
IV
Al día siguiente, por la mañana, Sebastien visitó el molino.
Era un edificio grande de dos plantas, construido a base de madera y con un techo empinado y roto. La pared sur había colapsado hacia adentro, revelando un interior oscuro y mohoso.
Un viejo sauce crecía cerca de la abertura en la pared, sus ramas vertiéndose sobre el techo estropeado. La enorme rueda de madera que antaño había hecho funcionar el molino podía verse justo detrás del edificio, podrida y salida de su eje, obstruyendo el paso del río.
Mia dio unos pasos hacia el edificio en ruinas, con lentitud, como si caminara dormida; se detuvo a pocos metros de la abertura en la pared.
Sebastien la rodeó para mirarla. La expresión de la niña transmitía una honda pena. Y dolor. Mucho dolor.
—¿Tan malo es? —le preguntó Sebastien. Mia asintió sin decir nada. Él la rodeó con su brazo—. Puedes esperar afuera si es demasiado para ti.
Mia parpadeó varias veces y sacudió la cabeza, como saliendo de un trance. Se limpió la nariz y los ojos, que habían empezado a humedecerse, y miró a Sebastien con el ceño fruncido.
—Nada de eso. Voy contigo. Siempre.
Sebastien suspiró, resignado. Alborotó los cabellos de la niña.
—Bien. Solo no te alejes de mí.
Entraron por la abertura en la pared, sobrepasando con cautela los escombros. El interior olía a humedad y abandono. Y... algo más. Un hedor que Sebastien no pudo reconocer en ese momento.
Casi toda la primera planta estaba ocupada por un mecanismo de gran tamaño, conectado al eje de la rueda en el exterior, pensado para aprovechar el impulso de las aguas del río para hacer girar un torno que moliera el grano en la planta superior.
Desperdigados por el suelo había también restos podridos de las vigas de madera caídas del techo, y montones de paja seca mezclada con la porquería dejada por los ratones. Junto a la pared a la derecha había una escalera de madera que conducía a la planta de arriba, aunque varios de sus escalones estaban rotos o a punto de romperse.
Conforme avanzaban, aquel extraño hedor fue haciéndose más y más penetrante. Sebastien lo reconoció al fin. Era el olor de la carne podrida.
—¡Puaj! —exclamó Mia, y se cubrió la boca y nariz con las manos. Sebastien hizo lo mismo con la manga de su gabardina, pero no dejó de avanzar.
Rodearon el mecanismo del molino, pasando por debajo de las escaleras rotas, y entonces lo vieron.
Un cadáver en descomposición yacía contra la pared, descuartizado, en una posición incómoda, sobre un charco de oscura sangre seca. Las cuencas vacías miraban sin ver a Sebastien, los ojos devorados ya por los ratones, así como gran parte del rostro. El cráneo era pequeño, demasiado para tratarse de un adulto.
La víctima era solo una niña.
—Creo que voy a vomitar —dijo Mia, aguantándose a duras penas las arcadas.
—Ve atrás, me quedaré aquí un rato.
—Realmente has perdido la cabeza, hermano —repuso ella, asqueada, pero no discutió con él y se fue.
Sebastien espantó algunas ratas que estaban cebándose con el cadáver y se arrodilló para inspeccionarlo. Por desgracia, esto requería que retirara el brazo que protegía su nariz.
El hedor lo golpeó como una insoportable ola de podredumbre penetrando en su nariz. Sebastien apenas consiguió suprimir sus arcadas. Pero no dejó que eso lo detuviera. Se puso a trabajar.
La muerte había sido reciente, aunque el clima, la humedad y las ratas habían estropeado rápidamente los restos.
Sebastien recorrió la superficie del cuerpo con los dedos, tratando de reconstruir al mismo tiempo los jirones de ropa que lo envolvían.
Sí... aquellos eran cortes, hechos con alguna herramienta dentada; cortes profundos, malos, de los que sangraban mucho y mataban lento. Varios de ellos marcaban el cuerpo: en las piernas, en el pecho, en los brazos. La víctima había tenido que vivir un infierno de dolor antes de morir.
Sin embargo, no era un trabajo fino. Si bien el responsable no era de ningún modo un novato, sí que había sido impaciente. No se había medido con la cantidad y la gravedad de los cortes.
—Lo siento —le susurró Sebastien al cadáver. Quizás si hubiera llegado un poco antes, quizás si hubiera seguido los rumores con más rapidez...
Pero lamentarse no tenía sentido. Lo único que podía hacer era seguir con su trabajo.
Con firmeza y cuidado practicados, Sebastien empezó a arrancar los dientes del cadáver uno a uno, tras lo cual los envolvió en un pañuelo limpio que guardó en su gabardina.
Tras esto, volvió sobre sus pasos. El hedor era un poco más soportable a esa distancia; Sebastien agradeció poder respirar con algo de normalidad.
No encontró a Mia.
—¿Mia? —llamó con fuerza. Esperó varios segundos sin recibir respuesta—. ¡Mia!
Sebastien fue a toda prisa a la salida, buscó furiosamente con la mirada por toda la primera planta y los alrededores. Tampoco la encontró.
—¡Mia!
—¡Aquí! —contestó al fin la niña. Su voz venía desde la segunda planta. Se oía agitada—. ¡Hermano!
Sebastien corrió hacia las escaleras como un poseído, subió los escalones de tres en tres (por suerte no cedieron con su peso) hasta que finalmente llegó arriba. Buscó a la niña con la mirada, pero no había necesidad de preocuparse, Mia estaba bien.
Lo que no estaba bien era lo que ella había encontrado.
Mia dio unos pasos al costado para revelar un viejo baúl de madera ubicado debajo de una ventana que daba al río. El baúl se encontraba abierto, a pesar de que un pesado candado de metal yacía en el suelo junto a él.
El interior del baúl estaba repleto de instrumentos de pesadilla: sierras de mano con diminutos gajos de carne entre los dientes, tenazas de hierro manchadas de sangre hasta los mismos mangos, navajas de diferentes tamaños, sucias y oxidadas de no haberse limpiado la sangre de su superficie en mucho tiempo.
—¿Qué cenizas es todo esto? —preguntó Mia, embobada. Se inclinó sobre el baúl para tocar los instrumentos. Sebastien no la dejó.
—No toques nada —dijo él, en alerta.
Eso no era bueno. Un espectro no necesitaría herramientas para matar. El cadáver en la planta de abajo no tenía mucho tiempo, y aunque el baúl tenía candado, estaba abierto. Lo que quería decir que...
Mia alzó la cabeza de pronto, encrespada como un gato rabioso, mirando hacia la pared que daba al río.
—Viene —musitó.
Sebastien se inclinó sobre el baúl con cautela para ver a través de la ventana. La silueta de un hombre corpulento era visible al otro lado del río, en lo alto de una elevación en el terreno. El hombre parecía estar observando el molino fijamente.
Demasiado fijamente.
—Detrás de mí —le ordenó Sebastien a Mia, alejándose de la ventana.
Bajaron las escaleras con tanta prisa como les permitieron los escalones rotos; corrieron hasta la salida.
Sin embargo, cuando llegaron al exterior, ya no había nadie. Ningún hombre observando.
¿Lo había imaginado solamente? No. Mia lo había sentido llegar.
Sebastien pasó el resto de la mañana escrutando los alrededores, en busca de aquel hombre. No lo encontró. Las aldeas más cercanas estaban al menos a media hora a pie desde el molino, y el propio Tresdor incluso más lejos.
—No es ningún fantasma, ¿o sí? —le preguntó Mia luego de que renunciaran a su búsqueda, todavía un tanto alterada. Y pocas cosas eran las que conseguían alterarla de ese modo.
—No —reconoció Sebastien.
—Eso es bueno, ¿verdad? —dijo la niña, como si lo dijera para convencerse a sí misma—. Los hombres son más fáciles de detener que los fantasmas... ¿verdad?
Sebastien no le contestó, pues él mismo dudaba de la respuesta.
—Vámonos —fue lo único que le dijo. Dejó que la niña lo abrazara—. Aún tenemos trabajo que hacer. Mucho.
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