3 - 'Las leyendas de Braemar'
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3 - LAS LEYENDAS DE BRAEMAR
Kent tiene una gran sonrisa mientras va conduciendo colina abajo. Su radiante felicidad contrasta bastante cómicamente con el día gris y lluvioso que está haciendo —aunque tengo que admitir que los días así son mis favoritos—.
—Aquí llueve bastante —comenta al ver que miro por la ventanilla.
—No pasa nada. Me gusta la lluvia.
—Pues vas a hartarte de ella, te lo aseguro.
—¿Me lo dices por experiencia propia? —sonrío ligeramente.
—Sí —me suelta sin rodeos, resoplando—. Siempre he vivido aquí, así que pensé que todo el mundo sería húmedo, frío, lúgubre... ya sabes, Braemar tiene su encanto, pero es así. Pero una vez la abuela Gladys se puso enferma y tuvieron que trasladarla a un hospital fuera de aquí. Fui con ella, claro, y... no lo sé. Todo parecía tan distinto.
—¿Eso es bueno o malo?
—No lo sé —Kent pone una mueca—. Es decir, me gusta el sol, pero sé que aunque me fuera a un sitio soleado terminaría volviendo aquí.
—Es tu casa —murmuro.
—Sí. Siempre volvemos a casa. De una forma u otra, más tarde o más temprano. No importa. Siempre volvemos. Es lo que suele decir la abuela Gladys.
—Me cae bien tu abuela.
Kent me dedica una sonrisa antes de volver a girarse hacia delante. Se ve que ama mucho a su abuelita, aunque le dé con el bastón que mencionó.
—Oye, Kent, ¿puedo preguntarte algo?
—Eh... sí, claro. Aunque seguramente no sepa responder.
A eso lo llamo yo seguridad.
—Hay una chica desaparecida, ¿verdad? He oído a la gente comentándolo unas cuantas veces.
Sinceramente, de Kent me espero de todo menos una mala cara, pero para mi sorpresa me la pone. Me quedo muy quieta, sorprendida.
—E-es decir... no quería ser impertinente, es que...
—Dudo mucho que eso lo hayas oído en casa de los Ainsworth —me dice, algo desconfiado.
Mierda, mierda. Recula.
—En realidad, fue en la reunión que hizo Foster con los protectores de la ciudad. Y con el... mhm... alcalde.
—Ah —lo piensa un momento—. Ah, sí... supongo que es normal que hablen de ello.
Vale, he salvado la situación. Debería ir con más cuidado.
—Entonces... —finjo estar asustada—, ¿es verdad?
—Sí y no —Kent se encoge de hombros—. Sí hay una chica desaparecida, Amanda Díaz. Bueno... Mandy, si lo prefieres. Su familia la ha estado buscando durante unas cuantas semanas, pero... todo el mundo dice que fue ella misma la que se fue de casa.
—¿Por qué dirían algo así?
—Dicen que su habitación estaba intacta, que era imposible que alguien hubiera entrado por la fuerza —Kent detiene el coche para dejar cruzar la carretera a unos niños que corren y juegan entre ellos—. Supongo... supongo que debe ser verdad.
Lo observo unos segundos, dudando entre sí indagar más o no. Desde luego, él parece pensativo.
—Pero tú no lo crees —me atrevo a arriesgarme un poco.
Las mejillas de Kent enrojecen un poco y casi me dan ganas de pellizcárselas como me hacía mi abuela.
—¿Tanto se me nota? —masculla.
—Se me da bien notar esas cosas.
—Bueno... —suspira él—. Yo... no conocía demasiado a Mandy, pero la veía cada día por aquí. Y era una chica ejemplar, ¿sabes? Buenas notas, buenos amigos, buena conducta... ella, en general, era buena. No sé qué ha podido pasarle, pero... no la veo como el tipo de persona que escaparía de casa. No sin dejar, al menos, una nota para sus padres.
—Quizá se llevan mal —sugiero.
—No. Se llevan bien. Los Díaz son una familia muy respetada por aquí. Los conozco de toda la vida, te aseguro que no se llevan mal.
—Entonces, no se ha ido —deduzco en base a sus conclusiones—. Alguien se la ha llevado, ¿eso crees?
—O... no sé. Quizá se ha perdido.
—Quizá. ¿Y no hay nadie buscándola?
—Se supone que los protectores lo hacen, aunque... bueno, nadie los ha visto buscando mucho.
Esto cada vez me intriga más.
Kent aparca el coche en el borde de la carretera, frente a una vieja tienda de segunda mano que me imagino que es la que mencionó el primer día, la que dirige una señora con su hija, ¿no? Bueno, no lo sé. Me dijo demasiados nombres.
—¿Qué dijiste que querías comprar? —me pregunta, curioso, poniéndose el gorrito hecho a mano, sospecho que por su abuela.
—Unas botas. Las mías están un poco viejas.
No es del todo cierto, claro, pero necesito una excusa para quedarme aquí.
—Bueno, pues te enseño la tienda y, mientras tú las eliges, yo iré a por la comida.
Kent se baja conmigo del coche y abre la puerta de la tienda de segunda mano, que hace que una campanita pequeña suene. Me la sujeta y le dedico una sonrisa de agradecimiento.
La tienda en sí es bastante pequeña, o más bien lo parece por la cantidad de cosas que hay en tan pocos metros cuadrados. Hay varias estanterías en cada pared repletas de objetos de todo tipo, desde juguetes hasta decoración que, obviamente, está muy lejos de ser nueva. En el centro hay una mesa de madera bastante grande con otras cosas varias como marcos de fotos, cuadros pequeños, figuras de madera... y demás.
Y todo iluminado por una triste bombillita que cuelga del techo tambaleándose un poco.
Tanto Kent como yo damos un respingo cuando escuchamos el estruendo de varias cosas cayendo al suelo a la vez. No me había dado cuenta de que hubiera un mostrador, pero está prácticamente junto a la puerta —el problema es que hay tantas cosas que apenas puedes verlo— y tiene a una chica detrás sentada en una silla giratoria, leyendo un libro cuya portada es un hombre descamisado —y muy guapo, la verdad— vestido con una falda escocesa —nada más, viva la vista— y con una espada en la mano.
Por un momento, pienso que ella ha hecho el ruido, pero es una clienta que está un poco más allá, en la estantería de las figuritas de madera. Una chica bajita, con la cara redonda y la nariz alargada, el pelo rubio muy cortito y ropa de mil colores distintos. Parece que la ha escupido un arcoíris.
Ha intentado alcanzar una de las de arriba y le han caído varias sobre la cabeza.
—¡Mierda! —suelta, frustrada, frotándose la cabeza.
Miro a la chica del mostrador, pero no da la impresión de que tenga ninguna prisa por ir a ayudarla.
Por suerte, Kent se me adelanta para acercarse a ella, cosa que me da una excusa para seguirlo y ayudarla también.
—Oh, Jana, ¿estás bien? —le pregunta, agachándose a recoger las figuritas.
—Eso creo —ella pone una mueca, pero la borra al instante en que me ve—. Oooooh... ¡tú eres la nueva!
Estoy a punto de responder, pero antes de que lo haga, ella ya se ha lanzado sobre mí para darme un abrazo. Me pilla tan desprevenida que miro a Kent en busca de ayuda, pero él se limita a encogerse de hombros con una sonrisa de disculpa.
—¡Por fin nos conocemos! —exclama Jana separándose con una gran sonrisa—. ¡Kent no deja de hablar de ti!
La sonrisa de Kent se borra de golpe y su cara se vuelve roja en tiempo récord.
—¡Jana!
—Ay, perdón —ella también enrojece un poco al mirarme—. E-es decir... eh... ¡qué bonito abrigo! ¿De dónde es?
Bueno, no es la mejor estrategia para cambiar de tema.
Me cae bien, la vida se le da tan mal como a mí.
—Eh... no me acuerdo, hace muchos años que lo tengo —digo torpemente, mirando mi estúpida chaqueta verde militar, muy al estilo de Lindsay en Freaks and Geeks. Es la que uso siempre.
Hay un momento de silencio incómodo en el que me doy cuenta de que ellos intercambian una corta miradita significativa. Vale, aquí sobro. Necesitan hablar.
—Voy a mirar las botas, ahora vuelvo.
—Yo iré a por la comida a la tienda de al lado —me sonríe Kent.
Ellos se van directos a un rincón de la tienda y empiezan a cuchichear, así que supongo que la opción de preguntarles dónde están los zapatos queda descartada. Mi única alternativa es la chica que sigue escondida detrás de la portada del tipo descamisado.
Me apoyo en el mostrador con las manos, dudando un momento entre si hablarle o no. No quiero molestar.
—Eh... hola —digo finalmente—. Perdona, ¿dónde están los zapatos?
La chica baja un poco el libro, lo suficiente como para que se le vean los ojos. Los tiene verdes. Combinan bastante bien con la melena de pelo castaño bastante abundante que no se ha molestado en atarse.
—¿Dónde están los zapatos? —repito al ver que no me responde.
Después de lo que parece una eternidad, por fin reacciona y me hace una seña hacia un rincón de la tienda con la cabeza. Lo reviso con los ojos, confusa, y me doy cuenta de que hay un hueco considerablemente pequeño entre dos estanterías por el que se accede a otra sala.
—Oh —vuelvo a mirarla—, grac...
—Estoy leyendo —me corta.
Madre mía, qué simpática.
Le pongo mala cara, pero es mejor no decir nada. No quiero enemistarme con nadie tan pronto. Paso a la sala contigua y, efectivamente, es una copia de la anterior. Pero en esta solo hay ropa y libros. Ambos de todo tipo. Y a montones. Jamás había visto tantos libros juntos. Los repaso con la mirada, curiosa, y mi mirada se detiene irremediablemente en una copia del que vi el primer día en la habitación de Addy, el de las leyendas de la ciudad.
Recojo el tomo, curiosa. Hay doce leyendas en total. El lugar perdido, Hijos de la oscuridad, La cacería del ocaso, Una ciudad marcada, El hechicero y la dama, El rey de las sombras, El cerezo de las lágrimas, Las murallas grises, El día del trueno, Una noche lluviosa, La reina de las espinas y El sabueso perdido.
Giro el libro en busca del nombre de algún autor, pero la única mención que se hace es que es un libro que ha sido escrito a lo largo de los años, desde el 1244, concretamente. Dios mío, eso es la Edad Media, ¿qué demonios...?
—¿Necesitas ayuda?
La voz de Jana hace que cierre el libro de golpe y me gire hacia ella.
—Hay mucho por ver, no me vendría mal una segunda opinión —le aseguro.
Es obvio que se ha dado cuenta de que tengo algo oculto detrás de mí, pero al menos finge que no lo ha notado y me da la espalda, fingiendo que mira los zapatos, para que yo pueda devolverlo a la estantería.
Vale, Jana me cae bien.
—¿Qué buscas? —pregunta ella, revisando las estanterías—. ¿Zapatillas viejas con agujeros? ¿Botas con las suelas desgastadas? ¿Tacones a los que les falta un tacón...?
—Si encontramos unas botas que estén enteras, no estaría mal.
—Bien. Pues ya tenemos una misión.
La misión en cuestión resulta ser más complicada de lo previsto y, de hecho, se alarga por más de una hora. Cada vez que creo que he terminado de ver los zapatos que hay, descubro otra estantería, otro cajón u otra maldita caja. Esto es eterno. Voy a morir enterrada en zapatos.
No es la peor muerte que se me ocurre, la verdad.
Y lo mejor es que Jana no deja de hablar. Y cuando digo que no deja de hablar... lo digo en serio. Es de esas personas que sienten que necesitan rellenar los silencios porque asumen que serán incómodos, supongo. Y habla tan deprisa que tengo que hacer pausas para escuchar porque, honestamente, si me pierdo dos segundos y vuelvo a intentar escucharla, ya no me entero de nada.
Lo bueno es que me ha contado los mil cotilleos de la ciudad. Lo malo es que me ha contado tantos que ya no me acuerdo de casi ninguno.
—Perdón —me dice de repente, cuando ve que la estoy mirando con cara de estar perdida—, ¿estoy hablando demasiado? A veces lo hago sin darme cuenta, es que me...
—En realidad —levanto unas botas, casi llorando de alivio—, creo que ya hemos cumplido con nuestra misión. Vamos a buscar a Kent.
—¡Genial! —ella da saltitos para escapar de entre las estanterías sin tirar nada al suelo.
La del mostrador sigue exactamente igual que hace una hora, solo que ahora ha avanzado un poco en las páginas. Dejo las botas encima de la superficie y ella baja un poco el libro para mirarme.
—¿Qué quieres? —pregunta, casi como si la estuviera molestando.
—Pagar —enarco una ceja.
—¿Ahora?
—Si quieres, me marcho sin hacerlo. Yo no tengo ningún problema.
Ella suspira y por fin cierra el maldito libro, dejándolo a un lado. Jana no parece muy sorprendida por su actitud. De hecho, se limita a negar con la cabeza.
—Sylvia, no hace falta ponerse así.
—Estaba en el mejor momento —le dice ella, agachándose para recoger una caja y meter las botas casi como si tocarlas fuera un pecado—. La gente siempre quiere pagar cuando estoy en el mejor momento.
—¿Prefieres que se vayan sin pagar? —no puedo evitar el tono ligeramente desdeñoso.
Sylvia deja las manos quietas por un momento, olvidándose de mi compra, y levanta la cabeza para mirarme fijamente. O, mejor dicho, para matarme con sus ojos verdes.
—¿Y tú quién coño eres?
—No hace falta preguntarlo así —Jana frunce el ceño.
—Lo pregunto como quiero. ¿Quién eres? Porque por aquí no te he visto nunca.
—Vee —le digo con el mismo tono adusto que ha usado ella.
—Vee —repite, casi como si fuera algo de lo que burlarse—. La nueva niñera, supongo.
—Me encargo de Addy, sí. ¿Algún problema?
—No lo sé. ¿Lo tienes tú?
—¿Perdona?
—¿Cuántos años tienes? ¿Veinte? ¿Veintiuno? ¿Y sigues cuidando niños para vivir? ¿Eso no lo hacen las niñas de quince años para ganar lo que se gastan después en cerveza barata?
Me quedo mirándola fijamente durante unos segundos en los que siento que las ganas de agarrar una de las botas y estampársela en la cara aumentan dramáticamente. Especialmente por la pequeña sonrisa que ha esbozado al ver que me molestaba lo que me decía.
Jana intercambia una mirada entre nosotras, claramente nerviosa, y parece querer decir algo para romper la tensión, pero creo que no se le ocurre nada.
No pasa nada, yo sé defenderme solita.
A por ella, que se entere de cuál es su lugar.
—Un punto de vista interesante —comento, imitando su sonrisa—. La verdad es que, desde el mío, es un trabajo muy bien pagado, demasiado bien, incluso, en el que hago lo que me gusta, que es cuidar a alguien, y gracias al cual he podido viajar un poco, que nunca viene mal. No, no me parece un mal trabajo. De hecho, me parece muchísimo más útil que sentarme detrás de un mostrador lleno de polvo con libros de tipos descamisados y ponerle cara de asco a todos los clientes que entran, como si me estuvieran haciendo un favor por comprarme unos zapatos de segunda mano. La verdad es que sí, me gusta mi trabajo. Me hace sentirme muy realizada. Tan realizada que no necesito ir insultando los trabajos de los demás para sentirme moralmente superior.
Sylvia se queda en silencio, con una expresión un poco extraña que mezcla la ira, la confusión y la frustración, y yo saco la cartera de mi bolsillo. Jana tiene la boca entreabierta cuando dejo el dinero de las botas en el mostrador y agarro la caja.
—No te molestes en envolverlo —le sonrío—. Mejor vuelve a leerte tu libro, después de todo, estabas en el mejor momento.
No espero una respuesta. Salgo de la tienda con la caja bajo el brazo y, nada más encontrarme en la calle, suelto un suspiro de alivio. Me he quedado a gusto.
—¡No me lo puedo creer! —Jana también ha salido de la tienda y ahora está de pie a mi lado, riendo—. ¡Nunca había visto a Sylvia callándose de esa forma!
—¿Siempre es así con todo el mundo?
—Más o menos. Aunque contigo lo ha sido muy deprisa —pone una mueca—. Bueno, no te lleves una mala impresión de la ciudad por ella, ¿eh? Los demás son encantadores. Si alguna vez vienes al bar, te presentaré a todo el mundo.
—¿Al bar?
—Sí, soy la camarera —sonríe ampliamente—. ¡Por ser nueva, el primer día te invito a comer algo! Pero no se lo digas a mi jefe, ¿eh?
Justo en este momento veo a Kent aparecer con una caja con cosas del supermercado. Se detiene a nuestro lado y me dedica una sonrisa al ver que tengo las botas.
—Genial —me dice—. ¿Todo ha ido bien?
Jana y yo intercambiamos una breve mirada y, de alguna forma, llegamos al pacto silencioso de que nadie diga nada de la pequeña disputa de antes.
***
Addy tiene cara de asco cuando sale de la clase con su profesor, el señor Durham. El profesor tiene la misma, la verdad.
Según Albert, no se soportan entre ellos. A Addy no le gustan sus clases y al profesor no le gusta Addy. Es una mala combinación.
Pero es el mejor profesor que hay por aquí dispuesto a atender alumnos en casa. Me pregunto por qué Addy no irá a clase con los demás niños en la escuela que hay junto al centro de la ciudad. Quizá es porque viene de una familia de vampiros, aunque creo que, si no aceptaran a hijos de vampiros, no podría acudir la mitad de la ciudad.
—¿Vamos a dibujar un poco? —le sugiero cuando se me acerca.
—Está bien —eso parece animarla un poco.
A Addy le gusta mucho pintar. Bueno, le gusta hacer manualidades en general. Recorta trozos de papel de colores, los pega en otro en blanco, les echa purpurina, mil pinturas, les pega mil cosas más... y de alguna forma consigue que tenga sentido. Yo, en cambio, después de que me haya obligado a dibujar con ella, solo llego a la conclusión de que soy pésima en esto.
—¿Qué es eso? —me pregunta Addy, asomándose a mi dibujo.
Enrojezco un poco. Estamos ambas en la alfombra mullida de su habitación, rodeada de las mil cosas que tiene para hacer manualidades. Cualquiera diría que, con todo esto, todo el mundo sería capaz de dibujar bien. Bueno, yo no.
—¿Es...? —Addy ladea la cabeza, confusa—. ¿Es un caballo?
—Se suponía que era un dragón, pero... eh... supongo que puede ser un caballo.
—¡Oh, no! —Addy empieza a negar con la cabeza—. ¡E-es verdad, parece un dragón! ¿Cómo no me he dado cuenta?
Pobre Addy. Casi me de lástima que intente buscar algo bueno que decir de mi dibujo. Es imposible.
—Bueno, las manualidades no son lo mío —concluyo, dejándome caer de espaldas sobre la alfombra.
—No pasa nada, seguro que eres buena en muchísimas otras cosas.
—Sí, se me da bien molestar —le guiño un ojo, divertida, cuando ella suelta una risita—. O eso dice mi novio.
—¿No va a venir a visitarte? ¡Yo quiero conocerlo!
—No lo creo. Tiene que trabajar —pongo una pequeña mueca, incorporándome sobre un codo—. Además, no nos sobra el dinero. Y esto está un poco apartado del mundo, ¿sabes?
Addy agacha un poco la cabeza, fingiendo que se encarga de perfeccionar su dibujo, aunque ambas sabemos que solo es una excusa para no mirarme.
—¿Qué pasa? —pregunto, confusa.
—Nada, es que... mhm...
Suelta el dibujo y empieza a juguetear con un mechón de pelo. Me he dado cuenta de que lo hace mucho cuando se pone nerviosa. Oh, oh.
—Puedes decírmelo —le aseguro—, sea lo que sea.
—Es que... yo... ¿cuánto tiempo estarás aquí?
Bueno, no es lo que esperaba.
—En principio, dos meses —murmuro—. Todo depende de si renuevo el contrato o no.
—¿Y qué pasa si... si decides que no quieres renovarlo? ¿Volverás a casa?
Vale, creo que ya sé qué pasa.
—Addy, aunque tenga que irme no quiere decir que no nos vayamos a ver nunca más —le aseguro—. Podría mandarte postales, o cartas, o emails. Lo que sea. Y podría venir a visitarte.
—¿En serio? —no parece muy segura.
—Pues claro que sí. ¿Por qué no iba a hacerlo?
—Todos los que se van de Braemar no vuelven —murmura, cabizbaja—. Además, escuché que...
Se calla de golpe, como si se hubiera acordado de que es algo que no debería decir. Eso capta mi atención enseguida.
—¿Qué pasa?
—Nada —me asegura con voz chillona, dando un respingo—. Yo... eh... tengo hambre, ¿podemos ir a comer?
—Addy, no me voy a enfadar, ¿qué ibas a decir?
—¡Nada!
—Addy —esta vez no sonrío—. Si no quieres decirlo, no lo digas. Pero no me mientas.
Ella suspira y lo considera un momento antes de, por fin, mirarme.
—¿Me prometes que no se lo dirás nunca a papá?
—¿Tan malo es?
—¡Promételo! —estira la mano hacia mí con el dedo meñique levantado—. ¡Promesa de meñique!
—Muy bien —engancho mi meñique con el suyo—. Lo prometo. ¿Qué es?
—A veces... um... puede que a veces escuche de lo que habla con sus amigos.
Ooooh... esto se pone interesante.
Ladeo la cabeza, esperando a que siga hablando, pero ella solo me mira de forma significativa. No entiendo nada.
—¿Y escuchaste algo importante o...?
—Sí, algo... algo sobre ti.
—¿Sobre mí? —repito como una idiota.
Addy asiente, mordiéndose el labio, claramente incómoda.
—¿Y qué dijo sobre mí? —pregunto, confusa.
Oh, no, ¿Estoy haciendo algo mal? ¿Tan pronto? ¿Ya quiere echarme?
—No fue él quien lo dijo —aclara, algo nerviosa.
—¿Y quién fue, Addy?
—Fue... tío Ramson.
Ahora sí que se pone interesante.
Admito que ese estúpido nombre me altera más de lo que debería. Y hace que mi interés por el tema se multiplique.
—¿Y...? —trago saliva, jugueteando con mis manos—. ¿Recuerdas qué dijo tu tío?
—Sí... le dijo a papá que, si te echaba de su casa, se arrepentiría.
¿Eh?
—¿Eh?
—Es lo que dijo —Addy se encoge de hombros.
—¿Y por qué querría tu tío que me quedara en la ciudad?
—No lo sé, pero desde que papá supo que vendrías a cuidarme tío Ramson ha venido mucho por casa a hablar con papá.
Ajá. Esto sí que me interesa.
—¿Y no has oído nada más? ¿Una conversación o...?
—No —sacude la cabeza—. Es difícil que tío Ramson no note que me acerco. Papá dice que, como es mayor, se le da mejor oler la sangre de los demás.
Una niña de nueve años hablando de sangre, lo último que esperaba oír.
Tengo la tentación de seguir con el tema, pero no quiero presionar demasiado a Addy. Lo único que tengo claro es que acabo de conseguir una gran aliada para enterarme de información valiosa.
—¿Sigues teniendo hambre? —sonrío.
Asiente, feliz por el cambio de tema.
—Genial, vamos a comer algo.
***
Addy se duerme en tiempo récord esa noche, apenas estoy hablando de leerle un cuento y ya se le cierran los ojos. Quizá influya el hecho de que hemos estado toda la tarde jugando con Kent en el patio trasero mientras Albert se asomaba a la ventana y negaba con la cabeza, juzgándonos muy duramente.
Bajo las escaleras, subiéndome las mangas del jersey hasta los codos, y me sorprende encontrar la cocina vacía. Amelia ya ha terminado por hoy. Sonrío cuando veo que me ha dejado una bandeja con comida a parte porque sabe que estos días me ha dado por comer muchísimo.
En serio, no dejo de tener hambre. Y sueño. Suena a tontería, pero es realmente... molesto. A veces tengo más hambre que otras, pero nunca a este nivel. Es como si fuera un pozo sin fondo. Debería calmarme un poco.
Me como todo lo que me ha dejado de todas formas, claro, mientras no dejo de darle vueltas a lo que me ha dicho Kent sobre la chica desaparecida. Amanda Díaz. Ahora, al menos, tiene nombre. Una chica ejemplar que desaparece de repente y la gente no quiere investigar. Me pregunto el por qué.
Limpio todo lo que he usado y apago la luz de la cocina. Es increíble, pero sigo teniendo algo de hambre. Me obligo a mí misma a no comer nada más y a subir a mi habitación.
Hoy también hay luz en el salón, por lo que supongo que Foster está bebiendo otra vez. Me detengo junto a la puerta, dubitativa. La verdad es que me da lástima dejarlo solo, pero a la vez no me parece muy profesional pasar tanto rato a solas con mi jefe por la noche y con alcohol de por medio.
Sí, mejor lo dejo bebiendo solo y finjo que no...
—Solo cinco, por lo que sé —dice de repente.
Espera, no está solo, ¿con quién habla? ¿Con Albert?
—Supongo que serán menos —añade.
—Nunca son menos.
Oh, oh. Conozco esa voz.
Es la voz del vampiro perturbado del jardín.
Vaaaale, debería irme a dormir.
Vaaaale, esto está mal.
¡Pero ya estoy aquí, yo creo que puedo escuchar un poco! ¡No siempre tendré esta oportunidad!
Me acerco de puntillas a la puerta y agradezco haberme descalzado antes de bajar, porque con los zapatos haría mucho más ruido. Me pego a la pared y me atrevo a asomarme a la rendija. Ambos me dan la espalda y están sentados en el sofá. Tienen una copa de alcohol cada uno, pero ni siquiera la miran.
—¿Cómo lo sabes? —Foster le frunce el ceño.
Acabo de darme cuenta de que Foster, al lado de Ramson, no parece ni la mitad de intimidante de lo que me lo parecía ayer.
Bueno, comparado con ése, incluso el Yeti parece inofensivo.
—Simplemente lo sé —se limita a decirle Ramson.
—No puedes simplemente saberlo, es...
—¿Puedes recordarme cuántas veces lo has visto tú, Foster?
Hay un momento de silencio. Me asomo un poco mejor y veo que mi jefe ha apretado los labios, irritado.
—Ninguna —masculla finalmente.
—Pues yo ya lo he visto una vez —Ramson le enarca una ceja, todavía no ha cambiado su tono de voz o su expresión y aún así ha conseguido sacar de quicio a Foster—. A lo mejor deberías escucharme, ¿no crees?
—Muy bien, ¿y qué quieres hacer?
—Eso no es asunto tuyo.
Mi jefe ha hecho un ademán de alcanzar su copa, pero se detiene de golpe y lo mira como si se hubiera vuelto loco.
—Yo también vivo en esta ciudad, Ramson.
—Lo sé.
—Y también soy un protector.
—También lo sé. Gracias por recordarme tantas cosas.
—Tengo derecho a saberlo.
—No más que los demás.
—¿Y cuándo piensas decírnoslo, entonces?
—Ya lo veremos —Ramson le da un trago a su vaso, mirando a Foster—. ¿Dónde está Albert?
—¿Para qué quieres hablar con él?
—Asuntos privados.
—Si tienes algo que decirle...
—Se lo diré a él. Lo conozco desde hace bastante más tiempo que a ti.
Foster lo mira un momento y, justo cuando me asomo un poco más, se levanta a una velocidad sorprendente y se gira hacia la puerta.
No sé cómo lo he conseguido, pero me mantengo pegada a la pared y, por suerte, él pasa tan deprisa por mi lado, farfullando maldiciones, que ni siquiera se da cuenta de mi presencia. No me atrevo a respirar de nuevo hasta que veo que sube las escaleras.
Y... mierda.
Tres pequeños problemas inesperados:
1) Si subo las escaleras, me lo cruzaré.
2) Si intento escabullirme hacia la cocina, Ramson me verá.
3) Si me quedo aquí quieta, me verán al volver.
¡¿Qué demonios hago?!
Mátate, no sé.
Gracias, conciencia.
De nada, avísame si necesitas algo más.
Me entran ganas de soltar una palabrota, pero no me atrevo a hacerlo. ¿Y si el perturbado de ahí dentro me oye? Cierro los ojos con fuerza, intentando pensar. Tengo que moverme, pero haga lo que haga alguien me verá.
Bueno... quizá Ramson no.
Tras unos segundos de dudar mucho, me atrevo a asomarme por fin y veo, por la puerta abierta que ha dejado Foster, que Ramson está sentado en el sofá, dándome la espalda, con los brazos sobre el respaldo. Trago saliva y cruzo de puntillas el pasillo por delante de la puerta, sufriendo sudores fríos.
Y... menos mal, consigo llegar sin que me oiga.
El problema es que no puedo ir a mi habitación porque Foster estará por ahí, así que no me queda más remedio que ir hacia por la zona donde está el despacho de Foster. Es la que menos conozco de toda la casa. Mierda. Cruzo el pasillo oscuro —no me atrevo a encender la luz, aunque la de fuera ilumina un poquito— y empiezo a acordarme de por qué siempre voy con jerséis gruesos por ahí. Hace tanto frío que empiezo a temblar de pies a cabeza. Malditos vampiros y su estúpido frío inútil. ¿Es que nos saben lo que es la calefacción?
He estado tan distraída que, sin darme cuenta, llego a la otra parte de la casa. Me detengo de golpe al darme cuenta de que este pasillo no tiene final. De hecho, es uno de los que me enseñó Addy el primer día. Casi me perdí. Seguro que hoy me pierdo del todo.
—Mierda —suelto en voz baja, dándome la vuelta.
Y vuelvo a intentar seguir alguno de los infinitos pasillos de la dichosa casa, pero es imposible no perderse si no te los sabes de memoria. Tengo que volver tres veces atrás y, honestamente, empiezo a desesperarme un poco. ¿Quién demonios me mandaba a espiar a nadie? Si me hubiera quedado en mi habitación, ahora estaría dormida y no aquí, dando vueltas como una idiota.
Me detengo, frustrada, y me paso las manos por la cara. Vuelvo a tener hambre. Voy a matar a alguien.
Me quito las manos de la cara y me quedo mirando una estúpida estantería con estúpidos libros que encima tiene un estúpido cuadro sobre lo que supongo que esta estúpida casa, pero en el 1860. Es exactamente igual, la verdad, tampoco es que...
—¿Te parece bonito escuchar conversaciones ajenas?
Si digo que casi me ha dado un ataque al corazón, no exagero.
De hecho, el susto es tan grande que doy un traspié hacia delante y algunos pocos libros se caen al suelo. No sé cómo consigo no caerme yo. Aunque... bueno, mi dignidad sí se ha caído un poco. Intento recomponerme un poco, aunque no sirve de mucho, y lo encaro.
—¿De qué vas? Me has dado un susto de muerte.
Ramson ni siquiera ha parpadeado con mi lamentable espectáculo.
—Lo superarás.
—¿Y tú qué demonios sabes?
—Sé que estabas escuchando a escondidas —murmura, acercándose a mí con las manos en los bolsillos—. Aunque supongo que no has entendido nada de nuestra conversación.
Y es tiene razón, el perturbado.
—¿Me lo vas a explicar tú?
Ladea un poco la cabeza, como si la respuesta fuera obvia.
—No.
Como no sé qué decirle y ya empiezo a notar que mis nervios se multiplican por su cercanía, me agacho y recojo los pocos libros que se han caído. No sé por qué, pero me sorprende ver que él también se agacha a ayudarme. Aunque solo recoge el que me he dejado yo porque ha caído a sus pies.
—Leyendas de Braemar —lee antes de mirarme fijamente—. Qué casualidad. El libro que mirabas hoy en la tienda de segunda mano.
Entreabro la boca, pasmada.
—¿Cómo sabes...?
—Tengo mis contactos —me lo tiende.
Como he hecho con los demás, se lo quito y lo pongo en su respectivo lugar, agradecida por no haber tirado nada muy frágil.
—Tampoco es para tanto —murmuro, a al defensiva, girándome hacia la estantería para colocar mejor los libros. Aunque solo es una excusa para darle la espalda—. Soy nueva y parece que todo el mundo tiene este maldito libro. Es normal que tenga curiosidad.
Noto que él se queda de pie justo detrás de mí, pero no hace un solo ademán de acercarse más. De hecho, mantiene las manos en los bolsillos. No sé cómo lo sé, pero estoy segurísima de ello.
Pero... no se queda quieto, no.
Coloco mejor uno de los libros, pero mi mano se queda congelada sobre él cuando noto que Ramson se ha inclinado hacia delante. No me atrevo a moverme, pero noto que tiene la cabeza justo al lado de la mía. Me está mirando por encima de mi hombro. Y juraría que tiene una pequeña sombra de sonrisa.
Podría confirmarlo si lo mirara, pero sinceramente no me atrevo.
—¿No te crees esos cuentos? —pregunta, observándome con cierta curiosidad.
Me atrevo a mirarlo por fin, pero solo por encima del hombro. Y ya empiezo a notar que me cosquillea el cuerpo entero, especialmente el estómago.
—Claro que no me lo creo. Solo son cuentos.
—Todos los cuentos tienen parte de verdad, Genevieve.
Por favor, que siga diciendo mi nombre hasta que me muera.
Y, por favor, no le contéis a nadie que acabo de pensar eso.
No lo haremos, no te preocupes.
—No todos —le aseguro, y no puedo evitar una sonrisita de idiota.
—¿En serio? —para mi sorpresa, me la devuelve—. ¿Como cuál?
—Caperucita roja. ¿De verdad te crees que un lobo se disfrazó de abuela y una niña se lo creyó? ¿O la parte real es que la niña tenía miopía grave?
Me quedo momentáneamente pasmada cuando él aumenta su sonrisa y parece que va a reírse, pero se contiene a tiempo.
¿Os acordáis de cuando dije que parecía que había perdido muchos rasgos humanos? Bueno, acaba de recuperarlos todos. Si sonriera más a menudo, dudo que alguien pudiera pensar que es un vampiro.
—Quizá no hubo ningún lobo que se disfrazara de abuela —me concede, todavía con la cabeza inclinada sobre mi hombro, a la altura de la mía—. Pero sí debía haber muchas niñas que decidían pasear solas por el bosque. Puede que a alguna la atacara un lobo y por eso crearon el cuento, para que las demás no tuvieran esa misma suerte.
Me quedo mirándolo un momento.
Un momento un poco largo.
Un poco demasiado largo, diría yo.
En serio, debe hacer como veinte segundos seguidos que lo miro fijamente. Y suena a poco, pero pueden ser eternos. Especialmente en silencio. Y lo peor es que debería sentirme incómoda, pero no es así. Me siento más bien acalorada, sofocada.
Y la cara de Trev, mi novio, aparece en mi mente.
Mierda, ¿qué estoy haciendo?
Aparto la mirada de golpe hacia la estantería, fingiendo un poco de compostura, y veo por el rabillo del ojo que él frunce el ceño casi imperceptiblemente.
—¿Y cuál es la verdad de esos cuentos? —pregunto, intentando mantener una conversación de lo que sea.
—¿Los has leído?
—Mhm... solo una parte de uno, pero...
—Entonces, deberías leerlos. Quizá sepas decirme tú misma qué verdad tienen.
—¿Y cómo demonios voy a saberlo yo?
Ramson por fin se aparta de mí y da un paso atrás. Sigue pareciendo tan tranquilo como cuando me ha encontrado.
—¿Has venido a resolver misterios y no sabes resolver ni el de un cuento?
Vale, el tono condescendiente me ha ofendido más de lo que debería.
—No voy a perder mi tiempo con un cuento.
—Son doce.
—¡Pues con doce!
—Lástima —sonríe ligeramente—. Estabas yendo en dirección contraria.
Esta vez es mi turno de poner mala cara, confusa.
—¿Eh?
—El camino hacia tu habitación es ese —señala el lado contrario—. Todo recto.
Me quedo mirando el pasillo un momento, entre avergonzada y humillada, hasta que caigo en un pequeño detalle.
—¿Y tú cómo sabes cuál es mi habitación?
—Es la única que apesta a humana.
—¿Apesta?
—Sí, veo que tu capacidad auditiva está impecable.
Me quedo mirándolo un momento, sin saber muy bien si golpearle o reírme.
—¿Estás burlándote de mí? —pregunto finalmente, ofendida.
—No lo sé, ¿te sientes burlada?
—Me siento con ganas de golpearte.
—No sé si amenazar a un vampiro es algo muy inteligente.
—¿Te crees que me das miedo? Cabréame un poco más y te prometo que todos esos libros te golpearan la cabeza.
Suelta un bufido que no sé muy bien si es de burla, de cansancio o de ambas.
—No hagas promesas que no puedas cumplir.
—Una promesa solo son palabras, supéralo.
Pero esta vez no me sonríe. De hecho, frunce un poco el ceño.
—No hay nada más poderoso que una promesa —remarca, mirándome fijamente—. Nunca hagas una promesa que no puedas cumplir.
El tono que ha usado para decirlo me deja tan momentáneamente descolocada que no reacciono cuando pasa por mi lado para volver al salón con Albert y Foster. De hecho, no reacciono hasta que pasan unos pocos segundos y, cuando me doy por fin la vuelta, veo que él está ya llegando a las escaleras.
—¿Puedo preguntarte una cosa?
Sinceramente, una parte de mí esperaba que me ignorara, pero no lo hace. Solo me mira por encima del hombro con cara de querer irse y espera a que pregunte lo que sea que quiera preguntar.
—¿Por qué no quieres que me vaya de la ciudad?
¡Ajá! ¡Por fin consigo que cambie un poco su expresión aburrida! Durante un milisegundo, me ha parecido ver una sombra de duda cruzarle la expresión. Pero ha desaparecido casi al instante.
—¿Cómo sabes...?
—Tengo mis contactos —me encojo de hombros.
Él aprieta los labios, observándome en silencio. Han pasado unos pocos segundos cuando por fin responde.
—Vete ya o tu jefe sabrá que has estado espiándonos.
Y sigue bajando las escaleras como si nada. No puedo evitar ponerle mala cara.
—¿No vas a responderme?
—No.
—Pero ¡yo te he respondido a ti!
—Mala decisión, entonces.
Aprieto los puños y me doy la vuelta, sintiéndome estúpida, para volver a mi habitación. No he llegado al pasillo cuando no puedo evitar soltar un:
—Gilipollas.
—Lo he oído.
—Eso esperaba, gilipollas.
Cuando llego a mi habitación, no puedo evitar mirar por encima de mi hombro el pasillo desierto. Como la noche en la que lo conocí, vuelvo a tener un pequeño sentimiento de decepción en el pecho. Solo que esta vez, por fin, entiendo el por qué.
Porque una pequeña parte de mí quiere que suba a buscarme.
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