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4 - 'La protegida'

Mini-maratón 1/2 :)

4 - LA PROTEGIDA

Hoy vuelvo a estar hambrienta.

De hecho, me despierto en medio de la noche después de el sueño más extraño de mi vida, que incluía notas de piano, cuadros raros, voces más raras todavía y atuendos extraños, estoy envuelta en las sábanas con una capa de sudor frío en la nuca. Me froto la cara, frustrada, y el estómago empieza a rugirme por el hambre.

Pienso en llamar a Trev solo para que me distraiga un poco, pero estará durmiendo y, además... sé que no serviría de nada. Seguiré teniendo hambre. Mierda. Como siga así, voy a tener que comprarme mucha ropa nueva.

Al final, me rindo y salgo de la cama. Tras asegurarme de que no hay nadie a la vista, cruzo el pasillo. Me siento como si estuviera en una película de espías. Bajo a la cocina de puntillas, suplicando que nadie me oiga, y consigo llegar a ella sin ninguna incidencia.

Sin embargo, en cuanto cierro la puerta, la luz se enciende y yo doy un respingo del susto.

Más asustada me quedo cuando me doy la vuelta y veo a Albert, muy tranquilito, sentado en una de las sillas con una pierna sobre la otra, mirándome con una ceja enarcada.

—¿Otra vez por aquí, Genevieve? —me pregunta lentamente. Suena a padre riñendo a su hija.

Trago saliva y trato de pensar en una excusa rápida, pero la verdad es que no se me ocurre ninguna. Tengo tanta hambre que no puedo pensar.

—Tenía hambre —admito, avergonzada.

—Sí. He notado que estos días tienes mucha hambre.

—¿Va a decírselo a Foster o algo así?

Albert repiquetea un dedo sobre la mesa, mirándome con aire pensativo, hasta que finalmente hace una señal hacia la silla que tiene delante de él, al otro lado de la mesa.

—¿Sabes qué, Genevieve? Olvídate de lo de tratarme de usted. Es demasiado formal. Y creo que en los pocos días que llevas aquí hemos adquirido cierta confianza. ¿Por qué no me acompañas un rato?

Creo que nunca me acostumbraré a que alguien con esa apariencia de crío diga cosas más inteligentes que yo, pero asiento y me siento en mi lugar de todas formas. Mi rodilla empieza a subir y bajar ansiosamente. Tengo mucha hambre, en serio. Incluso me estoy mareando.

—Así que estos días tienes mucha hambre —comenta Albert, entrelazando los dedos sin dejar de mirarme.

—Eh... sí. Bueno, quizá es por los nervios.

—Quizá.

—Es lo que dice Foster.

—Ajá.

Le dedico una mirada extrañada.

—¿Puedo comer algo o...?

—En realidad, he pensado que esto podría ayudarte.

Frunzo el ceño cuando se pone de pie y, con su habitual elegancia, va a la encimera y recoge lo que parece un pastelito pequeño. Me lo tiende con una sonrisa amable y vuelve a sentarse en su lugar cuando lo acepto, dubitativa.

—¿De qué es? —pregunto, confusa.

—Eso no importa. Te ayudará.

—No... no llevará drogas o algo así, ¿no? Porque nunca las he probado y no quiero empezar hoy.

—Voy a pasar por alto el hecho de que asumas que quiero drogarte porque hoy estoy de buen humor. Pruébalo y, si no te gusta, déjalo. No es tan complicado.

Suspiro y separo un pedacito de pastel con los dedos, llevándomelo a la boca. La verdad es que tiene un sabor extraño, casi amargo, pero en cuanto lo saboreo un poco... sabe a gloria. Cierro los ojos y murmuro de placer antes de seguir comiendo.

Y, para mi sorpresa, cuando termino, no tengo hambre. Abro los ojos y miro a Albert, pasmada. Él me dedica una sonrisa.

—Mi trabajo ha concluido —me dice—. Avísame cuando necesites otro de esos. Aunque el efecto debería durarte unos pocos días.

—Pero... ¿qué es...?

—Créeme —se pone de pie—, no quieres saberlo.

***

Justo cuando dejo a Addy en clase con el señor Durham, salgo corriendo hacia el patio delantero, donde llego justo a tiempo para ver que Kent está bajando del coche con... espera, ¿qué hace Jana aquí?

Me quedo de pie en la puerta de la casa, sorprendida, y ella es la primera en verme.

—¡Hola, Vee! —sonríe ampliamente, subiendo los escalones con varios saltitos.

—Hola —intento recomponerme un poco—. ¿Has venido a visitarnos?

—Algo así. Es por trabajo.

Pasa por mi lado con toda la confianza del mundo y sube las escaleras como si fuera su casa. Miro a Kent, sorprendida. Él se encoge de hombros.

—Es la donante del señor Ainsworth.

—¿La... qué?

—La donante —repite, y luego parece acordarse del pequeño detalle de que yo acabo de llegar a la ciudad—. Oh. Los donantes son humanos que trabajan para vampiros.

—Y... ¿cuál es su función, exactamente?

—Donar sangre a cambio de dinero, claro.

Ah, sí. Lo más normal del mundo.

—Entonces, ¿va a...? Ya sabes...

—Morderla, sí —Kent pone una mueca—. ¿Por qué te crees que dejan que haya humanos por aquí?

—Para aprovecharse de ellos, por lo que veo.

—Técnicamente, es un intercambio de favores una vez cada pocos días, y la verdad es que está muy bien pagado. La gente se pelea por ser donantes. Es un trabajo muy cómodo —me sonríe—. Aunque también depende de tu tipo de sangre, creo. Cada vampiro tiene su preferencia. Como nosotros con la comida.

—Qué interesante —murmuro, y de repente se me ocurre algo—. Oye, ¿todos los vampiros tienen... eh... donantes?

—No todos, pero sí la mayoría.

—Y... eh... ¿sabes si el alcalde tiene alguno?

Kent me mira con confusión, como si no entendiera muy bien la pregunta.

—Sí, claro. Sylvia Moore.

Oh, no.

—¿La dependienta de la tienda de segunda mano? ¿La amargada?

Kent asiente, para mi desgracia.

Aunque no entiendo por qué es para mi desgracia. Es decir, ¿a mí qué me importa lo que haga o deje de hacer ese tipo? ¿O con quién lo haga?

Justo cuando estoy a punto de hacer otra pregunta estúpida, por suerte, Jana vuelve a aparecer con su amplia sonrisa y su ropa multicolor. Pero esta vez no puedo evitar fijarme en su cuello y sus muñecas, como en busca de alguna marca. Lo lleva todo cubierto por su jersey a rayas y un montón de collares y pulseras.

De hecho, ahora que me fijo, Kent y ella llevan un collar parecido, pero prefiero ni indagar en el tema.

—¿Ya está? —no puedo evitar preguntar, pasmada.

—Sí, ¿cuánto tiempo creías que tardaría? —pregunta ella, divertida.

Amelia aparece en ese momento y le da una pequeña bolsa de almuerzo a Jana, que se lo agradece fervientemente. Supongo que será para compensar la pérdida de sangre.

—¿Vais a volver a la ciudad? —pregunto de sopetón.

—Sí —Kent me dedica una mirada de extrañeza—. ¿Quieres venir o...?

—¡Sí! Y solo tengo una hora y media antes de que Addy termine sus clases, ¡así que, deprisa!

Ellos intercambian una mirada de confusión pero, para mi alivio, se suben al coche conmigo.

Apenas llevamos dos minutos de trayecto cuando Jana ya no puede contenerse más y se asoma entre nuestros dos asientos con una sonrisita.

—¿Y dónde iremos, exactamente?

—Eh... ¿a comprar algo? —murmura Kent, dubitativo, echándome una ojeada.

Yo, por mi parte, respiro hondo antes de responder.

—En realidad... ¿os importaría llevarme a casa de Amanda Díaz?

Hay un momento de silencio absoluto dentro del coche en el que ambos se giran hacia mí con los ojos muy abiertos. Se interrumpe solo porque Kent tiene que girarse de nuevo hacia la carretera.

—¿A casa de la chica desaparecida? —pregunta Jana, claramente perdida—. ¿Para qué?

—Yo... quiero hacerle unas preguntas a sus padres.

—¿Preguntas? —repite Kent.

—Mhm...

Bueno, debería haber pensado una excusa antes de llegar a esto, pero es que ha sido todo muy improvisado.

—Oh, no —dice Kent de repente, y niega con la cabeza—, dime que no te ha dado por hacerte la detective.

—¿Eh?

—¿Quieres descubrir dónde está Mandy tú sola?

Abro la boca para negarlo rotundamente, pero al final opto por una opción mejor.

—Eh... puede.

De nuevo, silencio. Aunque esta vez lo interrumpe Jana con su alegre exclamación cuando me mira.

—¿Puedo ayudar?

—¡Jana! —Kent le frunce el ceño.

—¡Oh, vamos! ¿Tú no quieres saber qué le pasó a Mandy?

—Bueno, sí... pero no lo vamos a descubrir nosotros solos, es impos...

—Al menos lo intentaremos, ¿no? —Jana se encoge de hombros—. Además, por fin pasa algo en esta ciudad. Esto ya era muy aburrido. ¡Por fin un poco de acción!

—Entonces, ¿vais a ayudarme? —pregunto, sorprendida.

—Yo sí —me asegura Jana.

Ambas miramos a Kent, que termina cediendo a la presión social.

—Bueno... si hay algún plan...

—Yo tengo uno —sonrío maliciosamente—. Escuchad bien...

Y, para mi sorpresa, somos los tres los que acabamos delante de la puerta de los Díaz. Tienen una casa normal y corriente, típica de barrio tranquilo con su patio trasero, su garaje, su apariencia inocente... sí, nada especial. Doy un paso atrás al llamar al timbre y Kent y Jana, que están detrás de mí, no dejan de cuchichear diciéndose el uno al otro que disimulen. Intento no poner los ojos en blanco.

El padre de Amanda, supongo, es quien me abre la puerta. Es un hombre de tez morena, pelo y ojos oscuros, una camisa algo vieja y unos vaqueros. Debe tener unos cuarenta años, aunque parece un poco más viejo. Supongo que es por las ojeras y las arrugas que se le forman alrededor de los ojos y la boca por la mueca de irritación que tiene ahora mismo.

—¿Quién eres? —me pregunta a mí directamente, ignorando a los demás.

—Eh... ¿es usted el señor Díaz?

—Sí. ¿Quién eres?

Madre mía, cuánta cordialidad.

—Genevieve Davies —le ofrezco una mano con toda mi amabilidad posible—. Estoy trabajando en casa de los Ainsworth, cuido de...

—¿Qué demonios quieres, Genevieve Davies?

Ni siquiera ha aceptado mi mano. La devuelvo a su lugar, algo incómoda.

—Quería hablar con usted. Y con su esposa, si es posible.

—¿Sobre Amanda? —deduce.

—Exacto.

—¿Para qué demonios quieres saber algo de mi hija?

—Señor Díaz, hace unos años que me dedico a resolver casos muy parecidos al de su hija. Quizá no debería decirle esto porque se supone que estoy aquí en calidad de niñera, pero de verdad quiero ayudar a Amanda, y confío en que usted pueda ayudarme a mí... no diciendo nada de esto. A nadie.

Él dirige una mirada desconfiada a Kent y Jana, que dan un respingo a la vez.

—¿Y ellos?

—Son mis ayudantes.

Por unos instantes, me da la sensación de que nos cerrará la puerta en la cara y nos mandará a paseo, pero casi suelto un suspiro de alivio cuando da un paso atrás para dejarnos pasar.

—Voy a llamar a mi esposa —murmura.

Cinco minutos más tarde, estamos los tres sentados en el sofá de un pequeño salón lleno de fotos de familia. Casi todas son de Amanda en diferentes etapas de su vida, especialmente de cuando era una niña pequeña. Parece preciosa. Algo rellenita, con el pelo ondulado y oscuro, los ojos del mismo color, la piel morena, los rasgos marcados... sí, la verdad es que es una chica preciosa. Espero que esté bien.

Los señores Díaz se quedan delante de nosotros. Ella toma asiento en el sillón y él se queda de pie a su lado, con una mano en el respaldo. Está claro que no está cómodo.

—¿Quieres... encontrar a mi hija? —me pregunta la señora Díaz directamente.

No puedo evitar sentirme mal por ella cuando noto el tono de voz que tiene. Ahogado. Y los ojos hinchados. Esta mujer ha estado llorando durante mucho tiempo.

—Eso intentaremos —murmuro con toda mi sinceridad.

—¿Y... y qué hay de los protectores? ¿Ellos no dijeron que...?

—Ellos no harán nada —masculla el señor Díaz—. Apenas la están buscando, ya lo sabes.

—Es mejor que ellos no sepan nada de esto —añade Jana, para mi sorpresa, muy profesional—. Si siguen creyendo que son los únicos que la buscan, no desistirán y seguirán haciéndolo.

Eso parece convencer a la señora Díaz, que se gira hacia mí y traga saliva, como si buscara algo que decir.

—Yo... ¿qué necesitas saber de Mandy?

—Todo —entrelazo los dedos, mirándola—. Necesito... conocerla, aunque suene extraño. Cómo es, qué le gusta hacer, con quién le gusta salir, si le gusta el instituto...

—Mandy es una niña muy buena —murmura ella, apartando la mirada a sus manos—. Siempre lo ha sido. No la hemos tenido que castigar nunca.

—Nunca —confirma su marido en voz baja, sin mirarnos.

—Siempre ha sido una buena estudiante —sigue su madre, como ausente—. No siempre saca las mejores notas, pero no importa. Lo importante es que apruebe. Y nunca suspende nada. Y sus amigos son como ella.

—¿Tiene muchos amigos? —pregunto.

—No muchos, pero... sí que son bastante cercanos. Llevan siendo amigos desde que eran niños, como son nuestros vecinos... pero los protectores ya preguntaron por ellos. Todos estaban en sus casas la noche en que Mandy desapareció.

—¿Y qué estaba haciendo Mandy esa noche?

—Estaba estudiando —me dice su padre—. Tenía un examen al día siguiente, así que cenó y subió a su habitación.

—A la mañana siguiente no la encontramos en su cama —murmura su madre.

—Todas sus cosas siguen ahí —añade él, mirándome—. La ventana no estaba forzada, su cama estaba hecha... solo faltaban unos zapatos, la ropa que llevaba puesta y el abrigo.

—¿Y no existe la posibilidad de que saliera de casa por la puerta principal?

—Nosotros siempre dormimos con la puerta abierta y tendría que pasar por delante de nuestra habitación para salir —ella niega con la cabeza—. No. Lo habríamos oído. Especialmente mi marido. Tiene un sueño muy ligero.

—Entiendo —lo pienso un momento antes de seguir hablando—. ¿Qué le gusta hacer a Mandy en su tiempo libre?

—Leer —me dice su madre enseguida—. Lee muchísimo. Siempre que le damos dinero va a comprarse libros nuevos. Hay muchos en su habitación.

—¿Algún libro en particular que le guste?

—Hay uno, pero... no recuerdo el título.

—Nunca le ha gustado mucho salir de casa —añade su padre, pensativo—. Solo lo hace con sus amigos para ir a tomar algo, o a pasear... pero no le gusta mucho salir. Prefiere pasar tiempo en su habitación.

—Ya veo —les dedico una sonrisa lo más inocente posible—. ¿Podemos ver su habitación?

Os lo resumo: la habitación de Mandy Díaz es lo más normal y corriente que se puede esperar.

Habitación de adolescente muy simple, con un armario pequeño, un escritorio con libros de clase, una pequeña estantería con libros viejos y una cama individual sobre la cual está la famosa ventana que, efectivamente, sigue cerrada. He intentado asomarme un poco, pero no hay forma de saltar desde ese primer piso y aterrizar en el suelo sin hacerte daño. Yo tampoco creo que saliera por aquí, la verdad. Y en cuanto al resto de su habitación... por mucho que rebusco, no llego a muchas conclusiones.

Y eso es en lo que pienso en el camino de vuelta, después de dejar a Jana en su casa, que está muy emocionada con todo el tema de los investigadores profesionales. Kent no lo está tanto. De hecho, no deja de repetir que el alcalde nos matará si se entera de esto.

—Que no nos matará —le repito por enésima vez cuando ya entramos al caminito de la casa Ainsworth—. No seas pesado.

—¡Eso lo dices tú, pero yo lo conozco mejor!

—Sinceramente, Kent, no parece el tipo de persona que llegues a conocer nunca del todo.

—Bueno, pues no lo conozco del todo, ¡pero lo conozco mejor que tú y me da miedo!

Suspiro y me quito el cinturón cuando frena el coche. Addy no debe haber salido todavía de su clase, porque si ya lo hubiera hecho estaría sentada en las escaleras, indignada, esperando que volviéramos.

—Al menos, ¿has descubierto algo nuevo? —me pregunta Kent al seguirme hacia el interior de la casa.

—No —miento.

—Entonces, ha sido para nada —él pone una mueca—. Tengo que admitir que, por un momento, he llegado a creerme que podríamos resolver el misterio nosotros tres solos.

—Bueno, ¿quién sabe? A lo mejor otro día...

Kent suspira y se despide de mí para ir al jardín trasero a cuidar de sus preciadas plantas, mientras que yo miro la hora. A Addy le quedan diez minutos con el profesor Durham. Perfecto. Voy directa al salón, pero no hay nadie. Subo las escaleras y me asomo al estudio, tampoco hay nadie. Estoy a punto de entrar en el despacho de Foster, pero lo escucho hablando por teléfono y opto por no hacerlo. Casi me he rendido cuando entro al segundo estudio y encuentro a Albert sentado en el sillón de terciopelo verde rodeado de unas pocas estanterías de libros más gruesos que mi brazo.

Pero lo que más me sorprende es ver que Albert está junto a la ventana abierta, hablando en voz baja con un... ¿gato?

—¿Puedo pasar? —pregunto, confusa.

Él me mira por encima del hombro tan tranquilo como de costumbre. El gato también se asoma y me dedica una miradita de ojos curiosos. Tiene unos bigotes blancos que contrastan muy curiosamente con el tono tostado del resto de su pelaje.

—Si estás buscando a Foster —me dice Albert—, está en su despacho.

—En realidad, quería hablar contigo... si no estás muy ocupado.

—Oh, no te preocupes —él intercambia una mirada con el gato—. Ya puedes volver.

Y, para mi asombro, Albert se aleja de la ventana y el gato, tras dedicarme una última mirada... salta por ella.

—¡Cuidado! —chillo al instante.

Voy corriendo a la ventana, asustada, pero todo mi susto se convierte en confusión cuando me asomo y veo que no hay rastro de él por ningún lado.

—¿Dónde...? —empiezo, perdida.

—No te preocupes por él —me recomienda Albert, que ya está sentado en uno de los sillones—. ¿En qué puedo ayudarte?

—¿Es que vamos a ignorar que hasta hace un momento hablabas con un gato... que ha desaparecido?

—Sí. Es una larga historia y ahora mismo no es momento de contarla.

Señala el sofá vacío que tiene delante con un gesto.

—Toma asiento. ¿Quieres una copa?

—¿Tú puedes beb...? —me corto al instante en que me acuerdo de su edad—. E-es decir... no, gracias. No soy muy fan del alcohol.

—Sabia decisión —me observa sentarme a su lado y, cuando por fin lo hago, entrecierra los ojos—. Primero desapareces con el jardinero y la donante de Foster, después reapareces con aspecto ansioso, evitas a Foster, escoges una hora en la que sabes que Adela no podrá interrumpir y vienes a hablar conmigo... ¿qué es eso tan importante que quieres preguntarme?

—Veo que... me has prestado bastante atención.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Morirme de aburrimiento? ¿Sabes cuántos años tengo? Me he leído todos los libros de esta casa al menos dos veces y son el único medio de entretenimiento que tengo a parte de ver el tiempo pasar. La verdad, Genevieve, me parece más interesante ver cómo juegas a los investigadores.

—¿Cómo sabes...?

—Oh, vamos. ¿Nunca has oído que más sabe el diablo por viejo que por diablo?

Debe ver la duda implícita en mis ojos, porque esboza media sonrisa socarrona.

—Quieres saber cuántos años tengo, ¿no es así?

—Bueno... no sé si es maleducado...

—Hagamos una cosa, te lo diré, pero no directamente. Veamos cuánto sabes de historia.

Oh, no. Examen sorpresa.

—Nací el día en que Jacobo II empezó a reinar en Inglaterra, Escocia e Irlanda.

Me quedo mirándolo un momento, haciendo mis cálculos a tanta velocidad como puedo, hasta que de repente caigo en la cuenta.

—¿Tienes... más de trescientos años? —pregunto con voz chillona.

Para mi sorpresa, empieza a reírse. Y tengo que admitir que, cuando se ríe, de alguna forma parece más adulto. No es la risa de un niño pequeño, no sé cómo explicarlo, es de alguien que ya ha vivido mucho.

—Genevieve, hacía más de diez años que nadie conseguía hacerme reír así —admite, sacudiendo la cabeza—. Sí, tengo más de trescientos años. Trescientos treinta y cinco, concretamente. Los cumplí en febrero. ¿Te parecen demasiados?

—¿Eh? No sé... yo...

—Son demasiados —admite, encogiéndose ligeramente de hombros—. Llega un punto el que el tiempo se transforma en algo apenas perceptible. Los días y las noches pasan, y tu cuerpo no cambia. Solo lo hace tu mente. Y tu alrededor. Ves a la gente creciendo, muriendo... toda la gente que conoces, o la mayoría, van desapareciendo. Los años son escobas que nos van barriendo hacia la fosa, ya lo dicen... pero supongo que no te das cuenta de ello hasta que lo ves en primera persona. No es una vida que cualquiera pueda soportar.

Tras decir eso último se ajusta las gafas de medialuna para observarme mejor.

—Pero solo son un anciano divagando, no dejes que te maree con mi verborrea. ¿En qué puedo ayudarte, Genevieve?

Sinceramente, con el shock de descubrir que está más cerca de los quinientos que del cero me he quedado con la mente en blanco, suerte que consigo recomponerme deprisa.

—Yo... —dudo visiblemente antes de hablar—. Tú conoces al alcalde, ¿verdad, Albert?

Él ladea un poco la cabeza con curiosidad.

—Sí. Ramson y yo hemos sido amigos por muchos años, ¿por qué?

—¿Él también tiene trescientos no sé cuántos años? —pregunto con voz chillona.

—No —niega con la cabeza, como si fuera absurdo—. Él sigue siendo un jovencito. No llega ni a los doscientos.

Si él es un jovencito con doscientos, ¿yo qué demonios soy? ¿Un bebé?

—¿A qué viene el interés por Ramson? —pregunta él con cierta curiosidad—. ¿Necesitas hablar con él?

Me sorprende lo rápido que adivina mis intenciones, pero no me queda más remedio que asentir.

—La verdad es que sí. ¿Sabes... ejem... cómo avisarlo?

—Podrías ir a su casa, Genevieve.

—Es que mi horario de trabajo termina a la hora de cenar y subir ahí arriba, yo sola, en plena noche...

—Lo entiendo —me concede con una sonrisa amable—. Me encargaré de hacerle llegar el mensaje de que necesitas hablar con él.

Sonrío ampliamente, sorprendida.

—Yo... gracias, Albert. ¿Necesitas algo? ¿Puedo devolverte el favor o...?

—No te preocupes, niña. No es ningún favor. Ahora, vete y déjame leer tranquilo.

Addy termina su clase cinco minutos más tarde de lo habitual porque hoy ha estado especialmente descentrada, como me ha informado muy furiosamente su profesor. De hecho, lo ha gritado tanto que incluso Amelia ha venido a ver qué pasaba. Hemos tenido que calmarlo entre las dos mientras Addy sonreía maliciosamente.

—Por mucho que lo incordies no va a dejar de venir —le recuerda Amelia.

Addy deja de sonreír y se cruza de brazos, enfurruñada.

Esa tarde vuelve a ser lluviosa, así que el gran plan de hoy es ir al primer estudio y buscar algún cuento que le guste a Addy, como hemos hecho ya unas cuantas veces. Mientras lee el que ha elegido, uno de ratoncitos y no sé qué más animales pequeños, no puedo evitar hacerle la pregunta.

—¿Por qué no tenéis televisión?

Addy me mira con extrañeza.

—Sí que tenemos. Papá la compró hace unos meses, pero nadie la usa y está en el sótano.

—¿Y por qué nadie la usa? ¿No te gustaría ver películas o series?

—No lo sé... los cuentos me gustan más. Las películas y las series no te dejan tener tanta imaginación.

Admito que no me esperaba escuchar algo así de una niña de nueve años.

—Si algún día cambias de opinión, podemos ver alguna —le sonrío.

—Vale —me dice, tan encantadora como siempre, aunque vuelve a centrarse rápidamente en su libro.

Cenamos las dos con Amelia, como siempre, y subo a acostar a Addy, que vuelve a estar lo suficientemente cansada como para no querer ningún cuento más. En cuanto le cierro la puerta tengo la tentación de volver a entrar para recoger el libro de leyendas, pero me contengo y me dirijo a mi habitación.

O eso intento, porque Albert aparece en mi camino justo en ese momento. Lleva puesta la definición perfecta de un pijama de abuelo; el típico pijama gris de algodón con cuadraditos blancos y azules. Además de unos zapatitos y un gorrito a juego, claro.

Me reiría si no supiera que es un vampiro de más de trescientos años, la verdad.

—Ah, hola, Albert.

—Genevieve —me hace una leve inclinación de cabeza, muy formal—. Ramson te está esperando en el salón. Me he encargado de que Foster esté en su despacho para no molestar.

Y, tras decir eso, se retira tan tranquilo a su habitación.

Bajo las escaleras más nerviosa de lo que debería, y mis nervios se multiplican cuando abro la puerta del salón y me lo encuentro tal y como lo he dejado esta tarde, todo ordenado, la chimenea encendida, los libros que Albert había sacado en la estantería... el único detalle nuevo es el vampiro que está de pie con los brazos cruzados, apoyado con un hombro en la ventana mientras mira las gotas de lluvia resbalando por el cristal.

Mierda, ¿por qué me altera tanto verle? Respiro hondo disimuladamente antes de cerrar la puerta. Pero él no me da tiempo a decir nada.

—¿Qué quieres? —pregunta directamente, sin mirarme.

Mister simpatía lo llaman.

—Hola a ti también —le frunzo el ceño.

Por fin se gira hacia mí y me dedica la misma mirada indiferente que me ha dedicado el noventa por ciento del tiempo que lo he conocido.

—Albert me ha dicho que me buscabas. ¿Qué quieres?

—Necesito preguntarte algo.

—¿El qué?

—¿Es que no puedes intentar ser un poco simpático, al menos?

—No.

Suspiro y me acerco a la ventana. Noto que él me sigue con la mirada en todo momento, pero no se la devuelvo. Qué chico tan agradable. Al final, me quedo de pie delante de él con los brazos cruzados, mirándolo por fin.

Y lo digo sin rodeos.

—He estado en casa de Amanda Díaz.

Para mi sorpresa, no parece muy sorprendido. Solo pone los ojos en blanco.

—Pues claro que sí —murmura, volviendo a girarse hacia la ventana—. No sabes quedarte quieta, ¿no?

—¿Y tú qué sabes? Apenas me conoces.

—Me baso en lo poco que conozco. Y, por lo visto, no me equivoco.

—Bueno, da igual. La cosa es que... bueno... he pensado que te gustaría saber las cosas que he descubierto, teniendo en cuenta que eres el alcalde.

Él se toma unos segundos para responder y, cuando por fin lo hace, se gira hacia mí con una expresión que ya no parece tan indiferente.

—¿Qué cosas has descubierto?

—Bueno, para empezar, creo que me hago una idea de cómo es Amanda —murmuro, dando vueltas mientras voy enumerando con las manos—. Chica buena, estudiosa, poco conflictiva, con pocos amigos pero muy cercanos, un poco solitaria, a la que le gusta quedarse en casa, leer libros...

Hago una pausa y me giro hacia él, que me está mirando de esa forma fija de siempre.

—Sus padres dicen que nunca les ha mentido.

—Eso dicen —me concede.

—Pero no es verdad.

Me enorgullece más de lo que debería ver la expresión de confusión de Ramson.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque la noche en que desapareció les dijo que tenía que estudiar para un examen que tenía al día siguiente, pero he mirado su agenda y no ponía nada de ningún examen. Solo era una excusa para subir más temprano a su habitación.

Por un breve y valioso momento me da la sensación de que Ramson está a punto de sonreír, pero se contiene demasiado pronto y se limita a enarcarme una ceja.

—Puede que solo quisiera estar sola.

—Lo dudo. Por la relación que ha definido todo el mundo que tiene con sus padres, podría habérselo pedido y ellos habrían accedido sin problemas.

—¿Y eso qué quiere decir, Genevieve?

—Que tuvo que improvisar y se puso lo suficientemente nerviosa como para tener un comportamiento poco común en ella, como es mentir —murmuro, dando vueltas por el salón de forma ansiosa y dubitativa—. Puede que ella supiera que esa noche le pasaría algo.

—O puede que ella quisiera irse esa noche.

—No. No me encaja en su perfil.

—No la conocías, Genevieve.

—Ya lo sé, pero... confío en mi instinto. Y algo me dice que no quería irse. O, mejor dicho, no estaba segura. Si lo hubiera estado, habría dejado una nota o alguna cosa para sus padres y sus amigos. A no ser... que no supiera que no iba a volver.

—¿Estás diciendo que se fue con alguien?

—Estoy diciendo que quizá alguien la convenció para marcharse sin decirle que no iba a volver.

—No había pruebas de que nadie más hubiera estado en esa habitación o en los alrededores. Ni siquiera nosotros pudimos detectar ningún olor especial.

—¿Y qué me dijiste tú el otro día? —me detengo y me acerco a él—. Dijiste que mi habitación apestaba a humana, ¿no?

Él entrecierra un poco los ojos, como si no entendiera muy bien mi razonamiento.

—Eso dije.

—Lo dijiste porque los humanos tenemos un olor especial para vosotros, ¿no?

—Es el olor a vuestra sangre.

—¿Y es un olor... intenso?

Se queda mirándome un momento.

—A veces lo es mucho —murmura finalmente.

—¿Y qué hay de los vampiros? ¿Podéis oleros entre vosotros?

—No, su sangre no desprende ningún olor.

—¡Exacto! ¿Y si se marchó con un vampiro y por eso no pudisteis encontrar ningún rastro?

Por un momento, nos quedamos los dos mirándonos y yo me deleito con su cara de sorpresa absoluta. Ah, me encanta. Ojalá pudiera sorprenderlo así cada vez que lo veo. Esto no tiene precio.

De pronto, la cara de sorprendida pasa a ser mía cuando él esboza una sonrisa que casi hace que me caiga de culo al suelo.

—Nunca decepcionas, ¿verdad?

Entreabro los labios, sorprendida, y veo que durante un instante su expresión pasa a ser de horror absoluto. Estoy a punto de dar un paso hacia él, pero Ramson da un paso atrás, carraspea, y se mete las manos en los bolsillos. Ya vuelve a tener su expresión de siempre.

Bueno, fue bonito mientras duró.

—No es una mala teoría —reconoce, pasando por mi lado, a una distancia bastante grande, para dirigirse a la puerta—. ¿Eso es todo?

—Espera... pero... ¿ya te vas?

Se detiene y me mira con una ceja enarcada.

—¿Tienes algo más que decir?

—Podrías darme las gracias, al menos.

—¿Has encontrado a la chica?

—Eh... no...

—Pues me reservo las gracias.

Imbécil.

Tengo la tentación de mandarlo a la mierda, pero me contengo porque, sinceramente, no quiero ponerme en contra al maldito alcalde de la maldita ciudad. Sigue pudiendo echarme.

—Bueno —añado, deteniéndolo—, tengo una pregunta.

Veo que él se tensa un poco antes de darse la vuelta, pero su expresión vuelve a ser de indiferencia absoluta.

No sé si él disimula muy bien e intenta ocultarme algo o simplemente soy yo que sobreanalizo las cosas.

—¿Cuál? —pregunta, mirándome.

—Yo... ejem... me preguntaba... ¿cómo se mata a un vampiro?

Esta vez sí que veo una pequeña sombra de sonrisa divertida en su expresión, aunque hace un verdadero esfuerzo para que no se note.

—¿Debería preocuparme?

—Es... por si algún día tengo que saberlo —aclaro.

—Nunca vas a tener que saber eso.

—No lo sabes. ¿Y si encuentro a ese supuesto vampiro, es agresivo y tengo que defenderme?

—En ese caso, me llamas.

Suelto un bufido que no sé muy bien si es de nervios o de burla. ¿Por qué de repente estoy tan nerviosa? Ah, sí, porque se ha acercado a mí. Mierda. Concentración.

—¿Te llamo? —repito—. Muy bien, dame tu número.

Él, que se ha detenido justo delante de mí —obligándome a echar la cabeza hacia atrás para mirarlo, maldito sea—, ladea un poco la cabeza, confuso.

Parece un perrito cuando le das una orden que no entiende.

Sinceramente, me sorprende la ternura que me causa. No me entiendo a mí misma.

—¿Número? —repite.

—Sí, tu número.

—No tengo un número.

—Vamos, tu número de teléfono. De móvil. ¿No tienes móvil?

De pronto, él pone los ojos en blanco.

—Yo no tengo nada de esa basura moderna.

—¿Basura... moderna?

—Sí, basura moderna. E innecesaria.

—Pues mira, da la casualidad de que sirve mucho en casos como estos. ¿Cómo demonios voy a avisarte si no puedo llamarte?

—Hay otras formas de llamar a una persona. Y no dependen de basura moderna.

Entrecierro los ojos, desconfiada, cuando aprieta la mano dentro de uno de sus bolsillos. Estoy a punto de dar un paso atrás por precaución cuando veo que saca el puño de él, pero me quedo quieta cuando veo lo que hay dentro.

—Un... collar —murmuro—. ¿Es... para mí?

—No es un collar cualquiera —me dice, como si fuera obvio.

—¿Y qué tiene de especial? ¿Que me lo regalas desde lo más profundo de tu corazón?

Veo que una de las comisuras de sus labios se curva ligeramente hacia arriba. Esta vez no intenta ocultar la media sonrisa.

—¿Siempre eres así de molesta?

—¿Siempre eres así de misterioso?

—Solo con las chicas molestas.

—Pues yo solo con los chicos misteriosos.

Él niega con la cabeza y vuelve a enseñarme el collar. Es corto, de plata y veo que tiene una pequeña piedra en el centro de color negro. Cuando Ramson la mueve, hace que la luz le arranque unos cuantos destellos. Me pregunto qué clase de material será.

—No es un collar cualquiera —repite—. Es un collar de protegida.

—¿Un... qué?

—Estás en una ciudad de vampiros, Genevieve —me recuerda, y esta vez está muy serio—. Puede que durante el día podamos garantizarte cierta seguridad, pero durante la noche y en el momento en que te salgas de los límites... es distinto. No puedo controlar a todo el mundo y, desde luego, no todo el mundo es respetuoso con los humanos. Por eso hicimos los collares de protegidos.

—Entonces... ¿es como si estuviera protegida por la ciudad?

—No por la ciudad. Por mí.

Vale, admito que eso no me lo esperaba.

Abro la boca para decir algo, pero la verdad es que no sé qué decir, así que vuelvo a cerrarla. Solo me quedo mirando el collar con estupefacción.

—Cada protector de la ciudad tiene un collar distinto —añade él cuando pasan unos segundos sin que ninguno diga nada—. Se pueden tener un máximo de diez protegidos. Addy, Amelia, Kent, Jana... todos ellos tienen el de Foster.

—Pero... ¿por qué no me dio uno a mí?

Miro a Ramson, que parece estar a punto de decir algo pero se contiene de golpe. Al final, solo aprieta los labios.

—Eso no importa. Ahora te lo estoy dando yo.

—Entonces... ¿seré una de tus protegidas?

—No, Genevieve, serás mi única protegida.

Estoy a punto de decirle algo, pero cuando quiero darme cuenta lo tengo detrás. Estoy a punto de darme la vuelta, pero me quedo quieta cuando noto el ligero peso de la piedra en la clavícula. La cadena está helada. Y él tiene mucho cuidado con no tocarme mientras me abrocha el collar.

—¿Nunca has dado un collar de estos a nadie? —pregunto, confusa.

—No.

—¿Ni siquiera a Sylvia?

—A nadie —repite, esta vez en un tono un poco más molesto.

—Y... ¿cómo funciona esto?

—El collar desprende una energía particular. Si se te acerca un humano, no notará nada. Si se te acerca un vampiro, sabrá enseguida que estás bajo mi protección.

—¿Y no me atacarán?

—No puedo garantizarte que no te ataquen, pero no creo que tengan tanta predisposición a hacerlo.

Él vuelve a rodearme para colocarse delante de mí mientras yo sujeto la pequeña piedra entre los dedos y le doy una vuelta, viendo como la luz le vuelve a arrancar esos pequeños destellos luminosos.

—Es obsidiana —comenta él en un tono mucho más suave.

—Es mi mineral favorito.

—Y el mío.

Levanto la mirada hacia él y le sonrío un poco. Por un breve momento, me da la sensación de que va a devolverme la sonrisa, pero enseguida aprieta los labios.

—Si me necesitas, lo sabré siempre y cuando lleves el collar puesto —añade en su tono habitual.

—Espera, ¿no puedo controlarlo?

—No, no es tan sencillo. Funciona de una forma más... psíquica.

—Entonces, si estoy en peligro... tú lo sabrás.

—Sí.

—¿Cómo?

Él aparta la mirada durante un instante, un poco incómodo.

—Lo sentiré —concluye.

Esbozo media sonrisa.

—¿Y si decides ignorarme?

—Eso no va a pasar, Genevieve.

Frunzo el ceño, confusa, pero para cuando quiero darme cuenta él ya está al otro lado del salón, junto a la puerta. Y de pronto parece muy incómodo, como si tuviera prisa por irse. Me acerco a él, sorprendida.

—Yo... no sé qué decir, gracias por el collar, no...

—No hace falta que me agradezcas nada —murmura, y no puedo evitar fijarme en que ha vuelto a alejarse lo máximo posible de mí.

—¿Estás bien? —pregunto, confusa—. ¿Necesitas...?

—Yo... debo irme.

Abro la boca para responder, pero de repente la puerta se abre y, cuando parpadeo, ya no está conmigo. Me apresuro a correr hacia el pasillo, pero cuando llego a él, escucho la puerta principal cerrándose. Se ha ido.


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