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VI

Lire lo vio todo.

Los labios de Sebastien moviéndose con rapidez, fluidamente; sus ojos cerrados y el ceño fruncido, presa de una concentración que Lire no había visto jamás en nadie; los sígiles en el suelo que parecían temblar, sus trazos negros vibrando al ritmo del Susurro de Sebastien; y el humo del sahumerio envolviendo la habitación, blanquecino y ligero como una exhalación.

Se sentía como si una brisa helada recorriera la estancia, incluso si las ventanas estaban todas firmemente cerradas.

Lire creyó oír algo. Un susurro lejano y rítmico, una débil canción moribunda que resonaba no en sus oídos, sino en su interior. Nunca la había oído, pero de algún modo sentía cómo esa canción la llamaba, como una voz familiar y cálida.

Tenía que ir.

Eso era lo correcto.

Eso era paz…

Lire se obligó a despertar. Cerró los ojos, apretó aún más fuerte sus manos contra los oídos. Empezó a rezar a la Madre, esperando que sus plegarias acallaran la canción.

Quizás, pensó, insistir en quedarse allí durante el Susurro no había sido la mejor de sus ideas.

Afortunadamente, la canción remitió poco a poco, alejándose, como si ya no la llamara a ella, sino a otra persona, mucho más lejana.

Lire abrió los ojos. El humo del sahumerio se había arremolinado alrededor del círculo, ingresando en él, girando y torciéndose hasta adoptar la forma de una vaga silueta humana. Una luz espectral brilló en el espacio dentro del círculo, como una ventana abriéndose sólo ligeramente, dejando entrever nada más que una fina rendija de luz al otro lado.

La piel de Lire se encrespó, un escalofrío trepó por su espalda. Algo exhaló hacia este lado del Velo, ocupando ese cuerpo de humo.

El torbellino dentro del círculo empezó a calmarse. Los labios de Sebastien se dejaron de mover.

Lire lo vio silabear algo, pronunciando palabras mudas que no llegaron a sus oídos. Él le hizo un gesto indicándole que podía dejar de cubrirse los oídos. Lire apartó sus manos poco a poco, temerosa. Nada le sucedió.

—Está hecho —le dijo Sebastien. Lire caminó hasta él, incapaz de quitar su mirada de la entidad que flotaba en el espacio dentro del círculo.

—¿E-Eso es? ¿El fantasma de aquella niña?

—Uno artificial, traído aquí por el Susurro. No durará mucho.

Lire se aproximó un poco más. El fantasma lucía apenas como una chiquilla, tendría doce años, si no menos. Tenía la mirada triste y los ojos de un tono ámbar resplandeciente, como el color del cielo al atardecer.

Los ojos del fantasma se posaron en ella.

Lire dio un respingo, tropezando hacia atrás. Sebastien la sostuvo para que no cayera.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó él con voz clara y firme.

—¿Mi… nombre? —repitió el fantasma, confundido. Pasaron varios segundos antes de que respondiera—. No… No lo recuerdo. ¿Qué es este lugar? ¿Qué pasó conmigo?

—Todo está bien, tranquila —le dijo Sebastien—. Dime lo que recuerdes.

El fantasma miró a un costado, como si en vez de las ventanas cerradas de la habitación estuviera mirando un paisaje lejano.

—Estaba en el campo, cerca del río grande. Me gusta lanzar piedras al agua, hacerlas rebotar. —El fantasma sonrió débilmente. Pareció olvidar que Sebastien y Lire estaban ahí.

—¿Recuerdas algo más? —preguntó Sebastien. El fantasma se volvió para mirarlo, un tanto confundida.

—Sí… Era tarde, mamá dice que no hay que quedarse fuera si no brilla el sol, o un espectro podría devorar mi alma. Vi al cielo y el sol estaba bajo. Corrí. No me gusta cuando mamá se molesta conmigo.

—¿No viste algo más? ¿Un hombre, tal vez?

—Un hombre… Sí… ese hombre —repitió el fantasma. Su rostro se deformó luego en una mueca de llanto. Se arrodilló, sentada en un suelo que no estaba allí, y se cubrió la cabeza con las manos, sollozando.

—Dime cómo era él. Descríbelo, tanto como recuerdes —insistió Sebastien.

—¡No! —gimió el fantasma.

—Si lo haces, lo encontraré y lo haré pagar por lo que te hizo.

La niña alzó su cabeza, soltando lágrimas que se desvanecían como motas de humo al dejar sus ojos.

—Yo… —musitó, pero rompió en llanto al poco tiempo.

—¡Tienes que recordar!

—¡Déjala! —protestó Lire—. ¿No ves que sufre?

—No es real —cortó el exorcista—. Es solo un fantasma. Su sufrimiento no es más que el reflejo de lo que esa niña sufrió.

Lire no supo cómo contestar.

El fantasma sollozó durante algún tiempo más. Luego, volvió el rostro hacia ellos, como aturdida.

—¿Quiénes son? ¿Qué hago aquí?

—Su mente se fractura. Su tiempo de este lado del Velo se acaba —murmuró Sebastien—. ¡Recuerda! Viste a un hombre, cuando estabas volviendo a casa del río. ¿Cómo era él?

El fantasma se estremeció.

—El hombre, sí… Cuando lo vi, creí que me llevaría a casa. No lo hizo. El hombre malo… ¡Viene por mí!

—¿Qué fue lo que te hizo?

—Trato de correr, pero él es más rápido. ¿Por qué es tan rápido? Sus ojos, me asustan. Quiero gritar pero él no me deja. Sus dedos me duelen, hieren mis labios. Veo el molino viejo. No quiero ir allí. Sé lo que le pasa a los que van al molino viejo.

—Aún no te vayas...

—Mamá me dijo que los monstruos existen. Jamás había visto uno. Ahora lo veo. ¡Se ríe mientras me está matando! ¡Sangre… todo lo que veo es sangre…!

—Aún no…

Desapareció.

El fantasma se deshizo como un montón de cenizas sopladas por el viento. La luz que le había dado vida volvió de donde había venido, reducida solo a la rendija de una ventana que se cierra.

Sebastien maldijo, golpeó la pared con el puño. Lire suspiró, aliviada. Recitó algunas plegarias en voz baja.

El exorcista se forzó a recuperar la compostura y tras unos minutos volvió a su actitud calmada de siempre. Se sentó sobre la mesa de noche tumbada en el suelo.

—¿Ahora qué? —le preguntó Lire—. Tal vez pienses distinto, pero dudo que tu Susurro haya sido de mucha ayuda. La Madre nos perdone por haber perturbado el eterno descanso de esa pobre alma por nada.

—Toda información es útil, los medios por los que se obtengan son secundarios.

—¿Y qué información sacaste de todo esto?

Sebastien reflexionó al respecto por un momento antes de contestar.

—Mis sospechas fueron confirmadas en gran medida. Fue ese hombre, y no un espíritu, el que mató a esa niña.

—Pensé en eso —dijo Lire—, aunque no creo que nada de lo que ella dijo nos ayude a identificarlo.

—En eso te equivocas —repuso Sebastien, incorporándose. Se dirigió a la mesa donde yacían los contenidos de su maleta y comenzó a poner todo en orden.

—¿A qué te refieres?

—Tú también lo escuchaste, ¿no es así? —contestó Sebastien, mirándola de reojo—. Cuando vio a ese hombre, no huyó de él, no al principio. Primero, creyó que la salvaría.

—Aún no veo cómo eso podría ser de ayuda.

—Significa que no era un desconocido. Era alguien de confiar, o al menos así lo era para la niña.

Lire le dio vueltas al asunto, pensando en las implicaciones de esa afirmación.

—De todas formas, eso no dice mucho —dijo ella—. No es mucha gente la que vive aquí. Todos se conocen los unos a los otros.

—¿Conoces entonces al asesino? —increpó Sebastien.

Lire vaciló, ofendida. Sus labios se convirtieron en una fina línea.

—No te burles de mí, Peregrino.

Sebastien apoyó el puño sobre la mesa, apretándolo con extrema fuerza, como si fuera a golpear la madera en cualquier momento. Consiguió contenerse.

—Lo… siento. Dejé que la frustración me dominara por un momento. No volverá a suceder.

—¿Por qué te importa tanto? Las desapariciones, quiero decir —le preguntó Lire.

—Es mi deber.

—Lo era también el de los exorcistas que vinieron antes que tú. Eso no los detuvo cuando prefirieron abandonarnos y seguir con su camino.

—No me compares con ellos.

—No lo hago —contestó Lire—. Es solo que… no consigo entenderlo. No le debes nada a esta gente. Nadie llorará por ellos, nadie va a recordarlos, así los borren a todos de la faz de la tierra.

—Alguien lo haría.

Lire hizo una mueca.

—¿Quién? ¿Tú?

Sebastien no respondió. Le dio las espaldas y siguió ordenando los contenidos de su maleta.

Lire esperó por algún tipo de réplica ácida, un comentario dolido, una explosión de rabia. Lo que fuera. Nada de eso ocurrió.

En silencio, solo se marchó.

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