Epílogo. Adiós, Deathmask
Deathmask recostó a Kyrene con cuidado en el tronco del árbol, se esfumó en un remolino azulado y llegó a Yomotsu a tiempo para verla una última vez: desfilaba, precedida de una hilera interminable, hacia el pozo que la separaría para siempre de la vida y de él. Corrió hasta ella y la alcanzó, sacándola de la macabra procesión y zarandeándola:
- ¡No puedo dejar que te marches! ¡Tengo que llevarte de vuelta conmigo!
Ella le miró con aire ausente, como si viese a través de él.
- ¡Voy a volverme loco sin ti! -gritó, desesperado.
A espaldas de ella, los cuerpos seguían avanzando mansamente. Como impelida por una fuerza irresistible, se echó atrás para recuperar el puesto en la fila, retrocediendo despacio.
- ¡Para! ¡No vayas con ellos!
Kyrene se soltó de su agarre y volvió a su lugar, formando con los labios dos palabras:
- Adiós, Angelo...
El caballero se quedó petrificado viéndola caminar en dirección al abismo; sabía que no podía llevarla de vuelta al mundo de los vivos, pues la gravedad de la herida hacía imposible que ese cuerpo alojase de nuevo su alma, y sentía que ambos se consumían un poco más con cada paso que les separaba. Sin darse cuenta, se postró de rodillas, extendiendo el brazo hacia ella como si aquel simple gesto pudiese, de alguna forma, eludir el destino y reunirles, pero Kyrene, siguiendo el ritmo de la fúnebre comitiva, llegó hasta el borde del pozo, se detuvo apenas un instante y se dejó caer, desapareciendo para siempre ante los ojos incrédulos de Deathmask.
No había nada que hacer; el caballero regresó al bosque, tomó entre sus brazos a la chica, cuya palidez se acentuaba bajo la argéntea luz lunar, anticipando el signo mortuorio que enseguida se haría evidente y, utilizando su capa como improvisada mortaja, se sentó bajo aquel mismo árbol, la abrazó y lloró sobre su pelo, desolado. Ahora, sí, era definitivo: se había marchado, arrebatada de su lado por el más débil de sus enemigos, un simple hombre sin ninguna habilidad especial salvo su insana crueldad. ¿De qué le servía portar una armadura dorada y servir a una diosa si no podía siquiera proteger a quienes amaba?
Perdió la noción del tiempo transcurrido; cuando volvió en sí, exhalando un lento suspiro, el cuerpo de Kyrene ya había comenzado a perder temperatura. Al menos, aquellos minutos u horas de abstracción le habían servido para darse perfecta cuenta de lo que tenía que hacer: con todo claro en su cabeza de repente, sostuvo la fina muñeca de su novia, que en aquel momento parecía más frágil que nunca, desanudó el cordel de algodón del que pendía el sencillo colgante de madera y lo ató en torno a su propia mano.
Con cuidado, la tomó en brazos y se levantó, inspirando hasta que sus pulmones se llenaron de la reconfortante brisa nocturna. Una gélida calma se apoderó de él mientras elevaba su cosmos para dirigirse a la taberna con el cadáver y lo dejaba sobre la cama, acomodándolo en una postura lo más natural posible.
- Gatita, pronto estaremos juntos -aseguró, con una sonrisa-. Te dije que al final de tu historia te quedarías con el caballero... Vuelvo enseguida.
Depositó un beso en su frente y salió al patio posterior atravesando el local. Rebuscó entre las herramientas y aperos de jardinería que abarrotaban el pequeño cobertizo hasta dar con una lata de queroseno que debía de llevar allí desde los tiempos de Giorgos y esbozó un gesto de satisfacción al constatar que estaba prácticamente llena. Volvió dentro y echó un vistazo a su alrededor, pasó tras la barra y se sirvió un whisky que apuró de un trago antes de abrir una botella tras otra, derramando con parsimonia el contenido por el desgastado suelo de madera, el mobiliario y la encimera con una beatífica expresión en el rostro. Cuando hubo empapado todo, remató con unos chorros de combustible, encendió unos cuantos fósforos que arrojó a la tarima y subió la escalera hacia el dormitorio con la lata en la mano, dejando tras él un reguero de líquido inflamable que enseguida prendió con algunas cerillas más. Entró en la modesta vivienda, cerró la puerta a sus espaldas, se despojó de su armadura dándole las gracias por haberle permitido portarla y se echó en la cama junto a Kyrene, usando la capa ensangrentada para cubrir sus cuerpos como si de una sábana se tratase, igual que la primera vez que habían hecho el amor.
- Y ahora, princesa, descansaremos un rato. Te veré al despertar.
Afrodita gritó sobresaltado en mitad de la noche, preso de la angustia; había sucedido algo... algo horrible. Se masajeó las sienes con las manos, intentando clarificar lo que sentía, y fue incapaz de reprimir un suspiro de dolor al darse cuenta de que lo que había notado no era otra cosa que la desaparición del cosmos de Deathmask. Salió de la cama a toda prisa, se vistió y corrió a la sala del Patriarca, que ya estaba al tanto del suceso, seguido de cerca por sus compañeros, que también lo habían percibido. Apenas habían comenzado a debatir acerca de qué hacer, cuando el Santuario recibió una petición de ayuda del pueblo: un incendio estaba devorando la taberna y los vecinos que colaboraban voluntariamente en su extinción eran incapaces de controlar el fuego con los escasos medios de los que disponían, así que Camus, Shura, Mu y el propio Afrodita se ofrecieron a bajar, mientras los demás analizaban la situación.
Los caballeros llegaron enseguida al pie del local, en torno al cual se arremolinaban decenas de rodorienses cargados con cubos de agua y recipientes llenos de arena que intentaban, sin éxito, apagar la pira en que se había convertido la planta inferior del edificio.
- Dios mío, esto es dantesco... -musitó el caballero de Piscis, cubriéndose la boca con la mano al descubrir el aterrador espectáculo- Solo espero que Kyrene no estuviese dentro...
Camus de Acuario fue el responsable de sofocar las llamas con un solo gesto de su mano, recibiendo un aplauso de los vecinos que contemplaban, sobrecogidos y en silencio, cómo el edificio se consumía.
- Hay que entrar -dijo Mu-. La camarera podría estar ahí...
- Yo lo haré -declaró Afrodita, dando un paso adelante con resolución-. Es mi amiga.
Franqueó el umbral, seguido por sus compañeros, parpadeando mientras sus ojos se adaptaban a la penumbra y conteniendo la respiración ante aquel paisaje digno de una película de terror: la acción de las llamas primero, y la del hielo a continuación, dotaban al lugar de una apariencia irreal, más propia de un escenario apocalíptico que del apacible pueblo de Rodorio. Por suerte, no había nadie, pensó Afrodita con alivio, apartando de una patada los restos calcinados de la cortina que hasta esa noche había separado el local del almacén. Una rápida ojeada le confirmó que allí tampoco estaba Kyrene. Ya solo faltaba inspeccionar la casa. La escalera aún parecía ser capaz de sostenerle, así que pisó con cuidado aquellos peldaños ennegrecidos y golpeó con el hombro la puerta, que había quedado encajada en las jambas, para abrirla.
A pesar de que esperaba lo peor, Afrodita no estaba preparado para lo que le aguardaba en el dormitorio. Gracias a que las llamas no habían conseguido alcanzar la planta superior, pudo discernir con total claridad la trágica imagen que se presentaba ante él: sobre la cama, envueltos en la capa cuajada de sanguinolentas manchas parduzcas, Deathmask abrazaba contra su pecho a Kyrene, con los labios apoyados en su frente. Afrodita se precipitó hacia ellos para comprobar su pulso, aun sabiendo a la perfección que ambos estaban muertos: Kyrene ya se mostraba pálida y rígida, en contraste con la tranquila expresión de felicidad del rostro de Deathmask, que parecía apaciblemente dormido.
Tragándose las lágrimas, el caballero de Piscis llamó a los demás, que acudieron enseguida:
- ¿Están...? -preguntó Mu.
- Sí, Mu. Los dos -murmuró Afrodita.
Shura se acercó y retiró la tela que les cubría para examinarlos:
- Kyrene tiene una herida de bala, pero lo de Death parece una intoxicación por humo: la "muerte dulce"...
- Vámonos de aquí. Hay que informar al Patriarca -indicó el sueco, notando la pulsera en la muñeca de su amigo, mientras Mu se hacía cargo de la armadura de Cáncer.
Afrodita dio media vuelta y salió, todavía desconcertado, seguido por los otros dos. Camus, que se había quedado esperándoles en la entrada del local, le posó la palma en el hombro, en un gesto comprensivo que él agradeció en silencio.
Envuelto por la oscuridad, echó a caminar de vuelta hacia el Santuario, haciendo girar entre los dedos el tallo de una de sus rosas y tratando de digerir lo que acababa de contemplar. Dolía pensar que su amigo y compañero de armas no volvería a bajar con él las interminables escaleras en dirección al pueblo ni a hacerle reír con sus bromas, pero, a pesar de la tristeza que le encogía el corazón, había algo en su desaparición que le imbuía de una pequeña esperanza: sabía con certeza que había muerto por su propia voluntad, con la intención de reencontrarse con la mujer que amaba para no volver a separarse de ella.
Elevó los ojos hacia la constelación de Cáncer y sonrió: Deathmask, por fin, era feliz. Y lo sería para siempre.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro