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XII

Mia atravesó la abertura en la pared del molino. El interior estaba oscuro, aunque esto no era ninguna molestia para la pequeña. Algo nerviosa, se dirigió a las escaleras que llevaban a la planta superior.

Se esforzó por recordar las instrucciones que Sebastien le había dado. Subió cada escalón de puntillas, como un gato, asegurándose de recordar cuáles eran los escalones rotos que Sebastien le había indicado. Por fortuna, ningún escalón cedió.

El resplandor de la luna llena se colaba por la ventana encima del baúl, trayendo consigo sombras que adoptaban formas tenebrosas cada vez que Mia se detenía a verlas. El olor que envolvía el lugar no había mejorado, y de noche se sentía tan helado que la niña no pudo evitar sentir escalofríos.

Mia se acercó al baúl, se inclinó a mirar por la ventana. El Milva corría raudo, oscuro como un torrente de sombras, devolviendo destellos de luz lunar cada tanto. Las aguas del río estaban demasiado oscuras. Algo no andaba bien.

La madera de los escalones crujió, tras lo cual se oyó claramente la respiración agitada de una persona. Mia se volvió con un respingo.

A sus espaldas se encontraba un hombre, alto, con un torso tan ancho como el viejo sauce que crecía afuera, brazos poderosos y gruesos, y una cabeza redonda y no muy grande, de cabellos rubios y cortos.

El hombre vestía el uniforme de la guardia de Tresdor.

Era Orlem.

—Cenizas, cenizas… —dijo Mia haciendo una mueca—. Así que era justo como mi hermano había dicho. No te pensaba capaz, saco de patatas.

Orlem frunció el ceño, como confundido por las palabras de la niña. Había algo distinto con sus ojos, algo malo. No tenían su color normal, sino que brillaban ahora con un resplandor tenebroso, de un tono violáceo sucio, enfermizo, como tinta derramada: eran los ojos de un poseído.

Orlem balbuceó algo sin sentido, y comenzó a caminar en dirección a la niña, una pesada sierra para cortar madera colgando en su mano derecha, traqueteando al golpear el suelo.

—Oye, no te lo tomes tan a pecho… —dijo Mia, alarmada, retrocediendo poco a poco sin dejar de mirar la sierra—. Era solo una broma, ¿está bien?

Orlem dio otro paso adelante, hasta estar a pocos palmos de la niña.

Y, entonces, la espalda de Mia chocó con la pared.

—Oh, Dioses… —dijo la niña, su voz empezando a temblar.

Orlem alzó en alto el arma, preparándose para golpear. Los dedos que rodeaban el mango de la sierra estaban lívidos de tanto que los estaba apretando.

De pronto, una voz resonó en el molino, proveniente de la planta inferior.

—¡Orlem!

El poseído se giró al escuchar su nombre.

Sebastien se encontraba de pie a pocos metros de la abertura en la pared abajo, su silueta recortada por el resplandor lunar proveniente de afuera. No cargaba nada con él más que la espada al cinto.

Y sus ojos brillaban de azul, furiosos, peligrosos.

Orlem vaciló. Su rostro se encogió en una mueca de rabia al ver al exorcista, aunque por instinto dio unos pasos hacia atrás. Sebastien comenzó a caminar en dirección a las escaleras.

—Vete ahora, Mia. Yo me hago cargo del resto.

—¡Lo que tú digas! —contestó la pequeña, visiblemente aliviada.

Orlem, iracundo, se abalanzó sobre el lugar en donde Mia había estado tan solo momentos antes, pero no había nada allí más que el viejo baúl y las tenebrosas sombras creadas por la luz que entraba por la ventana.

Sebastien empezó a subir con cautela las escaleras.

—No… —balbuceó Orlem, respirando agitadamente, apuntando con la sierra en dirección al exorcista.

—Escúchame, Orlem —dijo Sebastien. Su mano sostenía firmemente la empuñadura de su espada, sus ojos vigilando los movimientos del hombretón—. No he venido a hacerte daño. He venido a ayudarte.

Los ojos de Orlem estaban desencajados. Sudaba profusamente. Sus manos temblaban, aunque no era de ningún modo por temor.

—¡Mientes! ¡Eres un exorcista! ¡Has venido a matarme!

—No haría algo así, Orlem —le aseguró Sebastien—. Le hice una promesa a tu hermana. Le prometí que no te haría daño. Quieres volver con ella, ¿no es así?

Eso hizo que Orlem vacilara. Su brazo (el que sostenía la sierra) comenzó a caer lentamente.

—Eso es, Orlem. Suelta tu arma —añadió Sebastien con cuidado—. No hay necesidad de usar violencia. Solo hará falta un Susurro, pero tienes que dejarme hacerlo.

El brazo de Orlem se detuvo antes de bajar por completo.

—No, no me dejarán volver con Lire —balbuceó el hombretón—. Los muertos… La gente… ¡Me juzgarán! ¡Será prisión! ¡O peor, fusilamiento!

—Soy solo un exorcista, Orlem —repuso Sebastien—. Mi trabajo no es juzgar los crímenes de nadie. Te liberaré del espíritu que te posee y luego… Luego podrás irte con Lire. Lejos, sí... Muy lejos. Donde nadie los conozca. Y serán... libres.

—¿En verdad lo crees? —preguntó Orlem, como si a punto de romper en llanto, como alguien aferrándose a la última de sus esperanzas.

Sebastien, sin embargo, no le pudo responder. Pues estaba tan lleno de dudas como él. Si lo dejaba ir, ¿qué sucedía con las muertes? ¿Con todas las víctimas? ¿Con todas las personas que habían sufrido la pérdida de un ser querido?

¿Exorcizar a Orlem lo libraría acaso de sus pecados?

—Yo… —trató de decir Sebastien, un instante demasiado tarde.

—Lo sabía. Mientes —dijo Orlem, apretando los dientes—. ¡Mientes!

Orlem se abalanzó sobre él, rugiendo como un animal antes que un hombre. Arremetió con la sierra usando la zurda; Sebastien apenas tuvo tiempo de rechazar el golpe ni bien desenvainó la espada.

Sebastien retrocedió de un brinco, apartándose del siguiente golpe del hombretón. Giró, abriéndose por su derecha, dificultándole a Orlem un tercer golpe. El exorcista atacó a su vez, en las costillas, con el pomo en vez del filo. La violencia del golpe envió a Orlem hacia un lado a trompicones.

El metal opaco y blanquecino de la espada de Sebastien se tornó traslúcido y refulgió de azul, como si un intenso fuego ardiera en su interior. Los sígiles que corrían por el centro de la hoja se encendieron incluso con más ímpetu.

—¡Orlem, escúchame! —exclamó Sebastien, pero él estaba fuera de sí.

Se echó sobre el exorcista como un animal rabioso, agitando la sierra por delante sin sentido alguno, rugiendo con los ojos fuera de sus órbitas.

Sebastien rechazó los golpes con agilidad entrenada, la hoja de su espada resistiendo cada embate sin problema, aunque cada golpe hizo que el brazo se le estremeciera con dolor.

Tras rechazar otro golpe, Sebastien lanzó una violenta patada contra Orlem en el momento preciso, lo que interrumpió su asalto rabioso y lo envió varios metros hacia atrás. En seguida, Sebastien dio una rápida estocada que Orlem se preparó para evadir; una finta solamente, algo que le comprara valiosos instantes para escabullirse de ahí.

Sebastien brincó para atrás, llegó hasta las escaleras con una pirueta. El poseído fue tras él.

Habiendo memorizado la posición de los escalones más frágiles, Sebastien los evitó en su descenso. Orlem, en cambio, se desplomó cuando su gran peso destrozó uno de los escalones astillados, y cayó sobre sus espaldas, terminando de destrozar la mayor parte de las escaleras.

Sebastien sacó provecho de esto. Se echó sobre Orlem, haciendo lo posible por inmovilizarlo al hacer presión contra su cuello con el antebrazo. Pero el poseído bramaba y golpeaba, pateaba y rugía, más bestia que hombre. La posesión amplificaba su ya admirable fuerza.

Un rodillazo bien dado en el plexo privó a Sebastien de aire, lo que le hizo imposible defenderse del manotazo que justo después se dirigió a toda velocidad a su cabeza.

El mundo se estremeció. La oscuridad pintada de azul fue reemplazada por un destello, seguido del mareo y el dolor.

Sebastien se tambaleó hacia un costado, solo para recibir de lleno el puño de Orlem en las costillas. Algo se quebró en su pecho.

La espada había ido a parar a algún lugar en medio de los escombros de las escaleras. Sebastien tendría que pasar a través de Orlem si quería recuperarla.

El hombretón volvió a arremeter contra Sebastien, que se cubrió el rostro con el antebrazo, torciendo el cuerpo para devolver parte del impacto y hacer que su enemigo perdiera el balance. El dolor le llegó hasta los mismos huesos. Aun así, aprovechó la apertura para embestir contra Orlem, echando todo el peso de su cuerpo contra el de él.

El inesperado impacto hizo que ambos tropezaran, enviándolos contra la pared, la misma donde se había encontrado el cadáver un par de días atrás. Ahora estaba vacía.

Sebastien recuperó el equilibrio sobre la marcha, antes que Orlem, y dio una violenta sucesión de golpes con el puño: primero en el costado, luego en el pecho, pasando rápidamente al estómago, para terminar con un gancho a la mandíbula.

Orlem bizqueó los ojos y se desplomó.

Jadeando, con el labio reventado y sangrando, Sebastien recuperó su espada de entre los escombros. Al entrar en contacto con su mano, la hoja recuperó su resplandor.

Esta vez no correría riesgos. De una única y furiosa estocada, Sebastien clavó la espada en la mano derecha de Orlem, hasta el suelo, con tanta fuerza que el metal se hundió dos palmos en la piedra. Con la mano libre, Sebastien inmovilizó el brazo izquierdo del hombretón. Lo miró.

Los ojos de Orlem se movían sin rumbo en todas direcciones, aún aturdidos, oscuros, corrompidos.

Sebastien se inclinó sobre él, y Susurró.

—Yo, Sebastien, hijo de Johann, sangre de Valkar, me dirijo a ti —dijo en la antigua lengua trasciana, olvidada desde hace siglos—. Mi Espíritu te ofrezco para que atiendas mi llamado.

Orlem empezaba a recuperar el conocimiento. Miró a Sebastien a los ojos; se estremeció, como atacado de pronto por un dolor excruciante. El espíritu que habitaba en su interior respondía al Susurro de Sebastien.

—El Velo se fortalece, el Otro Lado reclama lo que en él ha nacido y lo que le pertenece. Abandona este mundo, pues en él eres ajeno. Abandona este cuerpo, pues otra alma lo reclama.

Orlem empezó a gritar.

Todo exorcismo era doloroso, sobre todo si se hacía a través del Susurro. El alma de Orlem estaba siendo desgarrada, el espíritu que lo poseía arrancado por medios más allá de su entendimiento.

Una sustancia incorpórea comenzó a brotar del cuerpo de Orlem, como humo de unas brasas que se apagan. La sustancia era oscura de un modo innatural, como si consumiera la escasa luz que la rodeaba.

Poco a poco, aquella sustancia empezó a tomar forma. Varias formas. Rostros en agonía que se superponían unos a los otros, manos que brotaban de la superficie de un mar inexistente como suplicando ayuda.

No era una entidad la que habitaba el cuerpo de Orlem. Sino docenas de ellas.

El hombre se retorció, pataleó, apretó la mandíbula, babeando. Sebastien sintió cómo su cuerpo era drenado de energía para alimentar el Susurro. Estaba entregando demasiada.

—¡Orlem! —gritó Sebastien—. ¡Tienes que dejarlas ir!

—¡No! —bramó Orlem.

—¿Por qué? ¿Por qué te resistes?

—¡Porque es música! —gritó Orlem. Luego su expresión se deformó en una retorcida mueca de placer—. Cantan. Óyelas.

—No cantan, Orlem. Están gritando. Sufren.

—Cantan —insistió el hombretón—. Cada vez que mato, otra voz comienza a cantar.

La mirada de Sebastien se ensombreció. Los espíritus que intentaban escapar del cuerpo de Orlem soltaron quejidos y llantos. Gritaron. Era como si cadenas invisibles los ataran, como si halaran de ellos, obligándolos a volver.

—Cantan —balbuceó Orlem—. ¿Las oyes cantar?

Sebastien se incorporó. Con lentitud, agarró su espada por la empuñadura, la arrancó del suelo. Orlem seguía tumbado, sonriendo como un tonto ante los gritos, ante el sufrimiento de aquellas almas en pena.

Sebastien entendió que no se detendría. Entendió que, aunque lo exorcizara, la corrupción de su psique no provenía de la posesión.

Había tenido razón, otra vez.

Y se odió por ello.

Vacilante, Sebastien alzó la espada sobre el pecho de Orlem. Era lo necesario, se dijo. Una sola vida a cambio de docenas de inocentes. Un precio pequeño, pero... ¿Se atrevía a pagarlo?

Sebastien alzó más la espada, se preparó para golpear. Antes de decidirse a hacerlo, sin embargo, vio la sombra de una persona a sus espaldas (un instante demasiado tarde) cortando la luz que entraba por la abertura en la pared caída detrás. El disparo se oyó después, seguido de un dolor agudo atravesándole el hombro.

Sebastien se lanzó hacia un costado por instinto, rodó sobre el suelo buscando cubierta. Un segundo disparo rebotó en el lugar donde había estado hace solo unos instantes.

Los espíritus que el Susurro había tratado de expulsar se encogieron, convirtiéndose en una masa caótica que volvió poco a poco al cuerpo de Orlem. El hombretón se sacudió, aún tumbado y gimiendo.

La figura que sostenía el rifle avanzó hasta que finalmente Sebastien pudo verla de frente.

—Lire.

Orlem se incorporó poco a poco, con dificultad. Alzó la cabeza y sonrió como un niño pequeño al ver a su hermana. Lire se aproximó a Sebastien con cuidado y pateó su espada, dejándola lejos de su alcance.

—Si te mueves, disparo. Si intentas cualquier cosa, si intentas Susurrar, disparo —dijo la regente.

—Lire... —gimió Orlem, avanzando a tropezones hacia ella. El intento de exorcismo lo había debilitado demasiado.

—Todo está bien. Nadie va a hacerte daño, no más. Ahora ve a buscar a la niña. Si le dice algo de esto a alguien... —Lire sacudió la cabeza—. Encuéntrala y tráela aquí.

Orlem obedeció. Salió corriendo por la abertura en la pared y se perdió en los campos que rodeaban el molino.

—¿Por qué? —le preguntó Sebastien a Lire.

—Porque es mi hermano.

—Es un asesino.

—Está enfermo. Poseído. Tú lo viste.

—Lire...

—No es él mismo —insistió ella, como si a punto de disparar—. Esperaba que pudieras entenderlo, curarlo... Creí que quizás si el Peregrino... Pero no. Supongo que no.

El exorcista se recostó mejor contra la pared. Echó la cabeza para atrás. Suspiró.

—No es la primera vez que haces algo como esto, ¿o sí?

Lire no contestó de inmediato. Bajó el rifle, sosteniéndolo ahora a la altura de la cintura. Podría disparar en cualquier momento, a esa distancia no necesitaba apuntar.

—Haría lo que fuera por mi hermano.

—Lo que fuera, sí. Excepto lo correcto —espetó Sebastien—. ¿Por qué no hiciste nada para detenerlo? ¿Por qué dejaste que llegara a esto?

—¿Y qué esperabas que hiciera, exorcista, que lo entregara? ¿Que le diera la razón a todos cuando decían que estábamos malditos? ¿Que me quedara cruzada de brazos mientras lo fusilaban por los crímenes que la posesión lo obligó a cometer?

—La posesión no lo obligó a nada.

—¡Lo hizo! Las posesiones cambian a las personas, las corrompen. ¡Tú deberías saber eso mejor que nadie!

—Te lo dije antes, Lire. Los espíritus no son la raíz del mal. Ellos solo...

Lire le disparó en la pierna. Sebastien gritó y se encogió debido al dolor. La sangre manó de ambas heridas de bala en su cuerpo como tibios riachuelos oscuros.

—Vuelve a decir algo así y te vuelo los sesos —le advirtió Lire.

Sebastien se recuperó poco a poco, aunque su respiración se había vuelto irregular. Tanto él como Lire se midieron el uno al otro con la mirada sin decir nada hasta que Orlem volvió varios minutos después, solo.

—No está —dijo.

—¿Buscaste bien? —le preguntó Lire, extrañada. Orlem solo asintió con la cabeza. Lire apuntó a Sebastien con el rifle nuevamente—. ¿Dónde está la niña? ¿A dónde la enviaste?

—A ninguna parte. Pero no la encontrarán —dijo él.

—No quieres poner a prueba mi paciencia, exorcista.

—Dime una cosa, Lire. ¿A cuántos tuviste que matar antes con ese mismo rifle para que no se descubriera la verdad?

—Tantos como fueron necesarios —contestó ella.

—¿No recuerdas la cantidad? ¿O simplemente no te importa cuántos hayan sido?

—No te incumbe.

—Ya veo —dijo Sebastien. Había algo distinto con su mirada. La luz que brotaba de sus ojos cambió a un tono diferente de azul, más sombrío y mucho más siniestro—. Yo sí recuerdo. Treinta y seis. Esa es la cantidad de personas que he matado. Las que, como has dicho, fue necesario matar. Las recuerdo a todas. Pienso en ellas a diario. Las lamento.

Sebastien se incorporó con dificultad. Había perdido mucha sangre, dejando manchas escarlatas en el suelo, en la pared. Empezó a caminar hacia Lire.

—No te muevas —ordenó la regente—. Si das un solo paso más…

—¿Me dispararás? Adelante. Cometiste un error, Lire. Un gravísimo error.

—¿Es eso lo que crees? —increpó la regente, a punto de poner una bala entre las cejas del exorcista—. ¿Y cuál sería ese error, si no te molesta ilustrarme?

La expresión de Sebastien lo dijo todo. No era la de alguien abatido y acorralado, no era la de un prisionero.

Sino la de aquellos dispuestos a llegar hasta las últimas consecuencias con tal de evitar el fracaso.

La de alguien que no tiene nada que perder.

—Asumiste que estaba indefenso.

Lire disparó. El estruendo resonó con fuerza en el interior abandonado del molino. Sin embargo, Sebastien se había apartado de la línea de fuego en un abrir y cerrar de ojos, y se abalanzaba ahora sobre ella. Había algo alargado y luminoso en su mano. Una hoja de espada, hecha en entero de luz azul pálida. Una espada Forjada con su propia alma.

—¡No! —bramó Orlem, quitando a Lire del camino con un empujón, recibiendo de lleno el impacto en vez de ella.

La hoja de almas atravesó el estómago de Orlem hasta salir por su espalda, con tanta facilidad como un cuchillo corta la mantequilla.

—¿Cómo? ¡Tú…! —dijo Lire, de espaldas en el suelo.

Sebastien extrajo su espada de almas del cuerpo de Orlem, pero no había sangre en esta y tampoco había dejado ninguna herida visible. Orlem se desplomó, gimoteando, agarrándose con ambas manos el lugar en donde Sebastien lo había atravesado.

—Eso es... ¿Cómo? —exclamó Lire.

—Cuando me viste usar el Susurro, asumiste que era el único Arte que podía usar —dijo Sebastien—. Asumiste, que una trampa a traición y algo tan mundano como un rifle sería suficiente para someterme.

—Para dominar dos Artes a la vez… ¿Quién eres? —dijo Lire, horrorizada.

Sebastien ignoró su pregunta. En cambio, se aproximó a ella, la espada de almas en su mano, irregular y vibrante, como si la luz de la que estaba hecha apareciera y se desvaneciera una y otra vez.

—¡Adelante! —gritó Lire, perdiendo todo rastro de compostura—. ¡Mátame! ¡Cumple con tu ardoroso trabajo!

Sebastien vaciló. Separó los labios, como si a punto de decir algo, pero el aullido inhumano de Orlem lo hizo callar.

—¡Muere, exorcista!

Sebastien reaccionó con lentitud debido a la pérdida de sangre. Lo único que consiguió hacer fue echarse al suelo por reflejo al mismo tiempo que Orlem jalaba el gatillo. El disparo sonó, ahogando un grito de mujer.

—¡Lire! —exclamó Sebastien, incorporándose tan rápido como pudo.

La regente yacía en el suelo con una fea herida de bala en el abdomen. Tenía las manos manchadas con su propia sangre.

Orlem soltó el rifle y cayó de rodillas, agarrándose la cabeza con ambas manos, gimoteando y llorando.

—Lire… —repitió Sebastien, corriendo a arrodillarse junto a ella. La espada de almas en su mano se había desvanecido ya—. No tiene que ser así… Conozco unos sígiles que…

—No. Déjame —espetó ella, su rostro lleno de odio. Se volvió luego hacia su hermano—. Orlem. Mírame. —El hombretón obedeció—. No importa… lo que otros digan. Tú eres… bueno. ¿Oíste?

Eso solo hizo que los llantos de Orlem se hicieran más desgarradores.

Lire miró a Sebastien por una última vez.

—Tu promesa… no la cumpliste —le increpó. Sonrió con amargura, un hilillo de sangre resbalando por una de las comisuras de sus labios—. Tu palabra… no vale nada... Peregrino.

Luego, se apagó. Como una triste vela que termina por consumirse, como una canción que se canta sin público, sin nadie que la escuche, sin nadie a quien conmover—Lire, Lirelia, sangre de Lendazar, última regente de Tresdor, expiró.

Sebastien se incorporó. Se obligó a hacerlo.

Orlem se arrastró hasta el cuerpo sin vida de Lire y se hizo un ovillo sobre él, sollozando. Alzó la vista hacia el exorcista como un animal moribundo. Había en sus ojos una acusación. Y una súplica. Los cerró, y esperó.

Sebastien alzó la espada en seguida, deseando con todas sus fuerzas cumplir con la súplica de Orlem. La rabia por poco consiguió dominarlo.

Y luego pensó en Lire. En la promesa que le había hecho y que ella lo había acusado de romper. Y enfundó la espada. Se obligó también a hacerlo.

Orlem abrió los ojos, confundido, y miró al exorcista con frustración.
Sebastien simplemente se dio la vuelta y empezó a caminar a la salida.

No se giró al escuchar que Orlem se levantaba, como no se detuvo cuando oyó que alzaba el rifle.

Cuando el disparo sonó, no necesitó darse la vuelta para saber a dónde había ido a parar la bala.

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