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Capítulo 2 - Convivencia

2 | Convivencia

Olivia Audevard

     Empiezo el día viendo amanecer desde mi ventana.

     Me ha sido complicado dormir. La cama se sentía demasiado blanda, la almohada dura y mis sábanas olían a cerrado aunque las limpié antes de meterlas en mi maleta porque no tenía pensado usar las que me dijeron que había aquí. Las he visto al deshacer mis maletas, dobladas en la zona superior del armario y de un áspero tejido. Aun así, mis sábanas no han sido mejores.

     Miro con cierto cansancio el exterior. París se llena de vida a una hora temprana. Los pequeños establecimientos de mi calle empiezan a abrir y encuentro a las primeras personas moviéndose antes de que amanezca del todo. Las ventanas del edificio de enfrente reflejan los primeros rayos de sol de la mañana y esa luz roza las bajas barandillas negras de delicadas curvaturas.

     Estiro la mano como si fuera a poder alcanzar esa luz. Quisiera sentirla, moverla entre mis dedos para ganar algo de su calidez. Sin embargo se mantiene alejada de mí como ha hecho siempre.

     Como un amargo recordatorio, oigo el tono de llamada de mi móvil. Al mirar se me encoge un poco el estómago.

     "Detective Ramírez", pone en la pantalla.

     Deben de ser poco más de las once de la noche en Minnesota, pero eso no impide que él siga despierto. 

—¿Está mi madre bien? —pregunto nada más contestar.

     Me digo a mí misma, cada hora, que mi madre está bien. Lo repito como si eso fuera a quitarme el peso que la idea de perderla me provoca. Me esfuerzo durante días para construir algo de alivio que cualquier llamada tira abajo como si fuera un castillo de naipes.

    —Ella está bien, no te preocupes.

    Aunque no pueda verme, asiento con alivio.

    —¿Te he despertado? —pregunta.

    —No.

    Se queda en silencio unos segundos y alcanzo a oír cómo se quita la cazadora. Puedo imaginarla con completa claridad, esa cazadora marrón que adora y lleva muchas veces. Me pregunto si esta es, para él, otra de esas noches en las que se queda trabajando hasta tan tarde que apenas pisa su casa antes de tener que volver a salir.

    —Tiene que ser bastante temprano allí —me recuerda.

    —Lo es.

    Hace una pausa y yo tiro de un hilo que sobresale de mi pantalón de pijama. La flor roja en mi rodilla se encoge un poco cuando estiro. Finalmente, me adelanto a él porque sé hacia dónde está llevando la conversación. Sobre todo sé quién le ha pedido que me pregunte.

    —Dile a mi madre que dormir menos de seis horas no es tan perjudicial como Google le hace creer —digo. Adoro a mi madre, pero muchas veces su preocupación es excesiva. La última vez que cedí ante ella con este tema me recetaron unas pastillas, Estazolam. Durante dos semanas me ayudaron a dormir y a mantenerme dormida. El problema era que no me sentaban bien. Por la mañana me sentía agitada y descoordinada—. ¿Te ha pedido ya que me convenzas para que vuelva?

    —Algo así.

    —¿Y qué le has dicho?

    —Que sabes lo que haces.

    Sonrío un poco. Mi madre tiene razón en una cosa y es en que siempre hablaré con más libertad con Ramírez que con ella. Primero porque a él no le miento en nada. Se ha asegurado de ello por distintos medios. Segundo porque sé que es una persona racional que, al contrario que mi madre, no se deja llevar por sus emociones. Si él me dice que algo es peligroso, lo es. Si mi madre me lo dice es que está preocupada por mí.

    Ramírez le dio el visto bueno a este curso de verano.

    —¿Has conseguido convencerla? —pregunto.

    —Hablamos de tu madre —puntúa.

    Eso es un no.

    Al menos, a él le tengo de mi parte.

    —¿Qué tal estás tú? —me pregunta.

    —Bien. —Miro una vez más por la ventana, disfrutando de la suave brisa de la mañana— Es la primera vez que no odio mudarme.

    —Olivia, esas cosas...

    —Son necesarias y no debo quejarme porque es lo que me mantiene con vida —recito—. Lo sé y lo agradezco. De verdad. Es sólo que poder elegirlo es reconfortante.

    —Lo entiendo —dice.

    No le creo.

    Ni siquiera sabe que la razón por la que odio mudarme no es por tener que cambiar de localización y conocer a nuevas personas, es por mí. Esta es la primera vez en la que voy a otro lugar manteniendo un mismo nombre y apellido. No es moverme para desaparecer, sino moverme dentro de la historia que hace cinco meses crearon para mí.

Casi me siento una persona real de nuevo.

    No lo digo. Es difícil de explicar y siento que me estoy volviendo loca con todo esto. Ellos le restan importancia, Ramírez y mamá, como si cambiar de identidad no jugara con la mente de una persona. Quizás para ellos no, pero cuando te han cambiado de identidad desde que tienes siete años, un día eso empieza a pasarte factura y no para desde entonces.

    —Tengo que prepararme si quiero llegar a la presentación —me apresuro a decir ante la incomodidad que me generan mis propios pensamientos.

    —Claro. —Hace un corto silencio. Noto la tensión entre ambos donde yo quiero colgar y él parece buscar cómo decir todo lo que quiere de la forma correcta—. Sé que tendrás cuidado, pero es importante que estés atenta a todo. No intento que suene mal, pero allí estás sola.

    —Me enseñaste bien, no te preocupes por eso.

    Lo hizo. Dicen que los niños aprenden con más facilidad, quizás sea cierto. Él llegó a nuestra vida cuando yo tenía siete años y tardó poco en enseñarme. Primero era un juego. Me hacía preguntas sobre el color de las zapatillas de alguien que había pasado frente a mi ventana hacía cinco minutos, me decía frases largas que yo tenía que repetirle al día siguiente y por lo que me daba un caramelo si lo conseguía. Lo dificultó con el paso del tiempo. Me enseñó a mentir y eso me permitió ver los pequeños detalles que marcan las mentiras en otros. Me hizo fijarme, saber lo que buscar, entender cuáles son señales que cuestionar. Ese juego terminó siendo la puerta de mi libertad. Gracias a ello y a que Ramírez pone la mano en el fuego por mí he sido capaz de estirar la correa que tienen en mi cuello hasta París.

    —Cuídate, ¿vale? —intenta con cansancio.

    —Siempre lo hago.

Ojalá pudiera decirle que, para mí, él es como un padre. Desearía poder hacérselo saber sin temer cruzar la línea. Son fantasías. Los sueños de una niña que perdió a su padre antes de tiempo y que anhela uno desde entonces. Así que ahogo una despedida como la que le daría a mi madre y dejo salir un áspero: "Adiós".

    Cuelgo sin darle tiempo a responder.

    Dejo el móvil a un lado, paso las manos por mi pelo y lo recojo en un moño bajo para tener algo que hacer con mis dedos. Al terminar, voy a la cocina a por algo de desayunar.

    El pasillo está oscuro. Alguien debió de bajar las persianas de la cocina y ahora apenas veo algo al ir en esa dirección. El suelo está helado. Noto el frío atravesar la planta de mis pies y cierro mejor mi kimono rosa sobre el pijama con la falsa idea de que eso va a ayudar. La conversación con Ramírez me tiene distraída y, entre eso y la oscuridad, apenas tengo tiempo de apartarme al ver una puerta abrirse frente a mí. Tropiezo, pero esquivo el golpe.

    Veo salir una sombra alta con sudadera de esa habitación y es imposible no identificarle. No tengo que verle la cara para saber que es Asher. En toda mi vida no he conocido a nadie que abra las puertas tan bruscamente y, salvo que sea una costumbre francesa, sería demasiada coincidencia que dos personas con esa manía hayan coincidido en el mismo piso.

    —Maldita sea, ¿qué te pasa con las puertas? —pregunto con una rabia que viene de atrás. Hablar con Ramírez nunca me deja del todo bien, sobre todo porque me recuerda una realidad que me gustaría poder olvidar.

    Asher mira hacia atrás. El color de sus ojos se esconde un poco bajo la capucha al inclinar la cabeza.

    —¿Te he dado? —pregunta.

    —No, pero has estado a punto.

    —Vale —dice.

    Cansada, me cuesta entenderlo.

    —¿"Vale"? —repito. Han pasado menos de dos segundos y Asher ya se ha ido. Para cuando llego a la cocina tiene uno de los armarios compartidos abiertos—. ¿Casi me das y todo lo que dices es "vale"?

    Deja una caja de cereales sobre la encimera.

    —Deberías dejar de ponerte detrás de las puertas —añade.

    —No me he puesto detrás de una puerta, estaba andando por el pasillo. —Mira sobre su hombro, curioso—. Eres tú quien debería aprender cómo abrir puertas.

    —¿Aprender cómo abrir puertas? —repite con un humor apagado. Su tono, al igual que su postura, transmite cansancio. Habla con tranquilidad y sus palabras adoptan tonos más irónicos que su mirada intensifica—. Creo que me salté esa clase. Me gustaba hacer pellas en preescolar.

    Un segundo después lanza algo hacia mí.

    Lo atrapo en el aire y giro el envoltorio rojo para ver qué es.

    —¿Acabas de lanzarme un Kit Kat? —pregunto.

    Asher se deja caer en una silla junto a la isla de la cocina, con un bol de cereales frente a él y el móvil en la mano.

    —Esa pregunta es realmente estúpida —dice. Apoya un pie sobre la silla y se inclina hacia delante. Pasa el dedo por la pantalla de su móvil una vez antes de volver a mirar. Aunque su voz es apagada y las palabras duras, hay un deje de diversión en ellas—. Tómalo como una ofrenda de paz. Por lo de ayer.

    Muevo el Kit Kat en mi mano.

    No puedo contener mis palabras. El filtro que pongo para evitar destacar en cualquier sentido, para pasar desapercibida y que mi persona quede en el olvido sin demasiadas preguntas cuando me voy, cae. Su actitud me resulta curiosa. Sus palabras son cortantes, pero eso le divierte. Es directo y no parece importarle no aliviar cualquier clase de incomodidad creada por su culpa.

    Me genera curiosidad.

    Y me saca de quicio al mismo tiempo.

    —¿Por qué parte exactamente? —pregunto.

    —Ja-ja-ja. —Rueda los ojos y vuelve a fijarse en su móvil.

    Rozo el envoltorio rojo con los dedos, escuchando el ligero crujido cuando hago demasiada fuerza.

    —¿Sabes? Con un "perdón" habría valido —digo.

    —¿Pretendes que te pida perdón? —La cuchara cae dentro del bol haciendo un reconocible sonido—. ¿Por qué exactamente si se puede saber?

    —Sabes por qué.

    —Esa respuesta también es estúpida —dice. Ladeo un poco la cabeza como si eso fuera a ayudarme a entender lo que pasa por la suya. Realmente no siente necesidad alguna de arreglar los problemas ni cuando es con sus compañeros de piso. No le importa—. ¿Crees que lo preguntaría si supiera la respuesta?

     Sus respuestas me recuerdan a eso que pasa por mi cabeza antes de darle dos vueltas, ponerle un filtro y relajarme. Encuentro inquietante esa forma de no pararse a pensar o, si lo hace, a no preocuparse por llevarse bien con otros. Porque dudo que lo consiga con ese carácter.

     —¿Sabes qué? Olvídalo —digo al darme cuenta de que, de aquí, no puedo tirar. Levanto un poco el Kit Kat—. Me quedaré esta "ofrenda de paz", disfruta de tu desayuno.

     No quiero un testamento, sólo un simple: "Perdón por casi golpearte con la puerta hoy" o un "perdón por culparte a ti ayer de que te cayeras al suelo por mi culpa en vez de disculparme". ¿Tan difícil le parece pedir "perdón"?

     —Rubia —llama.

     Apenas me he alejado, pero ese espacio se siente insuficiente cuando me giro para ver qué quiere. Incluso con la poca luz y pese a la capucha alcanzo a ver claridad cerca de sus labios. Una sonrisa divertida que esconde al presionar el puño contra su barbilla.

    —¿Y mi disculpa? —pregunta.

     Al fin lo ha entendido.

    —¿Vas a dármela?

    —No. ¿Y mi disculpa? —marca—. Sigo esperando.

    —¿Quieres que yo te pida perdón a ti? —Le preguntaría si está bromeando pero probablemente sólo me respondería algo como "Pensar eso es estúpido". De nuevo—. ¿Pero por qué tendría que pedirte yo a ti perdón?

    Deja la mano caer y veo esa sonrisa ladeada que, entre las sombras, crece con un encanto matador.

    —Sabes por qué —repite las palabras que yo le he dado antes.

    No puedo creerlo.

    Se está burlando de mí.

    Aunque bien podría repetir su respuesta, esas contestaciones me han ido robando una paciencia que ahora incendia mi rabia. No lo pienso demasiado y lanzo el Kit Kat hacia él con fuerza y una puntería que me ha acompañado por años. En bastantes ocasiones no he tenido mucho más que hacer que lanzar una pelota pequeña contra las paredes, lanzar dardos a dianas o hacer volar aviones de papel hacia ellas. He tenido tiempo de sobra para practicar mi puntería.

    El problema es que Asher levanta la mano y lo atrapa sin importar la velocidad a la que vaya. Ni siquiera se mueve de más o da la impresión de tener que esforzarse. Lo agarra, abre, y le da un mordisco.

    —Lo tomaré como tu disculpa —dice.

    —¡No es una disculpa! —estallo, sorprendiéndome a mí misma por la forma en la que el control se ha ido de mis manos. ¿Cuánto ha pasado desde la última vez que perdí el control sobre una situación? No entenderle, no centrarle, me incomoda porque no sé cómo afrontarlo. Asher presiona mis emociones con cada frase que pronuncia—. Deja de sonreír así, no es una disculpa. No tengo nada por lo que disculparme.

    —Ya, claro.

    Quiero golpearle.

    ¿Cómo puede sacarme tanto de quicio en tan poco tiempo?

    Hago un esfuerzo por tener la última palabra pero no doy con nada que pueda devolverme el control que él me ha arrebatado. ¿Cómo ha empezado dándome una "ofrenda de paz", dejándolo ver casi como si fuera una disculpa y luego ha terminado dándole la vuelta hasta dejarme cabreada y sin palabras?

    Mis brazos caen.

    No, no tengo la última palabra porque no tengo ninguna.

    Así que vuelvo a mi habitación, cierro con fuerza y saco la ropa que voy a ponerme para la presentación del curso de verano al que me apunté. Por puro orgullo, no paso por la cocina ni siquiera para desayunar -la razón por la que me dirigía hacia ahí hace unos minutos-. 

    Aunque lo intente, no dejo de darle vueltas a esa conversación, a sus burlas y a ese carisma lleno de veneno que le envuelve. Me deja un sabor de boca amargo y se enreda en mis pensamientos de forma que mi cuerpo reacciona con esa rabia contenida.

    Un día, dos conversaciones, y Asher ha conseguido lo que nadie en toda mi vida: Me ha hecho perder los papeles.

──────༺༻ ──────

1. RAMÍREZ.

¿Le queremos o le odiamos?

Traducción: "Por Dios, no. Nunca confiéis en nadie"

Olivia viéndole como figura paterna es tierno <3

#Team "¡Te queremos Ramírez <3!"

#Team "Todavía no confío en ti, Ramírez"

A todo esto. Asher abriendo puertas me lo imagino tan:

Esas clases que se saltó en preescolar habrían sido útiles.

#RipPuertasDeLaCasa.

Y RIP su intento de hacer las paces porque ha terminado haciéndolo peor JAJAJAJ HA SIDO TAN: Debo pedir perdón pero no quiero así que sigo lanzando pullas hasta que te hartes pero EH, YO LO HE INTENTADO.

I-

No sé si recordáis que el ascensor ahí va mal, pero como se nos queden ahí se nos matan. NO TENGO NADA MÁS QUE DECIR.

Bueno sí:

Voy a remarcar esto:

ESA SONRISA. ¿HOLA?

¿pOR QUÉ NADIE ESTÁ HABLANDO DE ESAS SONRISAS SUYAS QUE INTENTABA OCULTAR?

Me EsToY mUrIeNdO dE fOnDo

#Lo dejo aquí, sacad vuestras propias conclusiones...

Ahora sí, gracias por el apoyo y nos leemos el próximo sábado con más París y más LPDA♥

Un abrazo enorme,

— Lana🐾

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