11 - 'Las noches son muy largas'
11 - LAS NOCHES SON MUY LARGAS
Tengo el corazón tan acelerado que no puedo respirar correctamente. Ramson se detiene al pie de las escaleras y hace un pequeño ademán de seguir acercándose, pero se contiene a sí mismo al verme tan pálida.
—Respira hondo —murmura con voz suave—, sé que es mucha información de golpe, pero...
—¿Q-qué...? —empiezo, señalando los cuadros con una mano temblorosa.
—Te lo explicaré todo —me asegura, acercándose y mirándome con cierta preocupación—. Pero, por favor, Vee, cálmate. Yo...
—¡No me digas que me calme! —exploto y la alianza cae al suelo cuando vuelvo a señalar el cuadro—. ¿Quién es?
Ramson mantiene su mirada en la mía durante unos pocos instantes antes de sacudir la cabeza.
—Sabes quién es.
—No —niego con la cabeza frenéticamente, retrocediendo otro paso.
—Eres tú, Vee.
—No —repito con voz débil.
Ramson aprieta un poco los labios, como si no me lo quisiera decir pero no le quedara más remedio.
—Eres tú —repite él en voz baja.
Vuelvo a retroceder y esta vez mi espalda choca con algún mueble. Ni siquiera sé cuál es, pero el ruido me hace reaccionar. No puedo respirar. Me estoy ahogando. Me llevo una mano al pecho y veo que él me dice algo, pero no puedo oírlo. Ni verlo. Tengo los ojos llenos de lágrimas. Necesito salir de aquí. Ahora mismo. No puedo respirar.
Me encuentro a mí misma subiendo las escaleras de piedra tan rápido como puedo, estando a punto de caerme varias veces. Me estoy mareando. Y solo puedo escuchar mi propia respiración irregular. Consigo llegar al vestíbulo. Necesito irme de aquí. Necesito salir de esta casa.
No sé en qué momento he salido, pero de pronto estoy fuera. El aire frío no consigue que me calme, sin embargo. De hecho, me siento como si hiciera lo contrario. Justo cuando estoy cruzando el jardín, no puedo más y me caigo al suelo, intentando respirar. Tengo que apoyar la frente en la piedra, en busca de algo de frescor, para poder serenarme un poco.
Apenas llevo dos segundos ahí cuando noto que alguien se arrodilla a mi lado y me rodea un los hombros con un brazo. Ramson se inclina hacia mí y me dice algo con voz suave y, aunque ahora mismo no puedo entenderlo, consigue hacer que el nivel de angustia disminuya.
No sé si ha pasado una eternidad o unos pocos minutos cuando siento que puedo volver a respirar con normalidad. Sigo teniendo el brazo de Ramson alrededor y siento su mirada sobre mí. Aún así, no abro los ojos.
—¿Mejor? —pregunta él, al final.
No sé qué parte de esa simple palabra hace que reaccione de esa forma, pero siento que la angustia que acabo de sentir se sustituye en apenas un segundo... en rabia.
Me aparto bruscamente de él y me quedo sentada en el suelo, señalándolo. Ramson me mira, sorprendido.
—¿Qué...? —empieza.
—No me toques —advierto.
Veo que su expresión se crispa un poco, pero no dice nada. Solo me mira con cierta cautela.
—Vee... —empieza.
—No —no sé ni lo que quiero, pero ahora mismo no puedo soportar nada, me siento como si estuviera a un paso del abismo—. Solo... dime quién era la mujer del cuadro.
—Ya te lo he dicho.
—Pero quiero la verdad —insisto, cada vez más desesperada.
—Eres t...
—¡No soy yo!
Me pongo de pie torpemente. Él hace lo mismo, pero no se mueve. Solo me sigue con la mirada, como si intentara calcular hasta qué punto puede acercarse sin alterarme más.
—No puedo ser yo —insisto, deseando con todas mis fuerzas que por fin me dé la razón—. Yo no... yo tengo veinte años, yo no...
—Vee —esta vez, su voz suena un poco más firme—. Tú sabes que es verdad. En el fondo, lo sabes.
Eso es lo peor, que en el fondo lo sé.
En el fondo, creo que llevo mucho tiempo sabiéndolo.
Nunca se me pasan detalles por alto. Nunca. Y las pequeñas pistas que me han ido dejando desde que llegué aquí no se me han pasado por alto. Ni siquiera las más insignificantes. El problema ha sido que nunca he querido verlo. Nunca he querido afrontarlo. Ni siquiera ahora, que ya no puedo seguir evitándolo, soy capaz de asumirlo. No puedo hacerlo.
—No —repito en voz baja.
—Sé que es difícil de asimilar —Ramson da un paso hacia mí y, tras dudar, da otro—. Pero es la verdad.
—P-pero... yo... yo no...
—¿Cuál es tu primer recuerdo, Vee?
Cierro los ojos con fuerza y sacudo la cabeza. Noto que él se detiene delante de mí.
—Vamos, sabes que te estoy diciendo la verdad.
Mi primer recuerdo. Justo después del accidente. El hospital. Mis padres. Me dijeron que había tenido un accidente de moto muy grave y había estado inconsciente unos días. Los médicos dijeron que el golpe en la cabeza haría que tuviera problemas de memoria durante unos días, pero jamás fui capaz de recordar mi infancia. Todo antes de los dieciséis años era... nada. No había nada.
Abrí los ojos y miré a Ramson. ¿Y si... y si no había sido un accidente y...?
No, no podía ser. Esas cosas... no podían pasarme a mí. Yo no estaba aquí por esto. Estaba aquí por mi trabajo. Tenía mi vida. No era...
—No soy un vampiro —dije con voz atropellada.
—Pero no envejeces —murmuró él, mirándome casi con preocupación—. Tu apariencia no ha cambiado desde tu primer recuerdo, ¿verdad? En absoluto. Estás congelada en el tiempo, como yo. Aunque no seas exactamente como yo.
Estoy paralizada cuando me pone ambas manos en las mejillas. Mi cuerpo reacciona a su tacto, pero mi cerebro sigue entumecido. Una mezcla muy extraña de sentimientos se produce en mi interior.
—Volvamos dentro —murmura, mirándome—. Hace frío, Vee. Vamos, te contaré lo que quieras, pero volvamos dentro.
Sin embargo, no me muevo de mi lugar. Él frunce un poco el ceño cuando yo abro mucho los ojos y pregunto lo único que puedo preguntar ahora mismo:
—¿Cuánta gente lo sabe?
Ramson aprieta un poco los labios.
—No mucha.
—¿Foster, Albert...?
Asiente una vez. Noto que el corazón se me acelera cuando lo pregunto.
—¿Mis... padres?
Ramson duda antes de asentir de nuevo.
—No. Me niego a creerlo. Ellos no... no saben...
—Lo saben todo, Vee. Yo mismo los elegí para que te cuidaran. Les mando dinero todos los meses para asegurarme de que estás bien.
Eso último queda colgando entre nosotros. Y creo que es lo que me hace dar un paso atrás y quitarme sus manos de encima bruscamente.
—¿Qué? —pregunto con un hilo de voz.
—Vee...
Lo ignoro completamente y, sin pensar en lo que hago, paso por su lado y empiezo a bajar por el camino que hemos recorrido antes, al venir a la casa. Solo que ahora lo hago sola y con la rabia fluyéndome por las venas. Escucho que Ramson se apresura a seguirme, alarmado.
—Vee, ven a casa, podemos...
—¡Déjame en paz, Ramson! ¡Ahora mismo, déjame en paz!
Pero no lo hace. Me sigue de cerca, aunque al menos lo hace en silencio, hasta que se da cuenta de que volvemos a casa de Foster.
—Vee, necesitas calmarte, después ya hablarás con...
Lo ignoro completamente y entro en la casa. Albert y Foster, que están hablando con Vienna en el piso de abajo, se quedan mirándonos con aire sorprendido.
—¿Qué...? —empieza Albert.
No lo dejo terminar. Empiezo a subir las escaleras, furiosa. Aunque no se me pasa la pequeña sonrisa divertida de Vienna al ver la escena.
Ni siquiera puedo pensar con claridad cuando me detengo delante de la puerta donde sé que mis padres duermen. Ramson se detiene a mi lado, pero no interrumpe cuando la abro de golpe y enciendo la luz. Ellos estaban durmiendo. Abren los ojos, sorprendidos, y se quedan mirándome con cara de sueño.
—¿Qué pasa? —pregunta mamá, confusa.
—Vee, es muy tarde —añade papá, frotándose los ojos.
Pero ahora mismo yo no puedo ver a mis padres. Veo a dos completos desconocidos. Me hierve la sangre cuando entro en la habitación.
—Me habéis mentido —digo con un hilo de voz.
El sueño parece desaparecer el instante. Intercambian una mirada antes de girarse hacia Ramson, que sigue en la puerta.
—¿Qué miráis? —espeto de malas maneras—. ¿A vuestro jefe? ¿El que os pasa dinero por fingir ser mis padres?
—Vee —empieza papá con voz suave, intentando incorporarse.
—¡Ni se te ocurra ponerme excusas! —casi le grito, furiosa—. ¿Habéis estado aceptado dinero a cambio de cuidarme?
Ninguno dice nada. Yo siento que las ganas de llorar de rabia aumentan.
—Es decir, que no soy vuestra hija. Soy un puto cheque en blanco.
—Eso no es así, Vee —me asegura mamá enseguida—. Eres...
No quiero escucharlo. Salgo de la habitación con los ojos llenos de lágrimas de rabia. Ramson me dice algo, pero lo ignoro completamente cuando entro en mi habitación. Trev no está dormido, pero se incorpora de golpe y me mira.
—¿Qué demonios...?
Él se calla cuando ve que me acerco a la cama, me agacho y saco la maleta de debajo. Me paso el dorso de la mano por debajo de los ojos. Ni siquiera me había dado cuenta de haber estado llorando. Abro el armario y empiezo a llenar la bolsa.
—Vee, ¿qué pasa? —pregunta Trev con aire perdido—. ¿Nos vamos o...?
—Cállate, crío —espeta Ramson antes de mirarme, se ha detenido a mi lado—. Deja eso. Hablemos. Sé que ahora mismo estás confusa, pero...
—¡No sabes una mierda! —casi le grito en la cara, furiosa—. ¡No me conoces de nada, déjame en paz de una vez!
—Te conozco muy bien —me asegura en voz baja.
—¡No, no me conoces! ¡No soy... nada tuyo! ¡No recuerdo nada de ti!
Ni siquiera he metido todas mis cosas, pero me da igual. Solo quiero irme de aquí. Lo necesito. Me giro para marcharme, pero Ramson se mete en medio de mi camino.
—Apártate —advierto en voz baja.
—No puedo hacer eso.
—Ramson, apártate. Hablo en serio.
—¿Alguien puede decirme qué pasa? —pregunta Trev, pero lo ignoramos los dos.
—¡Que te apartes! —intento pasar por su lado, pero me detiene con un brazo.
—¡No!
—¡Ramson!
—¡No puedes irte así!
—¡¿Por qué no?!
—¡Porque te he esperado durante treinta y cuatro años!
—Como no te apartes ahora mismo, tendrás que esperarme otros treinta y cuatro más.
Aprovecho el momento en que duda para escabullirme por su lado y cruzar el pasillo. Pero ahí me encuentro la única persona que puede hacerme cambiar de opinión.
Amelia tiene a Addy sujeta de los hombros. Ella, con su pijama de flores, mira mi maleta con los ojos muy abiertos y llenos de lágrimas.
Cuando me mira a mí con esa expresión desolada, siento que se me parte el corazón.
—M-me... me dijiste que no te irías —me dice con un hilo de voz.
Intento decirle algo, pero ahora mismo no puedo. Al final, aprieto los labios y me limito a bajar las escaleras. Veo a Amelia sujetándola para que no me siga cuando las bajo a toda velocidad, sin mirar atrás. Solo quiero irme de aquí.
Y, sin embargo, me detengo bruscamente para darme la vuelta. Foster y Albert me miran como si entendieran demasiado bien la situación. Pero yo solo me fijo en Foster.
—Tú lo sabías —no puedo evitar el tono resentido—. Lo has sabido desde el primer día.
—Lo siento, Vee, yo no...
Sacudo la cabeza, furiosa y con ganas de llorar, y por fin salgo de esa maldita casa.
***
No sé cuánto tiempo ha pasado, pero sigo sentada en el mismo banco en medio de la oscuridad.
Sé que no debería estar aquí, sé que es peligroso y han desaparecido dos personas, sé que hay protectores que podrían encontrarme y llevarme otra vez a casa de Foster, pero... ¿qué más puedo hacer? ¿Salir de la ciudad? Al instante en que pusiera un pie junto a la valla de entrada, avisarían a Ramson.
Así que estoy sentada en un banco junto a la carretera, con la cara hundida en las manos, intentando saber qué debería hacer.
Me duele la cabeza. Siento que tengo demasiadas emociones mezclándose dentro de mí. Y sigo negándome a aceptar nada de lo que ha pasado hace dos horas, cuando me he ido de esa casa. Seguro que es una broma pesada. Seguro que mañana me despertaré y todo esto será una pesadilla desagradable que podré olvidar.
Pero, por otra parte... no. Me niego a creerlo. Es imposible. Estas cosas no pasan. O, al menos, no me pasan a mí. Le pasan a los demás en las películas y en los libros, pero no a mí. Yo solo... no me puede pasar a mí. Y ya está.
Lo peor de todo es que se me ha olvidado el abrigo en casa de Ramson y me estoy congelando. Solo llevo una sudadera y unos vaqueros. Me abrazo a mí misma e intento memorizar si he metido algo de abrigo en la maleta, pero sé que no lo he hecho. Maldita sea. Empiezo a tiritar.
Maldita ciudad. Maldito Ramson. Maldito Foster. Malditos señores que decían que eran mis padres y solo me querían por dinero. Maldito sótano. Mald...
—Oye, perra.
Levanto la cabeza, confusa, y más confusa me quedo cuando veo la cabeza de Sylvia asomándose por la ventana de atrás de un monovolumen gris. Está mirándome con esa mueca que pone siempre, como si supiera algo que tú no sabes.
—¿Qué haces ahí? —pregunta, tan tranquila.
Suspiro y no le respondo. Lo que me faltaba.
Sin embargo, la ventanilla de delante también baja. La cabeza de Kent se asoma y parece que va a decirme algo, pero Jana, que está sentada en el asiento del copiloto me dedica una gran sonrisa y se le adelanta.
—¡Sube, hemos venido a rescatarte!
—¿A... rescatarme?
—El alcalde tiene a media ciudad buscándote —comenta Kent con una mueca.
—Pues he estado aquí dos horas y no ha aparecido nadie.
—Sí, se han centrado más en buscar fuera de la ciudad.
Así que Ramson cree que he conseguido escabullirme fuera de este sitio.
—¿Te subes o qué? —protesta Sylvia, frunciendo el ceño.
—No si vais a llevarme con él otra vez.
—No vamos a llevarte con él —me dice Jana con una amplia sonrisa.
Sinceramente, no sé si creérmelos, pero no tengo mucha más opción y me estoy congelando. Así que recojo mi maleta, me pongo de pie y rodeo el coche para sentarme en la parte de atrás con Sylvia. Sigo congelándome.
—Eh... —Kent enrojece un poco—. El coche es de mi abuela. No tiene calefacción. Lo siento.
—No pasa nada —le aseguro.
Jana, sin embargo, recoge algo de debajo de ella y me lo lanza. Me quedo un poco sorprendida cuando veo que es un abrigo suyo de color rosa y amarillo muy chillón.
—Gracias —murmuro.
—No hay de qué. Tenía otro con unicornios, pero pensé que no te gustaría mucho.
—Sabia decisión —Sylvia pone los ojos en blanco.
Yo me coloco el abrigo, que resulta ser muy calentito, y noto el alivio del calor enseguida. Sylvia me mira de reojo. Está masticando ruidosamente un chicle. Muy ruidosamente. La miro con una mueca.
—Estoy dejando de fumar —me explica—. El chicle es para controlar los nervios.
—La parte de masticar como una vaca comiendo hierba es parte del encanto —añade Jana.
—No mastico como una vaca —protesta Sylvia, masticando como una vaca.
No puedo evitar ver que Jana está marcando un número de teléfono. Una oleada de pánico me invade.
—No llames a...
—Es Foster —me dice Kent—. El alcalde no tiene móvil.
Ah, cierto. Es basura moderna.
Jana suspira antes de asentir y llevarse el móvil a la oreja. Apenas dos segundos más tarde, parece que le responden.
—Sí, hola —Jana espera unos instantes—. En realidad... sí. Está con nosotros en el coche. No. No lo creo. Eeeeeeeeeh...
Se gira y me dedica una sonrisa encantadora.
—Supongo que no quieres hablar con Foster, ¿no?
—Pues no —enarco una ceja.
—Está indecisa —asegura Jana de todas formas al móvil.
—No estoy indecisa —protesto de mala gana.
—Sí que lo estás —me asegura Sylvia con aire burlón.
Me giro hacia la ventanilla, indignada, y no escucho el resto de la conversación. Sé que ellos siguen hablando después de que Jana cuelgue, pero ahora mismo no puede importarme menos. Sigue doliéndome la cabeza. Y el cuerpo. Y todo. Estoy muy cansada.
Y más cansada me encuentro cuando Kent detiene el coche y me dedica una miradita nerviosa.
—¿Foster está fuera? —pregunto directamente.
—Lo siento, Vee... es que...
—No pasa nada —le aseguro, devolviéndole el abrigo a Jana, que parece un poco apenada—. Gracias por el paseo, supongo.
Efectivamente, Foster está ahí con su abrigo marrón, el que siempre veo colgado en una de las perchas de la entrada. Veo su coche aparcado en la acera. Él está apoyado con las espalda sobre él, con las manos en los bolsillos.
Me detengo delante de él sin saber muy bien si estoy enfadada o no. Foster suspira al verme las botas y sube lentamente la mirada hasta llegar a mi cabeza.
—Lo siento —dice directamente—. Debí decírtelo antes.
Frunzo un poco el ceño.
—¿No vas a poner excusas?
—No es mi estilo.
Admito que eso me gusta, pero ahora no voy a decírselo porque sigo molesta.
—Sigo sin creerlo —murmuro.
Foster pone una mueca, casi como si se apenara un poco de mí por no asumir que es la verdad, pero no hace ningún comentario al respecto. Solo me hace un gesto hacia el coche.
—¿Quieres dar una vuelta?
—Tengo que avisar a los...
—Le mandaré un mensaje a Kent.
Dudo unos instantes antes de subirme al asiento del copiloto. La calefacción hace que me sienta un poco a gusto cuando Foster se sienta a mi lado. Huele bien, como de costumbre. Me pregunto por qué me importa su olor ahora mismo. Debería ser la última de mis prioridades.
Foster no arranca inmediatamente. Se quita el abrigo, lo deja en el asiento trasero, me echa una ojeada y apoya las manos en el volante, dudando un poco.
—¿No vas a preguntarme nada? —pregunta finalmente.
—No sé si querré saber la respuesta.
—Sé que... que todo esto es muy confuso —me dice, mirándome, aunque no le devuelvo la mirada—. Es mucha información para asimilarla en tan poco tiempo, pero... es la verdad, Vee.
Aprieto los labios, no sé si molesta con él o conmigo misma... o con el mundo entero, la verdad. Siento que estoy furiosa, pero no sé con quién pagarlo.
—Suponiendo que me lo creo —empiezo, mirándolo—, tú y yo nos conocíamos, ¿verdad? Antes de toda esta mierda.
Foster me sostiene la mirada por unos instantes antes de asentir una vez.
No sé muy bien cómo interpretar su expresión, y eso no me gusta. Ahora mismo, necesito entender cada maldito detalle de lo que pasa.
—¿Hasta qué punto? —añado en voz baja.
—Eso ahora no importa, lo que impor...
—A mí me importa —lo corto, frunciendo el ceño.
Foster cierra los ojos y suelta un largo suspiro antes de volver a mirarme. Parece algo resignado.
—Mucho —me dice en voz baja—. Nos conocíamos mucho, Vee.
—¿Éramos... amigos?
Él niega lentamente con la cabeza.
Trago saliva y vuelvo a girarme hacia el frente. El corazón me va a toda velocidad. Noto que él me sigue mirando, pero prefiero no saber con qué cara.
—¿Conocía a todos los demás?
—Eras la alcaldesa, Vee. Eras nuestra jefa. Claro que nos conocías.
—Así que, técnicamente... ¿me ha contratado un empleado?
Foster sonríe, divertido, en medio de toda la tensión.
—Supongo que es una forma de verlo.
Apoyo la cabeza en el respaldo del asiento. Son de esos que tienen la calefacción incorporada, así que están calentitos. Me permito a mí misma disfrutarlo por unos segundos antes de girarme hacia él, que me ha estado observando todo el rato.
—¿Era una buena alcaldesa?
Foster esboza una pequeña sonrisa.
—La mejor.
—¿Para ti o para todos?
—Para mí, seguro. Para todos, supongo.
Me quedo mirándolo un momento antes de apretar un poco los labios.
—De eso hablabais tú y Addy ese día, ¿no? Ella quería contarme todo esto y tú no estabas de acuerdo.
—No es tan fácil. Sentí que... bueno... lo correcto era que te lo contara el alcalde, no nosotros.
No sé cómo reaccionar. Al final, solo me giro hacia delante.
—Vas a obligarme a ver a Ramson, ¿no?
—Sabes que me arrancará la cabeza si se entera de que he hablado contigo y no lo he avisado.
—Podrías defenderte.
—No quiero tener que defenderme de Ramson —ahí sí que suena un poco más serio—. Puede parecerte un amargado, Vee, pero yo he estado con él estos últimos treinta y cuatro años. No te imaginas cómo han sido. Cuando lo conocí, era poco hablador. Cambió cuando tú y él empezasteis vuestra relación. Y más cuando llegasteis a la ciudad. Pero, cuando te fuiste... fue como antes. O peor.
—¿Y qué quieres decirme con eso? —finjo que me da igual.
—Que, aunque no lo demuestre muy bien porque es un idiota, te qui... —se corta a sí mismo y lo piensa un momento—. Deberías hablar con él, Vee.
Creo que, en el fondo, tiene asumido que no lo haré. Por eso debe parecer tan pasmado cuando asiento con la cabeza.
—¿Puedes llevarme a su casa?
Foster conduce en completo silencio hasta lo alto de la colina. Cuando detiene el coche, intercambiamos una corta mirada que no sé cómo interpretar y yo vuelvo a bajarme.
—Dile a Addy que siento haberme ido así —añado antes de cerrar la puerta—. Yo... espero que lo entienda.
—Estoy seguro de que lo hará. Si necesitas algo, ya sabes dónde encontrarme.
Lo escucho marcharse cuando empiezo a cruzar el patio principal, dubitativa y medio congelada. Me detengo a medio camino sin saber muy bien por qué y me quedo mirando la casa. Quizá por eso sabía dónde estaban ciertas cosas. Quizá por eso faltaban cuadros en la habitación que me enseñó.
¿Yo... he vivido aquí?
Intento buscar algo familiar en la forma de la casa, pero parece la misma que la última vez. Y sigue transmitiéndome lo mismo: un pequeño sentimiento extraño, como de calma, pero eso es todo. Suspiro y bajo la mirada mientras rebusco en mi bolsillo.
Al instante en que saco el collar y me lo vuelvo a poner alrededor del cuello, noto que está mucho más frío de lo normal, incluso por la temperatura que hay ahora mismo. Sujeto la piedra entre los dedos, confusa, pero justo en ese momento siento que se calienta de golpe y levanto la cabeza al escuchar la puerta principal abriéndose.
Ramson se queda mirándome un momento y creo que duda entre acercarse o no. Al final, simplemente se queda plantado ahí con los labios apretados.
—Ya era hora —masculla.
—Yo también me alegro de verte —le pongo mala cara.
—¿Tengo cara de estar humor para bromas?
—No, pero nunca la tienes.
Por la mirada que me dirige, creo que está luchando por no decirme nada malo. Suspiro y, tras dudarlo un poco, me acerco y paso por debajo de su brazo para entrar en la casa.
—Ni siquiera te llevaste el abrigo —lo escucho protestar por ahí detrás cuando cruzo el vestíbulo.
—Deja ya de quejarte de todo, pesado. Estoy aquí, ¿no?
Ramson me adelanta y se queda plantado delante de mí con el ceño fruncido. De alguna forma, me da la sensación de que hace mucho tiempo que no ha estado tan alterado y no sabe cómo manejarlo.
En otra ocasión quizá, solo quizá, eso me habría parecido tierno.
—¿Tienes idea de cuánta gente te ha estado buscando? —me dice en voz baja.
—¿Me estabas buscando tú?
—No. Si yo te hubiera encontrado, te habría arrastrado de vuelta. Prefería que lo hiciera otro y te trajera en coche.
—Qué romántico por parte de mi maridito.
—No tiene gracia, Genevieve.
—Un poco sí la tiene.
—No, no la tiene —suena furioso, cosa que me quita un poco las ganas de hacer bromas—. Igual que no tiene ni puta gracia que me manipules con sonrisitas para colarte en el sótano de mi casa.
Lo ha dicho inclinado sobre mí, con la cara a unos centímetros de la mía. Creo que debería sentirme intimidada —y lo hago, solo un poquito—, pero el sentimiento que prevalece en mí es la irritación.
Así que me cruzo de brazos y empezamos el duelo de miradas. Ya estoy empezando a acostumbrarme.
—Si no lo hubiera hecho, ¿me habría enterado de algo de todo esto?
—Sí.
—¿En serio? —ironizo—. ¿Y cuándo me lo habrías dicho? ¿Dentro de medio año?
Veo que su enfado empieza a perder un poco de fuerza.
—No... no es tan fácil.
—En realidad, sí que lo es.
—¿Me habrías creído? Ni siquiera ahora me crees del todo.
Lo señalo al instante, aunque no parece muy intimidado.
—No hables como si me conocieras —advierto.
—Oh, pero te conozco muy bien.
—No, no lo haces.
—Si que lo hago, Vee. Maldita sea, ¡estuvimos juntos durante cuarenta y dos años! ¿Te crees que no sé cada detalle de ti?
Dudo un momento, mirándolo. Al final, me niego a ceder. Ahora mismo, estoy demasiado a la defensiva.
—Puedo haber cambiado —murmuro.
—No, no has cambiado ni un poco —para mi sorpresa, suena casi triste—. Si hubieras cambiado, todo esto habría sido más fácil. Podría haber fingido que no me importabas. Podría no haberte mirado a la cara. El problema es que sigues siendo la misma mujer de la que me enamoré.
Eso suena tan sincero, tan triste, que me deja sin frases ingeniosas, irónicas o crueles para responderle. Solo puedo mirarlo fijamente, sorprendida, mientras él cierra los ojos con fuerza antes de volver a girarse hacia mí.
—¿Podemos hablar? —pregunta directamente—. Sin ironías, ni burlas, ni nada. Pregúntame lo que quieras. Te lo diré.
Dudo un momento antes de encogerme de hombros torpemente.
—No sé si sabré expresarme sin ironías o burlas.
Por su forma de poner los ojos en blanco, supongo que la situación es un poco menos tensa que hace cinco segundos. Ramson se encamina a la sala contigua sin siquiera esperarme. Me molesta un poco que sepa que voy a seguirlo sin necesidad de girarse para comprobarlo.
La sala resulta ser un salón bastante grande con tres grandes ventanales al fondo que dan con uno de los lados de la casa. Hay diversos muebles y estanterías, pero mi mirada se detiene enseguida en un piano menos ostentoso que el que vi el otro día, que está situado junto a una zona unos centímetros más elevada que el resto. También tiene tres sofás colocados en forma de u apuntando a una enorme chimenea encendida de mármol. Encima de la chimenea hay un cuadro de un ramo de flores de diversos tonos de rosa y rojo que tienen un fondo oscuro.
Y, al instante, una idea me viene a la mente.
—Yo decoré este sitio —murmuro, casi como si fuera estúpido que no lo haya sabido hasta ahora.
Ramson se detiene en seco y se gira hacia mí. Parece algo sorprendido cuando asiente con la cabeza.
—¿Lo decoré todo yo? —enarco una ceja.
—Casi todo —admite.
—¿Y tú?
—Si tuviera que elegir entre escoger colores de sofá o la muerte, elegiría la muerte.
Estoy a punto de sonreír, pero me contengo para hacerme la digna y subo la pequeña plataforma. Los sofás están sobre una alfombra de color oscuro que, al instante, sé que probablemente es más cómoda que la mayoría de los sofás en los que me he sentado. Sí. Esto lo he elegido yo. Tengo una obsesión un poco insana con la decoración de paredes y con las alfombras.
—¿Has comido? —pregunta Ramson de repente.
—No tengo hambre —le sonrío con cierta burla—. ¿Y tú?
—No. Pero no lo necesito.
—¿Seguro? ¿No quieres que llame a Sylvia para que puedas darle un mordisquito?
—¿Me estás sacando el tema de Sylvia solo porque buscas pelea?
Maldita sea, es verdad que me conoce, el bobo.
—No —miento descaradamente y me dejo caer en el extremo de uno de los sofás, lo más cerca de la chimenea posible—. Bueno, ¿cuándo tienes pensado decirme que todo esto es una broma pesada?
Ramson me enarca una ceja y se sienta en el sofá que tengo delante.
—No me gustan las bromas. ¿Te crees que haría alguna?
—No sé. Todavía tengo que conocerte. Por ahora solo sé que eres un vampiro pertubador que tiene cuadros con mi cara en el sótano de su casa. Muy casual.
Lo miro de reojo. No sé por qué sigo intentando añadir humor asqueroso a esta conversación si está claro que él no está de humor. Creo que es porque estoy nerviosa. Cuando me pongo nerviosa, necesito rellenar el silencio con cualquier cosa. Aunque sean mis chistes lamentables.
—Vale —suspiro, y me incorporo un poco—. ¿Qué? ¿Tengo que creerme que tengo... no sé cuántos años y estoy casada contigo? ¿Así de fácil?
—Así de fácil. Y tienes noventa y siete años.
—Vaya, qué bien me conservo. Será la crema hidratante que uso.
—Vee, estoy hablando en serio.
—Oh, estás...
—Tienes una marca en la espalda, ¿verdad? —me interrumpe antes de que haga otra broma—. Una marca muy notable. Una cicatriz. Y otra en la nuca y una última en la pierna.
Dejo de sonreír de forma burlona al instante. Ramson mantiene la mirada fija sobre mí cuando yo empiezo a ponerle mala cara.
Sí que tengo esas marcas. La de espalda, la que me cruza desde un omóplato hacia abajo, haciéndose menos gruesa hasta casi llegar al final de mi espalda, es la peor. Con los años ha ido perdiendo intensidad, pero sigue siendo bastante visible. La de la nuca es más pequeña, como un rasguño que puedo ocultar con el pelo. La de la pierna está en el gemelo, justo debajo, y es como una pequeña línea irregular que me rodea la mitad de la pierna.
Nunca me he sentido avergonzada de ellas. De hecho, a veces las enseño para hacerme la interesante, pero... ni siquiera Trev me ha visto nunca la de la nuca. Es muy discreta. ¿Cómo demonios...?
—Ni se te ocurra preguntar cómo lo sé —advierte él, cansado—. Ya te lo he dicho. Estuvimos juntos durante mucho tiempo. Dudo que haya alguna parte de ti que no conozca.
—¿Y las recuerdas después de tantos años?
—Sí.
—¿Incluso los detalles de mi cuerpo?
—Eso es lo que mejor recuerdo, créeme.
Ojalá pudiera decir que no me he puesto nerviosa.
—No me conoces tanto —mascullo—. Mi forma de ser puede haber cambiado.
—Lo dudo.
—¿En serio? ¿Quieres que te ponga a prueba?
Él se cruza de brazos y se apoya en el respaldo del sofá con la espalda, poco preocupado.
—¿Qué ganaré si acierto todo?
—No acertarás nada.
—¿Y si lo hago? ¿Qué gano?
Lo considero un momento antes de entrecerrar los ojos.
—Dejaré que me expliques lo que sea sin burlarme de ti ni una sola vez. Por cinco minutos.
—Tentador.
—Si pierdes, me iré de la ciudad.
Durante un momento, se queda mirándome como si no se lo creyera. Cuando por fin se da cuenta de que es verdad, parece completamente perdido.
—¿Quieres... irte?
—Corriendo —murmuro.
—Vee...
—¿Hago las preguntas o no?
Ahora ya no parece tan tranquilo. De hecho, apoya los codos en las rodillas y me mira fijamente, muy centrado.
—¿Cuál es mi color favorito? —pregunto, enarcando una ceja.
Ramson suelta un bufido, como si fuera absurdo.
—Negro.
—Puedes haber acertado por suerte.
—El segundo es el burdeos. O el verde.
—Vale, ¿cómo demonios...?
—Todos tus vestidos son de esos tres colores —lo dice como si estuviera harto de ellos—. Todos. Una vez intentaron regalarte uno de color púrpura y casi lo lanzaste por la ventana.
—Yo no... no haría... —me centro de nuevo, molesta—. ¿Mi comida favorita?
—Cassoulet —él sonríe un poco—. Te recordaba a tu casa.
No recuerdo nada de mi casa, pero... joder, sí que es mi plato favorito. Le pongo cara de desconfianza.
—¿Qué casa?
—Donde vivías con tus padres. Rabastens. Apenas recordabas nada de ahí, solo que teníais una casa con un jardín lleno de flores y las persianas azules. Os fuisteis a Toulouse cuando cumpliste los siete años por el trabajo de tu padre.
Me siento como si me estuviera contando una historia conocida... pero de alguien que no conozco en absoluto. Ramson me mira fijamente, como si esperara la siguiente pregunta. Me obligo a centrarme de nuevo.
—¿A qué personaje histórico me gustaría entrevistar?
Ramson duda un momento, mirándome.
—Simone de Beauvoir —dice, finalmente—. Supongo.
—Te odio.
—Siguiente pregunta, Genevieve.
—¿Qué parte de mi cuerpo me gusta más?
Él sonríe al instante.
—Cualquiera menos tus tetas.
Noto que enrojezco con una mezcla de rabia y vergüenza que me llevan a lanzarle un cojín a la cabeza. Lo atrapa justo a tiempo con aire divertido.
—¡Era broma! Los ojos, ¿vale? Los ojos.
—¡No te burles de eso, es un tema sensible!
—¡No me burlo, a mí me encantan!
—No lo estás mejorando mucho, Ramson.
—¿Siguiente pregunta?
—¿Mi estación favorita?
—Invierno. Te encanta el frío. Solías decir que...
Se calla a sí mismo, cosa que obviamente llama mi atención.
—¿Qué solía decir? —pregunto, desconfiada.
—No sé si realmente quieres oírlo.
—Te lo he preguntado, ¿no?
Ramson carraspea y, para mi asombro, veo que sus mejillas se tiñen casi imperceptiblemente de rojo.
—Solías decir que... mhm... era una buena excusa para hacerlo delante de la chimenea.
Unas cuantas emociones pasan por mi cuerpo antes de que me centre completamente en la vergüenza. De hecho, nos miramos el uno al otro, cada uno más avergonzado que el anterior, y me da la sensación de que apartamos la mirada al mismo tiempo.
—¿Eso significa que puedo hacerte preguntas sobre lo que me gusta hacer en la cama? —medio bromeo, nerviosa.
—Si quieres hacerlas...
—¿Me estás diciendo que sabrías contestarlas?
—Bueno... cuarenta y seis años son muchos años para... ya sabes... —se encoge de hombros—. Y no es como si me dejaras irme de aquí muchas veces sin... ejem... bueno, mejor cambiamos de tema.
—Sí, mejor.
¡Noooo! Yo quería hablar de sexo intenso.
—¿Mi libro favorito?
—Mhm... te gustaba la poesía. Y Emily Dickinson. Cualquier libro suyo.
—¿Y qué hay de la música?
Ramson hace una pausa y veo que sonríe abiertamente. Es la primera vez que lo hace. Me quedo un poco más embobada de lo que debería.
—Te encantaba la música —murmura—. Te aprendías canciones constantemente en varios idiomas para aprender a hablarlos mejor. Tus favoritas eran en inglés.
—¿Mis... favoritas?
—Te gustaban mucho las lentas. Y bailar —con eso pone los ojos en blanco—. Y me obligabas a bailar a mí también, para mi desgracia.
—Yo no sé bailar —le frunzo el ceño.
—Apostaría lo que fuera a que sabrías hacerlo perfectamente si pusiera una de tus canciones.
Le dedico una mirada de desconfianza antes de girarme hacia cualquier otro lado, de brazos cruzados.
—¿Se te han terminado las preguntas? —casi puedo adivinar que ha enarcado una ceja.
—Por ahora.
—Entonces, he ganado.
—...por ahora.
No me giro hacia él cuando noto que se pone de pie y se acerca a mí. De hecho, se sienta a mi lado en el sofá, junto a mis pies, y noto que me mira durante unos instantes. Justo cuando noto que va a sujetarme los tobillos para ponérselos encima, encojo las piernas contra mi pecho, algo defensiva. Él suspira, pero no vuelve a hacer un ademán de tocarme.
—Sé que es mucho —añade—, pero... yo creo que en el fondo ya lo sabías, Vee. Y también creo que has notado ciertas cosas.
—¿Qué cosas? —pregunto, sin mirarlo.
—Cosas conmigo. Desde el primer día. ¿Te crees que no te conozco de sobra? Sé perfectamente qué pensabas cuando volviste a verme.
Volviste a verme. Ahora ya no dice me viste por primera vez. Se supone que la primera vez fue hace... hace... no, esto es demasiado.
—Hay cosas que no encajan —lo miro con los ojos entrecerrados—. Si yo fuera... la chica de la que me hablaste... ¿no debería ser un vampiro?
Ramson aprieta un poco los labios.
—Lo eras —murmura.
—¿Y ya no?
—Fue... es una larga historia.
—Me has dicho que si ganabas me la contarías.
—Te contaré lo que crea conveniente, no lo que tú quieras.
Lo miro, enfadada. Él también parece algo a la defensiva. No me lo puedo creer. Hago un ademán de ponerme de pie, pero vuelve a sentarme a una velocidad vertiginosa y se acerca a mí en el sofá, buscando las palabras adecuadas.
—Cuando nos conocimos yo... tenía un problema —dice, pensándolo muy bien—, ese problema tuvo unas consecuencias un poco peores de lo que pensé que serían. Y te salpicó a ti.
Dejo de forcejear un momento y lo miro, ahora más interesada.
—¿En qué sentido?
Ramson suspira. En medio del forcejeo se ha pegado a mí. De hecho, me tiene las manos sujetas contra las rodillas y mis piernas encima de su regazo. Y está inclinado sobre mí. Es muy extraño sentir que mi cerebro me dice que me aparte y mi cuerpo me pida que me pegue más a él, como si ya lo conociera.
—Yo... no soy una persona muy cariñosa, Vee —me dice, mirándome.
—Vaya, qué gran novedad.
—Has dicho que no usarías ironías.
—Y tú has dicho que me lo contarías todo. Empate.
—Bueno, pues no era una persona muy cariñosa —sigue hablando—. Por lo tanto, era complicado... ya sabes... saber con qué atacarme. Cuando tú apareciste, supe que irían a por ti para hacerme daño. Por eso viajamos durante tanto tiempo. Creí que, después de unos años... se olvidarían. Por eso dejé que viniéramos aquí.
—Estás siendo muy ambiguo —murmuro.
—Te hicieron olvidar todo —añade Ramson, mirándome—. Y dormir durante treinta años.
—¿Para qué?
—Para alejarte de mí.
—¿Y por qué no recuerdo nada? ¿Es como lo que me dijiste de los mestizos esos?
—No. Los mestizos pierden la memoria al ser convertidos porque, hace años, era mejor así. Los alejaban de sus familias y era mejor que no quisieran volver. Pero un vampiro no pierde la memoria al ser convertido. Lo tuyo fue... distinto. El objetivo era que te olvidaras de mí y nunca pudieras recordarme.
Eso último hace que abra mucho los ojos.
—¿Nunca? —pregunto en voz baja.
Ramson tiene la expresión algo sombría cuando niega con la cabeza.
—¿No puedo recuperar esos recuerdos? —insisto.
—No, Vee.
—P-pero... tiene que... que haber una forma...
—He estado buscando durante años. No la hay.
—Entonces... ¿nunca voy a recordarte durante esos años?
Ramson aprieta un poco los dientes cuando sacude la cabeza. Yo bajo la mirada, ahora sintiéndome completamente desolada. No sé por qué me siento así. Hasta hace un momento, no quería creerme nada de todo esto. Ahora... ¿por qué me decepciona saber que nunca voy a poder recordarlo correctamente?
Levanto la mirada al instante en que noto que Ramson me pone una mano en la mejilla. Ha inclinado la cabeza hacia mí hasta el punto en que nuestras frentes casi se tocan. Por algún motivo, no me muevo. Él parece que va a decir algo, pero se pierde un momento al revisarme la cara con la mirada antes de cerrar los ojos con fuerza y volver a centrarse.
—No importa que tú no recuerdes nada —murmura al final, mirándome—. Yo sí lo hago, Vee. Sé que las cosas ahora son muy... distintas, pero entre nosotros nada ha cambiado.
—Sí que ha cambiado. Ha cambiado todo.
—No, no lo ha hecho. Sé lo que sentiste cuando te mordí. O con esos besos. O ahora mismo, estando los dos aquí, a solas. De alguna forma, me recuerdas. Pero te impides a ti misma hacerlo del todo por ese crío que te has dejado en casa de Foster.
Quizá lo primero hace que me relaje un poco, pero eso último hace que le frunza el ceño.
—Deja de llamarlo crío.
Ramson me pone mala cara.
—Es un crío.
—Es mi novio.
—Y yo soy tu marido.
Me aparto de él, algo más alterada de lo que me gustaría, y me quito su mano de la mejilla. Lo escucho suspirar cuando me pongo de pie y me alejo varios pasos en dirección contraria. De pronto, necesito estar un poco lejos. Cada vez que me toca, siento que me resulta más complicado concentrarme.
—Aunque me creyera lo que dices —mascullo, deteniéndome lo más lejos posible de él—, no significa nada. Puede que estuviéramos casados en algún momento, pero... yo ahora tengo una vida.
Creo que he tocado un punto sensible, porque veo que se le tensa un músculo de la mandíbula cuando se detiene delante de mí.
—¿Eso es lo que quieres? —pregunta, y ni siquiera se molesta en disimular el desagrado—. ¿Una vida con ese...?
—No lo llames crío.
—Es lo que es.
—Me da igual lo que te parezca, me ha cuidado durante mucho tiempo y me quiere mucho, Ramson. No es una mala persona. Si de verdad me quisieras tanto como dices, no lo odiarías tanto.
Ramson se contiene durante unos instantes, mirándome, antes de asentir una vez con la cabeza.
—¿Quieres una vida con... Trevor? —pronuncia su nombre como si le jodiera tener que hacerlo.
—No lo sé. Pero me gusta estar con él.
—Sí, te gusta estar con él —repite, algo ardido.
—¿Algo que decir?
—Que él puede gustarte todo lo que quieras, pero nunca sentirás por él lo que sientes por mí.
Me quedo mirándolo con la boca abierta, indignada.
—Eres un creído de mierda —le suelto de golpe—. ¿Tú qué demonios sabes de lo que siento o lo que no?
—Muy bien, ¿qué es lo primero que se te viene a la mente cuando piensas en él?
—Calidez —espeto.
Ramson aprieta los dientes con esa palabrita, pero no deja de hablar.
—¿Y qué es lo primero que se te viene a la mente cuando piensas en mí?
Una serie de palabras me cruzan la mente. Y enrojezco cuando me doy cuenta de que cada una es peor que la anterior. Todas lo involucran a él, a sus colmillos y una cama.
—Nada —mascullo.
Ramson, que ha estado mirándome fijamente durante estos segundos, esboza media sonrisa. Me tenso cuando da un paso hacia mí y coloca un dedo justo encima de mi corazón. Es como si ese simple contacto hiciera que mi cuerpo entero reaccionara, pero me niego a dejar que mi expresión me delate.
—Puedo notar tu corazón acelerándose —me dice él en voz baja, mirándome directamente a los ojos—. Solías ser una mentirosa muy buena, pero a mí no puedes engañarme. Sé lo que sientes cuando piensas en mí, Vee. Yo también lo siento cuando pienso en ti.
Trago saliva ruidosamente, para mi vergüenza, pero él no se vuelve a inclinar. De hecho, da un paso atrás y aparta la mirada a las escaleras.
—Deberías descansar, ha sido un día muy largo —murmura—. Puedes dormir en la habitación que quieras.
—Quiero dormir en casa.
—Ya estás en casa, Vee.
Lo dice de una forma tan suave, tan natural, que es obvio que lo ha dicho antes. Por algún motivo, eso hace que se me acelere el corazón. Ramson carraspea y da otro paso lejos de mí.
—Quizá debería ir a casa de Foster —comento.
—¿Para qué?
—Para hablar con los demás, Ramson.
—Ellos no te necesitan.
—¿Y tú sí?
—Ni te lo imaginas
Muy en contra de mi voluntad, se me escapa una pequeña sonrisa que borro al instante. Pero es tarde. La ha visto. Puedo verlo en su sonrisita ahora petulante.
—Entonces, me voy a dormir con la esperanza de que mañana por la mañana todo esto haya sido una pesadilla —murmuro, pasando por su lado.
Sin embargo, me detengo en las escaleras y me doy la vuelta. Sigue mirándome con las manos en los bolsillos. Le enarco una ceja.
—Supongo que no tengo que preocuparme de que te metas en mi cama a traición, ¿no?
Él pone los ojos en blanco.
—No, Genevieve, no me meteré en tu cama a traición. Puedes dormir tranquila.
—Perfecto.
Vuelvo a subir escaleras. Pero me detengo y vuelvo a girarme cuando lo escucho hablar de nuevo.
—La próxima vez que me meta en tu cama, será cuando me lo pidas.
Esbozo una sonrisa irónica al instante.
—Te aseguro que eso no pasará.
—Ya lo veremos. Las noches son muy largas. Y el pasillo es muy corto.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro