CAPÍTULO 2: LA DESGRACIA DE LA REINA
Esa noche, Laura no pudo conciliar el sueño. Durante horas daba vueltas sobre su catre intentando dormir, pero la reunión que tuvo ese día con el teniente Thompson no desaparecía de su mente. Una oportunidad de oro para rehacer su vida y empezar de nuevo, a cambio de arriesgarla en una operación encubierto. No era la mejor apuesta, pero al menos era algo a lo que podía aferrarse. Una diminuta llama de esperanza de buscar a Helen e intentarlo otra vez.
Pero Helen tenía seis años. Se la quitaron de sus brazos cuando apenas era una bebé. ¿Cómo podría recordar siquiera sus cálidos arrullos en las largas horas de vela, mientras su marido derrochaba el dinero que ganaba en su maldita adicción al juego?
Solo se podría conformar con verla de lejos, y quizá podría conocer a la familia que la adoptó, rogándoles encarecidamente que la críen como ella jamás podría hacerlo.
Si tan solo no hubieran tenido la estúpida idea de estafar el Royalty Plaza, no estaría pasando por este infierno.
Su compañera, una reclusa por intentar estafar incautos con ofertas de arrendamiento, dormía en la litera superior a pierna suelta. Ella tuvo una condena menor, apenas dos años, y en el tiempo que compartían la celda se compartieron sus penurias, pero a diferencia de Laura, su compañera recibía visitas cada cierto tiempo, y su comportamiento la estaba volviendo candidata para una reducción de la condena antes de salir en libertad condicional. Pronto, se quedaría sola una vez más, y aunque ella tenía la fortaleza para valerse por sí misma, no era una ermitaña. Necesitaba el contacto humano de una familia que le arrebataron por una ambición desmedida.
Todo lo había hecho por amor a su marido, o quizá por un compromiso de acompañarse en las buenas y en las malas hasta que la muerte los separara. Lo irónico es que ella cumplió su parte, y ahora estaba pagando el precio de ser una cómplice.
Su carrera como oficial comenzó en Atlanta cuando ella se llamaba Laura Sanderson, demostrando una vocación y compromiso fuera de toda duda con las fuerzas de Azul. En cuanto obtuvo los méritos requeridos, optó por la carrera de detective de la unidad de Victimas Especiales de la ciudad de Nueva York. A pesar de lo horrido de los casos que debía resolver, que involucraba crímenes sexuales a mujeres y niños, se sentía realizada. Su felicidad alcanzó su cénit cuando conoció a Matthew.
Laura revivía cada día que pasaba su vida con Matthew Parker, el famoso abogado penalista que terminaría compartiendo su lecho años atrás y que le brindaría el hermoso regalo que fue Helen. Un hombre elegante, buenas maneras, bien peinado y con una sonrisa que le daba confianza a sus clientes, con el que se había cruzado más de una vez en los tribunales durante sus declaraciones como oficial de Victimas Especiales. Coincidieron en pocas ocasiones, pero fueron las suficientes como para empezar a compartir un café, y luego unas bebidas en un bar. Les bastó solo unos pocos meses de relación para enamorarse profundamente y decir el sí delante del notario público de Nueva York. El futuro se veía promisorio para la pareja, y no se les podía ver más felices el uno con el otro.
Ese fue el error que ella cometió al no conocer las sombras que consumían la brillantez del abogado. Por fuera, era un elocuente orador, férreo defensor de los derechos de sus clientes, incapaz de rendirse ante ningún juez o jurado, pero a puertas cerradas, era un ludópata sin remedio. Matthew ganaba un sueldo envidiable, pero buena parte de sus ingresos se iban en el juego. Al principio eran partidas inocentes de Póker entre colegas los sábados en la noche, pero después vinieron las carreras de caballos, los incontables tickets para rascar, las apuestas deportivas y luego, eventuales salidas a casinos de Long Island.
Las peleas comenzaban y duraban horas de gritos y reclamos, pero a pesar de todo, ella lo perdonaba, y creía de forma inocente que lograría ayudarlo con su ludopatía y poder ahorrar lo suficiente, más todavía cuando la prueba de embarazo que había comprado en la farmacia dio positivo. Matthew estalló de alegría cuando se enteró de la noticia, y en su firma de abogados lo celebraron con vítores. Pero para ambos, las nubes negras en la relación se acrecentaban. Los cobradores desfilaban a las puertas de su casa exigiendo el dinero que él había perdido en las apuestas, y siempre quedaban cortos con lo que ganaban ambos. Aunque Laura continuaba trabajando desde un escritorio en la estación de policía y Matthew seguía teniendo casos importantes en los tribunales, el dinero no les alcanzaba. Conforme su barriga comenzaba a hacerse notoria, podía ver como Matthew se hundía más y más en su propia enfermedad.
Fue cuando ella tomó la primera decisión errónea en el camino a su perdición.
- Enséñame a jugar –le dijo una noche, luego de limpiar la mesa de restos de patatas fritas y cerveza derramada. Matthew, que tenía la cabeza hundida entre sus brazos luego de perder el reloj que su padre le regalara al graduarse de leyes, la levantó como si se tratara de un resorte.
- ¿Por qué quieres aprender? –le preguntó él con suspicacia-. No quiero que caigas en el mismo agujero que yo.
- Porque me desespera ver cómo te hundes mientras que yo no hallo la forma de sacarte de ahí. Solo mírame –Laura señalaba su propia barriga de ocho meses-. Helen está por llegar y a duras penas tenemos para cuidarla apropiadamente. Estás perdiendo más dinero en una noche de lo que ganarías en un mes, y ya no me sirve reclamarte todos los días. Estoy harta.
Laura se sentó en una de las sillas libres. Estaba furiosa con él, pero no tenía ánimos de seguir gritando.
- Quizá si pongo algo de lo que gano en la policía y si llego a ganar, el dinero sería de ambos. Podrías recuperarte aunque sea un poco y podrías enfocarte también en Helen.
Una voz en su cabeza, lo que ella asumió era su propia conciencia o su propia madre reclamándole, le recordaba que era una pésima idea, pero hablaba desde su desesperación de ver como el futuro padre de su pequeña se consumía en el juego. Se repetía una y otra vez que sería solo hasta recuperarse lo suficiente como para cuidar apropiadamente de Helen, y eso acalló la voz de su conciencia.
Matthew gradó silencio un momento, y luego asintió con su cabeza.
- Te enseñaré lo básico –le dijo mientras la tomaba de las manos.
Esas manos se convertirían en el ancla que la hundirían de por vida en el abismo.
Comenzaron jugando en las noches, luego que Matthew terminaba su jornada. No apostaban nada, y como si se tratara de un maestro experto, le enseñó las diferentes reglas del Póker. Él se dio cuenta que Laura tenía un talento innatural para el juego. A pesar que ella perdía en varias ocasiones producto de su inexperiencia, su talento para el Póker salió a relucir bastante pronto, y llegó un punto que ella le ganaba todas y cada una de sus partidas. Matthew le preguntó como lo hacía, pero ella solo se encogía de hombros.
- ¿No será esa intuición femenina de la que siempre hablan las mujeres? –le preguntó Matthew en la mañana, luego de cepillarse los dientes.
- ¿Te parezco que creo en esas estupideces? –le decía ella mientras doblaba las sabanas.
- No digo que sea eso, sino que creo que tienes una estrella que te ilumina para que tengas tanta suerte.
Laura soltó una leve risa. No podía creer la conversación que estaban teniendo.
- No se trata de suerte, Matt. Pensé que tú lo tenías más claro –dijo ella mientras continuaba su faena.
- ¿Entonces qué es?
- Cada vez que te pones nervioso, te rascas el dorso de la mano izquierda. Nunca te das cuenta de lo que haces.
Matthew se miraba la mano izquierda como si tuviera algún bicho raro mordisqueándolo.
- No importa que tanto ocultes tus emociones cuando tienes una mano ganadora. Ese rostro de Póker que haces no sirve de nada cuando tú mismo te delatas de otras formas. Recuerda que yo soy detective, y mi trabajo es fijarme en los detalles.
- O sea que...
- ...Te leo como un libro abierto. Se cuando tienes una mano ganadora y cuando no por tus propios gestos. Cuando sé que me vas a ganar, aprovecho tus propias debilidades. Te conozco el tiempo suficiente para reconocer cada detalle que dejas salir.
Él dejó escapar un silbido de admiración.
- O sea que no es intuición sino deducción –concluyó él, asintiendo con la cabeza.
- ¿Y te crees un maestro en el Póker? No me hagas reír –Laura metió el dedo en la llaga por todas las veces que lo veía perder. Por fin podía hacerle ver lo trastornado que estaba por su ludopatía.
- Entonces, señora Parker... -él la abrazo por detrás, posando sus manos en el vientre hinchado de ella-. Quiero que me acompañes al juego del sábado.
- ¿Qué dirán tus amigos?
- A la mierda mis amigos.
Laura se dio cuenta que era su prueba de fuego. Tendría que comenzar a apostar contra su círculo de amigos y arriesgar su dinero. Pero la perspectiva de poner a prueba sus propias habilidades comenzaron a acariciarle el ego. Esa fue su segunda mala decisión.
El sábado por la noche, los tres amigos que llegaban a su casa para sus noches de Póker rieron incrédulos cuando vieron a Laura sentarse junto a ellos luego de servirles unas latas de cerveza. Ella no les hizo caso a sus actitudes de macho invadidos en su terreno sagrado por una hembra embarazada bebiendo jugo de manzana. Gracias a Matthew, los tres abogados dejaron sus comentarios y decidieron comenzar a jugar, aunque aceptaron un límite en la cantidad apostada por la cercanía del nacimiento de Helen. No apostarían gran cosa, pero eso a Laura no le importaba. Quería medirse contra los "mejores" que estaban junto a ella.
La incredulidad dejó paso al desconcierto, y luego a la admiración de ver que ella había ganado la gran mayoría de las rondas. Todo lo que Matthew perdía, ella lo recuperaba al poco rato. En esa noche, lograron ganar el doble de lo pactado. No dejaban de llover las acusaciones de trampa, que si las cartas estaban marcadas, que si se enviaban señas, pero nada pasó a mayores. Los tres decidieron dejar de jugar un tiempo y se fueron derrotados. Pero para Matthew y Laura, era una victoria sin precedentes.
Por supuesto, nunca hubo trampas. Ella veía como una cámara lenta cada uno de los imperceptibles gestos de sus competidores, ya sea rascarse el lóbulo de la oreja, presionarse la punta de la nariz, carraspear de forma constante, los rápidos pestañeos cuando las cosas no iban bien... todo eso afinaba los sentidos de Laura, que le permitían decidir cuándo retirar su mano, o cuando atacar agresivamente. Ahora comprendía la euforia que experimentaba Matthew cada vez que jugaba.
Otra luz roja en el semáforo de su subconsciente que ella decidía ignorar.
Cuando Helen nació, las deudas que seguían sin pagarse los estaban asfixiando, pero esta vez podían cancelarlas lentamente con las noches de juego de los sábados. El inconveniente era que se hacía insuficiente. Debían sumar a ello los cuidados de Helen, y Matthew quería brindarle la mejor vida posible. Tenían que hacer algo para que el dinero rindiera lo suficiente para garantizarle el futuro a la niña.
Fue cuando a Matthew se le ocurrió una idea que significaría el fin de sus deudas, pero necesitaba la ayuda de Laura para ejecutarla. Ella tuvo sus reparos, pero terminó aceptando por el bien de la pequeña.
Esa fue la tercera mala decisión que le ponía el clavo al ataúd de su propio futuro.
El plan era simple. Por medio de documentos falsificados de su firma, solicitarían préstamos a diversos bancos y los apostarían en las mesas de Texas Hold'Em. Con la habilidad de Laura, estaba seguro que ganarían el suficiente dinero para pagar al banco, y al mismo tiempo, falsificar las transacciones para que el casino pagara montos superiores al apostado. Los membretes que Matthew obligarían a los casinos a pagar un porcentaje mayor. Con ese dinero, podrían comenzar a pagar sus deudas, el banco nunca se daría cuenta, la pérdida del casino no sería tan grande, y podrían brindarle un buen futuro a la recién nacida Helen. Nada podía salir mal.
Excepto cuando se fueron a Las Vegas.
Laura abandonó su puesto como policía bajo la excusa de baja por maternidad y Matthew se tomó una licencia en la firma. Ambos empacaron suficiente ropa y partieron a Nevada. Entre más lejos estuvieran de Nueva York, mejor para ellos. Así podrían ir por tierra a donde quisieran y conseguirían estafar suficientes casinos para vivir bien. Laura solo debía limitarse a jugar al Póker y Matthew se encargaría del resto.
El apartamento que alquilaron no era la gran cosa. Apenas una habitación, un baño y la sala combinada con la cocina, pero tenían suficiente dinero para pagar los primeros meses. El glamour de Las Vegas que tanto se ve en el cine y en las postales desaparecía en cuanto amanecía. No era raro ver a trabajadores sexuales saliendo de los hoteles con abrigos largos para ocultar la lencería. Los borrachos durmiendo en banquillos y eventuales drogadictos tirados en alguna que otra acera eran algo común. Pero en cuanto llegaba la noche el ambiente cambiaba. Las luces brillantes, los turistas caminando, el sonido de las máquinas tragamonedas tintineando, todo formaba parte del enorme contraste de un oasis en el desierto de Nevada, donde en lugar de agua pura y cristalina, corrían torrentes de dinero de una mano a otra.
Laura se vestía formal para la ocasión y partía a los casinos más importantes gastando miles de dólares en fichas, pero que siempre regresaban bajo la forma de victorias en la mesa de Texas Hold'Em. Poco a poco sus hazañas se hacían conocidas, ganando sus partidas aún en las situaciones más complicadas. Las noches que la veían jugar, más de un jugador de otras mesas se acercaban a verla, ganando cada vez más notoriedad. Era prácticamente una celebridad, y comenzó a ser conocida bajo un mote, el de la "Reina de la Baraja".
Las fichas volaban de sus manos sobre la mesa de fieltro verde adornada con las figuras geométricas de la baraja, las cartas fluían de mano, el "River" se revelaba ante los jugadores, y el juego mental de Laura comenzaba. Sus ojos eran inquisidores a las imperceptibles señas de sus rivales, que delataban cuando tenían una mano poderosa o trataban de engañar a todos con un burdo farol. Ella sabía cuándo retirarse con la consecuente pérdida de fichas de cien o quinientos dólares, pero volvían a sus manos cuando apostaba todo o nada a su propia mano, aterrando a sus rivales quienes se retiraban sin dudarlo. En cuanto garantizaba una sustanciosa ganancia, se retiraba de la mesa, comenzando a cobrar lo ganado. Después, Matthew colaría papeles falsos a los administradores para sacarles una pequeña cantidad extra, imperceptible a las cuentas del casino, y se iban de rositas al siguiente.
Pese a que los dueños de los casinos sabían que algo se traía entre manos, no podían descubrir nada contra ella. Laura solo se limitaba a jugar, siempre con mazos frescos para evitar el marcaje. En más de una ocasión se infiltraban trabajadores del casino como jugadores en su mesa para analizar su comportamiento, pero no encontraban nada en su contra. Simplemente era muy buena. Eso llevó a que centraran su atención en Matthew quien fungía como su abogado, pero tampoco encontraban algo serio contra él. Las pérdidas eran ínfimas, por lo que cumplían sus exigencias sin chistar.
Lo que Matthew desconocía, es que los dueños de casinos siempre se apoyaban entre ellos, para garantizar que se cumpliera la única norma no escrita de los casinos de Las Vegas.
La casa siempre gana.
Esta situación terminaría llegando a los oídos del dueño del Royalty Plaza, uno de los hoteles-casino más importantes de Las Vegas. Este hombre solo se limitaría a esperar que escogieran su territorio para cometer el fraude, y ahí vería con sus propios ojos quien era esta Reina de la Baraja y su fiel abogado.
En el momento que Matthew y Laura eligieron el Royalty Plaza, cavaron su propia tumba.
La Reina de la Baraja hizo acto de presencia, y su fama ya la precedía. Laura no se imaginó la clase de atención que había generado al cabo de pocos días. Su única intención era ser una jugadora más y retirarse con las ganancias, pero vivió en su propia piel aquél famoso dicho de "cría fama y acuéstate a dormir". No podía negar que se sentía halagada, pero tanta atención podía ser problemática para Matthew. No estaba tan equivocada.
La noche corría de forma normal a sus ojos, pero en cuanto un hombre asiático se sentó a su lado, sintió como se le erizaba la piel. De rostro severo, con una pequeña barba de candado bien cuidada, cabello liso de un color negro profundo que le llegaba a los hombros, y una sonrisa de medio lado, que le daba un aspecto lobuno, este hombre le inspiraba muy poca confianza a Laura. Jugaría como de costumbre y se marcharía. Eso era en lo único que deseaba enfocarse.
Así fue el primer encuentro con Tai Fu Yan, dueño del casino, quien jugaba infiltrado en la mesa de Texas Hold'Em.
Las partidas que jugaron siempre se limitaban a ellos dos como los últimos en apostar. Ella se esforzaba en leer las actitudes de su oponente para atraparlo en sus jugadas mentales, pero estaba ante un formidable jugador. En más de una ocasión ella cayó en sus trampas, pero lograba recuperarse y equilibrar la balanza. Llegó a un punto en que los dos eran los únicos jugadores en la mesa mientras que el resto solo miraban atentos sus partidas. Hasta el "croupier" sabía que estaba repartiendo cartas a gente de cuidado. Cada movimiento era cuidadosamente planeado por los presentes para conseguir la mano ganadora.
En cuanto Laura logró ganar una partida con un "Full House" de reyes, decidió que era hora de marcharse.
- Ha sido una maravillosa partida. Espero que podamos jugar una vez más en el futuro –dijo Tai Fu Yan extendiendo su mano.
- Fue un placer –ella tomó su mano brevemente y sintió el apretón en sus dedos. Su fuerza no era el de un hombre cortés-. Debo retirarme. Con permiso.
Laura abandonó el Royalty Plaza con sus ganancias tan rápido como pudo, deseando no volver a verlo nunca más. Así se lo hizo saber a Matthew cuando regresó al pequeño apartamento, mientras acurrucaba a Helen en sus manos para darle de mamar.
- No te preocupes, cariño –dijo Matthew mientras le besaba la mejilla-. Mañana iré al casino a sacarles más dinero y nos tomaremos un descanso. ¿De acuerdo?
- Si, de acuerdo –contestó ella con una leve sonrisa, pero no se tranquilizó por el resto de la noche.
A la mañana siguiente, Matthew preparó sus papeles falsos y se fue del apartamento, besando fugazmente a Laura en los labios. Le pidió que le tuviera el almuerzo listo para cuando llegara, y cerró la puerta tras de sí.
No regresó para el almuerzo. Ni siquiera regresó para la cena.
Al amanecer del día siguiente, frente a su puerta, encontró las dos bolsas de basura. El olor metálico que desprendían le confirmó cual era el contenido.
Tenía que huir de ahí, de inmediato.
No pasó mucho tiempo para que descubrieran los restos y los vecinos hicieran la denuncia. Al cabo de unas horas, se había iniciado una intensa búsqueda policial de Laura como la principal sospechosa del asesinato de Matthew Parker. La encontraron en una alcabala policial en la interestatal quince, cercana a Arizona, y fue trasladada de vuelta a Nevada para su arresto inmediato. La pequeña Helen terminó en una casa hogar mientras continuaban las investigaciones, que le deparaban un sombrío futuro a Laura.
El juicio sumario fue rápido. La privativa de libertad fue sin fianza en espera de su juicio. Los medios de comunicación se hicieron eco de la noticia, haciendo que la opinión pública convirtiera a Laura y su difunto marido en una suerte de forajidos similares a Bonnie y Clyde. Los dedos acusadores tenían a quien señalar como la causa de los males que aquejaban a la de por sí maltratada reputación de Las Vegas.
Aunque la fiscalía solicitó la condena de por vida, se determinó que Laura no fue responsable de la muerte de Matthew, pero debido a la trama de estafa implementada por ambos, el jurado no dudó en declararla culpable de dichos cargos. El juez aplicó sentencia de inmediato: quince años de prisión con derecho a libertad condicional una vez cumplida la mitad de la sentencia.
La familia Parker no demostró piedad con Laura y se negaron a ayudar en la crianza de Helen. No dudaron en responsabilizar a Laura de pervertir a un buen hombre como Matthew, con un futuro brillante en el Derecho. La familia Sanderson renegó de su hija por haber enlodado el apellido en el escarnio público, y se negaron a recibir a la niña. Entre trámites y papeleos, decidieron dar a la pequeña en adopción, y ambas familias pretendieron que dicho matrimonio nunca ocurrió.
Laura Parker fue abandonada a su suerte en la correccional "Florence McClure".
Durante cada día y noche, Laura odió a Matthew por todo, y más aún a sí misma por haberlo seguido. El amor la tenía ciega, y el nacimiento de Helen había sido el combustible para seguir adelante, pero desde su condena, ese amor se había extinguido. Matthew se merecía su horrendo final, y solo deseaba que de existir un plano existencial superior, su alma estuviera pagando cada onza de dolor que ella estaba padeciendo en vida. Ese dolor se acrecentaba en sus mamas cargadas de leche materna, que le pesaban junto a su propia conciencia. Para aliviar el dolor, las oficiales de guardia le dieron un extractor de leche que agradeció gustosa, pero cada vez que la extraía, su amargura crecía. Las lágrimas se derramaban cada vez que la leche materna era derramada en el excusado de su celda, manteniendo su herida abierta y que estaba segura que nunca sanaría.
El dolor amainó cuando dejó de producir leche.
Así transcurrieron seis largos años de su condena. Seis años sin saber de su propia familia o de Helen. Seis años de no saber qué ocurría en el mundo exterior, donde nadie la esperaba ni la lloraba. Estaba totalmente sola.
Helen había sido su único motor de vida, soñando con el día en que la volviera a ver, así sea para dedicarle una mirada lejana.
¿A qué clase de escuela irá Helen? ¿Se estará llevando bien con sus compañeros? ¿Habrá aprendido a pintar y habrán pegado uno de sus dibujos en el refrigerador? ¿Habrá aprendido a sumar y restar? Todas esas preguntas siempre rondaban la cabeza de Laura, de las que sabía que no obtendría respuesta.
Pero el destino le jugó unas cartas diferentes.
El día que el alcaide de la prisión le anunció que recibiría una visita importante, ella decidió hacer una jugada arriesgada, un Todo o Nada.
- No quiero recibir visitas de ningún tipo.
- No tiene opción, Parker –dijo el hombre menudo y regordete, con una calva mal cubierta por su peluquín-. Esta visita fue ordenada por el fiscal del distrito.
- En ese caso, tengo una petición –las palabras salían con seguridad, pero por dentro estaba atemorizada-. Nadie puede obligarme a recibir una visita cuando ya estoy condenada, pero puedo cooperar si me traen una sola cosa.
- ¿Y qué es lo que quiere?
- Un mazo de cartas.
El alcaide la miró extrañado. Ella se encogió de hombros, restándole importancia a su petición.
- Estoy aburrida a muerte. Pero si no quiere...
- Le comunicaré al fiscal su petición.
Mientras era escoltada a su celda, Laura se sintió complacida. Al fin, una buena noticia después de seis años en el agujero de su propia vida.
Al día siguiente, Randall Thompson jugaría con ella la partida que definió su vida. El atisbo de esperanza había aumentado y era un faro luminoso que la acercaba, así sea un poco, a Helen. Pero tendría que pagar el precio de apostar su vida a cambio de su libertad.
Por ella, estaba dispuesta a jugar esta mano.
El agotamiento se hizo más pesado, cedió al sueño y durmió, pero no soñó nada. Había olvidado lo que era soñar.
En horas de la tarde del día siguiente, Randall regresó a la prisión y se reunió con Laura. Le extendió una hoja de papel.
- El fiscal aceptó la petición. Traje una copia firmada y membretada. La original será anexada a tu expediente cuando la operación acabe.
Laura leía cuidadosamente el documento mientras el teniente gastaba su salida. Todo lo que había pedido estaba allí a excepción de su petición de ver a Helen. Pero lo demás le bastaba para seguir adelante. Cuando tuviera libertad plena, pediría la información necesaria para verla. Era solo cuestión de tener paciencia. ¿Qué eran seis años cuando la felicidad estaba a punto de llegar?
Levantó la mirada a Randall y le guiñó un ojo.
- ¿Nos vamos, teniente?
Randall no dijo nada.
En horas de la noche, Laura abandonaba la correccional. No hubo despedidas ni abrazos. Nadie los esperaba cuando la ley te atenazaba la garganta. Ella estaba segura que nadie la extrañaría.
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