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La reina de la noche

La lluvia caía sobre sus hombros y cabeza, las ropas empapadas le pesaban en los huesos y las pestañas humedecidas entorpecían su visión. Con fastidio, las limpió de un manotazo. Llevaba horas en ese risco, contemplando absorto las murallas del viejo castillo. Pero él contaba con los mejores aliados: la noche, la tormenta e información que su enemigo ignoraba que tenía.

Se puso la capucha y acarició la empuñadura de la espada corta que llevaba a la cintura. Era hora de actuar. Bajó a saltos la vereda escarpada a través de lodo, agua y piedras resbaladizas. Llegó al fondo del pozo que rodeaba el castillo, corrió igual que una sombra en la oscuridad, y trepó hasta alcanzar la roca de la muralla. Los guardias sobre ella no vieron al extraño acercarse, pues titiritaban de frío bajo las armaduras livianas, pensando en lo bien que se sentiría embriagarse y compartir el lecho de una dama en esa noche tormentosa.

Con la espalda contra la muralla, el intruso siguió avanzando, buscando el mejor punto para escalar, aquel que le avisaron estaría sin vigilancia. Tardó en encontrarlo, pero eso no lo detuvo. Invocó las palabras en una lengua muerta, aquellas enseñadas por la mujer a la que servía. De pronto, sintió cada músculo fortalecerse, y sin dificultad, subió por la piedra, utilizando las cuñas que había llevado. Arriba, se deslizó ocultándose en recovecos, y avanzando con sigilo.

En poco tiempo estuvo dentro, había librado el primer obstáculo. Vio un par de viejos guardias cuidando una entrada al castillo destinada para la servidumbre. En condiciones normales esa puerta no habría estado vigilada, la presencia de los hombres confirmaba que la persona por la que había hecho tan largo viaje se encontraba en ese lugar.

Acabar con los guardias era la manera rápida de entrar, pero de hacerlo tendría poco tiempo para llegar hasta su víctima y sacarla de ahí sin ser visto. Conocía la manera de montar guardia de su enemigo. Si eliminaba a esos dos, los guardias encargados de patrullar y que pasaban al menos cuatro veces por hora, no tardarían en darse cuenta y dar la alarma. Meditó un poco, era arriesgado, pero no había otra manera.

Tomar el riesgo valía la pena.

Los viejos guardias vieron una sombra venírseles encima y respiraron por última vez. Él vio el miedo a morir en sus ojos, con la misma indiferencia que percibía el resto del mundo. Luego de robarles el aliento, entró corriendo al castillo. Varios sirvientes se le atravesaron y encontraron el fin en el acero de su espada.

Antes de cortarle el cuello, obligó a la última sirvienta a revelarle el paradero del joven príncipe. Sabiendo a dónde dirigirse, no hubo quien lo detuviera. Con un sendero de sangre a su paso, llegó a la puerta de la alcoba señalada por la mujer. Cinco hombres se plantaron frente a él. Eran fuertes, con armaduras cubriéndolos de pies a cabeza, escudo en mano y espadas en alto. Los reconoció, eran la última e impenetrable defensa del rey enemigo.

—Sombra es tu nombre ¿no es así? —indagó el líder —. El asesino de la reina de la noche, ¿Acaso no es suficiente para ella haberse apropiado de la tierra de tantos? ¡Por ella naciones enteras deben vivir como bestias salvajes! ¡A nosotros no nos quitará la libertad de cabalgar en campos verdes!

El asesino no respondió. Viéndolo, los guerreros se estremecieron. Jamás se habían encontrado con una expresión tan inhumana, el vacío en su mirada los llenó de temor.

—¡Es un demonio! —afirmó un guerrero, con la mano en la que sostenía la espada temblando, igual que su quijada.

A él no le interesaban esos hombres ni sus palabras; lo único que le importaba era la puerta tras ellos, y llevar al que aguardaba al otro lado ante su reina. Para lo único que vivía era para cumplir la voluntad de ella. Percibió el miedo en su enemigo, y cuando este al fin decidió atacar, él ya había encontrado cada vulnerabilidad, cada punto débil en su armadura, cada fallo en sus movimientos.

Los poderosos guerreros no duraron más de lo que duraría un muchacho inexperto frente a su maestro.

Cubierto de tierra, sangre y agua, entró en la habitación, luego de derribar la puerta. Las velas que iluminaban el interior acababan de ser apagadas, y el aroma a humo inundó sus fosas nasales.

Durante algunos segundos, permaneció de pie en el umbral, acostumbrándose a la escasa luz que penetraba del pasillo contiguo. Sollozos ahogados lo hicieron girar a un rincón en el que distinguió dos siluetas. Una pertenecía a una mujer anciana, la otra a un niño. De una zancada, llegó a ellos y agarró al niño por el brazo. La ligereza del cuerpo infantil le permitió levantarlo en vilo. La mujer se aferró al brazo en el que llevaba la espada. Suplicó, gritando y llorando. Él la miró sin entenderla y soltó al niño dispuesto a deshacerse de ella. Entonces fue el niño quien pidió clemencia. Los cortos brazos le rodearon la cintura, y las palabras cobraron sonido en el silencio de su indiferencia.

—¡Iré con usted si no le hace daño! Lo prometo, seré bueno.

Los ojos de la anciana seguían clavados en el asesino, más no representaba amenaza alguna, así que la arrojó contra la pared y levantó al niño. La vieja ama de crianza alcanzó a verlos desaparecer por la puerta y se desmayó.

Sombra salió de prisa cargando al niño príncipe bajo su brazo izquierdo. Escuchó la señal de alarma al cruzar la puerta de salida al patio. Saltó sobre los cadáveres de los viejos guardias frente a los ojos de diez soldados que llegaban corriendo. La lluvia había cesado, y el suelo humedecido y resbaladizo no ayudaba a los hombres a mantener el equilibrio. Él lo sabía. Sin perder tiempo, puso el filo de su espada en la garganta de su presa.

Los soldados se detuvieron, conocían la fama del hombre, y no dudaban que asesinaría al hijo de su rey sin permitirles ni respirar. Estáticos, lo observaron acercarse al muro y trepar por él como si fuera una alimaña. Desapareció tan rápido que no tuvieron tiempo de reaccionar.

—¡Brujería! —gritaron al unísono varios de ellos, conscientes de que lo atestiguado no podía ser obra de un humano común.

Y juntos maldijeron a la reina de la noche, esa hechicera maldita que tambaleaba sus más férreas creencias.

Entre la confusión y la negrura de la noche, ayudado por el poder ancestral de su reina, el asesino logró escabullirse. Había cumplido su misión y era tiempo de volver junto a ella.

Sombra llegó hasta la protección del bosque junto a su presa. A su encuentro salió un hombre de mediana edad, y el asesino percibió al príncipe temblar al verlo. Sin duda reconocía al traidor que había revelado su paradero. El rey enemigo cometió un error al confiar la vida de su hijo a un hombre que por oro era capaz de vender su alma al mejor postor. Sombra pagó lo convenido, subió al niño al caballo que lo esperaba y montó detrás.

—¿Qué harán con él? – cuestionó el traidor.

Sombra no respondió y se alejó a galope del lugar.

El niño no habló ni lloró, fiel su promesa a pesar de su corta edad. Al principio el asesino fue indiferente. Le lanzaba pedazos de alimento, y obligaba a beber agua para que no muriera sin llegar a su destino. No obstante, poco a poco, el niño despertó recuerdos en su mente. Una tragedia cobró vida en su memoria. Atormentado, obligó a su caballo a cabalgar sin descanso. El animal murió de fatiga, y asesino y niño debieron ir a pie el resto del camino.

El asesino se aferró al recuerdo del cálido aliento de su reina, cuando ella se lo brindaba el resto del mundo desaparecía. No existía dolor ni alegría tan grandes que pudieran vencer al poder que ejercía sobre él. Ella lo sumía en la oscuridad y el silencio que necesitaba para no perder la cordura. Estar consciente era la peor de las torturas. A cambio de obtener la dicha de la indolencia que su reina otorgaba, la servía y obedecía ciegamente. Ya fuera en el campo de batalla o en el lecho, hacía lo que ella ordenaba sin objetar. Tantos años perteneciéndole, lo hicieron olvidar el significado de escuchar a otros.

Y entonces sucedió, la voz de ese niño logró lo que no hicieron miles de gritos inocentes: ser escuchada por él. La culpabilidad hizo que un malestar se le anudara en el estómago. Desconocía lo que su reina preparaba para el joven príncipe, pero imaginaba lo peor. Pese al mal presentimiento, se obligó a continuar. Al llegar a su destino, no pudo seguir ignorando el llamado de su conciencia. Entregar a su prisionero fue lo más difícil que hizo en años.

Esa noche su reina lo convocó a sus aposentos para recompensarlo. Deseaba verla, no por el placer sino por los besos que aliviarían la carga que soportó durante todo el viaje de vuelta al lado del niño.

Al entrar en la alcoba la contempló en todo su esplendor íntimo. Un camisón de velo transparente le cubría el cuerpo, dejando ver las curvas perfectas de su anatomía.

—Lo has hecho bien —exclamó, llegando a su lado, y sin esperar, lo besó en los labios.

Para desgracia del asesino, la hechicería no surtió efecto y abandonó los brazos de la mujer sintiéndose miserable.

El día entero se dedicó a averiguar el plan de su reina, escuchó decir que un mensajero había sido enviado con el rey enemigo para entregar una única exigencia: su vida a cambio de la de su hijo. Pero Sombra sabía que el trato no se cumpliría. En cuanto el rey pusiera un pie en ese lugar moriría al igual que el pequeño príncipe. Él no podía permitirlo, la culpa pesaba como plomo atado al cuello, y por algún infortunio, el aliento de su reina ya no era capaz de aliviar la pena.

Decidido, aguardó la noche y aprovechó el cambio de guardia para llegar hasta el calabozo donde el joven príncipe había sido llevado. Al abrir la puerta, vio al pequeño en el centro del sucio lugar, con los ojos enrojecidos e hinchados de tanto llorar. El niño lo miró temeroso, y él le extendió la mano.

—¿A dónde me llevarás? —preguntó.

—Con tu padre —respondió y vio complacido el rostro del niño iluminarse con una sonrisa que mitigó su culpa.

Con un propósito distinto, niño y asesino volvieron a estar juntos. El pequeño seguía al adulto de cerca, impaciente por escapar de ese espeluznante sitio. Se cruzaron con dos hombres de la reina. Sombra no deseaba volver a matar, pero no dudó al momento de atacar. El niño contempló asustado la sangrienta escena, pero se tragó su miedo; su padre ya le había hablado del valor de la vida y de la muerte, y de cómo un rey debía enfrentar a ambas.

—¿Por qué los mataste? ¿No eran tus amigos? —preguntó al asesino, una vez que estuvieron lejos de los dominios de la reina de la noche, ocultos por la negrura que apenas iluminaban los rayos de luna.

—No lo eran – respondió él, pensando en que no recordaba el significado de esa palabra.

—Me llamo Neal, creí que debías saberlo ya que me estás ayudando.

El sonido de ese nombre hizo detenerse a Sombra. A su lado, el joven príncipe paró sin entender la reacción de su acompañante.

—Deja de hablar —exigió, y las piernas se le doblaron haciéndolo caer de rodillas.

Desesperado, se llevó las manos a la cabeza al sentir la necesidad del hechizo adictivo de su reina. Los escalofríos que llevaban horas recorriéndole la piel se tornaron insoportables, y la voz infantil de Neal retumbó en sus sienes igual que martillazos. A punto estuvo de agarrar al pequeño y llevarlo de vuelta. Se encontró dispuesto a implorar el perdón de la monarca, a complacerla la noche entera, con tal de hacerse merecedor del embriagante aliento de la hechicera. Haría lo que fuera con tal de que esa espantosa sensación que le quemaba las entrañas desapareciera.

Los cascos de unos caballos golpeando la tierra al acercarse lo volvieron a la realidad. Miró angustiado al niño, ambos se encontraban en medio del sendero que atravesaba el bosque y que comúnmente utilizaban los viajeros. Maldijo su torpeza y arrojó a Neal entre los arbustos que flanqueaban el camino. Las manos le temblaban, pero no dudó en desenfundar la espada. La confusión que inundaba su mente le impidió concentrarse, y no logró captar en qué dirección se aproximaban los extraños.

Jamás se había sentido tan vulnerable. Se aferró a lo que fuera que siguiera dentro de él, si los hombres eran de la reina debía luchar, era la única forma de mantener a salvo al joven príncipe.

Cuando la comitiva de soldados llegó fue incapaz de distinguir el emblema en sus pechos, la vista nublada le impidió ver que no eran sus perseguidores y atacó a ciegas. En otras circunstancias hubiera sido capaz de vencer a los quince oponentes que lo rodearon, sin embargo, con la fuerza diezmada de un cuerpo adicto al hechizo de la reina de la noche, fue irremediablemente derrotado.

Arrodillado y sometido por el enemigo, pensó que al menos no encontrarían a Neal, bastaba con que se mantuviera oculto hasta que todo terminara para él.

Delante del asesino, se plantó un hombre, y antes de que Sombra pudiera alzar la vista, escuchó como Neal salía de su escondite. El terror se apoderó de sus entrañas. Maldijo y forcejeó con los brazos que lo aprisionaban en un intento inútil de liberarse. Su destino estaba sellado, pero no permitiría que dañaran al pequeño.

—¡Deténganse! ¡Padre, ordena que paren! —gritó el joven heredero.

Sombra comprendió tarde su equivocación, cuando el filo de un arma abrió su garganta y la sangre se escapó junto a sus fuerzas. Terminó tendido, con la llama de la vida extinguiéndose en sus ojos.

El rey enemigo giró hacia su hijo y lo abrazó. Fue la última imagen que reflejaron las retinas del asesino. 

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