-II-
Los doctores habían sido claros en su pronóstico cuando el niño llegó al centro: las heridas físicas sanarían -con ayuda y esfuerzo- en pocos meses, pero las psicológicas requerirían años de trabajo. El niño de ojos grandes y cabello rebelde, a quien por su ejemplar comportamiento todos conocían como "el ángel", no hablaba jamás y pasaba la mayor parte del tiempo con la mirada perdida, quizá intentando entender lo que le había sucedido. Era el consentido de todas las enfermeras de pediatría, que se desvivían, sin conseguirlo, por arrancarle una sonrisa o una palabra, conmovidas por su expresión ausente y su triste historia.
Había ingresado con contusiones de diversa consideración y ambas piernas rotas, tras caer por la ventana del domicilio familiar en extrañas circunstancias. Obedecía a cada orden que se le daba, repetía con disciplina los ejercicios que le indicaba el rehabilitador, tomaba sus medicinas y comía sin esbozar un gesto de disgusto, pero tampoco de satisfacción. Su voz solo se dejaba oír en las pesadillas que le asaltaban cada noche y que le hacían despertarse gritando de pánico. Fuera de eso, el ángel no emitía sonido alguno.
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