19 - 'La puerta final' (Parte uno)
19 - 'LA PUERTA FINAL'
Parte uno
Entrar en el castillo acompañada es extraño. La última vez que estuve aquí fue sola y aterrorizada, pero ahora... ahora no estoy aterrada. Quizá sí tenga un poco de miedo, pero no es paralizante. No es horrible. Albert y Vienna están detrás de mí y Foster a mi lado. De hecho, él me echa una ojeada cuando, me ve dudando en la puerta. Me hace sentir protegida, de alguna forma.
—¿Quieres que vaya yo delante? —me pregunta.
Aunque me muero de vergüenza por tener que admitirlo, asiento una vez con la cabeza. Él no se burla, al menos. Se limita a adelantarse para que pueda seguirlo de cerca.
A cada paso que damos, empiezo a sentir ese frío característico que trasmiten los fantasmas. No es un frío normal. Es la clase de frío que parece que emana de tus propios huesos y hace que moverse sea difícil, que se te congelen los dedos y te resulte complicado respirar. Un vaho de aire helado se forma delante de mi boca cada vez que consigo exhalar algo de aire, pero soy la única. Los demás, al tener la sangre mágica tan presente en su organismo, no sienten nada.
—¿Estás bien? —me pregunta Vienna.
Me giro hacia ella y asiento con la cabeza de la forma más convincente que puedo. Aún así, por su mirada sé que no me ha creído y, en cuestión de segundos, noto que me coloca sobre los hombros el abrigo negro que siempre lleva puesto, el negro con la capucha. Es... increíblemente cálido y suave. Muy agradable.
—G-gracias —murmuro.
Ella me dedica una pequeña sonrisa antes de seguir las escaleras hacia abajo.
Albert termina adelantándose a todos nosotros. Creo que él también está muy nervioso aunque no quiera demostrarlo. Vienna se coloca a su lado nada más verlo, como si estuviera preparada para defenderlo de cualquier cosa que pudiera surgir pero no quisiera decírselo para no herir su orgullo.
Foster, por su parte, me toma de la muñeca y coloca una de mis manos sobre su hombro. Apenas puedo verlo, pero sé que me está mirando. También soy la única a la que la oscuridad le afecta y le impide ver.
—Ya casi hemos llegado —me dice, y sé que sigue mirándome—. ¿Estás segura de que no quieres esperar fuera?
—¿D-después de todo... lo que hemos t-tardado en llegar hasta aquí?
Su hombro se sacude un poco cuando se ríe. Aprieto los dedos en su camisa y lo sigo de muy cerca, aceptando que me avise cada vez que hay un escalón o una piedra suelta por el camino.
—Recuerda cerrar los ojos cuando lleguemos —añade.
Asiento aunque ahora mismo no sé si me está mirando. No puedo ver al fantasma o estaré perdida otra vez.
Creo que llevamos ya cinco minutos andando cuando el frío de antes... se convierte en algo más profundo. Más crudo. Puedo sentir la rabia inundando las paredes de la sala en la que acabamos de entrar. Puedo sentir la tristeza y el dolor emanando de las paredes. Y sé que hemos llegado.
Apenas he llegado a pensarlo, siento que una ligera brisa me mueve el pelo y, antes de que pueda reaccionar y girar la cabeza, Foster me rodea con un brazo y me pega a él a una velocidad sorprendente. Ni siquiera me ha dado tiempo de reacción cuando siento que algo se mueve a mi lado y él me cubre los ojos con la mano, sujetándome el cuerpo contra el suyo con el otro brazo.
Escucho un siseo y algo parecido a un murmullo y, de alguna forma, sé que lo que se ha movido hace un momento por mi lado ha sido Vienna. Foster se tensa a mi lado y, en un momento en que su mano se baja unos pocos centímetros, abro los ojos sin querer y miro la escena.
Lo primero que veo es a Vienna y Albert acercándose por lados opuestos a la figura blanca que hay en el suelo. Está sentada como si se acabara de caer, apoyada en las puntas de los pies y en las manos, encogida como un animal a punto de ser atrapado. La cascada de pelo oscuro y enmarañado le cubre la cara, pero de alguna forma sé que está mirando fijamente en nuestra dirección.
Vienna grita algo cuando, sin previo aviso, se lanza sobre nosotros. Foster es mucho más rápido que yo. Siento que empuja mi cuerpo a un lado y, aunque yo pierdo el equilibrio y me caigo al suelo, el fantasma solo consigue alcanzarlo a él.
El corazón empieza a palpitarme en los oídos por la adrenalina y, pese a que sé que los demás están gritando algo, solo puedo ver a Foster empujando bruscamente al fantasma otra vez hacia atrás. Rueda como si hubiera conseguido hacerle daño, pero se detiene con una mano en el suelo de una forma muy... inhumana. Su cabeza se gira automáticamente hacia Albert y, cuando hace un ademán de acercarse a él, un chillido agudo y agonizante escapa de su garganta. Vienna tiene las manos extendidas hacia él y los puños apretados con todas sus fuerzas.
Solo entonces me doy cuenta de que Albert trasporta algo. Una cuerda negra. Tiene incrustaciones de obsidiana, perfecta para atrapar al fantasma. Pero, en cuanto hace un ademán de acercarse, el fantasma lanza un arañazo brutal al aire que sé que, de haberlo alcanzado, lo habría matado al instante. Pero yo he sido más rápida.
Sin pensar en lo que hacía, he sacado el arco de mi hombro, he apuntado, y la flecha ha pasado silbando junto a mis tres acompañantes, rozando el brazo del fantasma y clavándose en un mueble del otro lado de la habitación.
Su cabeza oscura se gira hacia mí al instante. Gruñidos emanan de su garganta. Está furioso. Una de sus manos se mueve y, antes de que pueda reaccionar, el arco tiembla entre mis dedos y la madera estalla, rompiéndolo por la mitad y chocanco contra el suelo.
Es en ese momento cuando el fantasma hace un ademán de acercarse a Vienna. Mi primer impulso es ponerme de pie y correr hacia ella para protegerla, pero apenas me he movido y Vienna agita una de sus manos hacia mí. Sin dudarlo, me lanza al suelo otra vez para mantenerme alejada del conflicto.
Y, justo cuando caigo al suelo... el brazalete se me escapa de las manos.
Ahogo un grito cuando empieza a rodar hacia las escaleras más cercanas. ¡No!
Me arrastro tan rápido que siento que empiezan a escocerme las rodillas, pero ahora mismo no puede importarme menos. Me quedo sin aliento. No puede caerse. ¿Y si se rompe? ¿Qué pasaría entonces? Un gruñido se escapa de mi garganta cuando me lanzo hacia delante, tratando de alcanzarlo.
Y, por suerte, siento que mis dedos consiguen atraparlo justo a tiempo.
Casi al instante en que vuelvo a tenerlo en la mano, me doy la vuelta y veo que Albert tiene sangre en el brazo. Ha conseguido alcanzarlo. Vienna grita algo y se acerca para ayudarlo. Y es el momento en que el fantasma aprovecha para saltar sobre Foster.
Veo el instante exacto en que lo lanza al suelo y se queda arrodillada sobre él, levantando los brazos. Tiene un cuchillo negro en la mano. Ahogo un grito cuando lo baja a toda velocidad para clavárselo en el pecho.
Sin embargo, Foster consigue atraparle las muñecas a tiempo. Veo que aprieta la mandíbula, intentando contrarrestar su fuerza, pero el fantasma tiene una posición demasiado ventajosa. Incluso clava las rodillas en el suelo para tomar más impulso, consiguiendo que la punta del cuchillo roce la camiseta de Foster y...
—¡Espera!
Oh, no, ¿eso lo he dicho yo?
Todas las cabezas se giran en mi dirección a la vez, así que supongo que sí.
Mierda, vamos a morir porque no sabes callarte ni en los momentos de tensión.
Mi corazón deja de latir por un instante cuando el pelo de la cara del fantasma se mueve un poco y deja ver lo que hay detrás. Una cara pálida, unos ojos blancos y una boca negra. Un escalofrío me recorre la espina dorsal y me arrastro hacia atrás sin darme cuenta.
El fantasma ya se ha olvidado de ellos. Veo que Foster dice algo y trata desesperadamente de agarrarlo del tobillo cuando se separa de él, se pone de pie y empieza a acercarse a mí.
Aterrada y totalmente en blanco, empiezo a retroceder sin darme cuenta hasta que mi cabeza y mi espalda chocan bruscamente contra la pared fría del castillo. El terror me inunda el pecho, haciendo que mi corazón lata a toda velocidad, cuando veo que el fantasma aprieta el cuchillo entre los dedos y acorta la distancia entre nosotros.
Y hago lo que haría cualquiera: me cubro la cabeza con las manos y me encojo sobre mí misma.
Y... espero.
Y sigo esperando...
Pero no pasa nada.
Todavía con el cuerpo entero temblándome por la mezcla de miedo y frío, me atrevo a asomarme lentamente entre mis brazos.
El fantasma está de pie justo delante de mí. Veo sus rodillas delgadas y pálidas asomándose entre los pliegues rotos del vestido blanco y sucio. Subo lentamente la mirada. Sigue teniendo el cuchillo en la mano. Sus hombros están tensos. Y su cabeza está inclinada hacia mí.
Pero... no me ataca.
Doy un respingo, asustada, cuando su mano se abre espasmódicamente y el cuchillo rebota contra el suelo, llegando a mis pies.
Durante un instante, mi primer instinto es alcanzarlo y clavárselo, pero... no.
Me quedo muy quieta cuando el fantasma, temblando de pies a cabeza, empieza a agacharse delante de mí. No puedo moverme. No sé qué está pasando. Pero el fantasma se queda de rodillas delante de mí y, entre los mechones de pelo oscuro, sé que me está mirando fijamente. Contengo la respiración cuando extiende una de sus manos en mi dirección.
Y, sin embargo, nunca llega a tocarme. Su mano se queda suspendida a unos centímetros del brazo donde tengo oculto el brazalete.
Abriendo mucho los ojos, me muevo muy lentamente y lo saco de su escondite. Juro que puedo sentir que su cuerpo entero empieza a temblar cuando lo extiendo hacia él. La poca iluminación de la habitación, la que provoca Vienna, hace que los dos lobos de las puntas tintineen y le arranquen un destello de luz a su cara medio oculta por el pelo.
Y, al instante en que su mano corta la distancia entre nosotras y sus dedos tocan el brazalete, todo cambia.
Siento una sacudida en el cuerpo que empieza en el punto justo en el que sigo sujetando el brazalete plateado y cierro los ojos inconscientemente. Al abrirlos, mi alrededor ha cambiado.
Sigue siendo el mismo castillo, pero estamos en el patio. Y el sol brilla sobre nosotras, proyectando nuestras sombras contra un suelo de hierba brillante y suave. Es justo por la sombra que veo junto a mí que giro la cabeza, pasmada.
Delante de mí, ya no es un fantasma quien me quita el brazalete de la mano. Es una chica.
Se pone de pie lentamente. Lleva un vestido blanco, sencillo, con toques azules. No está sucio ni roto. Y su piel es pálida, pero no blanca y enfermiza. Veo sus dedos largos y finos cuando levanta el brazalete con ambas manos, mirándolo mientras el pecho le sube y le baja a toda velocidad.
Su pelo ya no es una maraña oscura, es un recogido negro tras su cabeza que se complementa a la perfección con una cara en forma de corazón, una nariz pequeña, unos labios finos y unos ojos... violetas.
La chica retrocede un paso, como si estuviera a punto de caerse al suelo, y levanta la mirada hacia mí. Tiene los ojos llenos de lágrimas.
—Lo has encontrado —murmura con un hilo de voz.
No sé qué decirle. Me sigue mirando como si las palabras se agolparan en su garganta, como si después de tanto tiempo no supiera cómo procesar tantos sentimientos a la vez.
Y, entonces, las dos nos giramos hacia la derecha. Un chico está ahí de pie, mirándola fijamente. Tiene los labios entreabiertos y ha soltado de golpe la espada que llevaba en la mano, alertándonos.
Es el chico que vi en la tumba. Y en su muñeca puedo ver el brazalete que le puse.
Durante un momento, ninguno de los dos se mueve. Parece que ambos han dejado que respirar. Al menos, hasta que una solitaria lágrima empieza a recorrer la mejilla de la chica, que suelta algo parecido a un sollozo ahogado y empieza a encaminarse hacia él.
—Einar... —solloza con los ojos llenos de lágrimas.
Él no dice nada, pero se acerca a ella tan rápido como puede hasta que sus cuerpos colisionan el uno con el otro y se funden en un abrazo. Él la rodea con un brazo por la cintura y con el otro le sujeta la cabeza, mientras que ella se encoge con el brazalete pegado al pecho con ambas manos.
Al cabo de unos instantes, veo que pegan sus frentes y él dice algo en voz baja, con los ojos cerrados. El cuerpo de ella se sacude con otro sollozo. Él sigue sujetándole el pelo con una mano cuando la mira a los ojos.
Y, entonces, ella se de la vuelta lentamente hacia mí. Sorbe la nariz y se acerca con pasos cortos. Al detenerse a mi altura, no puedo hacer otra cosa que aceptar su mano para ayudarme a ponerme de pie. Está cálida.
—Tú... nos has ayudado —me dice en voz baja, con un acento extraño y marcado—. Has roto la maldición.
Miro al chico, que no dice nada pero se detiene junto a ella. No parece muy expresivo cuando me mira a mí, pero cuando baja la mirada hacia ella puedo ver sus sentimientos plasmados en su cara a la perfección.
—¿Yo? —consigo articular, sin poder creérmelo.
—He esperado... durante años —ella aprieta mis manos entre las suyas, ya se ha puesto el brazalete—. Durante muchos años... a que alguien lo hiciera. Nos has salvado.
No sé qué decirle. Solo me quedo mirándola, pasmada, cuando ella aprieta sus dedos en mis manos e inclina la cabeza hacia mí.
—Tú nos has ayudado —me dice en voz baja—. Y por ello te voy a dar lo que más deseas.
¿Lo que más deseo? Durante un momento, la duda se instala en mi pecho. Pero solo por un momento. Porque enseguida sé qué es lo que quiero.
—Quiero la verdad —le digo en voz baja.
Su boca se curva en una pequeña sonrisa y asiente con la cabeza.
—Y ahora la verdad será tuya, Genevieve Beaumont.
Al instante, una ola de calor me invade el cuerpo, empezando por el pecho, y extendiéndose hasta tocar las puntas de mis dedos. Cuando ella aprieta los dedos entorno a mi mano, cierro los ojos sin darme cuenta y siento que tira de mí a un lugar distinto. Un lugar que ya conozco, pero que se me ha olvidado.
Al abrir los ojos, estoy en medio de una neblina confusa que hace que no pueda ver con claridad lo que tengo alrededor. Luz. Calor. Hierba. Es... estoy en un campo. El sol es reluciente. Hace calor. Y se oyen... risas.
Me doy la vuelta. Una niña de pelo castaño oscuro, casi negro, está subida a una caja de madera y enseña las flores recién bordadas de su vestido a un grupo de niños que la miran con la boca abierta, fascinados. Todos están descalzos y ella da una vuelta sobre sí misma, encantada.
—Esta es una rosa —le explica la niña, señalando una de las flores de su vestido—. ¿Lo ves? Esta de aquí es una dalia, esta es...
La imagen se difumina lentamente y, al parpadear, se transforma en la misma niña sonriente. Solo que esta vez va en un coche extraño y antiguo junto con una mujer que... me resulta familiar al instante.
—Mamá —susurro, notando la respiración agolpándose en mi garganta.
Intento avanzar, pero la imagen es lejana. Es como si un cristal nos separa. Apoyo las manos en él y se me forma un nudo en la garganta. La desesperación empieza a consumirme cuando veo su cuello largo, su cara en forma de corazón, sus labios delgados, su nariz afilada, su pelo del mismo color que el mío y sus ojos alegres cuando me echa una ojeada.
—Te encantará la nueva casa, Genevieve —le asegura a la niña en un francés perfecto—. Tendrás una habitación más grande que la que teníamos en esta casa.
La niña, que hasta ahora agitaba la mano para despedirse de sus amigos por la ventana del coche, se vuelve a sentar con una gran sonrisa.
—¿Más grande? —pregunta, fascinada—. ¿Podré traer mis juguetes?
—No, ¡pero podrás tener juguetes nuevos!
—¿De verdaaaaad?
—Sí, claro que sí —ella le pasa un brazo por encima de los hombros—. Papá ya nos espera ahí. Seguro que te ha comprado algo para celebrar que...
El recuerdo se difumina. Mantengo los dedos pegados al cristal cuando la imagen cambia. La misma niña, quizá un año más tarde, sentada en el alféizar de la ventana de un salón antiguo. El centro de París. Está jugueteando con un caballo de madera y no deja de echar ojeadas a la calle, como si esperara algo. Está a punto de anochecer.
Y, de pronto, su expresión aburrida cambia a una sonrisa enorme cuando un hombre aparece por el camino de la entrada con un maletín bajo el brazo y una chaqueta en el otro. Mi padre.
De alguna forma, se ve consumido. Delgado, con un traje que le va más grande de lo que debería. Un bigote poblado y un sombrero formal. Parece triste, tiene canas grises por la parte del pelo que puedo verle y siento que le rodea un halo de tristeza, pero aún así suelta una gran carcajada cuando la niña corre hacia él y lo recibe a la mitad del camino.
—¿Ya me estabas esperando otra vez? —le pregunta con una sonrisa cuando entran en casa.
—¡Lo hago cada día, deja de fingir que te sorprende!
Ella empieza a dar saltitos, ansiosa, cuando él se agacha para abrir el maletín. En él guarda una rosa. Una rosa que le da cada día que puede volver temprano del trabajo. La niña suelta un chillido de entusiasmo cuando se la da, le planta un beso en la mejilla y sale corriendo escaleras arriba para añadirla a su pequeña colección.
La neblina otra vez. Apoyo la frente en el frío cristal y apenas me atrevo a levantar la cabeza para ver el siguiente recuerdo. Una parte de mí no quiere hacerlo. Pero ahí está. Una sala grande. Parece una recepción. El recuerdo difumina los alrededores, pero soy perfectamente capaz de reconocer a la persona que está sentada en una gran mesa de roble, mirando al padre y a la niña. Él la oculta tras su espalda, pero ella está asomada.
—No va a ser posible, monsieur Beaumont —comenta con voz aterciopelada Barislav, el hechicero—. Sus deudas ya han ascendido diez mil francos. No puedo darle otro préstamo a no ser que cubra los que ya se le han prestado y...
—Por favor —insiste mi padre, desesperado—. No es un capricho. Es... es para comer. Por favor. Se lo suplico.
La niña, que ahora debe tener unos doce años, parece mucho más delgada que la última vez. Su vestido no parece limpio y es liso, sin dibujos. Y su pelo está atado de forma torpe y rápida, como si ya no le preocupara. Parece una sombra de lo que fue.
Junto al escritorio de roble, hay otro un poco más pequeño en el que trabaja el ayudante de Barislav. Abro mucho los ojos al darme cuenta de que se trata de Albert.
Él echa una ojeada a su jefe y aprieta los labios, como si esperara que cambiara de opinión.
—La respuesta sigue siendo no —Barislav sonríe con dulzura—. Muchas gracias por venir, monsieur Beaumont. Ha sido un placer.
Mi padre se queda mirándolo con impotencia y, pese a que echa una ojeada a Albert como si buscara ayuda, está claro que él no va a dársela.
La imagen desaparece y da paso a otra de la misma sala. Es el primer recuerdo en el que no estoy. La sala ha cambiado, como si alguien hubiera decidido quitar la poca decoración que había, y el que se sienta en el gran escritorio es Albert. Lleva puestas unas gafas de medialuna y observa a mi suplicante padre con los labios apretados.
—Por favor —insiste, desesperado, con los dedos entrelazados bajo su mentón—. Se lo suplico, monsieur Ainsworth, no me...
—El hecho de que ahora yo dirija el lugar no quiere decir que las cosas hayan cambiado —aclara Albert con un intento de voz frívola que no le sale del todo bien—. No podemos ayudarle, lo lamento.
Al menos, parece que él sí que lo lamenta de todo corazón.
—No lo entiende —insiste mi padre, acercándose a la mesa—. Estoy... estoy enfermo. Necesito dejarles algo a mi hija y a mi mujer antes de marcharme.
—¿Enfermo?
—¿Es que no ha salido a la calle? ¿No ha visto el brote de tuberculosis, monsieur Ainsworth? ¿Eso no importa a los ricos?
Albert ni se inmuta por el pequeño arrebato de ira y mi padre, que ahora veo totalmente consumido, con profundas ojeras y marcas oscuras en la piel, vuelve a suplicarle.
—Necesito que me jure que las cuidará si me sucede algo —suplica.
—No puedo hacerle esa promesa y lo sabe perfectamente.
—Mi hija es joven, tiene derecho a vivir...
—Mire, yo también tengo problemas con sobrinos rebeldes que se meten en peleas clandestinas y no por ello pido ayuda a los demás.
—No lo entiende —insiste mi padre—. Necesito que me jure que, si alguna de ellas está en peligro, las protegerá. Aunque tenga que venderles la casa. Aunque tenga que sacarme del cementerio de una patada y vender mi tumba. No me importa. Necesito que me lo prometa, monsieur Ainsworth. Se lo suplico.
Albert se queda mirándolo un momento con los labios apretados. Parece que ha pasado una eternidad cuando por fin asiente con la cabeza.
—Solo en caso de extrema necesidad.
El recuerdo se difumina mientras pronuncia esas últimas palabras y da paso a otro de la casa que he visto antes.
Una niña ahora de unos catorce años está sentada en el alféizar de la ventana. Su cuerpo ha empezado a cambiar, a crecer, y su ropa también, por lo que viste mucho más discreta. Incluso su pelo está recogido, no suelto y libre. Tiene los brazos delgados y pálidos y observa, con ojeras marcadas bajo dos ojos tristes, cómo dos hombres trajeados se acercan por el camino a su casa.
Su madre, a unos metros, abre la puerta y habla unos segundos con ellos. A la niña no se le escapa ni una lágrima cuando su madre empieza a sollozar, pero no aparta la mirada del sitio por el que durante tantos años ha aparecido tantas veces su padre... y ya nunca más lo hará.
El recuerdo se difumina y me doy cuenta de que me están cayendo lágrimas por las mejillas.
Esta vez, la chica tiene dieciséis años. Está de pie en un sitio abierto, pero oscuro y triste. Un cementerio. Está anocheciendo. Se queda mirando la tumba, todavía con la ropa negra del funeral, y puedo ver los últimos resquicios de pena en su mirada por la muerte de su madre.
—Suicidio —murmura uno de los hombres que pasa por su lado para abandonar el funeral—. Ni siquiera irá al cielo.
El siguiente recuerdo tiene un aura todavía peor que esta. La chica tiene diecisiete años. Parece totalmente apática, delgada y desconectada de la realidad. Está volviendo a casa del trabajo con las manos dentro del abrigo. Unos hombres le dicen algo al pasar por su lado y ella se apresura a cambiar de acera de forma automática. Está en un sitio peligroso. Es el único sitio en el que se puede permitir vivir.
Puedo ver los cambios en ella. El pelo más corto, seco y atado de cualquier forma. La ropa vieja, roída y sucia, lo primero que ha encontrado. Las manos que, aunque oculte, están llenas de magulladuras y quemaduras porque ahora trabaja como limpiadora en unas cuantas casas de la ciudad... puedo verlo todo. Pero lo que más me rompe el corazón es su mirada perdida, como si ya no tuviera nada por lo que luchar.
Y de pronto, parece que se da cuenta de eso. De que ya no le queda nada.
Con los gritos de los hombres todavía de fondo, se detiene de golpe y su mirada totalmente apática se clava en el frente. Pasan unos segundos en los que parece que ni siquiera respira antes de que su mano se abra sola y la cartera con dos francos, lo único que tiene, caiga al suelo.
Los hombres siguen gritando —ahora también hay mujeres— cuando cruza la carretera como si estuviera sumida en un sueño. Las risas aumentan. Ella no se detiene. Las risas siguen. Ella se sujeta a la barandilla del puente que ve cada día al volver del trabajo y empieza a pasar una pierna por encima de las barras. Las risas mueren al instante.
Se escuchan gritos de alerta, voces ahogadas y pasos acercándose a toda velocidad, pero ella ya está decidida. Por fin parece haber algo en su mirada, como si de pronto se sintiera viva, cuando se sienta en la barandilla del puente y se quita el abrigo, dejándolo en el suelo húmedo de la estructura. Un vaho blanco sale de sus labios cuando se gira para comprobar que los hombres, que corren hacia ella como si quisieran detenerla, no se han acercado lo suficiente y vuelve a mirar hacia delante.
Solo lo piensa un segundo. Y sé lo que ha pensado. Sus padres. Los únicos que merecen su último recuerdo.
Y, tras eso, suelta sus manos y se deja caer.
El recuerdo se difumina lentamente acompañado de los gritos de horror y puedo sentir el terror de esa gente en mi propio cuerpo. De hecho, estoy llorando. Y no me recupero cuando una imagen vuelve a formarse delante de mí. Parpadeo, intentando que la visión borrosa se aleje, y veo que se trata de un río.
Puedo ver el puente del que se ha lanzado hace unos instantes. Está muy lejos, pero jamás podría olvidarlo. Y lo más escalofriante es ver la silueta de la chica, que está inconsciente. Veo su mano sobresaliendo entre las rocas en las que ha chocado con el curso del río. Veo la sangre fluyendo con el agua. Y, de pronto, veo una figura saltando al agua justo por donde ha saltado ella hace unos segundos.
La figura empieza a nadar a toda velocidad hacia ella y, cuando la tiene cerca, le pasa un brazo por debajo de los hombros y empieza a tirar de ella en dirección contraria al agua para llegar a la orilla. Resopla, gruñe y hace un gran esfuerzo, pero finalmente consigue arrastrar el cuerpo de la chica lejos del alcance del agua, donde la deja de espaldas sobre el suelo y se coloca de rodillas a su lado, mirándola y tratando de contener el aliento.
Y es entonces, a la luz de la luna, que por fin le veo la cara al chico. Y lo reconozco al instante.
Foster.
Él tiene el pelo rubio más largo de lo que lo tiene ahora. Está completamente empapado y, pese a que algunos mechones le cuelgan sobre la frente, lo tiene pegado a la cabeza por el agua. Al igual que una fina camisa gris que se le transparenta y se le pega en el pecho, estómago y brazos. Lleva unos pantalones informales y unos zapatos viejos. Y los arrastra para acercarse más al cuerpo de la chica.
La mira un momento, todavía respirando con dificultad, y le aparta el pelo húmedo y oscuro de la cara. Acerca una mejilla a su boca, como si intentara ver si siente aire saliendo de su boca. Al no notarlo, suelta una palabrota en voz baja y se acerca para pegar una oreja sobre su corazón.
Debe escuchar algo, porque abre mucho los ojos y vuelve a incorporarse de golpe para colocar ambas manos sobre el abdomen de la chica. Le echa una ojeada antes de presionarla tres veces seguidas en esa zona. La mira, esperando una reacción, y al no llegar vuelve a intentarlo.
A la cuarta, la chica por fin se mueve. De hecho, su cuerpo convulsiona un poco y Foster la mueve para que quede de lado, a lo que ella empieza a toser y a soltar toda el agua. Cuando termina, permanece con los ojos cerrados y respira con dificultad.
—Menos mal —murmura Foster, y se acerca para sujetarle la cabeza—. Abre los ojos, vamos, por favor. Ya está. Ya estás a salvo.
Ella aprieta los párpados y, muy lentamente, parece ser capaz de abrirlos y mirarlo. Sigue medio inconsciente, así que apenas se da cuenta de nada. Pero Foster sonríe, aliviado.
—Verás que gracia le hará a Albert que me presente contigo —murmura.
El recuerdo empieza a difuminarse cuando Foster la levanta para llevarla en brazos.
Siento una extraña presión en el pecho y no puedo dejar de llorar cuando el recuerdo cambia a otro. En el vestíbulo de antes, pero desde las escaleras. La chica lleva un camisón blanco y el pelo suelto, pero puedo ver las vendas que cubren las heridas del río. En la espalda, la nuca y la pierna.
Ella se detiene en la barandilla y se asoma para observar la conversación que se forma entre Albert, Foster y Vienna en el piso de abajo.
Albert y Vienna se ven exactamente como hoy en día, pero Foster no. Está un poco más musculoso y su estilo ha cambiado bastante. Tiene el pelo un poco más largo, peinado de cualquier manera de forma que varios mechones castaño claro se caen sobre la frente y le enmarcan perfectamente los ojos verdes, una corta barba incipiente le cubre la mandíbula y su postura es más desgarbada, más despreocupada. Por no hablar de su ropa. Lleva una camiseta usada, unos pantalones oscuros y unas botas. Nada más.
Se pasea por el vestíbulo con los brazos cruzados, claramente frustrado, mientras Vienna y Albert lo observan.
—Tú la encontraste —le recuerda Vienna.
—¿Y qué? —espeta Foster, incluso su voz suena más agresiva—. Se supone que confía en ti, ¿no?
—Confía en mí, pero se expresa mejor cuando tú estás aquí —insiste Vienna—. Creo que le gusta estar contigo.
—¿Que le gusta estar conmigo? —repite Foster, deteniéndose de golpe y mirándola—. Ni siquiera ha hablado desde que llegó.
—Háblale bien a Vienna —advierte Albert con voz grave.
—A lo mejor es muda —Foster se encoge de hombros—. Yo no sé nada de mudos, así que dejadme en paz.
—No es muda —insiste Vienna—. Lo único que tiene es que está traumatizada, por eso todavía no ha dicho nada. Pero con ayuda...
—¿Por qué queréis ayudarla? —Foster entrecierra los ojos—. Normalmente no sois así.
Vienna mira a Albert, que suelta un largo suspiro.
—Es... la hija de uno de mis antiguos clientes. Murió hace tres años. Su última voluntad fue que las cuidara a ella y a su madre si algo le ocurría.
—¿Y qué ha sido de su madre? —pregunta Foster, desconfiado.
—Por lo que tengo entendido... se ahorcó con una cuerda en su habitación. Su hija la encontró. No ha vuelto a decir nada desde entonces.
Foster por fin parece bajar un poco sus defensas. Descruza los brazos y se queda mirándolos con los labios entreabiertos. No se esperaba algo así.
La chica, mientras, sigue asomada a la barandilla. El tema le entristece, pero verlo a él hace que se le olvide. Repiquetea los dedos en la barandilla de madera, mirándolo.
—Les perdí la pista después de que las desahuciaran —añade Albert con voz atormentada—. Intenté encontrarlas durante años, pero... fue imposible. Hasta que tú trajiste a la chica.
—Y ahora podemos ayudarla —insiste Vienna.
Foster lo considera un momento, claramente a la defensiva.
—¿Sabéis cómo se llama?
—Genevieve Beaumont.
—¿Genevieve? —repite Foster, como si intentara saborear la palabra.
La chica de la barandilla da un pequeño respingo cuando escucha su nombre en voz alta, pero cuando lo escucha de los labios de Foster ya no puede evitarlo y su corazón empieza a latir a toda velocidad.
Foster, que escucha el bombeo de sangre enseguida, gira la cabeza y sus miradas se encuentran. La chica pierde el aliento y se queda muy quieta. Él parece algo sorprendido, pero al instante aprieta la mandíbula y su mirada se vuelve helada.
Y, aunque su mirada sea helada... ella puede sentirlo. Lo sé porque incluso yo lo siento. Cada vez que lo mira, un hormigueo agradable y doloroso a partes iguales se instala en la parte baja de su estómago y hace que le resulte difícil pensar con claridad. Y sabe que a él también le pasa. Lo sabe. Ha visto la forma en que la mira cuando cree que no se da cuenta. Y eso solo consigue que su corazón se acelere todavía más.
Es Foster quien rompe el contacto visual, molesto. Se queda mirando el suelo un momento con la mandíbula apretada antes de darse la vuelta y encaminarse hacia la salida.
—¡No vayas a esas peleas clandestinas! —le advierte Albert.
—Déjame en paz.
—¡Tienes que ayudarme con el negocio, Foster!
—Vete a la mierda, Albert, tú y tu negocio.
El recuerdo se difumina. Apenas he podido parpadear cuando veo una sala parecida al vestíbulo, solo que con muchas estanterías repletas de libros de todo tipo y color. Hay una mesa en el centro y, en medio de esta, una lámpara de aceite encendida. La chica, menos pálida y con más peso, como si se estuviera recuperando, lleva un conjunto verde y el pelo suelto sin mucha preocupación. Tiene la cabeza apoyada en un puño y mira totalmente embelesada a su lado.
Y... ahí está Foster. Está hablando de algo que no entiende sobre letras y combinaciones. Señala algo con un dedo, pero la chica no despega los ojos de su cara.
En algún momento, sin siquiera levantar la cabeza, sabe que lo está mirando fijamente.
—Me ofrecí a enseñarte a leer y escribir —aclara lentamente—, pero no lo haré si no me escuchas.
La chica parpadea, enrojece de pies a cabeza y baja la mirada al libro al instante. Sigue sin haber dicho nada.
Foster suspira y vuelve a señalar lo que decía.
—Es un árbol genealógico —le explica—. ¿Ves? Esta es una de las familias más famosas de la historia inglesa. Seguro que algún nombre te suena.
La chica se acerca un poco más y señala uno de los nombres. Foster enarca una ceja al verlo.
—Albert y Victoria fueron los primeros —le explica, y cuando la chica baja el dedo sonríe—. Sí, Albert, como el enano pesado que está abajo. Todos esos son sus hijos.
Lo mira con sorpresa, a lo que él parece divertido.
—Hijos —repite—. Vamos, no te hagas la tonta. Sabes lo que son. ¿Qué nombre te gusta más?
La chica duda un momento, repasándolos, antes de decantarse por uno de ellos.
—Alice —lee Foster—. Bueno, pues intenta escribirlo como te enseñé.
La chica se apresura a recoger un trozo de papel y, tras remojar una pluma, se muerde el labio inferior con fuerza y empieza a escribir con suma dificultad, como si cada letra fuera un esfuerzo inmenso en sus manos inexpertas.
Foster espera sin decir una palabra y sin poner una sola mala cara hasta que ella, finalmente, gira la hoja para que la vea. Parece orgullosa.
—Te has equivocado —le dice Foster, extrañado—. Era Alice, no...
—A... ddy...
Foster se queda muy quieto un momento antes de levantar la cabeza y mirarla, pasmado.
—¿Eh? —pregunta con un hilo de voz.
—Adela —repite la chica con voz rasposa, como si hablar fuera difícil—. Addy...
—¿Te gusta ese nombre?
Ella asiente. Foster se queda mirándola un momento.
—¿Es el nombre que le pondrías a tu hija?
La chica vuelve a asentir con una sonrisa en los labios. Hay un momento de silencio en el que por fin Foster se parece al actual. En lugar de esa actitud defensiva, simplemente asiente con la cabeza lentamente, como si estuviera orgulloso de ella.
—Es un buen nombre —murmura.
De nuevo, se sumen en un extraño silencio. No es incómodo, pero está claro que tampoco es deseado, porque ambos se miran el uno al otro como si esperaran a que alguno reaccionara y dijera algo.
El ambiente cambia al instante y la chica lo nota, porque empieza a juguetear con la pluma, ansiosa, y sus mejillas se enrojecen. Foster traga saliva nada más verlo. Les pasa cada vez que se quedan a solas y, extrañamente, a ella le gusta mucho. No entiende por qué Foster la rehúye de esa forma.
Y, de pronto, parece encontrar la fuerza que necesita, porque traga saliva y se acerca un poco a él. Foster la mira con una mezcla de desconfianza y deseo muy extraña. La chica se acerca más, mirándolo, y sus ojos se desvían un momento a sus labios sin darse cuenta. Solo quiere seguir acercándose. Y sabe que él quiere que se acerque.
Pero, por algún motivo, Foster hace lo mismo de siempre. Al instante en que se da cuenta de que está demasiado cerca, se aparta y se pone de pie, claramente alterado. Sus hombros se tensan cuando la mira con el ceño fruncido.
—¿Se puede saber qué haces? —la incrimina.
Ella se queda mirándolo, ahora con los ojos muy abiertos, y se vuelve a colocar en su asiento con el cuerpo entero totalmente tieso.
—Sabía que esto no era una buena idea —murmura Foster, negando rápidamente con la cabeza.
Y, acto seguido, la deja sola en la habitación.
El recuerdo se difumina y da paso a otro distinto. Habrán pasado unos meses. La chica está de pie en el vestíbulo. Lleva un vestido de color crema y el pelo suelto excepto por dos mechones que se ha atado tras la cabeza. Juguetea con sus manos mientras Foster pasea por delante de ella, murmurando algo en voz baja.
—...los vampiros —está diciendo, pasándose una mano por el pelo rubio echado hacia atrás—. Albert no debería dejar que te reunieras con ellos.
—No soy una niña —murmura ella, poniéndole mala cara.
Foster deja de andar un momento para juzgarla con la mirada, a lo que ella esboza una pequeña sonrisa divertida.
—Quizá a tus ojos lo sea —corrige—, pero yo no me siento una niña.
—No es cuestión de que seas o no una niña, es que eres una humana. Y los vampiros no son de fiar.
—Tú eres un vampiro, Foster. Y Albert también.
—Pero no todos los vampiros son como nosotros. Algunos son... peligrosos.
—Bueno, para eso te tengo a ti protegiéndome, ¿no?
Foster se queda mirándola un momento con una expresión extraña, como si intentara no demostrar lo mucho que eso le ha gustado.
—Y si eso no fuera suficiente —añade la chica suavemente—, quizá... podríamos contemplar otras alternativas.
La cara de Foster cambia al instante a una máscara hermética y helada que hace que ella se encoja un poco.
—No.
—Soy mayor —insiste ella—. Puedo decidir.
—No sobre esto.
—Quiero decidir.
—Vee, no es una tontería. Es el resto de tu existencia. ¿De verdad quieres esto?
—Sí, lo quiero.
—No sabes lo que quieres. Solo tienes diecinueve años.
—He vivido contigo, Albert y Vienna durante dos años. Sé perfectamente lo que conlleva. Quiero hacerlo. Quiero convertirme.
Foster parpadea, como si no supiera qué decir, antes de sacudir la cabeza.
—Cuando cumplas los veinticinco.
—¡Para eso faltan años!
—Es la edad que se pide para todos, Vee, y necesito que estés segura antes de...
La conversación se corta cuando la puerta se abre de golpe. Albert aparece hablando tranquilamente con Vienna y dos personas más. Las reconozco al instante y mi corazón da un vuelco.
Ramson y su madre.
Ella tiene el mismo aspecto, pero Ramson parece increíblemente jovencito. Y sigue sin haberse transformado. Su pelo castaño está muy corto, sus ojos grises parecen más inseguros que hostiles y su postura es mucho menos altiva. De hecho, va con las manos en los bolsillos y escucha a su madre con aire dubitativo, como un corderito asustado.
—Ah, Foster —la madre de Ramson se detiene al verlo—. Es un placer verte otra vez.
—Leanne —él sonríe con educación.
Leanne desvía la mirada al instante hacia la chica y parece volverse despectiva
—No sabía que teníais una nueva... incorporación.
—Es parte de la familia —aclara Vienna tranquilamente.
La chica esboza una pequeña sonrisa al escuchar eso, pero no dice nada. Sabe que no debe hacerlo.
Y Ramson, por fin, parece verla.
Su expresión cambia al instante. Pasa de parecer que piensa en sus cosas a quedarse mirándola con los labios entreabiertos, como si acabara de contemplar algo increíble. Y, pese a que ella no le devuelve la mirada en ningún momento, prácticamente se queda así durante todo el tiempo que dura el recuerdo.
Recuerdo nuevo. Una habitación. Un ventanal abierto. Hace calor. El sol entra por él e ilumina una gran cama doble en la que está sentada la chica con una gran sonrisa. Está rodeada de ropa y parece entusiasmada cuando observa la puerta.
La puerta... por la que acaba de entrar Foster. Está vestido con uno de esos trajes antiguos de pantalones negros, camisa blanca por los codos y dos tiras que van desde la cintura hasta los hombros.
Hay un momento de silencio antes de que él se señale a sí mismo, muy orgulloso, y la chica estalle en carcajadas. Él enrojece al instante.
—¿De qué te ríes? ¡Llevo media hora vistiéndome!
—¿Eso es lo mejor que puedes hacer? —le pregunta, todavía riendo.
—¿Qué? ¿Está mal?
—No, pero... no hace falta que sea tan exagerado. Albert no se viste así.
—Bueno, ahora el director seré yo —se defiende, muy digno—. Tengo que dar una buena imagen.
—Esa no es una buena imagen, Foster.
—¿No lo es? —se mira a sí mismo.
—Lo único que vas a conseguir es que la gente se desmaye al verte. No va a venir ni un solo cliente casado.
Él hace como si fuera a fingir que eso le afecta, pero al final sonríe ampliamente, encantado, y vuelve a meterse en el vestidor.
La imagen se difumina y aparece otra. Un coche de esos antiguos, de ruedas y faros exagerados y techo plano. Foster lo está conduciendo con una gran sonrisa y va diciendo algo a un muy enfadado Albert, que está en el asiento de atrás con la chica. Vienna ocupa el asiento del copiloto.
—No entiendo por qué no puedo sentarme delante —insiste Albert, enfurruñado—. ¡Soy mayor que todos vosotros!
—Sigues pareciendo un niño —le recuerda Vienna, divertida.
Nunca la he visto sonriendo así.
—¡En mis tiempos, los humanos respetaban a los vampiros! —chilla Albert, furioso—. ¡Y no se...!
—Ya lo hemos entendido, tus tiempos eran mejores y estos son una mierda. —Foster pone los ojos en blanco—. Venga, id a por el vestido.
Acaba de aparcar el coche. La chica está entusiasmada. Van a comprarle un vestido para una fiesta muy especial. Hace años que no puede ir a comprar nada y le hace ilusión que todos la vayan a acompañar.
—¿No vienes? —le pregunta Vienna a Foster, colocándose el sombrero y las gafas de sol para ocultar sus marcas.
—Tengo que aparcar el coche. Y, por lo que veo, tardaré un poco. Iré cuando pueda.
—Como quieras. —Vienna se gira hacia los otros dos—. Vamos, hombrecito y jovencita.
—A mí no me llames hombrecito —se enfurruña Albert, saliendo de un saltito del coche.
—¿Prefieres que te llame cariñito?
—¡Que no uses diminutivos! ¡Soy un adulto!
Mientras ellos siguen discutiendo fuera del coche, la chica se desliza sobre el asiento trasero mirando a Foster. Él tiene el traje del otro recuerdo puesto, el pelo echado hacia atrás, una mano en el volante y la otra en el cambio de marchas.
Quizá se queda mirándolo más tiempo del necesario.
Él se da cuenta —como siempre que lo mira— y se da la vuelta hacia ella. Enarca una ceja al instante en que la pilla.
—¿No vas con ellos?
—Yo... eh... sí... eh... perdón.
Foster sacude la cabeza, divertido, y vuelve a girarse hacia delante esperando a que ella salga del coche. La chica lo mira un momento más antes de deslizarse de nuevo hacia la puerta.
Sin embargo, justo cuando la abre, se lo piensa mejor y se gira hacia él.
—Solo una cosa más...
En cuanto Foster gira la cabeza para mirarla, se queda completa y absolutamente quieto porque ella le cubre las mejillas con las manos y le planta un beso en los labios.
Es un beso cortísimo, tímido y propio de alguien que da el primer beso de toda su vida. Apenas dura unos segundos y solo presiona sus labios contra los de él, pero ella ya se siente como si todo su cuerpo reaccionara de forma devastadora y absoluta a ese pequeño contacto.
Cuando se separa, está tan roja como el lazo que le sujeta el pelo.
Se queda mirándolo, pasmada.
Él se queda mirándola, pasmado.
Ella sigue mirándolo, pasmada.
Él sigue mirándola, pasmado.
En cuanto Foster hace un ademán de decir algo, ella suelta algo parecido al chillido de pánico de una hiena y sale corriendo del coche.
Nuevo recuerdo. Es un día de nieve. Están fuera de su casa, en la parte del jardín trasero. La chica está sentada en un banco con Vienna, que observa a Albert y Foster jugando por el jardín con un perrito que acaban de adoptar. Es diminuto y peludito. Ella quería llamarlo Bichito, pero Albert ha insistido en que se llame Deandre.
A unos metros de distancia está la diana con la que suele practicar con Foster y el arco que le regaló él mismo hace apenas un año. Son sus momentos favoritos del día, porque puede pegarle la espalda al pecho con la excusa perfecta, sin que se note demasiado lo mucho que le gusta.
Básicamente, el juego consiste en Deandre persiguiendo a Albert, Foster lanzándole bolas de nieve gigantes cuando consigue esquivarlo y... bueno, Albert chillando que lo traten con respeto o los matará a todos.
—Son peores que los niños —murmura Vienna, sacudiendo la cabeza.
La chica parpadea cuando se da cuenta de que ha estado mirando fijamente a uno de los integrantes del juego. Al rubio alto que no deja de reírse y molestar a su tío abuelo, concretamente.
—Sí —murmura, solo para dejar claro que está escuchándola.
Vienna le echa una ojeada. Está tomando un té caliente, así que cuando le da un sorbito añade un tono dramático a su mirada.
—¿Qué pasa? —pregunta la chica, incómoda.
—Ya hemos hablado de la fiesta del sábado, Vee.
—Ajá...
—No puedes pasarte la noche con Foster.
—Ajaaaaaá...
—Él tiene que estar con sus clientes.
—No iba a hacerlo —miente.
—No le distraigas de su trabajo. Últimamente lo haces mucho. Incluso sin intentarlo.
Ella está a punto de decir algo, pero se detiene cuando ve la cara de Vienna. Suelta un resoplido de hastío.
—No me digas que...
—...vas a tener que pasar un rato con Ramson, sí.
—¡No me gusta estar con él!
—Bueno, querida, su madre es una clienta importantísima de la empresa y quiere que su hijo esté contento. Y resulta que él está contento cuando le dejamos hablar contigo.
—Pero yo no estoy contenta —insiste, frunciendo el ceño—. Me mira... raro, no sé.
—Oh, cariño... —Vienna suelta una risita y le pasa una mano por la mejilla—. No te mira raro, te mira así porque le gustas. Es muy evidente.
La chica no parece muy satisfecha, pero aún así apoya la cabeza en el hombro de Vienna, que le pasa un brazo por encima de los hombros y le da un apretón reconfortante con la mano.
—Piénsalo como un favor para Foster —añade—. Un cliente feliz es un incentivo para la empresa. ¿Lo harás?
—Supongo...
—Esa es mi chica favorita.
Cambio de recuerdo. La noche de la fiesta. 1940. No sé cómo lo sé, pero lo sé perfectamente.
La chica lleva el pelo atado por convención, un tocado en el pelo y un vestido que le llega por debajo de las rodillas y le marca la cintura. También se ha puesto unos guantes finos a juego y unos tacones del color del tocado. No deja de juguetear con sus guantes, los nervios le impiden estar quieta.
Y es porque está sola en un ascensor con Foster, claro.
Él parece mucho más tranquilo. Va vestido con un traje formal, tiene el pelo hacia atrás excepto por unos cuantos mechones que le golpean la frente y Albert le ha obligado a afeitarse. Parece mucho más formal de lo que suele parecer.
Pasan varios segundos antes de que ella se atreva a hablar.
—Oye... antes de que... lleguemos a la fiesta...
Foster se gira hacia ella con curiosidad, dejándola seguir. Ella vuelve a juguetear con sus guantes, totalmente nerviosa.
—¿No te apetece una fiesta de alemanes? —bromea él, al final.
—No, no es eso... es...
La pobre enrojece. No sabe cómo decir eso. Nunca ha tenido que lidiar con situaciones así.
—Lo del coche —dice finalmente—, no fue... fue algo... es decir...
Foster ya no parece distraído. Ahora la mira fijamente. Está claro que tiene toda su atención. De hecho, parece estar esperando impacientemente que siga hablando.
—No debí hacerlo —dice ella finalmente, con la mirada clavada en los tacones—. Eh... mhm... nunca había dado un beso de tal calibre y...
Se detiene en seco, en medio de su más absoluta vergüenza, y levanta la cabeza cuando escucha la risita de Foster. Su expresión tímida se vuelve un ceño fruncido.
—¿Te estás riendo?
—A ver... es gracioso.
—¡No es gracioso! ¡Estoy intentando decirte algo importante!
—No, lo gracioso es que consideraras que eso fue un beso de tal calibre.
Ella abre la boca y vuelve a cerrarla, indignada y avergonzada a partes iguales, cuando él sigue riéndose a carcajadas en su cara.
—¡No es gracioso! —insiste, furiosa—. ¡Fue... el primer beso que he dado en mi vida!
—Oh, Vee, eso no fue un beso. Fue un roce.
—Para mí fue un buen beso.
—Un día te enseñaré lo que es un buen beso y te darás cuenta de que eso solo fue un roce.
Silencio. ¿Eso debería asustarla? No lo hace. Más bien, hace que un hormigueo extraño, de anticipación y deseo, le recorra el cuerpo entero. Ahora, cuando juega con sus guantes, es por otro tipo de nervios.
—Eso tendrás que demostrármelo —susurra.
No se están mirando el uno al otro, pero la tensión es más que evidente. El ambiente se ha vuelto pesado y caluroso. Ella tiene la cara completamente roja y a él se le ha tensado un músculo de la mandíbula.
—Estoy deseando hacerlo —dice Foster en voz baja.
Ella es demasiado consciente de que, si se mueve un poco, le rozará el brazo. Él es demasiado consciente de que, si gira la cabeza, la encontrará mirándolo.
—¿Y... a qué esperas?
Ella se mueve sin darse cuenta y, aunque la tela del guante haga de barrera entre ambos, siente la conexión con su piel al instante en que roza su mano. Él cierra los ojos sin darse cuenta, su pecho subiendo y bajando más rápido de lo normal.
—Vee... —murmura, y suena a advertencia.
El hecho de que diga su nombre de esa forma no ayuda, y ella contiene la respiración cuando recorre el dorso de su mano con un pulgar. La reacción de Foster es inmediata. Su mano se tensa y la aprieta en un puño.
—No deberíamos hacer esto —dice finalmente.
Ella, algo sorprendida, aleja su mano de la suya y aparta la mirada. Siente que Foster se tensa a su lado, pero no vuelve a mirarlo.
—¿Y ya está? —pregunta dolida.
Los segundos pasan y él no dice nada. De hecho, pasan tantos segundos que ya casi están en el piso de arriba y la chica asume que no va a responderle, como siempre.
Sin embargo, esta vez sí hay respuesta.
—No —le dice en voz baja, mirándola—. Solo una cosa más...
Se queda petrificada de pies a cabeza cuando él tira de su muñeca para atraerla y, antes de que pueda reaccionar, le agarra la nuca con una mano y la atrae para besarla en los labios.
No es un beso tierno. En absoluto. Es un beso cargado de deseo contenido durante demasiado tiempo que ahora estalla y hace que ambos pierdan el control de la situación. Ella suelta una bocanada de aire contra su boca y a él se le escapa un sonido desde lo más profundo de la garganta casi al mismo tiempo que su otra mano se clava en la parte baja de su espalda para pegar su cuerpo al suyo.
Puedo ver el momento exacto en que ella deja de tener miedo y levanta las manos lentamente, dudando, para ponerlas tímidamente en su espalda. A él se le tensan los hombros cuando el cuerpo le pide lanzarse más a por ella, pero se contiene para no asustarla.
Finalmente, una campanita hace que el ascensor se detenga. Foster la suelta y da un paso atrás. Tiene manchas de pintalabios en la boca y el pecho le sube y le baja a toda velocidad. Ella es un desastre de temblores y cara roja.
—¿Ves? —él se señala la boca—. Esto es un buen beso.
Parece que ella quiere decir algo pero, en cuanto las puertas del ascensor se abren, él sale disparado entre la gente, quitándose el pintalabios con el pulgar. Ella tiene que contenerse para no esbozar una sonrisita entusiasmada.
El recuerdo desaparece. Aparece otro. Apenas hay unas pocas horas de diferencia entre ambos. La chica está en el jardín de la fiesta con el mismo vestido de antes y una sonrisa embobada en los labios. La ha estado arrastrando toda la noche, y eso que no ha vuelto a ver a Foster.
De hecho, ahora mismo está haciendo lo que le dijo a Vienna y acompaña a Ramson, que parece bastante tenso, como de costumbre.
—Hoy... estás muy guapa —le dice, sin mirarla.
—Gracias.
Silencio incómodo.
—Tú también —añade.
—Gracias.
Silencio más incómodo.
Ella se fuerza a sonreír con un poco más de formalidad cuando él por fin se atreve a girarse en redondo para mirarla.
—¿Puedo hablar contigo un momento?
—Eh... ya estamos hablando, ¿no?
—Sí, pero... eh... digo en privado.
Ella parece dubitativa, pero lo sigue de todas formas. Ramson parece sumamente nervioso. Es decir... siempre lo parece, pero hoy más que nunca.
Se detiene junto a una fuente que hay un poco apartada del resto y se mete las manos en los bolsillos, girándose hacia ella. La chica sigue sosteniendo su copa y lo mira con bastante confusión.
—¿Es algo malo? —pregunta.
—¡No! Bueno, a ver... es algo, pero no es malo.
—Ah. ¿Y qué es?
Honestamente, se conocen desde hace ya unos meses, pero sigue sin gustarle demasiado. No le gusta que actúe siempre así con ella. Preferiría que fuera más natural. Le caería mejor.
Y, finalmente, Ramson da un paso hacia ella, dudando.
—Yo... eh... —empieza, y se queda callado.
Silencio incómodo... otra vez.
—¿Prefieres que vaya a dar una vuelta y luego vuelva? —sugiere ella, apiadándose cuando ve que enrojece de nuevo.
—¡No! Tú... quédate, ¿vale? Tengo que decirte una cosa.
—Vale... te escucho.
Ramson respira hondo y, por fin, se gira hacia ella y la mira directamente.
—Me gustas. Me gustas... mucho.
La chica se queda a medio camino de llevarse la copa a la boca y lo mira con los ojos muy abiertos, pasmada.
—¿Eh?
—Lo siento, ya no... ya no podía seguir guardándomelo.
Ella no sabe qué decir. Ya lo sabía. Es muy evidente. Pero... no esperaba que se atreviera a decírselo. Y menos esa noche.
—Ramson —empieza—, yo no...
—Sé que nos conocemos desde hace poco —sigue él—, pero... nunca he sentido esto por nadie. Eres... todo en lo que puedo pensar. Todo lo que quiero.
—Y yo... te lo agradezco, pero...
—Te he comprado esto.
Ella se queda pasmada cuando, de la nada, saca un anillo del bolsillo y se lo enseña. Es plateado y tiene la inscripción de ese año y... de sus dos nombres.
—¿Me estás pidiendo...? —empieza, con voz chillona.
—¡No! Es... un recuerdo —se apresura a decir él—. He pensado en hacerme uno a juego...
—Ramson...
—...y podría ponérmelo cuando venga a verte, porque...
—Ramson, escucha...
—...mi madre nunca aprobaría esto, pero no me...
—Ramson, por favor, escúchame, esto no...
—...importa, lo único que me importa eres tú. Y necesito que me digas que tú sientes lo mismo.
Por un breve momento, ella desea poder decírselo. De verdad que lo desea. Pero... no es capaz de hacerlo porque simplemente no se siente así.
Sin embargo, antes de que tenga tiempo para encontrar las palabras adecuadas para expresarlo, él se adelanta y la sujeta bruscamente de los hombros. Sus labios están sobre los suyos antes de que pueda reaccionar y apartarse, pero lo hace enseguida, tan sobresaltada que su mano suelta la copa y el cristal se hace añicos contra el suelo.
Ramson la mira, sorprendido, cuando ella se aleja varios pasos.
—¿Qué haces? —le pregunta ella con voz chillona.
—Yo... besarte. ¿No es...?
—¡Ramson, no me has dejado responderte!
—Porque está claro —empieza a dudar—, ¿no?
—¡No, no lo está!
—¿Y qué...?
—Ramson —lo corta en seco cuando intenta acercarse—, eres un chico muy especial y un gran amigo, pero... no te veo de esa forma, lo siento.
Él la mira fijamente durante unos instantes, pasmado, como si esas palabras no tuvieran sentido. De hecho, se pasa así varios segundos antes de apartar la mirada, claramente enfadado, y marcharse en dirección contraria.
El recuerdo desaparece y es sustituido por uno de varios años después. La chica tiene veinticuatro años. Hoy lleva el pelo suelto y un vestido sencillo. Sale del despacho de Foster con una sonrisita privada, a lo que Vienna la mira desde su mesa y sacude la cabeza.
—Dile al jefe que eso de besuquearse en horas de trabajo no es la mejor ética laboral del mundo.
—Oh, déjale. Solo he ido a decirle una cosa.
—Sí, seguro que habéis hablado mucho.
—¿Dónde está Albert?
—En el salón, creo.
La chica se dirige hacia ahí encantada, como siempre que sale de ese despacho, pero se detiene justo antes de empujar la puerta. Dos voces emergen de su interior. Una es la de Albert, y parece enfadado.
—...tranquilos —remarca—. No es tu problema.
No se atreve a asomarse, pero de alguna forma sabe que quien está con él es Ramson.
Desde lo de la fiesta, su relación se enfrió y, aunque él ha vuelto a intentarlo unas cuantas veces, ella ha dejado de ser tan simpática al rechazarlo. Incluso a Foster, con quien antes de llevaba de maravilla, ha dejado de gustarle.
Albert, sin embargo, sigue teniendo una buena —y relativa— relación con él.
—Sí lo es —murmura Ramson.
—No, no lo es. Te rechazó hace años, Ramson. Siento ser yo quien te lo diga, pero ya va siendo hora de que pases página.
Silencio.
—Quizá —insinúa Ramson en voz baja, con un deje irónico—, debería empezar a tratarla como una mierda, igual que Foster. Así se fijaría en mí, ¿no?
—Él no la trata mal y lo sabes perfectamente.
—Si la quisiera tanto como dice, ya la habría convertido.
—Eso, de nuevo, no es problema tuyo.
El recuerdo cambia. Es una habitación. Una habitación que reconozco como mía, aunque apenas la recuerde. Los muebles, la cama, las sábanas, la ropa doblada en un rincón... todo grita que es mío. Incluso la ventana abierta aunque sea de noche. La chica está de pie junto a ella. Le tiemblan las manos por los nervios. El reloj que tiene detrás, al otro lado de la habitación, indica que acaba de hacerse medianoche.
Foster aparece a su lado con un pastel de limón en la mano, el favorito de la chica. Tiene una vela encendida en el centro y él la protege con la mano para que no se apague hasta que se planta a su lado.
—Feliz cumpleaños, Vee —le sonríe.
Ella le devolvería la sonrisa, pero está demasiado nerviosa. Se limita a soplar la vela y tratar de respirar hondo.
—Quería hacer algo más especial —comenta él, lamiéndose el pulgar, ahora manchado con el pastelito—, pero me dijiste que este año no querías nada y no...
Se calla de golpe cuando ella le quita el pastelito de la mano, lo deja en el alféizar de la ventana y lo rodea con los labios para besarlo en la boca con toda la intensidad que su cuerpo le permite.
Foster se queda pasmado durante un segundo, pero solo uno. Después, la rodea con los brazos por la cintura y le devuelve el beso, intensificándolo mucho más y subiendo una mano por su espalda hasta llegar a su nuca y sujetarle el pelo con un puño. Ella suelta un suspiro contra su boca, pegando sus cuerpos. Se está acordando de la primera vez que se besaron de esa forma, hace dos años. También fue su primera vez en la cama. Siente los mismos nervios placenteros que esa noche.
Foster se separa y la mira. Ella tiene la respiración superficial cuando se sujeta de sus bíceps, asintiendo con la cabeza.
—Hazlo.
—¿Estás segura?
La chica asiente al instante, mirándolo a los ojos.
—Nunca he estado tan segura.
Foster le sonríe, la besa en los labios con una suavidad que hace que todos sus nervios se evaporen, aprieta los dedos en su nuca... y su boca se desliza por su cuello. Ella cierra los ojos cuando, por primera vez, él hunde los colmillos en su piel.
El recuerdo desaparece. Me doy cuenta de que me he llevado una mano al cuello, como si pudiera sentir el mordisco de Foster. Una sensación extrañamente placentera me recorre el cuerpo al acordarme de esa noche. La noche en que me convirtió.
Nuevo recuerdo. Esta vez, la chica no está. Solo Ramson. Está en una sala fría y oscura. Barislav está sentado en un sillón rojo, mirándolo con una ceja enarcada.
—¿Te das cuenta de lo que me estás pidiendo, chico?
Ramson ya está transformado desde hace unos años. Su actitud ha cambiado. Ha pasado de la timidez a la hostilidad. Parece más arisco, más frío. No deja de pasearse por la habitación, tenso.
—Sí —dice en voz baja.
—Puedo hacer que se enamore de ti —le dice Barislav lentamente—, pero un hechizo así es complicado.
—¿Cómo de complicado?
—Tendría que ligar vuestras almas, vuestros destinos. Es un gran sacrificio, chico. Es para siempre.
Hay una pequeña pausa. Barislav agudiza la mirada hacia él.
—Pero es la única forma de romper el vínculo que ya tiene ahora.
—¿Y qué se supone que quiere decir eso?
—La chica ya está enamorada. Y, por lo que he visto, sus sentimientos son correspondidos desde hace años. Romper un vínculo tan fuerte no es fácil.
—Solo... dime lo que tendría que hacer.
—Llevártela. Muy lejos.
Ramson deja de andar y lo mira.
—¿Llevármela? —repite.
—Cuando más tiempo pase alejada de la vida que conoce, más receptiva estará al hechizo —aclara Barislav, tomando un sorbo de una copa de vino blanco—. Pero las maldiciones sentimentales no son sencillas. En cuanto vuelva a ver al chico del que está enamorada ahora, podría empezar a desvanecerse.
—Entonces, ¿no puedo dejar que se vean?
—Puedes permitirlo, pero si eso sucede... es probable que el hechizo se desvanezca poco a poco y la chica empiece a abrazar esos... sentimientos reales que tiene ahora.
Ramson se queda mirándolo unos instantes que parecen eternos hasta que, finalmente, da un paso hacia él.
—Hazlo.
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