson solo abre una, pero si abriera las dos podría entrar perfectamente un coche.
Justo cuando Albert la cierra detrás de nosotros y antes de que pueda mirar a mi alrededor, mis pies vuelven a encontrar el suelo cuando Ramson se agacha y se aparta. Me dedica una mirada algo irritada cuando le sonrío con suficiencia.
—¿Me vas a quitar ya la camisa de fuerza?
—No quiero otra bofetada.
—No te la daré. No estoy de humor.
Él baja la mirada y deshace los botones de su chaqueta con una velocidad sorprendente. Se inclina un poco hacia mí para quitarla y yo, muy a mi pesar, contengo la respiración para no olerlo. Esto es lo más raro que pensaré en mi vida, pero sé que me gustará y prefiero no hacerlo.
Ramson deja la chaqueta en un sobrio perchero de madera y hierro en el que hay unas pocas más y yo aprovecho para darme la vuelta, curiosa.
Wow.
Lo primero que veo son dos columnas claras que enmarcan una enorme escalera que, al llegar a la pared del fondo, converge en dos tramos distintos. Uno va hacia la izquierda y el otro a la derecha. Es del mismo color que la puerta, pero la mayoría de los peldaños están cubiertos por una alfombra de tonos burdeos y dorados. Tiene tres grandes ventanales encima con sus respectivas cortinas, cada una con los mismos colores que las escaleras.
—Joder —suelto sin pensar.
—¿Te gusta? —me pregunta Albert al ver que el otro pesado no tiene intención de hacerlo.
—Me enc... —me detengo al darme cuenta de que estoy a punto de elogiar algo del perturbado, así que lo corrijo—. No está mal.
Hay dos puertas, una a cada uno de mis lados. Me pregunto donde conducirán. Y cuántos pisos tiene esta casa. Y cuántos...
—Usa la habitación que quieras —corta Ramson el hilo de mis pensamientos—. Están todas arriba.
—¿Y si quiero la tuya?
¿...contigo dentro?
—Cualquiera, menos esa.
Aburrido.
—¿Vives aquí solo? —pregunto, curiosa, empezando a subir escalones.
—Sí.
—No me des tantos detalles, por favor.
—¿Qué más quieres que te diga? Ya te he respondido.
—Lo que quiere decir Ramson —interviene Albert, poniendo los ojos en blanco—, es que yo vengo bastante por aquí. Y que muchas reuniones de protectores se hacen aquí, también. Pero sí, oficialmente vive solo.
—¿Cómo limpias todo esto?
Ramson suspira, como si la pregunta fuera estúpida, y se limita a no responderla, el simpático.
Dudo un momento antes de girar y subir por las escaleras de la derecha. Me encuentro con un pasillo considerablemente amplio y alto con las paredes llenas de cuadros y otros adornos. Me gusta ver pocas paredes vacías.
En casa, Trev está obsesionado con decorar poco. Dice que mucha decoración recarga el ambiente. Si viera esto, le daría un infarto. Para mí es el paraíso.
—¿Todo esto son habitaciones? —pregunto.
—No todo —aclara Ramson—. Las cuatro últimas puertas.
Me quedo mirando las cuatro puertas del final del pasillo —dos a cada lado— y finalmente me meto en la segunda que tengo a la izquierda.
Es bastante sencilla, la verdad, pero todos los muebles son bonitos. Es cuadrada, con dos ventanas en la pared del fondo y una cama doble en medio de ambas, una mesita auxiliar blanca y ornamentada a cada lado —una tiene una bonita lamparita— y un armario mediano a mi izquierda. Todo en tonos roble y azul. Ah, y también hay una alfombra. Espero que esta no oculte cosas malignas.
—¿Esta? —me pregunta Ramson, enarcando una ceja.
—Servirá —me encojo de hombros—. Ahora, solo falta esperar a que te duermas y escaparé.
—Sí, seguro que te mueres de ganas de ir tú sola por la ciudad de noche.
Ramson se va sin decir nada más y pongo mala cara. Albert, por su lado, se queda un momento para dedicarme una sonrisa de cortesía.
—Que descanses bien, Genevieve.
—¿Vas a quedarte en la casa con nosotros, no?
—Pues claro. ¿Quién iba a impedir que os matarais si no me quedo?
Sonrío y él se marcha, cerrando la puerta a su espalda. Durante unos instantes, no sé qué hacer. Es como si, de pronto, me hubiera quedado en blanco. Considero la posibilidad de leer las hojas del diario de Amanda, pero están en casa de Foster. Y no he traído nada porque don perturbado me ha arrastrado hasta aquí sin preguntar.
Al final, me quito los pantalones —a falta de pijama, buenas son las bragas y las camisetas— y me meto en la cama azul. Resulta ser mucho más cómoda de lo que parece y, pese a que sigo bastante tensa, consigo quedarme dormida.
***
—Vee.
Hundo todavía más la cara contra la almohada, casi gruñendo.
—Veeee —un dedo me pincha la mejilla.
—Mhm —murmuro.
—Ya casi ha anochecido otra vez.
Abro los ojos, confusa, y parpadeo con aire perdido. ¿Dónde...? Ah, sí. La casa de Ramson. ¿Por qué demonios no cerré las cortinas? Ahora me da el sol —el poco que queda todavía— en toda la cara.
Bueno, el sol y el dedo de Addy, que está sentada en mi cama y me pincha la mejilla otra vez.
—Buenos días —sonríe ampliamente.
—Hola —murmuro, incorporándome un poco—. Eh... ¿qué haces aquí?
—He venido con papá. Está abajo con los demás.
—¿Los... demás?
—Tío Ramson, Albert y creo que alguien más. No lo sé —pone una mueca—. Le he preguntado si podía venir a verte y tío Ramson me ha dicho que te lanzara un jarro de agua fría.
Qué cariñoso, el idiota.
—Me alegro de que no lo hayas hecho —le aseguro, incorporándome para quedar sentada.
—Es que no he encontrado agua.
—Ah, qué bien.
Addy parece divertida. Va vestida con uno de sus jerseis con flores bordadas, sus vaqueros azules y sus botas de agua moradas. Sus favoritas. No puedo evitar una pequeña sonrisa cuando veo que tiene el pelo suelto y hecho un desastre. Seguramente Foster ha intentado peinarla y no ha salido muy bien.
Peinar a Addy es un peligro. Si le tiras un poco del pelo, las cosas se descontrolan.
—¿Qué te han hecho en el pelo? —pregunto, casi riéndome.
—Papá ha intentado hacerme una trenza y casi le he mordido una mano.
—Ven aquí. ¿Quieres que te haga dos trenzas?
Ella asiente felizmente con la cabeza y se queda sentada de espaldas a mí, que empiezo a peinarle el pelo castaño con los dedos.
—¿Has dormido bien? —le pregunto mientras tanto.
—Sí, he dormido con papá —murmura—. Me costó un poco, pero no pasó nada más. Amelia ni siquiera se enteró de nada. Ni Kent. Papá ha dicho que es mejor no decirles nada.
—Sí que es mejor —coincido con él.
Teniendo en cuenta que Kent casi se puso a chillar por Deandre, no quiero ni pensar qué haría si viera ese papel malvado.
Hago las dos trenzas a Addy rápidamente y ella baja de la cama de un salto para ir a mirarse al espejo que hay al otro lado de la habitación. Yo, mientras tanto, empiezo a ponerme unos pantalones y una sudadera sobre la camiseta.
En cuanto estoy mínimamente presentable, salgo de la habitación con Addy. Ella me espera en el pasillo cuando señala el cuarto de baño. Al parecer, alguien ha traído mis cosas en algún momento, así que aprovecho para lavarme los dientes y peinarme un poco. Addy sonríe ampliamente cuando vuelvo con ella y recorremos el pasillo juntas.
La verdad es que la casa es mucho más bonita de día, con la luz natural de las ventanas. Los colores parecen menos sombríos, de alguna forma. Aunque siguen siendo bastante oscuros.
Tal y como ha dicho Addy, Foster está aquí. De hecho, está con Albert, Rowan y Ramson en el piso de abajo en una especie de sala de estudio gigante que tiene una mesa redonda en el centro. Hay unas cuantas estanterías alrededor de los dos ventanales grandes, pero no tienen novelas, la mayoría parecen libros de texto.
Estoy a punto de entrar con Addy, pero me detengo cuando veo que los cuatro están mirando fijamente algo que hay en el centro de la mesa. Parpadeo, confusa, cuando veo que es un móvil.
Espera, ¡mi móvil!
—¿Qué es eso? —pregunta Albert con una mueca casi de asco.
Ramson también lo mira con cierta desconfianza, como si sospechara que explotará en cualquier momento.
—Qué idiotas sois —Rowan pone los brazos en jarras—. ¡Es obvio que es una tostadora!
—¿Y tú cómo lo sabes? —Albert le pone mala cara.
—¡Porque es evidente! ¿No ves la superficie? Pones la tostada encima y, cuando está hecha, le das la vuelta y haces el otro lado.
—Ah, claro —Albert parece fascinado.
Foster se limita a juzgarlos muy duramente con la mirada.
—Es un móvil —aclara.
—¿Y eso qué es? —le pregunta Rowan, casi a la defensiva.
—Sirve para llamar, entre otras cosas.
—¿Llamar a quién?
Justo en este momento, el móvil empieza a vibrar por una llamada entrante. Ramson, Albert y Rowan dan un brusco salto hacia atrás y se ponen en posiciones defensivas.
—¿Por qué la tostadora se mueve? —pregunta Rowan con los puños preparados.
—¡Que no es una tostadora! —se frustra Foster.
—¿Se puede saber qué hacéis con mi móvil? —pregunto, enfadada, irrumpiendo en la sala para ir a rescatarlo.
Trev me está llamando. El que faltaba. Rechazo la llamada y le mando un mensaje rápido diciéndole que lo llamaré cuando pueda.
—¿Qué haces con eso? —me pregunta Ramson. Juro que me mira como si fuera a explotar una bomba en su casa.
—Solo es un móvil. Dejad de lloriquear de una vez.
—Ah, es una de esas cosas —dice Albert, que parece más aliviado.
—¡Yo también lo he dicho y nadie me ha hecho caso! —protesta Foster.
—Basura moderna —masculla Ramson.
Addy se lo ha estado pasando en grande desde la puerta, por cierto. Va corriendo con Foster y se sienta encima de su pierna, entrelazando los dedos sobre la mesa como si fuera una mujer de negocios.
—¿Qué hacéis aquí? —pregunto a Foster, sentándome también en una de las sillas libres, entre Ramson y Albert—. ¿Es por lo de anoche?
—En realidad... —Albert carraspea, incómodo—, no es por eso.
Miro a los demás con una ceja enarcada, esperando una explicación. Al final, Foster se baja a Addy de la pierna y le pide que vaya a comer algo. Ella lo hace encantada. En cuanto estamos solos, Albert vuelve a mirarme.
—Mira... es un poco... complicado decir esto, lo sé, pero...
—Ha desaparecido otra persona —espeta Ramson, todo suavidad.
Durante un instante, no reacciono. Solo lo miro como si no me lo creyera. Pero, de alguna forma, sé que no es mentira.
—¿Quién? —pregunto directamente.
—Un chico de la ciudad. Gregory Luther.
—Un chico de veintipocos sin familia que vivía en una de las casas pequeñas del sur de la ciudad —aclara Rowan—. El bueno de Greg. Trabaja para mí. Uno de mis camareros. No se le da mal. Como no es feo, suele conseguir propinas. Se suponía que ayer tenía que darle el dinero del alquiler a su casera, pero no lo hizo y fue a visitarlo para pedírselo. Se encontró la casa impecable, como siempre, solo que el chico no estaba.
—Igual que Amanda —murmuro.
—Exacto.
—Por cierto —añade Albert, señalando a Rowan—, este es...
—Ya nos conocemos —le dice él con una sonrisa.
Ramson le enarca una ceja.
—¿De qué?
—De que vino una vez al bar, no te pongas celoso, Romeo gótico.
Si te digo la verdad, yo he dejado de escucharlos. Mi mente funciona a toda velocidad mientras intento imaginarme a Gregory, o su casa, o su casera encontrándola impecable pero vacía. Otro desaparecido. Y ni siquiera hemos encontrado nada de Amanda.
Me paso las manos por la cara. Hacía mucho tiempo que no tardaba tanto en cumplir un trabajo. Desde el primero, creo. Normalmente, por muy complicado que parezca, encuentro a la gente en cuestión de días. Dentro de poco hará un mes que estoy aquí y ni siquiera tengo nada que no sea lo que dijo una hoja de papel encantada que seguramente solo quiere provocarme la muerte.
Cosas casuales que pasan, sí.
—Deberías comer algo —interviene Foster, al ver que me he quedado pálida—. Ve con Addy a la cocina, seguro que te ha preparado algo.
Asiento con la cabeza y me marcho, dejándolos solos. Sospecho que en realidad solo quieren hablar sin que yo esté delante, pero finjo que no me doy cuenta.
Para mi sorpresa, Amelia está en la cocina con Addy. Está horneando un pastel mientras hace la cubierta de chocolate en un cuenco. La función de Addy es tener la cara llena de chocolate porque está limpiando cada utensilio con la lengua antes de lanzarlo al fregadero.
—Buen provecho —bromeo, antes de mirar a Amelia—. ¿Te han obligado a venir solo para que les cocines un pastel? Voy a matarlos.
—Oh, no es por eso —me asegura, sorprendido—. ¿No te lo ha dicho Foster? Hay toque de queda en la ciudad.
Parpadeo, confusa.
—¿Eh?
—Es que ha desaparecido otra persona por la noche —me dice Addy, tan tranquila, mientras sigue comiendo chocolate—. Tío Ramson dijo a todo el mundo que desde que se encendieran las luces de las farolas estaba prohibido salir de casa salvo en caso de emergencia.
—Y hay protectores por todas partes —añade Amelia, asintiendo y volviendo a centrarse en cocinar.
—Es por si muere alguien más.
—¡Addy!
—Tan discretas como de costumbre —comenta Ramson, entrando en la cocina.
Tanto Amelia como Addy se dan a sí mismas un momento de mini-pánico antes de fingir que no han estado diciendo nada.
—Qué bueno está el chocolate —comenta Addy inocentemente.
—¿A que sí? Podemos hacer un poco más.
Niego con la cabeza, pero vuelvo a centrarme cuando Ramson pasa por mi lado y hace un discreto gesto con la cabeza para que lo siga. Ojalá pudiera decir lo contrario, pero lo hago sin siquiera dudarlo.
Ramson sale de la cocina por la otra puerta, que enseguida veo que lleva al patio trasero. O más bien al maldito campo casero. Está claro que aquí ha vivido alguien a quien le gustaba la jardinería, pero hace mucho que nadie se ocupa de ello.
A mí me gustaría aprender todo esto de jardinería. No estaría mal tener mi propio jardín. A lo mejor podría preguntarle a Kent —alias el experto en botánica— que me enseñe algunas cosas.
—¿Dónde vamos? —le pregunto cuando veo que sigue andando por el jardín con las manos en los bolsillos.
—Un poco más lejos para que esas dos no lo escuchen todo.
Me doy la vuelta, confusa, y no puedo evitar sonreír cuando veo que las cabezas de Amelia y Addy se esconden a toda velocidad para que no las pille espiándonos.
Ramson gira hacia la izquierda por el camino de piedra lisa y no se detiene al llegar al final de este. Hay una zona bastante alargada con un muro de piedra cincelada que nos protege de una caída de más de cincuenta metros. Menos mal que no tengo miedo a las alturas.
Me apoyo en el muro con las manos y me quedo mirando la ciudad. Desde aquí se ve perfectamente, aunque parece en miniatura. Estamos a más altura de la que pensaba. Puedo ver las luces de las casas que se cuelan por las ventanas, dando cierta vida al paisaje desierto que tenemos delante. Se está poniendo el sol, así que las farolas están encendidas. No se ve absolutamente a nadie. Salvo quizá a unos pocos protectores, pero desde aquí no puedo verlos.
Ramson hace que me descentre un poco cuando se apoya en el muro con los codos, tan cerca de mí que me roza con el brazo en el proceso. Hago un esfuerzo para fingir que no me he dado cuenta porque, básicamente, él está tan centrado en mirar fijamente la ciudad que ni siquiera parece haberlo notado.
—¿Un toque de queda? —pregunto sin poder evitarlo, mirándolo con una ceja enarcada.
—¿No estás de acuerdo?
—Quizá deberías haberlo puesto cuando desapareció la primera chica.
—Si lo hubiera hecho entonces, todo el mundo habría entrado en pánico, justo como está pasando ahora. ¿Sabes cuántas peticiones han hecho los padres a la escuela para suspender las clases? ¿O para cerrar temporalmente el bar? —suspira, girándose por fin hacia mí—. Además, esta vez ha sido diferente.
—¿Diferente? —repito, confusa.
—Solo lo sabemos Albert, Foster, Rowan y yo —aclara, mirándome con cierta severidad—, así que confío en que no se lo contarás a nadie.
—No lo haré.
—¿Igual que no les has contado a nadie que estás aquí para descubrir qué ha sido de Amanda Díaz?
—Eso es... diferente —enrojezco un poco—. No se lo diré a nadie.
Para mi sorpresa, parece creerme, porque suspira y vuelve a girarse hacia la ciudad. Sospecho que lo hace solo para no mirarme a la cara.
En realidad, Ramson casi nunca me mira a la cara. Menos mal. Cuando lo hace es difícil mantener la concentración.
—Había sangre en su habitación —aclara finalmente.
—¿Sangre? —mi voz sube diez decibelios—. ¿Unas gotas o... mucha?
—No mucha, pero la suficiente como para sospechar que está herido.
Suelto una maldición en voz baja que hace que él me eche una ojeada molesta.
—No hables mal —masculla.
—Cállate —mascullo yo, intentando centrarme.
Me pone mala cara, pero al menos me hace caso y se calla por unos segundos.
—¿Puedo ir a ver su habitación? —pregunto al final.
—Mañana. Hoy no.
—¿Por qué no?
—Porque está anocheciendo.
—¿Y qué? Puedes venir conmigo y...
—Hoy no —aclara, esta vez en tono tajante.
Aprieto los labios. Maldita sea.
¡Por fin hemos encontrado a alguien más testarudo que tú!
—Vale, mañana —accedo finalmente—. Pero necesito más detalles.
—La habitación estaba exactamente igual a la de Amanda, todo ordenado y en su lugar excepto la ropa que llevaba puesta. Con la ventana cerrada por dentro.
—¿Y sus padres?
—Vive solo con su padre y su hermano mayor. Los dos parecían igual de perdidos que los padres de Amanda cuando han venido a pedirnos ayuda.
—¿Saben lo de la mancha de sangre?
—No —Ramson parece muy serio sobre eso—. Y no hace falta que lo sepan hasta que sea imprescindible, Genevieve.
Ugh, cómo odio que diga mi nombre estando irritado. Suena como un profesor viejo y pesado.
—Mañana llegará Vienna —añade Ramson, rompiendo el pequeño silencio que se ha formado entre nosotros—. Se suponía que iba a venir por las runas de la habitación de Addy, pero también tendrá que ocuparse de proteger la casa de Foster. Hasta que lo haga, os quedaréis aquí.
—¿Esta casa sí está protegida?
Ramson asiente sin añadir nada más. Suspiro y me encojo de hombros.
—Como quieras —murmuro.
Parece algo sorprendido al no encontrar ningún tipo de queja por mi parte.
Si te soy sincera, uno de los principales motivos por los cuales me quiero quedar es descubrir qué hay en cada habitación de esta casa. Siento que hay algo que puede interesarme. Sé que no tiene sentido, pero lo siento. Y no quiero irme hasta encontrarlo.
—¿Tienes habitaciones para todos? —pregunto al final, solo para no extender el silencio.
Me da la sensación de que, cuando nos quedamos en silencio de esa forma, mirándonos, mi cuerpo empieza a reaccionar de una forma que no me gusta en absoluto. Principalmente porque tengo pareja.
—De sobra —me asegura, como si fuera obvio.
—Vaya, perdona, señor mansión. No quería ofenderte.
—¿Te preocupa quedarte sin cama?
—A ti debería preocuparte que me quede sin cama.
—¿A mí? —frunce el ceño, confuso.
—Si me quedo sin cama, a lo mejor tengo que meterme en la tuya.
Espera.
¿Acabo de decir eso?
Confirmo.
Si pudiera elegir algún momento para enmarcar una reacción, sin duda sería este. Y sería la suya.
La expresión de Ramson pasa de confusión, a perplejidad, a cierto interés, a un ceño fruncido con nerviosismo y a un intento de parecer irritado muy poco creíble... en cuestión de pocos segundos.
Y, para mi sorpresa, al final se queda en una expresión bastante resentida.
—¿No tienes un novio al que decirle esas cosas?
—Oh, vamos, solo brome...
—Tengo cosas más importantes que hacer que hablar de esto.
Lo dice de forma tan brusca que no reacciono cuando da media vuelta y se marcha, dejándome sola.
¿Qué acaba de pasar?
Que pones de los nervios a cualquiera.
¡Pero si no he dicho nada malo!
Pues... no sé. Tendrá ganas de hacer pis.
—¿Te has enfadado? —pregunto, confusa, sin moverme de mi lugar.
Ramson se detiene y hace un ademán de seguir andando, pero se detiene de nuevo. Es como si no se decidiera entre irse o quedarse.
—No quería ofenderte —añado—. La verdad es que... ejem... quería darte las gracias por dejar que nos quedemos todos contigo. Es un detalle.
No sé en qué momento lo he hecho, pero me encuentro a mí misma avanzando hacia él y dejando la ciudad atrás. Ramson no se ha movido de su lugar cuando llego a su altura. No sé por qué, pero la perspectiva de haberlo irritado me parece muy incómoda. Como si tuviera que arreglarla.
Teniendo en cuenta que hasta ahora todas mis conversaciones con él han sido para irritarnos el uno al otro, es un poco raro, pero bueno... yo siempre he sido bastante rara.
Ramson me mira con una expresión bastante extraña durante unos segundos que parecen una verdadera eternidad hasta que, finalmente, asiente una vez con la cabeza.
—De nada —murmura.
—Mira el lado positivo, tu cocina olerá a chocolate todo el día.
—No me gusta el chocolate.
Pongo una mueca de horror casi al instante y, para mi asombro, veo que tiene que contenerse para no sonreírme.
—¿Cómo no va a gustarte?
—Lo detesto.
—Pues yo lo adoro.
—Lo sé.
Lo miro, confusa, y él carraspea.
—Tienes cara de ser así de básica —añade.
—¿Básica? Imbécil, yo no soy básica.
—¿Ya vuelves a llamarme imbécil?
—¡Tú me has llamado básica!
—Y tú el otro día me diste una bofetada.
—Madre mía, eres rencoroso, ¿eh? —pongo los brazos en jarras—. Está bien, siento lo de la bofetada. Me pasé. Lo siento.
Él asiente, como si aceptara la disculpa, a lo que añado:
—Pero solo la bofetada. Todo lo demás, te lo merecías. Eres un mirabragas.
—Y tú una buscaproblemas. Cada vez que te veo, estás arriesgando tu vida.
—¡Ahora no lo hago!
—Sí, a ver cuánto tardas en encontrar algo que amenace tu existencia.
Pongo los ojos en blanco.
—Como sea, debería volver con Addy antes de que se coma todo el chocolate de la tarta.
No sé por qué, pero aún así no me muevo de mi lugar. Y él tampoco. De hecho, nos quedamos mirando el uno al otro.
No sé si han pasado cinco segundos o una eternidad cuando por fin me decido y me doy la vuelta para marcharme. Sin embargo, me detengo cuando él carraspea de forma un poco torpe.
Vuelvo a mirarlo, curiosa, y veo que se está mordiendo el labio inferior con aire pensativo.
—¿Qué...? —empiezo.
—¿Quieres que te enseñe algo?
Por favor, que se baje los pantalones.
¡CONCIENCIA!
Parpadeo con aire perdido antes de, sin saber muy bien por qué, asentir. Ni siquiera sé de qué me está hablando y ya he aceptado. ¿Qué me pasa? Yo no suelo ser así de imprudente.
Ramson parece un poco aliviado cuando me ve aceptando y me hace un ligero gesto para que lo siga. Para mi sorpresa, me lleva de nuevo al centro del jardín. Solo que esta vez se queda junto a un pozo de piedra muy bonito que hay en medio del camino y que está tapado con una tabla de madera. Lo rodea sin perderlo de vista y yo lo sigo, confusa.
—No vas a tirarme al pozo —murmuro—, ¿verdad? Vi una película de terror sobre eso. No quiero quedarme como la chica que caía en uno.
Casi me detengo de golpe cuando veo que sonríe, divertido.
Lástima que solo puedo verlo de perfil, porque sigue centrado en su labor. No me importaría verlo de frente.
Ejem... eso no se lo digáis a Trev, ¿vale?
—Si quieres —murmura él, agachándose—, lo hago.
—Otro día. Hoy me apetece vivir un poco más.
—Bien —pone la mano en una de las piedras—, yo también prefiero que vivas un poco más. Por hoy.
—¿Y mañana?
—Ya veremos.
—¿Me estás diciendo que te daría igual que me cayera por un barranco?
—Sí.
—Qué mentiroso eres.
—Eso no lo sabes —murmura—. Y sígueme. Preferiblemente en silencio.
No entiendo nada hasta que, apenas un segundo después de pulsar una de las piedras, escucho el ruido de algo arrastrándose. Me doy la vuelta, confusa, y veo que una de las paredes de la parte cubierta del jardín se está moviendo para dar paso a un pasillo oscuro.
—¿Q-qué...? —empiezo, pasmada.
—La casa está llena de pasadizos secretos para ir de un lado a otro —murmura Ramson, poniéndose de pie de nuevo y deteniéndose a mi lado—. Los pusieron cuando construyeron la casa.
—¿En qué año la construyeron?
—En el siglo VI.
Abro mucho los ojos y lo miro, completamente perpleja. Hay cierto brillo en su mirada que no había visto nunca en él. Como si estuviera... cómodo. A gusto.
—La reformaron en el siglo XVI —aclara—. Y otra vez hace menos de un siglo.
—Tu esposa y tú —murmuro.
Ramson parece perder un poco la chispa de los ojos. De hecho, me mira un momento más antes de asentir con cierto gesto amargo.
Oh, mierda, no, quiero que vuelva a estar como antes.
—¿Podemos usarlo? —pregunto, sin poder evitar un poco de entusiasmo.
Parece que ha funcionado, porque me dedica una pequeña sonrisa apenas visible y me hace un gesto para que emprenda el camino.
Lo hago encantada y me meto en el pasillo oscuro que acaba de abrirse. Ramson me sigue de cerca y hace que me detenga nada más cruzar la puerta. Veo que tantea la piedra oscura de la pared durante unos pocos segundos antes de sacar una antorcha de un hueco. Estoy a punto de preguntar si tiene mechero, pero él se limita a pasar la mano por encima de ella y las llamas hacen que se ilumine nuestro alrededor.
—¿Cómo has hecho eso? —pregunto.
Ramson mueve la antorcha para que pueda verla. Tiene una runa grabada en la base.
—Es magia. Si vuelves a pasar la mano por encima, se apaga.
—Esto me encanta.
Él pulsa otra piedra ligeramente sobresaliente y la puerta vuelve a arrastrarse para quedar cerrada. No sé si debería preocuparme, pero la verdad es que esto es emocionante. Empiezo a recorrer el pasillo, que es estrecho —solo caben dos personas, por lo que vamos uno junto al otro— y también es un poco bajo. A Ramson le faltan unos pocos centímetros para tocar el techo con la cabeza. Todo es de piedra lisa y no hay ni un poco de decoración. Nada. Solo piedra. Al menos, hasta que subimos unos pocos escalones y seguimos avanzando. El techo se vuelve de vigas gruesas de madera.
—Estamos debajo de la casa —me dice cuando me parece escuchar ruido por encima de nosotros—. Debajo de la cocina, concretamente.
Efectivamente, lo que oigo son los chillidos y las risas de Addy, al igual que sus pasos corriendo. Seguro que Foster le ha hecho cosquillas y ahora huye de él —pero en realidad quiere que la persiga para seguir jugando—.
Sigo avanzando, cada vez más encantada, hasta que llego a un pequeño cruce de caminos. Puedo seguir hacia delante y subir unas escaleras o girar hacia la izquierda o la derecha. Miro a Ramson, que se encoge de hombros.
—¿Dónde quieres ir?
Lo considero un momento.
—A tu lugar favorito de la casa.
Eso parece sorprenderlo un poco, porque se queda en silencio unos pocos instantes antes de asentir con la cabeza y señalar el camino de las escaleras, que empiezo a subir.
El camino es recto, pero nos encontramos otro tramo de escaleras y otro cruce. Me dice que siga recto, así que lo hago.
—¿A cuantas partes llegan estos pasillos? —pregunto, curiosa.
—Al salón, al estudio, a la cocina, a la habitación a la que te llevo... y a mi habitación.
—¿Cuál es el camino a tu habitación?
Ramson me enarca una ceja y yo enrojezco un poco.
—Es curiosidad.
—El de la izquierda que acabas de ignorar —murmura—. Ese es mi habitación.
Asiento con la cabeza y sigo andando. Estoy empezando a cansarme, pero, por fin, llego al final el pasillo. No hay salida. Me giro hacia él, que se acerca y tantea el techo del final del pasillo con la mano hasta que por fin parece tocar lo que quiere, porque sonríe y lo empuja.
Para mi sorpresa, es una trampilla. Y hay luz que viene de su interior. Intento asomarme, pero Ramson apaga la antorcha en ese momento. Por suerte, sigo viendo gracias a esa poca luz.
—¿Es aquí? —pregunto.
—Sí. Déjame ayudarte.
Lo miro, confusa, cuando se detiene junto a la trampilla con las dos manos juntas para ayudarme a impulsarme hacia arriba. Oh, ha hecho esto otras veces. Y lo que más me sorprende es que adivina a la primera la altura exacta que necesito para subir.
Le pongo una mano en el hombro y un pie en las manos y él me empuja con cierta suavidad hacia arriba. Yo me sujeto a la trampilla con las dos manos, aunque la verdad es que no tengo que hacer gran cosa. Me impulsa lo suficiente como para dejarme sentada en el suelo de la habitación.
—¿Necesitas ayuda? —le pregunto, asomando la cabeza por el hueco.
Ramson sacude la cabeza y me aparto cuando apoya ambas manos en la trampilla e impulsa su cuerpo hacia arriba sin siquiera despeinarse, quedándose sentado a mi lado. Cierra la trampilla como si nada y ahí me doy cuenta de que es una de las baldosas del suelo de la habitación.
Espera, ¿dónde estamos?
Me pongo de pie y miro a mi alrededor, confusa. Es una habitación redonda, pero bastante grande. Bueno, no es exactamente redonda, es más bien un hexágono. El suelo es de baldosas de color oscuro que contrastan con una alfombra lujosa y roja y unas paredes hechas de piedra que, aunque no sé mucho del tema, sé que es carísima al instante.
Pero lo primero que me llama la atención no es nada de eso, es que hay cuatro ventanas grandes, dos y dos una frente a otra a través de la habitación, y que las paredes que hay entre ellas están repletas de estanterías con libros de todo tipo, color y clase. Entreabro los labios y me acerco a una de ellas. Hay tantos títulos que no puedo ni empezar a leerlos sin abrumarme.
En algunas paredes, en lugar de estanterías hay cuadros. O, más bien, hay huecos donde está claro que ha habido cuadros que por algún motivo han sido quitados y ahora le dan a la habitación un aspecto un poco vacío.
Solo hay una pared que se diferencia completamente de las demás, y es una en la que hay una chimenea inmensa, de esas antiguas que da gusto ver. Delante, tiene un sofá de dos plazas y dos sillones. El sofá es uno de esos chesterfield de color azul oscuro, mientras que los dos sillones tienen un color más tostado. En medio de los tres, está una mesita de madera también muy bonita, pero completamente vacía.
Por lo demás, solo veo un mueble con varios cajones y un jarrón para flores encima —ahora no hay ninguna flor— y, justo al otro lado de la habitación... lo que me gusta más de todo lo que he visto hasta ahora. Un piano de cola de madera oscura y recios decorados. Su madera está tan pulida que puedo ver cómo brilla desde aquí.
A todo esto, Ramson ha estado de pie junto a la trampilla con las manos en los bolsillos. Tiene una mueca extraña, pero no me pierde de vista.
—¿Te gusta? —pregunta, al final.
Asiento con la cabeza, incapaz de decir nada.
Al menos, hasta que me doy cuenta de un pequeño detalle.
—Espera... ¿no hay puerta?
Ramson sonríe de forma casi tímida y sacude la cabeza.
—La única forma de entrar es por el pasillo que acabo de enseñarte. Estamos en lo alto de la torre.
Me acerco a la ventana solo para comprobarlo y, efectivamente, veo que estamos en la parte más alta de la casa. Desde aquí puedo ver incluso, entre los árboles del bosque y de forma muy lejana, el castillo de la leyenda de las murallas grises.
Pero mi mirada se desvía casi inmediatamente a la estantería que tengo al lado.
—¿Cuántos libros tienes? —pregunto.
—La mayoría no son míos.
—¿Y de quién...? Ah, de tu esposa —adivino.
Ramson asiente, observándome.
Tardo dos segundos en entender la organización de la estantería porque, básicamente, está justo como la ordenaría yo, que soy un poco maniática con los libros. Por el orden alfabético de los apellidos de los autores. Mi mano se detiene en un libro cualquiera y empiezo a hojearlo. Están todos impecables, pero es obvio que han sido leídos más de una vez. Lo dejo de nuevo en su lugar.
Cuando me giro otra vez, veo que Ramson sigue observándome como... no sé... casi como si esperara algo.
—¿Qué es lo que más te gusta de la habitación? —pregunto con curiosidad.
—Lo tengo justo delante.
Durante un breve instante, llego a pensar que se refiere a mí y el corazón me retumba en el pecho. Pero luego me doy cuenta de que se refiere al piano, que está a mi lado.
Te has desilusionado, ¿eeeeh?
Claro que no, no digas tonterías.
—¿Sabes tocarlo? —pregunto, aunque la respuesta es bastante obvia.
Ramson parece volver a la realidad y asiente, acercándose a él. Le quita la tapa con cierta soltura y pasa un dedo por encima de las teclas, pero no dice nada.
—¿Podrías tocar algo? —pregunto sin pensarlo—. Aunque sigas teniendo el brazo... un poco mal.
Sigue llevando los vendajes de la herida que le hizo Deandre por mi culpa, pero no parece molestarle mucho cuando se sienta en la banqueta del piano y pasa la mano derecha por encima de las teclas. Ni siquiera puedo resistirme un segundo, así que voy directa a sentarme a su lado a la otra mitad de la banqueta. No parece sorprenderlo mucho. De hecho, ni siquiera levanta la mirada de las teclas.
Una melodía sencilla pero bastante magnética empieza a flotar entre nosotros mientras él no deja de mover la mano por encima de las teclas.
—Mi madre me obligó a ir a clases cuando cumplí los cuatro años —murmura.
No sé por qué, pero me gusta que me cuente cosas así. Hay algo satisfactorio en que alguien tan aparentemente frío comparta un poco de sí mismo contigo.
—¿Tan joven? —pregunto, mirándole la mano, que no deja de moverse por el teclado.
—Muchos niños empiezan a esa edad —me asegura distraídamente, moviendo el brazo tan cerca de mí que está a punto de rozarme con él. Eso no debería afectarme tanto como lo hace.
Él vuelve a mover la mano delante de él y veo que me mira de reojo cuando pongo la mano buena —yo sigo teniendo el brazo vendado por lo del castillo, somos los dos lisiados— encima del teclado, delante de mí.
—No —murmura, sacudiendo la cabeza—. Es así.
Veo que coloca cada dedo específicamente en una tecla y lo imito en mi parte del teclado. Él aprieta cada tecla, una tras otra, y luego pasa el pulgar por debajo de la mano para tocar la siguiente. Lo imito con un poco menos de gracilidad.
—No se te da mal —murmura—, pero tienes los dedos muy cortos.
—Vaya, gracias. Creo que no me habían acomplejado mis dedos hasta ahora.
Él sonríe un poco y toca una corta melodía parecida a lo que he imitado hace un momento. Hago un triste intento de imitarlo, pero no lo consigo. Vuelvo a intentarlo, testaruda, mientras él me mira de reojo.
—¿Te gusta la ciudad? —me pregunta mientras yo realizo mi tercer intento de imitarlo.
—Echo un poco de menos el calor —confieso, con la mirada clavada en el teclado, aunque soy muy consciente de él me mira fijamente—. Y que los días sean más largos. Aquí... todo parece tan frío. Los días parecen tan cortos.
Hago una pausa y lo miro. Me está mirando fijamente, casi como el primer día, cuando lo vi en el jardín trasero.
—Y, aún así —murmuro, sacudiendo la cabeza—, me encanta.
Ramson parece no saber cómo reaccionar por un momento. Noto que me mira cuando vuelvo a centrarme en las teclas.
—¿Te... encanta? —repite.
—¿Sería muy raro decir que me siento como en casa?
Hay un momento de silencio.
—No —me dice en voz baja—. No lo sería en absoluto.
Justo cuando termina de decirlo, consigo imitar lo que ha hecho antes a la perfección. Él me da otra pequeña melodía y empiezo de nuevo, muy centrada.
—Siempre quise aprender piano —confieso—. Pero mis padres lo veían como una pérdida de tiempo.
—¿En serio? —murmura, y me da la sensación de que suena un poco irritado.
—Sí. Prefirieron que me sacara el carné de conducir. Y... ejem... como tardé una eternidad en conseguirlo, casi fue tan complicado como aprender a tocar el piano. ¿Tú tienes carné de coche?
—Nunca he usado un coche.
—Ah, claro, es basura moderna, ¿no?
—Exacto.
—¿Y si salieras de la ciudad? Tendrías que hacerlo.
—No tengo ninguna intención de irme.
—¿Por qué no? Me dijiste que te había gustado la época en la que viajabas a todas partes con tu esposa. Podrías volver a hacerlo, aunque ella ya no te acompañe. No dejes que eso te detenga.
Ramson se queda en silencio unos segundos.
—Lo que me gustaba no eran los viajes, Vee. Era estar con ella.
No puedo evitar un pequeño nudo de irritación en el estómago. Maldita sea, ¿es que estoy celosa? Soy idiota. No es mi problema.
—A mí me gustaría viajar alguna vez —confieso, dejando el piano para mirarlo—. Nunca he salido del país.
Ramson contiene una sonrisa.
—¿Y dónde te gustaría ir?
—No lo sé... ¡a cualquier parte! Donde sea, pero lejos de aquí. A una zona perdida de la India, a Hawai a tomar el sol y aprender a surfear, a Noruega a ver las auroras boreales, a Grecia a ver las esculturas gigantes, a Patagonia a ver fiordos glaciales... no sé. Hay mucho por ver. A lo mejor podría ir sola. Aunque no quiero que me secuestren o algo así. Supongo que no lo harían. Mi madre dice que tengo buen instinto de supervivencia. Siempre me meto en líos, pero consigo salir viva de ellos. No sé cómo lo hago y...
Me doy cuenta de que he hablado mucho y muy rápido cuando Ramson se queda unos segundos en silencio, mirándome con atención.
—Ejem... cuando tenga el dinero suficiente ya pensaré en todo eso —añado, en un tono menos apresurado—. O igual cuando lo tenga ya no me apetezca ir a ningún lado y me compre una casita para mí.
—Y para tu novio —me recuerda.
—Nah, para mí.
Veo que parece un poco satisfecho con la respuesta. Casi pongo los ojos en blanco.
—A lo mejor podría comprarme una casa en tu pueblito —añado, inclinándome hacia él con cierto gesto de burla—. ¿O no me darías permiso?
—No hay casas en venta —aclara, confuso.
—Pues iré a vivir con Foster y Addy.
—O conmigo.
Suelto algo así como un soplido de burla mientras repito una de las melodías que él ha hecho antes. Noto que sigue mirándome, así que me obligo a responder.
—Nos mataríamos en dos días —murmuro.
—No lo creo.
—Ramson, no te ofendas, pero no tenemos personalidades muy compatibles.
Eso, para mi sorpresa, parece confundirlo un poco.
—¿Por qué dices eso?
—Nos pasamos el día discutiendo.
—Disfruto más discutiendo contigo que hablando con los demás.
Hace una pausa, como si dudara sobre qué más decir.
—Y ahora no estamos discutiendo —añade.
—Porque estoy cansada —y es verdad, lo he estado desde que he abierto los ojos, incluso ahora me siento como si no hubiera dormido—. ¿Por qué necesito dormir tanto? ¿También es un efecto secundario de la mordida?
Ramson duda unos segundos.
—No —murmura finalmente.
—¿Todas las mordidas son en el cuello? Yo siempre pensé que se hacían en la muñeca.
—Cuando necesitas sangre con urgencia, el cuello es mejor. El flujo sanguíneo es mucho más abundante.
No me puedo creer que esté en la torre de un vampiro tocando el piano y hablando de sangre.
—La muñeca normalmente se usa con los donantes de sangre —añade—. Es menos... personal.
¿Eso debería aliviarme? Lo hace. Y sé por qué es. Porque llevo semanas imaginándome a Sylvia apartándose el cuello para que él se lo muerda. Y no puedo evitar apretar los dientes cada vez que lo pienso.
—No me dolió —comento, mirándolo de reojo.
—Claro que no —me dice, como si fuera evidente—. Tenemos un sedante natural en el cuerpo. Es lo que hace que apenas puedas notar la mordida.
—¿Y si un vampiro malvado decide no usarlo?
—Entonces, supongo que sería muy doloroso —murmura, pensativo, como si intentara imaginarlo—. Nunca lo he visto. Espero no verlo.
—Y... —no me puedo creer que esté a punto de pregunta esto—, ¿cómo... cómo se siente normalmente alguien... después de ser mordido?
Necesito saber si lo que yo sentí era normal. No recuerdo mucho, pero sí la necesidad de correr detrás de Ramson y lanzarme sobre él. Si nos hubieran llegado a dejar solos, estoy escalofriantemente segura de que habría intentado besarlo.
—No —me dice él, mirándome con curiosidad—. Depende mucho de quién te muerda. Si no tenéis ningún tipo de relación... bueno, probablemente no sientas nada. Es lo que pasa con las donantes. Se sienten como si les hubieran quitado un poco de sangre, nada más.
—¿Y... ejem... si tienes una relación con esa persona?
—Genevieve —levanta una ceja—, ¿me estás preguntando indirectamente si los vampiros muerden cuando se acuestan con alguien?
¿Cómo demonios lo ha adivinado tan rápido?
—Algo así —admito, poniéndome un poco roja.
—Bueno, es una posibilidad —admite, mirándome fijamente. Me da la sensación de que su voz ha bajado—. Si tienes algún tipo de vínculo con la otra persona, es posible que tu cuerpo reaccione muy... intensamente al saborear su sangre. Y en una mordida puedes transmitir esa clase de... sentimientos.
—Es decir... que... aunque la persona a la que muerdes no sienta nada... ¿se sentiría así solo por la mordida?
—No. Si no es mutuo, es imposible tener excitación sexual durante una mordida.
Hay un momento de silencio. De pronto, siento que estoy nerviosa, acalorada. Y estoy segura de que Ramson ni siquiera es consciente de lo que hace cuando se inclina hacia mí, mirándome de esa forma tan intensa. Casi me siento como si su voz estuviera llegando a algunas partes de mí que ni siquiera conocía.
—No siempre mordemos en la misma zona —añade en voz baja.
Ni siquiera considero la posibilidad de apartarme o moverme. Solo puedo devolverle la mirada, medio ensimismada, mientras mi cuerpo entero tiembla por una anticipación que ni siquiera entiendo, porque no sé qué esperar.
—¿Dónde muerdes tú? —pregunto al final.
Durante un momento, me da la sensación de que no va a responder. Sin embargo, un segundo más tarde, noto que estira el brazo hacia mí y me da un simple toque con un dedo en la cara interior de la muñeca. Es un simple toque, pero hace que apriete las rodillas, cada vez más nerviosa.
—Muñeca —murmura.
Mueve el brazo. Yo sigo clavada en mi lugar. Y él no aparta la mirada. Contengo la respiración de forma más que obvia cuando noto que me da un ligero toque en la curva del cuello, justo donde me mordió el otro día.
—Cuello —añade.
Dudo cuando veo que mueve la mano hacia abajo, demasiado cerca de mi cuerpo, pero sin tocarme. Casi no sé qué esperar cuando, de pronto, noto que me toca la rodilla con un dedo. Me quedo completamente congelada cuando noto que mi primer impulso es abrir las piernas. Me contengo a mí misma, pero me cuesta respirar.
—¿La rodilla? —pregunto en voz baja.
—No, no es la rodila.
Entonces, noto que su dedo se desliza lentamente hacia arriba, por la cara interior de mi muslo. Mi cuerpo entero se activa al instante y se me retuerce el estómago. Creo que todos mis nervios están centrados en la dirección que está tomando ese dedo.
Y, justo cuando creo que llegará al final, para mi asombro, me encuentro a mí misma esperándolo encantada... pero se detiene apenas a unos pocos centímetros de ahí y presiona un poco con el dedo.
—Muslo —añade.
El silencio que sigue a esa simple palabrita solo puede definirse, desgraciadamente, como el silencio más caliente que he experimentado en mi vida.
En serio, creo que nunca he tenido tantas ganas de lanzarme sobre alguien y empezar a arrancarme la ropa. Intento pensar en Trev, pero no puedo. Solo puedo pensar en Ramson. Y en que su dedo sigue donde sigue. Y que quiero que lo suba un poco más. Me tengo que controlar con todas mis fuerzas para no moverme.
Sin embargo, al final no puedo evitarlo y me muevo un poco para acercarme a él. Ramson, para mi sorpresa, no se aparta. De hecho, veo que traga saliva con dificultad cuando apoyo la frente en la suya y hago un ademán de levantar un poco más la cabeza, lo justo para besarlo, pero me detengo justo a tiempo y mi boca se queda a unos pocos centímetros de la suya. Tengo la respiración acelerada.
—Muérdeme otra vez —me escucho decir a mí misma.
Él cierra los ojos. Cuando vuelve a abrirlos, clava la mirada en mi boca. No sé por qué sigo esperando que se aparte. Y por qué sigue encendiéndome cada vez más que sea obvio que quiere hacerlo pero no puede.
—Vamos —murmuro, rodeándole la muñeca con los dedos, no sé para qué, pero de repente necesito tocarlo—. Sé que a ti también te gustó. Tú mismo lo has dicho, tiene que ser mutuo.
Ramson no dice nada. Creo que está teniendo un debate interno que ahora mismo no puedo alcanzar a entender. Pero me da igual. Necesito volver a sentir lo que sentí el otro día. Y, no sé cómo, pero sé que solo él puede hacer que me sienta así.
—Por favor —añado con una necesidad que en otra ocasión me había parecido humillante.
Sin embargo, no me siento humillada ahora. Especialmente cuando veo que algo cambia en su expresión, como si acabara de derribar una de las últimas barreras de su autocontrol.
Estoy a punto de sonreír con satisfacción, pero me quedo paralizada un momento cuando él inclina la cabeza y me aparta el pelo del cuello con la mano libre. Lo hace con prisa, como si no pudiera esperar. Pero yo apenas puedo sentir la oleada de aire frío, porque casi al instante ya tengo su boca en la piel que acaba de exponer.
Cierro los ojos sin poder evitarlo cuando noto que sus labios me rozan la curva del cuello hasta llegar a la mandíbula. La recorre con la misma sensación de necesidad que emanaba antes y está a punto de llegar a mi mentón, pero se detiene de golpe, como si se retuviera. Estoy a punto de protestar, pero entonces noto que vuelve a besarme el cuello, esta vez la zona que mordió el otro día. Un escalofrío me recorre la espina dorsal cuando noto que el dedo que antes tenía en mi muslo se convierte en una mano entera que me lo sujeta con firmeza, apenas a unos pocos centímetros de la cima de mis muslos, para arrastrarme bruscamente hacia él. Mi cuerpo queda pegado al suyo.
Y, sin embargo, justo cuando creo que por fin va a morderme, siento que se tensa de arriba a abajo y se queda quieto.
Lo miro, confusa. Tiene los ojos cerrados con fuerza, casi con una mueca de dolor. No entiendo nada.
—¿Qué pasa? —pregunto en voz baja.
Ramson no abre los ojos, pero tiene una expresión tan dolorosa que siento que se me parte el corazón nada más verlo, haciendo que lo que sentía hace tan solo un momento desaparezca. Ahora, solo quiero que se sienta bien. ¿Qué pasa? ¿He hecho algo mal o...?
Me quedo muy quieta, pasmada, cuando noto que él se inclina hacia delante y apoya la frente en mi hombro, casi como si necesitara esconderse del mundo por un momento.
—No puedo —lo escucho murmurar—. No puedo, Vee.
No sé cómo reaccionar. No sé ni de qué está hablando. Pero puedo percibir el dolor en sus palabras. Casi me entran ganas de llorar y no entiendo muy bien el por qué.
Al final, mi cuerpo reacciona antes que yo y me encuentro a mí misma rodeándole el cuello con los brazos.
Ni siquiera tenía la intención de que el abrazo durara más de unos pocos segundos, pero no me muevo. De hecho, casi siento que él se apoya más en mí y yo apoyo la mejilla contra su cabeza, estrechándolo contra mí. Una de mis manos está en su espalda, la otra en su pelo. Le paso los dedos entre las hebras de pelo, casi con suavidad, intentando darle algo de consuelo. Él ladea un poco la cabeza y noto que su aliento contra el cuello cuando murmura algo, pero no logro entenderlo.
Sinceramente, podríamos haber estado así una eternidad... o unos pocos segundos. No estoy muy segura. Pero no quiero moverme.
Incluso estoy a punto de cerrar los ojos, pero entonces Ramson se separa de forma mucho menos brusca que antes y se queda mirando el piano unos segundos. No sé cómo interpretar su expresión. Me da la sensación de que tiene tantas emociones mezcladas que no sabe en cuál centrarse. Y lo sé porque es lo mismo que siento yo.
Justo cuando estoy a punto de alargar la mano hacia él, Ramson se gira hacia mí con la expresión indiferente de siempre —quizá un poco más tensa, eso sí— y suelta un:
—Tenemos que volver.
Lo miro, confusa, cuando se pone de pie y cierra la tapa del piano casi de un golpe. Sigo teniendo cara de confusión cuando se acerca a la trampilla y la abre, mirándome con cierta impaciencia.
Al final, reacciono y me pongo también de pie. Acepto su ayuda para bajar, pero me da la sensación de que esa vez me ha tocado lo menos posible.
Recorremos el pasillo en un silencio casi asfixiante. Él va justo delante de mí con la antorcha en la mano. Dudo entre decir algo o callarme mientras lo sigo de cerca. Al final, opto por callarme.
Justo cuando llegamos al final del pasillo, justo donde hemos entrado por el túnel, Ramson apaga de nuevo la antorcha. La oscuridad casi absoluta se ve interrumpida por los finos hilos de luz que entran por el contorno de la pared que se mueve, iluminando lo justo como para que vea a Ramson tanteando la pared.
Y ya no puedo seguir callada.
—¿Estás enfadado?
Es la segunda vez que se lo pregunto en un rato, pero siento que esta vez es distinto. Más íntimo. Él deja de tantear casi al instante y veo que se queda muy quieto.
—No, Genevieve, no estoy enfadado.
Suena... extraño. Como si intentara controlar su tono de voz. Doy un paso hacia él. No se mueve, pero casi puedo percibir que se ha tensado. El collar no ha dejado de arderme desde que hemos entrado en esa habitación. Pero no duele. De hecho... casi arde tanto como mi propia piel.
—Me gusta más cuando me llamas Vee —murmuro.
Ramson cierra los ojos con fuerza y echa la cabeza hacia atrás antes de girarse bruscamente hacia mí.
—¿Es que no puedes ponerme las cosas fáciles?
Ni siquiera él puede ocultar ese tono de resentimiento. Abro la boca y vuelvo a cerrarla, confusa. Él parece frustrado, tenso... bastante voluble. De hecho, hace un ademán de acercarse y se detiene a sí mismo.
—Estoy intentando... —masculla con cierta frustración, intentando no acercarse—. No lo sé... estoy intentando no... no joderlo todo... y tú no dejas de...
Deja de hablar de golpe cuando los dos nos damos cuenta de que yo me he acercado. Ni siquiera me he dado cuenta de que lo hacía. Pero de pronto me doy cuenta de que tengo una mano en su muñeca desnuda. Él me mira, casi pasmado, cuando empiezo a subirla con su brazo.
Ni siquiera sé que estoy haciendo, pero no puedo parar. Y no lo hago. Subo hasta llegar a su mejilla, donde me detengo. Ramson sigue mirándome fijamente, aunque no sé cómo interpretar su expresión. Y, justo cuando lo acaricio con un pulgar, él se mueve hacia mí.
Lo primero que siento es mi espalda chocando bruscamente contra una de las paredes del pasillo, pero ni siquiera noto el golpe en la cabeza, porque tengo una mano en ella, sujetándomela. Abro la boca, sorprendida, y casi al instante la boca de Ramson cubre la mía.
Mi cuerpo reacciona de una forma tan brusca que no soy capaz de moverme inmediatamente. Es como una explosión en mi interior que hace que mi sistema nervioso empiece a trabajar a toda velocidad centrándose en el punto exacto en que nuestros labios están en contacto.
Ramson se separa casi al instante, pero vuelve a besarme. Otro beso casto, sin siquiera separar los labios, en los que se limita a apretar la boca contra la mía, pero siento que mi estómago se encoge y mi cuerpo reacciona de forma tan extrema como si me estuviera quitando ropa. Inclino la cabeza, buscando mejor acceso a su boca, y él me aprieta contra la pared con el cuerpo.
Hay un tercer beso, pero es mucho más corto. Y mucho más brusco. Aprieta sus labios contra los míos con cierta brusquedad, como si quisiera memorizarlo y, antes de que pueda reaccionar, sale por la puerta que ni siquiera he visto que abriera, dejándome apoyada en la pared con la respiración acelerada.
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