1 - 'Braemar'
No, no he podido resistirme. Aquí tenéis el primer capítulo diez días antes de lo previsto JAJAJA
CAPÍTULO 1 - 'BRAEMAR'
Odio a los vampiros.
Sí, lo has leído bien. He dicho vampiros.
Vam-pi-ros. Esos seres místicos con colmillos y piel pálida que se ocultan en la noche para atacar a pobres almas inocentes y beber de su sangre... sabéis de lo que os hablo, ¿no?
Sí, he visto Crepúsculo, no te preocupes.
Pues sí, los odio. De hecho, los detesto. Nunca he querido saber nada de ellos ni acercarme a ninguno.
No mucha gente sabe que realmente existen y no son tan solo un mito moldeado a lo largo de los años. Porque sí, los vampiros existen, son muy reales y según los cálculos que hice hace unos días, al menos te has cruzado con tres durante toda tu vida.
Solo que no te has dado cuenta, claro.
Ellos saben ocultarse. Saben mantener su apariencia humana, pero si los miras un momento a los ojos, si te fijas en su forma de moverse, sus acentos ligeramente extraños... no tardas en darte cuenta de que algo va mal. No sabes decir qué es exactamente, pero sabes que algo va mal.
Pero bueno, volviendo al tema... repito: odio a los vampiros.
Por eso, no dejo de preguntarme qué hago entrando en la única ciudad vampírica que conozco.
Acerco la cabeza a la ventanilla del autobús y miro al exterior. Estamos en medio de la nada que es esa carretera rodeada de árboles gigantes, musgo —mucho musgo—, humedad —también mucha humedad— y una absoluta y escalofriantemente nula presencia de vida humana.
Braemar ponía la carta. El nombre de la ciudad. O del pueblo. No estoy muy segura de cuál es. No se puede encontrar información de ningún tipo en Internet y la única gente que sabe de ella es la que vive ahí, así que, como comprenderás, por ahora no tengo mucha más información que ofrecerte.
El autobús da un tumbo, girando para llegar a la próxima parada y yo empiezo a recoger mis cosas. Soy la única pasajera además de una señora mayor que se ha quedado dormida y que sospecho que no se bajará en la misma parada que yo, que es la que está a menos de cien metros.
Colgándome la bolsa de viaje del hombro, en la que he conseguido meter milagrosamente todas mis cosas, me pongo de pie y me sujeto a la barra mientras el conductor termina de detener el autobús y me abre la puerta. Le echo una miradita de reprobación cuando veo que se está comiendo una hamburguesa tranquilamente mientras conduce.
—Eso es peligroso —le digo.
Él me mira, con la boca llena de hamburguesa, como si fuera la causante de todos sus malestares. Al final, se limita a señalar el cartelito que tiene junto a la cabeza.
—"Prohibido hablar con el conductor" —leo, y le enarco una ceja—. ¿Y qué pasa si hablo contigo? ¿Me van a meter en la cárcel por insubordinación contra conductores de autobús?
Él entrecierra los ojos y, finalmente, envuelve la hamburguesa restante en el papel, la devuelve a su cajita de restaurante de comida rápida y se centra en poner las manos en el volante.
—Gracias —murmuro, muy digna, y por fin me bajo del autobús.
Y ahora, en medio de una carretera solitaria y tenebrosa... me esperan veinte largos minutos andando sola hacia la ciudad.
Genial.
Estoy a punto de ponerme en camino cuando me doy la vuelta y, sobresaltada, veo que hay un chico sentado en la solitaria y destartalada parada del autobús. Supongo que será el dueño del coche gris que tiene aparcado no muy lejos. Tiene un cartelito en la mano, pero se ha quedado dormido y lo ha abrazado en sueños, así que no puedo verlo.
Dudando, me acerco a él y giro un poco el cartelito para poder leer lo que pone en una letra irregular y apresurada:
Genevieve Davies
Vaya, parece que he encontrado a mi conductor.
—Eh... —carraspeo, incómoda, y le doy un toquecito en el hombro—. Ejem... esto... tú... despierta.
El chico gruñe algo en sueños y se aferra el cartelito.
—Cinco minutos más, mami.
Contengo una risotada y vuelvo a darle en el hombro.
—No sé si me siento muy cómoda con eso de que me llames mami tan pronto, la verdad.
Durante un instante, veo que deja de respirar. Entonces, abre mucho los ojos a la vez que su cara se vuelve completamente roja.
Parpadea varias veces, intentando centrarse, y se pone de pie tan rápido que el cartel cae a mis pies, al igual que sus llaves.
—¡Mierda! —exclama, enrojeciendo todavía más y agachándose a recogerlo—. Mierda, yo... ejem...
Vale, pobrecito.
Me agacho delante de él y le ayudo a recoger las cosas. Por algún motivo, cuando se las tiendo, él parece enrojecer todavía más, rehuyendo mi mirada.
—¿Eres... ejem... Genevieve?
—Prefiero que me llamen Vee. Es más corto.
—¿Vey?
—Vee. Es... se pronuncia Vi. Vee.
—Vee —corrige—. Yo... ejem... si no le dices a mi jefe que estaba dormido, te lo agradeceré mucho.
—No te preocupes por eso.
El chico suelta un suspiro de alivio y yo aprovecho para mirarlo mejor. Es unos centímetros más alto que yo, con el pelo rubio de un tono casi arenoso, la nariz pequeña cubierta de pecas y unos grandes ojos castaños que no dejan de mirar por todos lados, inquietos. Parece un cachorrito asustado, y es tan tierno que casi me siento mal por haberle hecho pasar un mal rato.
Debe tener unos veintiún años, creo. Uno más que yo, aunque parece más pequeño por su forma de comportarse. Y más allá de su complexión... va vestido con un atuendo bastante sencillo; pantalones vaqueros azules, una chaqueta marrón bastante gruesa y unos guantes del mismo color. Ah, y un gorrito verde chillón.
—¿Eres el... chofer? —pregunto, confusa.
—Sí —casi parece avergonzado por ello—. Bueno, no solo me encargo de eso. También soy el jardinero. Y... ejem... también me encargo de hacer las tareas que requieran salir de la casa, ¿sabes? Como... no sé... mhm... ir a buscar el correo, por ejemplo. Me llamo Kent, por cierto. Kent... mhm... Gray.
Sonrío un poco.
—¿Estás seguro?
—Eh... —duda, enrojeciendo de nuevo—. Sí, sí. Yo... estoy un poco nervioso. No estoy acostumbrado a hablar con chicas que... es decir... que...
—Que no conoces —lo ayudo a terminar.
—¡Exacto! Y menos con chicas tan... —se detiene de golpe y enrojece tanto que casi se vuelve azul.
Hay unos instantes de silencio incómodo hasta que él se recompone y carraspea ruidosamente, tirando un poco del cuello de su chaqueta como si respirar empezar a ser complicado.
—Me llamo Kent.
—Vee.
—Sí, eso ya lo has dicho.
—Tú... ya lo has dicho, también.
—Bien, me llamo Ke...
—Oye, Kent —sonrío un poco, intentando hacer la situación menos incómoda—, ¿ese coche es tuyo?
—¿Eh? ¡No! Es de mi jefe. Pero no lo usa mucho, así que me lo deja para ir a buscar a la poca gente que viene, para acompañar a los de la casa... todo eso. Si alguna vez necesitas ir algún lado, solo tienes que llamarme, ¿eh? Bueno, no hace falta que me llames, casi siempre estaré en tu casa. Es suficiente con que me vayas a buscar y... eh... bueno, la verdad es que la casa es bastante grande, igual si quieres llamarme...
—Kent —intento no interrumpirlo de una forma muy grosera, pero es que se me están necrosando los dedos—, si no te importa, esto pesa mucho.
—¿Eh? ¡Ah, perdón!
Se apresura a recoger mi bolsa de viaje por mí, cosa que casi lo dobla por un lado, al pobre, pero hace un verdadero esfuerzo por parecer un forzudo y transportarla hacia el coche como si nada.
—Te encantará la casa, y también la pequeña Addy —me asegura, lanzando el cartel al maletero con mi bolsa de viaje—. Seguro que se pone muy contenta si conoce a alguien nuevo. Como nunca viene nadie por aquí...
—¿No tenéis turistas? —trato de indagar un poco.
—¿Para qué? ¿Para ver musgo? ¿O humedad? No, no viene nadie. La mayoría ni siquiera conoce el lugar. Bueno, ¿nos vamos?
El coche por fuera ya parecía caro, pero por dentro es obvio que es de alta gama. Casi me siento mal por sentarme en ese asiento de cuero sintético tapizado. Kent parece tan fuera de lugar como yo, pero se apresura a meter la primera marcha, dedicarme una pequeña sonrisa insegura y acelerar. El motor del coche ruge como si tuviera más ganas de correr que el propio Kent.
Apenas nos pasamos un minuto en silencio, porque yo tengo demasiadas preguntas y... bueno, seamos sinceros, Kent parece un objetivo bastante fácil.
—¿Hace mucho que vives en Braemar? —pregunto con curiosidad, mirándolo de reojo.
Braemar es el nombre de esa espantosa ciudad, o pueblo, o guarida... o lo que sea.
—Sí, desde siempre —sonríe, muy orgulloso—. Vivo con mi abuela. Todo el mundo la llama la abuela Gladys, aunque no sean de la familia. Tiene algo de mala leche, pero solo conmigo. A veces me da con un bastón en la cabeza. Pero seguro que contigo sería muy simpática.
—Y... ejem... ¿conoces muy bien al dueño de la casa a la que voy?
—¿Al señor Ainsworth? Sí, claro, llevo trabajando para él desde que cumplí los dieciséis. Y siempre me ayuda cuando tengo algún problema. Seguro que te gusta enseguida.
Sonrío ligeramente. Kent me ha causado una buena impresión. Parece un chico muy bueno, pero un poco ansioso por hacer amigos. Supongo que no tendrá demasiados, y la perspectiva me entristece un poco.
—Bueno —me dice, y su tono es curioso—. Puedo... ejem... ¿preguntarte algo?
—Claro que sí. ¿Qué pasa?
Él suelta una risita nerviosa, moviendo las manos por el volante.
—Yo... me preguntaba cómo sabías que Braemar existe.
Bueno... la respuesta a esa pregunta es más sencilla de lo que parece.
Y es que, hace una semana, no lo sabía.
Volví a casa después de haber ido al gimnasio y, nada más abrir la puerta, me encontré con una carta que me habían metido por la rendija del buzón. No llevaba ningún tipo de sello o nombre, pero cuando la abrí sentí que la caligrafía era muy familiar.
Quizá me parecía familiar porque estaba tan bien hecha que parecía escrita a ordenador, pero... no. Era a mano, estaba segura. La revisé de arriba a abajo en busca de nombres, pero no había absolutamente nada. Solo el mensaje. Iba al grano. Decía:
Genevieve, he oído hablar de tu particular habilidad y de tu modo de usarla para resolver problemas a las personas. Me dirijo a ti porque tengo un problema... y necesito una solución. Una que solo tú puedes proporcionarme, según mi parecer. En mi hogar, la ciudad de Braemar, ha desaparecido una jovencita encantadora y nadie sabe qué ha sido de ella. Y no solo eso, sino que parece que nadie quiere investigarlo.
Lo que te diré ahora es estrictamente confidencial y por ello te pediré que quemes la carta nada más leerla para asegurarnos de que solo tú la lees, nadie más; Braemar no es un sitio cualquiera. La gente que vive aquí, en su mayoría, no es gente... normal y corriente, por así decirlo. Y no puedes hacerte una simple idea de a lo que me refiero. Braemar es una ciudad de vampiros.
Desearía poder entrar más en detalles, pero me temo que no me es posible. Si esta carta cae en manos indebidas, podría meternos en serios problemas tanto a ti como a mí, y nada me haría más infeliz que causarte ningún tipo de daño, Genevieve.
Espero que tomes esta carta como la verdad y no como los desvaríos de un completos desconocido. No son desvaríos, y te aseguro que no soy un completo desconocido. En absoluto. Y podrás comprobarlo si aceptas este caso.
Si consigues que la niña vuelva a casa a salvo, cobrarás 10.000 libras en menos de veinticuatro horas. Sea cual sea el tiempo que tardes en lograrlo. Tienes mi palabra. Sé que parece poco, viniendo de un anónimo, pero te garantizo que tendrás ese dinero.
Si consigues que, al menos, el cuerpo de la niña regrese con sus padres para que puedan enterrarla en paz, cobrarás 5000 libras. De nuevo, sea cual sea el tiempo que tardes en lograrlo.
En el reverso de esta carta encontrarás el mapa para llegar a Braemar (memorízalo antes de quemar la carta) y el billete para volar al aeropuerto más cercano, además de un adelanto de 1000 libras. Por favor, quédatelas aunque no aceptes el encargo.
Como no me es posible proporcionarte una buena coartada para poder entrar en una ciudad tan estricta con los recién llegados, te ofrezco un trabajo paralelo: en la ciudad se encuentra una familia, la familia Ainsworth, cuya madre ha fallecido hace relativamente poco. Su pequeña hija ha estado muy triste desde entonces y su padre, el señor Ainsworth, ha estado considerando contratar a una persona que cuide de ella y la anime, ya que él no puede por cuestiones de trabajo.
Te dejaré toda la información en el reverso de la carta, Genevieve. Convéncelo, sé que tienes la labia necesaria para hacerlo. Solo tienes que decirle que su hija se animaría más si conociera a alguien de fuera, alguien que pueda decirle cómo es el mundo. Si lo convences y te dejan entrar, ya tendrás la mitad del trabajo hecho.
Piénsalo bien, Genevieve. Piensa en esa chica desaparecida. Ahora mismo podría estar sola, perdida, deseando volver a casa. Y tú tienes el poder para hacer que ese deseo se cumpla. Estoy deseando ver cómo consigues salvarla.
Con muchísimo afecto, un viejo amigo.
Y eso era todo. Sin firmas, sin sellos... sin nada más que eso.
Cualquier persona cuerda la habría lanzado a la basura... pero, por suerte para vosotros, yo no nunca he sido una persona cuerda.
Y es que yo, en el fondo, ya conocía el gran secreto de la carta; sabía que los vampiros eran reales. Durante toda mi vida había soñado con ellos. Pesadillas sin sentido en que un vampiro me arrastraba a la oscuridad con él. Cada vez que leía o veía algo relacionado con ellos, me entraban ganas de corregirlos y decir que no, las cosas realmente no eran así, pero sí que existían. Y esa carta era solo una prueba de ello. No podía decir que no.
Especialmente por la vida de la chica.
Así que cuando mi pobre novio, Trev, llegó a casa, me encontró haciendo las maletas como si fuera a abandonarlo o algo así. Estuvo a punto de entrar en pánico por un breve momento, pero me apresuré a explicarle que tenía que irme —diciendo que tenía un trabajo, claro, no que había recibido una nota e iba a una ciudad de vampiros— y que estaría fuera, al menos, unos pocos meses. Trev no entendió muy bien a qué venía tanta prisa, pero me acompañó al aeropuerto de todas formas para despedirse de mí.
Volviendo al presente, Kent toma una curva que daba con una pendiente hacia arriba que parecía interminable. Menos mal que el motor del coche es excelente y no protesta ni un poquito.
—La ciudad está escondida entre las montañas —me explica él al ver mi cara de confusión—. Las vistas son increíbles por todas partes, ya verás. Especialmente desde la casa de los Ainsworth.
Me pregunto si habrá sido su jefe quien me mandó la carta. O quizá algún familiar de la chica desaparecida. Me froto los dedos, una costumbre que tengo desde hace años, frotando la tela de los guantes marrones en el proceso.
A medida que avanzamos un poquito, veo que el paisaje se vuelve más y más gris, como si estuviéramos entrando en una especie de cúpula oscura alejada del mundo. El lugar en sí parece tener un aura oscura y magnética, como si supieras que debías alejarte pero no quisieras hacerlo de todos modos. Como si te sintieras atraída hacia él.
Es... extraño, sí. Casi magnético.
Por fin llegamos a la cumbre de la cuesta y entramos en una carretera más ancha, que conduce a una pequeña cuesta abajo... que nos permite ver Braemar.
Lo primero que noto es el color verde. Resalta por todas partes. Se ve que le dan mucha importancia a la naturaleza, porque muchas calles y jardines traseros están decorados con espesos árboles que se agitan ligeramente con el frío viento. Las casas, por lo que veo, son mayormente victorianas, de familia, de colores azules, marrones y grises. Hay unos cuantos edificios que destacan, pero el que más lo hace es la gran casa que hay al otro lado de la ciudad, un poco alejada de las demás, en lo algo de la colina —casi parece una mansión— y las que bordean el camino que conduce hacia ella. Es obvio que son muchísimo más grandes que todas las demás. Las de los ricos.
—Ahí vivirás tú —me dice Kent al ver en qué me he fijado.
—¿En la grande?
—¿Eh? ¡No! En la que está en medio. La del techo azulado.
Es de las más grandes, cosa que hace que me ponga un poco nerviosa. No sé cómo sentirme respecto a eso de vivir en un sitio tan grande. No es que nunca me haya faltado el dinero, siempre he vivido muy bien, pero... nunca con tanto lujo. No sé si encajaré en un sitio así.
—Ahora llegaremos a la entrada —me informa Kent con una gran sonrisa.
La entrada resulta ser mucho más segura de lo que creía. Hay un cartel con el nombre de la ciudad, sin el número de habitantes ni nada parecido. Ni siquiera decoración. Solo eso y una valla metalizada controlada por una cabina que hay al otro lado de la carretera, de la que se asoma un hombre con cara de aburrimiento.
—¡Hola, Earl! —le chilla Kent—. Traigo a la nueva. ¿Nos dejas pasar?
—Necesito el permiso de la chica, ya lo sabes.
Earl habla como si le faltaran ganas de vivir y le sobraran ganas de dormir.
Saco el permiso de mi bolsillo. Me lo mandó ayer mi nuevo jefe al hotel en que me alojaba. Lo he estado atesorando como si fuera un regalo muy valioso. Earl, vestido con su uniforme azul de policía, lo lee con una ceja gris enarcada antes de devolvérselo a Kent para que me lo devuelva.
—Parece correcto —murmuró—. Normalmente te diría que fueras a hablar con el alcalde, pero dudo que quiera que lo molesten solo por esto, así que tengo que dejarte pasar.
Lo dice como si le diera absolutamente igual que entre con un lanzamisiles y me ponga a explotar casas, la verdad.
Kent parece completamente feliz cuando la valla se levanta, dejándonos entrar en la pequeña carretera que conduce al inicio de la ciudad.
Me sorprende lo normal que parece todo desde dentro. Es decir... no sabía muy bien qué esperarme de una ciudad vampírica. Una parte de mí esperaba murciélagos, ataúdes, telarañas y similares. Pero no. Solo es un sitio normal, con niños jugando por el calle, chillando y riendo con sus enormes abrigos, madres y padres charlando mientras los vigilan, gente que va a casa o al trabajo... un lugar normal y corriente.
—Te va a encantar Braemar —me informa Kent felizmente—. Hay un dicho popular por aquí, dice que la única gente que es capaz de permanecer en la ciudad es la que realmente pertenece en ella... pero yo no me lo creo. En fin, si quieres voy diciéndote los lugares que pueden interesarte —lo hizo sin que le dijera nada—. Por ahí detrás está el parque infantil, aunque no sé si te gustará mucho ir. También hay una zona para entrar en el bosque con un caminito. No entres en el bosque por ningún otro lado o te perderás y tendremos que ir a buscarte, ¿eh?
—¿Cuánta gente se ha perdido? —bromeo.
—Que yo me acuerde, dos o tres.
—¿Los habéis encontrado a todos?
—Sí. Los protectores de la ciudad se encargan de eso.
—¿Los qué?
—Los protectores. Son como... policías vampiro. Es decir, tenemos a los policías normales, que son cuatro humanos normales y corrientes más el sheriff, y luego están el alcalde y sus protectores, que se encargan de los temas que la policía humana no puede solucionar. Como ir a buscar a gente por el bosque y no perderse.
—Ah, claro —le digo, como si fuera lo más normal del mundo.
—En fin, si sigues calle arriba llegarás a la plaza. Ahí está el ayuntamiento, aunque no hay gran cosa. También está la cárcel y la comisaría, aunque nunca usamos lo primero y es diminuto; solo hay diez celdas. También está el bar al que todo el mundo va. Sirven comidas y todo eso, como un restaurante, aunque lo llamamos bar de todas formas. Si vas ahí te atenderá Jana, seguro. Te encantará. Ah, por aquí detrás está la tienda de segunda mano. La llevan Sylvia Moore y su madre, Cinthia Moore. Venden libros, ropa... en fin, cualquier cosa que puedas querer, la encontrarás ahí.
—¿No hay supermercado?
—Bueno, hay una tienda de comida junto a la plaza. Es bastante pequeña, pero hay de todo. El señor Gibbs te caerá bien, aunque no te recomiendo intentar robarle nada. Dicen que tiene un palo tras el mostrador para perseguirte con él.
—Lo tendré en cuenta.
Él asiente felizmente y recorremos la ciudad con el coche, pasando de largo por delante de todas las casas y de la gente, que no nos presta mucha atención. Me apoyo en la ventanilla con la cabeza cuando empezamos a subir la pendiente que lleva al camino que he visto antes, y no puedo evitar entreabrir los labios al ver el tamaño de las casas que me rodean.
—Madre mía... —murmuro, pasmada.
—Sí, son grandes —me dice Kent, divertido—. La gente que vive por aquí tiene mucho dinero. Ellos... bueno, ya sabes, han tenido bastante tiempo para reunirlo.
Las casas están bastante separadas unas de otras, por lo que supongo que los dueños no tienen ningún tipo de interés en tener vecinos cerca de ellos. No puedo culparlos, mis vecinos, en casa, se pasan el día discutiendo y cocinando cosas que luego hacen que mi propio piso huela a comida todo el día. El primer día fue agradable, el décimo ya quería lanzarles la sartén a la cabeza.
Me distraigo de mi propia línea de pensamientos cuando Kent gira el volante y entramos por un sofisticado camino de tierra y piedra que conduce a una gran mansión victoriana con las paredes de piedra color crema, dos pisos, ventanales bastante grandes y techo inclinado —supongo que para la nieve— de color azulado.
Vale, sí, intimida bastante.
Kent no detiene el coche hasta que llegamos junto a la entrada, que forma una pequeña rotonda para que coches con un árbol pequeñito plantado en medio. Kent me dedica una sonrisa, supongo que para darme ánimos, y ambos bajamos del coche.
El aire frío me golpea como una bofetada cuando cierro la puerta a mi espalda, mirando a mi alrededor. Tienen un jardín perfectamente cuidado de extensión considerable, la casa impecable, otros dos coches de lujo... madre mía, ¿qué hago aquí?
—¿Te gusta? —me pregunta Kent al ver que me quedo ahí parada.
Estoy a punto de responder, pero las palabras se quedan atascadas en mi garganta cuando me doy la vuelta y veo la casa más grande de la ciudad, la que está a lo alto de la colina, la primera que he visto. Desde lejos ya parecía grande, pero desde cerca... trago saliva. La casa en la que estoy ahora no parece nada en comparación; esa debe tener, al menos, cuatro pisos, ventanales gigantes, columnas regias e incluso dos pequeñas torres, casi como si hubieran sacado la idea de un castillo medieval.
—¿Quién vive ahí? —pregunto sin poder contenerme.
Kent se detiene a mi lado y mira la gran mansión con las manos en las caderas, también algo impresionado, aunque supongo que lo ve cada día.
—Oh, ahí vive el alcalde —me dice, encogiéndose de hombros—. No creo que vayas nunca, la verdad. No es muy... ejem... sociable.
—¿Por qué lo dices?
—Apenas sale de ahí. Solo lo hace cuando hay alguna emergencia o cuando tiene que encargarse de algo de la ciudad. Pero... yo creo que, si pudiera, estaría siempre ahí arriba, él solo.
Hace una pausa, como si estuviera considerando añadir algo o no.
—Da un poco de miedo, ¿sabes? —confiesa al final—. No sé qué es lo que da miedo exactamente, pero... intimida mucho.
—Puede que sea la edad —sugiero.
—No aparenta la edad que tiene —me asegura, divertido—. Por su apariencia, no dirías que tiene más de veintipocos, pero creo que lo convirtieron hace más de cien años.
Pues claro, el alcalde también es un vampiro. ¿Por qué demonios no lo he pensado hasta ahora?
Y las palabras salen antes de que pueda contenerlas:
—A lo mejor debería hablar con él —murmuro sin pensar, mirando fijamente la mansión en la que vive—. Si aquí todo el mundo es tan estricto con los desconocidos... quizá debería presentarme, ¿no?
—No creo que le guste mucho —me dice Kent, no muy convencido.
—¿Cómo se llama el alcalde?
—Ramson.
No puedo decírselo directamente a Kent, pero igual sí que debería hablar con ese tal Ramson. ¿Quién sabe mejor de una ciudad que su alcalde? Tengo que descubrir cosas de la chica desaparecida. En cuanto antes sepa qué le pasó, antes podré volver a casa.
—Bueno —Kent atrae mi atención de nuevo—, mi jefe está ahí dentro, querrá hablar cont...
—¡¿Es ella?!
El chillido ha venido desde la entrada. Ambos nos giramos a la vez y yo doy un respingo al ver a una niña de unos nueve años bajar apresuradamente las escaleras. Va vestida con un sencillo vestidito azul de flores y con el pelo castaño atado en dos trenzas. Se detiene delante de nosotros, ansiosa, y me mira de arriba a abajo varias veces con una gran sonrisa.
—¿Eres mi nueva niñera? —pregunta, y el entusiasmo es tan evidente que hace que la voz le salga mucho más aguda de lo que debe ser.
—Sí, es ella —le dice Kent—. Se llama Vee.
—¡Vee! —repite, entusiasmada, y antes de que pueda reaccionar se lanza sobre mí y me abraza con fuerza por las caderas—. ¡No me lo puedo creer! ¡Cuando papá me dijo que vendría alguien de fuera, pensé que no era verdad! ¡Pero es verdad! ¡Esto es geniaaaaaaal!
Por fin consigo reaccionar y le doy una palmadita incómoda en el hombro. Nunca he tratado mucho con niños, así que espero que esto se me dé mejor de lo previsto.
—¿Cómo te llamas tú? —le pregunto.
—¡Addy! —me dice, entusiasmada, separándose—. Bueno, me llamo Adela Noreen Ainsworth, ¡pero eso demasiado largo! Llámame Addy. Todo el mundo me llama así.
—Pues es un placer que por fin nos conozcamos, Addy —le digo con una sonrisa.
—¡Sí que lo es! —chilla, alcanzando mi mano y tirando de mí hacia la casa—. ¡Ven, te enseñaré tu habitación, y la mía, y mi sala de juegos! ¡Oooooh y mis columpios! ¡Y la sala de música! ¡Tengo pensadas mil cosas para que no nos aburramos y...!
—¡Addy! —la interrumpe Kent, apresurándose a acercarse con mi maleta—. ¡Relájate, te va a dar un infarto!
—¡ES QUE ESTOY MUY EMOCIONADA!
—Bueno, pero Vee tiene que hablar con tu padre —le recuerda—. Vamos, ¿puedes llevarla con él?
Addy parece un poco menos entusiasmada por eso, pero asiente y tira de mi mano de nuevo hacia la casa. Le dedico una sonrisa de agradecimiento a Kent, que va medio doblado por el peso de mi maleta mientras nos sigue.
El interior de la casa es todavía más ostentoso que el exterior; desde las paredes adornadas con bonitas piezas de arte, las amplias escaleras, las salas contiguas, las alfombras caras... sí, esto apesta a dinero por todas partes.
—Papá está en su despacho —me dice Addy, soltándome la mano para sujetarse a la barandilla al subir las escaleras—. Creo que está hablando por el móvil, pero puedo interrumpirlo si quieres. Lo hago mucho.
—Mejor no lo hagas —le digo, divertida.
—Bueno, pues otro día. ¿En serio vas a quedarte?
Parece casi temerosa cuando lo pregunta, como si temiera que fuera a marcharme de repente.
—Si tu padre me deja... claro que sí.
—Genial —sonríe ampliamente cuando terminamos de subir las escaleras para llegar al primer piso, y me guía por uno de los dos pasillos, el de la derecha—. Por aquí hay dos habitaciones vacías para invitados, mi sala de estudio, eso de ahí es un cuarto de baño... ¡ahí está el despacho de papá!
Addy llama a la puerta sin mucho cuidado, casi como si quisiera tirarla abajo, y pega el ojo en la mirilla.
—Mhm... está hablando por teléfono —me dice, poniendo una mueca—. Vas a tener que esperar un momento. Oye, ¿tienes hambre? ¡Tengo chocolate!
—Eh...
—¡Voy a por él! ¡Lo he guardado para ti!
Antes de que pueda decirle nada, sale corriendo, prácticamente dando brincos de la alegría, y la escucho bajar las escaleras.
Algo perdida, me quedo ahí de pie, sin saber si debería llamar o no a la puerta. ¿Sería muy mal educado? ¿Es mejor esperar? Estoy muy nerviosa.
Finalmente opto por sentarme en el sofá que hay junto a la puerta. Es marrón, de la misma buena calidad que el resto de la casa, y es tan cómodo que casi me entran ganas de echarme una siesta. Esta noche he dormido fatal por los nervios.
Me paso las manos por la cara y, al acordarme de que sigo llevando los guantes, el gorro y el abrigo, empiezo a quitármelo todo para dejarlo junto a mí en el sofá. Sin embargo, me detengo en seco cuando notó dos ojos afilados clavados en mí.
Levanto la cabeza automáticamente y casi me muero del susto cuando veo, justo delante de mí, a un niño de unos doce años, delgado, de pelo castaño, rasgos afilados y bastante más bajo que yo. Va vestido como si lo hubieran sacado de una película victoriana. Sus ojos verdes, igual que los de Addy, me miran fijamente con una desconfianza que me pilla desprevenida.
—Oh, vaya —me pongo de pie automáticamente, mirándolo—. Yo... no sabía que tendría que cuidar de dos niños, ¿cómo te llamas? Soy Vee, la nueva niñera.
Le ofrezco una mano amablemente, pero casi al instante en que lo hago me arrepiento, porque él se queda mirándola con la mayor expresión de escándalo que he visto en mi vida, casi como si le hubiera escupido en un zapato.
—¿Te encuentras bien, pequeño? —pregunto, confusa.
—¿Pequeño? —repite, y cierra un momento los ojos, como para invocar paciencia—. Aparta esa mano de mí, sucia humana, si no quieres que te la arranque y se la dé de comer a mi perro.
Me quedo mirándolo un momento, pasmada, antes de reaccionar y retirar la mano como una idiota.
—Y no soy tu pequeño —añade, mirándome de arriba a abajo con una ceja enarcada—. ¿Acaso te presentas de esta... forma... en todas tus entrevistas de trabajo, jovencita? No me extraña que hayas terminado aquí, apartada del mundo. ¿No te parecería más apropiado algo más formal? ¿Un vestido, quizá? O el pelo atado, por lo menos. Pareces una auténtica salvaje.
Estoy tan pasmada que no sé ni qué responderle. Él me mira fijamente durante unos segundos, como si esperara que dijera algo, pero al ver que no lo hago suspira largamente, casi como si esto le estuviera aburriendo, y vuelve a hablar.
—Mi nombre es Albert —añade, hablando poco a poco, como si fuera estúpida y no pudiera entenderlo en caso de hablar normal—. Albert Eugene Ainsworth III, para ser exactos.
—¿Ha... habido dos personas más con ese nombre? —pongo una mueca.
—Pues sí —me dice, muy digno, y se mete las manos en los bolsillos de una forma muy elegante, enarcándome una ceja—. ¿Y tu nombre es...?
—Vee.
—¿Vee? ¿Qué clase de nombre es ese?
—Genevieve —corrijo, cerrando un momento los ojos, avergonzada—. Es... Genevieve Davies.
Albert se queda mirándome un momento, esta vez con más interés que el que ha mostrado hasta ahora, y entrecierra los ojos.
—¿Genevieve Davies? —repite, y vuelve a su expresión aburrida—. Un nombre corriente y aburrido, diría yo.
Justo en este maravilloso momento, escucho la puerta del despacho abriéndose y suelto un suspiro de alivio sin poder evitarlo. Albert centra su excéntrica atención detrás de mí, igual que yo, y ambos vemos al señor Ainsworth acercándose mientras se mete el móvil en el bolsillo.
—Albert, no estabas molestando a la chica nueva, ¿verdad? —le pregunta, deteniéndose a mi lado.
Es más alto que yo, y mira que yo soy bastante alta. Está claro que Addy ha heredado gran parte de sus rasgos de él, porque son prácticamente iguales: porte recto, complexión delgada, cara ligeramente alargada —aunque en su caso es muy atractiva—, pelo castaño que él lleva colocado hacia atrás, piel ligeramente bronceada y ojos verdes.
Vale, yo esperaba un señor de cincuenta años, pero... no. No creo que ni siquiera tenga los treinta. Debe tener unos... ¿veinticinco, quizá? ¿A qué edad concibió a su hija, entonces?
Sea como sea, nos enfrentamos al primer problema del día.
El señor Ainsworth está buenorro.
Al menos, él va vestido un poco normal, no como Albert; lleva una camisa color crema, unos pantalones azules oscuros, un reloj bastante bonito en la muñeca y unos zapatos aparentemente bastante caros.
—Yo no he empezado nada —le asegura Albert con tono condescendiente—. Ella me ha llamado niño, Foster.
—Pareces un niño.
—¡Tengo más años que tú! —le replica Albert, furioso.
—¿Y cómo quieres que ella lo sepa?
Albert me dedica una mirada airada antes de darse la vuelta y volver a las escaleras murmurando algo sobre juventud descarriada.
—Perdónalo —me dice el señor Ainsworth cuando vuelvo a mirarlo—, no está muy acostumbrado a las visitas. Y el tema de la edad... bueno, digamos que no es su tema de conversación favorito. ¿Dónde está Addy?
—Ha... ido a por chocolate —digo torpemente, señalando a mi espalda.
—Claro que sí —él pone los ojos en blanco y recoge mis cosas antes de entrar en su despacho—. Sígueme y cierra la puerta, por favor.
Hago lo que me dice y me veo a mí misma de pie en medio de un despacho grande, de aspecto clásico, regio, prácticamente hecho en su totalidad de madera. Una de las paredes es un gran ventanal que da al lateral de la finca y desde el que se ve la gran casa del final de la colina.
El señor Ainsworth deja mis cosas en el sillón del fondo y me hace un gesto para que me siente en el que tiene delante de su gran escritorio de madera regia y pulida. Me aclaro la garganta, nerviosa, cuando se deja caer en la silla que hay al otro lado y me mira, centrando su atención en mí.
Vale, he sobrevivido a muchas entrevistas de trabajo, puedo sobrevivir a esta.
Tú puedes, yo confío en ti.
Gracias, conciencia.
—Bueno, Genevieve —empieza él, revisando una hoja que tiene delante—, tu currículum es verdaderamente bueno.
Y falso, también.
—Gracias —sonrío.
—¿Qué te ha llevado a querer trabajar en Braemar? No es un sitio muy alegre, precisamente.
Mierda, ¿por qué tiene que ser guapo? Me está distrayendo.
—Quería probar algo diferente —le digo, ya he ensayado esto decenas de veces antes de llegar aquí—. Me encantan los niños, y hace un tiempo que busco un trabajo de interna.
—¿No estudias?
—No —al menos, eso es verdad—. Aunque si fuera a la universidad seguramente estudiaría algo relacionado con las artes.
—Suena interesante —me dice, y parece sincero—. Si tuviera tiempo para volver a estudiar probablemente elegiría lo mismo que tú. O filosofía, quizá.
—Pues yo cuando hacía filosofía en el instituto nunca pasé del suspenso.
No sé si me he pasado de honestidad, pero al instante que veo que empieza a reírse, divertido, me relajo visiblemente.
Mierda, cuando se ríe es todavía más guapo. Este tipo tiene que ser modelo de revista o algo así, no me creo que sea solo empresario.
Sin embargo, la sonrisa desaparece de sus labios antes de lo que me gustaría para ser sustituida por la expresión que tenía antes.
—Bueno, Genevieve, como comprenderás... me gustaría saber cómo descubriste la existencia de esta ciudad.
—Mi abuela vivía aquí —miento, esperando que me crea—. Siempre me contaba historias de este lugar y hacía mucho tiempo que soñaba con poder venir. Cuando me enteré de que había una oferta de trabajo como niñera, no pude desperdiciar la oportunidad.
—¿Y no te incomoda la idea de vivir rodeada de vampiros?
Solo por la forma en que lo ha dicho, por esa manera tan natural de pronunciarlo, evidenciando que lo ha dicho mil veces más... sé que él también es un vampiro.
Me pregunto cuál será su edad real.
—No demasiado —me encojo de hombros.
—Los vampiros son peligrosos.
—Muchos humanos también lo son y he vivido rodeada de ellos toda mi vida.
Creo que esa es la respuesta correcta, porque me dedica media sonrisa arrebatadora.
—Addy está encantada contigo y apenas te conoce —añade, esta vez en un tono mucho más amistoso, como si me estuviera ganando su confianza—. Su madre murió hace dos años. Ella... no ha estado demasiado bien desde entonces. El primer año fue el peor, pero este... supongo que ha ido mejorando. Siempre ha sido una niña muy solitaria, pero creo que estos dos años lo ha sentido mucho más, ¿sabes? Por eso te he contratado. Tu trabajo es ocuparte de que no se sienta sola en ningún momento.
Asiento con la cabeza con toda la seguridad que puedo reunir. Él se sube las mangas de la camisa hasta los codos y se apoya en el respaldo de la silla, cruzando los brazos. Y todo sin dejar de mirarme.
Vista al frente, no le mires los brazos por muy sexys que sean.
—Ya hemos tenido otras dos candidatas —añade, analizándome con esos ojos verdes—. Ambas de la ciudad. Addy no congenió con ninguna de ellas, pero parece que contigo está especialmente entusiasmada. Supongo que es porque eres de fuera. ¿Has viajado mucho, Genevieve?
—Vee —corrijo sin pensar, y me aclaro la garganta por enésima vez—. He ido algunas veces a Francia, tengo familia lejana viviendo ahí.
—Tienes rasgos franceses —comenta, repasándome el rostro con la mirada.
Me lo han dicho toda mi vida, así que supongo que será cierto; tengo el pelo oscuro —normalmente me lo corto por encima de los hombros, pero últimamente me ha dado por dejármelo crecer y ya me llega por encima de la línea del sujetador—, los ojos castaños, sin nada especial, y la cara en forma de corazón. Lo que más me gusta es mi nariz. Siempre la he tenido un poco respingona, pero me gusta así.
Y mi cuerpo... bueno, no tiene nada muy especial. Está bien y punto. Como soy bastante alta, estoy un poco más delgada de lo que me gustaría. Es decir, que tengo menos tetas de las que me gustaría. Todavía recuerdo que una vez Trev comentó algo sobre operármelas. Casi lo asesiné a sangre fría.
Sí, es un tema sensible.
—En todo caso —mi jefe retoma el tema—, Addy no es la única persona a parte de mí que vive en esta casa. Ya has conocido a Albert. Es mi tío abuelo.
—¿Eh?
—Lo sé, no lo parece. Lo convirtieron cuando tenía doce años y ha permanecido así desde entonces, pero tiene más edad que tú y yo juntos —sonríe—. Que no te engañe su apariencia.
Vale, esto es más raro de lo previsto.
—Kent también nos visita muy a menudo. Se encarga del jardín, de los coches y de cualquier trabajo de arreglar alguna cosa de la casa. No duerme aquí, pero te dejaré su número por si alguna vez lo necesitas. Y también está Amelia. Ella se encarga de la cocina y de la limpieza. Vive aquí, así que probablemente os vais a ver muy a menudo.
—Señor Ainsworth...
—Llámame Foster.
Nos quedamos mirando un segundo de más que hace que yo empiece a ponerme nerviosa otra vez antes de continuar.
—Foster —corrijo—. En el contrato mencionó algo de una mascota, ¿no?
—Ah, el perro de Albert. Vive en el patio trasero, aunque es muy independiente. No le gusta estar por casa, prefiere buscar su propia comida por el bosque. Ya te acostumbrarás a él, aunque no te preocupes, Albert se encarga de darle agua y comida cuando es necesario.
Bueno, un problema menos.
—Dicho todo esto... —él se inclina sobre la mesa, mirándome con atención—, dijimos que el contrato en principio sería de dos meses y luego iríamos viendo si quieres seguir aquí o no.
—Sí —murmuro, no muy segura de dónde quiere llegar a parar.
—Después de todo lo que te he dicho... ¿sigues queriendo quedarte?
Por primera vez desde que he llegado, no dudo en responder.
—Sí, quiero quedarme.
Foster sonríe ligeramente y asiente con la cabeza, poniéndose de pie y ofreciéndome una mano.
—Perfecto, entonces. Bienvenida a tu nuevo hogar temporal.
—Gracias, señor Ain... Foster —le estrecho la mano—. Debería ir a instalarme.
—Seguramente Addy ya habrá obligado a Kent a subir tus cosas, no te preocupes.
En ese momento, la puerta se abre de par en par y veo que es Addy, esperándome con el chocolate que me ha prometido antes en la mano. Nos mira a los dos, casi analizándonos, hasta que finalmente se centra en mí.
—¿Te quedas? —pregunta, dubitativa.
Asiento con la cabeza, sonriendo, y ella suelta un chillido de alegría antes de acercarse y tirar de mi jersey.
—¡Vamos, voy a enseñarte toooooodo! ¡Esto es genial!
Justo antes de salir de la habitación, escucho la voz de Foster.
—Ah, y... ¿Vee?
—¿Sí? —lo miro de nuevo.
—Esta noche tengo una cena muy importante con el alcalde y algunos de los protectores de la ciudad —me dice, metiéndose las manos en los bolsillos—. Sería conveniente que te ocuparas de que Addy no nos interrumpa, tiene una especial predilección por hacerlo.
—Yo me encargo —le aseguro.
Él me dedica una sonrisa y asiente antes de que Addy consiga por fin sacarme del despacho de su padre.
Y, mientras la sigo hasta mi habitación, no puedo evitar una extraña sensación de nervios por esta noche.
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