
Capítulo 3
La noche siguiente, Siena se despertó temprano y aún con cierta desazón por los pensamientos de la noche anterior. Tampoco sentía que hubiese descansado mucho, tenía sensación de agotamiento, pero igualmente se levantó de la cama y caminó hasta la ventana, esperando ver una noche despejada y libre de ventisca. Oía el sonido del viento furioso según se acercaba. Se asomó de todos modos a la ventana, sabiendo de antemano que continuaba nevando.
Miró al exterior. No se veía más que nieve caer. No lograba ver ni una sola luz en las viviendas colindantes. Su habitación estaba en la tercera planta del palacio. Había sido totalmente reformado en varias ocasiones para mejorar el sistema de calefacción y adecuarlo a los nuevos avances en materiales aislantes. Fuera estaba cayendo una buena nevada, pero el aislamiento era tal que ni las ventanas estaban frías. La eficiencia energética de todas las viviendas de la ciudad era obra de Marke, el padre de Davra. Él y su equipo habían ido habitación por habitación, casa por casa, abriendo paredes y metiendo el nuevo material aislante y, después, cambiando las ventanas para que no dejasen entrar el frío, poniendo unas nuevas con minúsculas láminas que irradiaban calor que apenas se veían. Ese hombre había sido todo un genio y su hija iba camino de superarle. Ambos habían propuesto dos proyectos muy ambiciosos que habían conquistado a todos y ambos se pasarían varios años de su vida para llevarlos a cabo.
Cuando la cúpula estuviese terminada recubriría toda la ciudad, de muralla a muralla, hasta lo más alto del palacio. Cada vez que Siena se asomase a su ventana podría ver la ciudad entera hasta la muralla, tanto si era una noche despejada como si había una tormenta como la de ahora. Ya con el aislamiento de Marke el mantener la temperatura interior fue un ahorro increíble de energía, pero con la cúpula el gasto en calefacción sería aún inferior.
Siena se vistió con calma y se fue en busca del desayuno. Entró en el comedor, un espacio gigantesco de altos techos y varias mesas de madera maciza inmensas, donde comían los miembros de la familia real, el Consejo, la guardia y parte de los cazadores. En definitiva, ahí comían todos aquellos que habitaban en el palacio. Lo bueno era que cada uno se levantaba a distintas horas por lo que no se solía coincidir con mucha gente y Siena, que prefería no hablar con nadie hasta que no se había tomado el primer café, solía levantarse temprano por el simple placer de no compartir la mesa con nadie y así evitarse el mantener conversaciones banales cuando aún no se había despejado.
Entró en la estancia con paso firme hasta que descubrió que no estaba sola. En la parte más alejada de la mesa se encontraba Arno, su segundo. Solía entrenar con él muchas noches. Era un gran chico, muy guapo y un gran cazador. Solo tenía una pega: tendía a mirarla de forma intensa. Siena intuía que los sentimientos de su segundo iban más allá de lo debido y que quería una relación con ella, pero no estaba dispuesta a ello. Siena no sentía que lo de unirse a un hombre y tener hijos fuese para ella. No le parecía bien seguir con su vida, salir de caza, explorar, arriesgar su vida, mientras dejaba atrás una familia esperando que regresase sana y salva.
Prefirió no huir y se sentó a su lado. Quedaría muy mal si ella se sentaba al otro lado del salón o, peor aún, si se marchaba para volver más tarde. Apenas le saludó y se sirvió un café con leche bien cargado. Reconocía que no estaba de buen humor.
— ¿Qué tal, Siena?
Vaya, pues sí que iba a darle conversación. Se había limitado a saludarle por educación al sentarse y había dejado que reinase el silencio. Parecía que él no había captado la indirecta de que ella no tenía ganas de hablar. Si hubiese querido hacerlo habría sacado tema ella misma. ¿Por qué motivo los hombres no se sentían a gusto con un silencio cómodo? Eran dos personas que simplemente compartían el espacio, pero que no necesitaban entablar una conversación, evitando así una situación tensa.
No era tan complicado...
— ¿Vas a entrenar hoy? —insistió Arno.
O quizá sí era tan complicado...
Siena tenía claro que Arno no había comprendido su falta de interés en conversar al no contestar a su primera pregunta. Podría decirle que no, pero, al igual que el chico no le interesaba para una relación, sí le gustaba para los entrenamientos. Era buen atleta y siempre se exigía el máximo a sí mismo y a aquellos que entrenaban con él.
— Sí —contestó ella con una sonrisa mientras se servía unos huevos revueltos—. Tenía en mente ir un rato al gimnasio después del desayuno.
— Podemos entrenar juntos hoy si te apetece —dijo Arno mientras se recostaba en la silla menos tenso y sonriendo— Tengo ganas de un poco de pelea. ¿Te apetece un cuerpo a cuerpo? Eres la mejor de todos los cazadores. Sin contar a Neis, claro.
No le gustaba que la halagasen para convencerla de algo y que la comparase con el instructor de los cazadores era un halago en toda regla. Puso los ojos en blanco mentalmente porque sabía que iba a decir que sí ya que le apetecía entrenar con alguien que pusiese a pruebas sus capacidades. Arno no era tan bueno como ella, pero se le acercaba y en algunas ocasiones le había ganado una pelea, cosa que a ella no le importaba porque hacía que los combates fuesen más interesantes y le motivaba a entrenar más y más concentrada.
— De acuerdo. Me vendrá bien un poco de pelea —dijo ella sonriendo— En una hora nos vemos en el gimnasio. ¿Te parece bien?
— Perfecto —contestó él sonriendo y se levantó de la mesa para marcharse. Ya había terminado el desayuno así que no tenía excusa para continuar sentado si se tenía en cuenta que la conversación no daba mucho más de sí y que ella ya no le estaba prestando atención.
Siena levantó la mirada de su plato cuando oyó que los pasos de Arno ya estaban a cierta distancia. Lamentaba no poder corresponderle como él hubiese querido. En su pequeño mundo, las mujeres podían hacer lo que quisieran, ser lo que quisieran, pero sí era cierto que había una especie de norma no escrita: hicieran lo que hiciesen, debían ser madres. Estaba mal visto no tener hijos. En una población tan reducida como la suya, donde la especie humana crecía con tanta lentitud, la descendencia era necesaria. No se podían permitir el lujo de reducir el crecimiento que llevaban. Eran pocos miles de habitantes y, si se descuidaban, se extinguirían.
Siena suspiró. Sabía que al final debería unirse a algún hombre y tener descendencia. Eso no implicaba el dejar de hacer lo que le gustaba, pero sí era cierto que su tiempo se reduciría con el cuidado de los hijos y que arriesgarse saliendo de caza podría suponer un conflicto de intereses. Sabía que, cuando las mujeres se convertían en madres, priorizaban el cuidado de los hijos sin que nadie se lo pidiese o exigiese. Y temía que eso le pudiese pasar a ella.
También estaba el hecho de que no se sentía atraída por ninguno de los hombres que conocía. No podía pensar en tener una familia con alguien por quien no sentía nada. Debía empezar a pensar en ello. Ya había cumplido los dieciocho y eso implicaba que se la consideraba adulta y suficientemente responsable como para criar hijos. No tardarían mucho tiempo en empezar a darle nombres de chicos adecuados para ella. Le sorprendía que aún no hubiesen empezado. Era mejor que escogiese ella con calma antes de que el Consejo empezase a poner nombres sobre la mesa y presionarle con el tema.
Se recostó sobre la silla, pensativa, cuando terminó el café. No olvidaba el hecho de que también era la hermana de la reina. Eso implicaba que, hasta que ella tuviese hijas propias, era su heredera. Y también debía tener alguna hija para que hubiese una posible heredera más, por si su hermana no tenía descendencia o por si solo tenía varones. En el Reino del Sol gobernaba un hombre, pero aquí solo podía gobernar una mujer. Habían creado una sociedad centrada en ellas donde el hombre tenía importancia, aunque esta era poca en comparación con las mujeres. Se les valoraba, ostentaban cargos, cazaban, investigaban, todo igual que las mujeres; solo que no podían tener hijos. Solo la mujer podía. Por ese motivo, desde que se tenía memoria, su reino había girado en torno a la importancia que tenía el género femenino por el don de crear vida. De hecho, una de sus leyes más arraigadas era la de que siempre se favorecería la supervivencia de una mujer por encima de la de un hombre.
En el fondo, todo era muy lógico y simple. Un solo hombre podía tener hijos con muchas mujeres, pero al revés... al revés no pasaba eso. Se dice que hubo épocas en las que había más mujeres que hombres por lo que se permitía que un hombre tuviese varias esposas. Pero eso quedó atrás. La población masculina y femenina estaba bastante equilibrada por lo que solo se les permitía tener una mujer.
Y para demostrar esa importancia, eran estas las que gobernaban siempre. Cada reina decidía quién estaba en su Consejo: mujeres y hombres. Ahora en el Consejo había de ambos sexos por decisión de su hermana. Cierto era que no había realizado muchos cambios del Consejo que había formado su madre.
Siena se levantó de la silla para ir hacia su habitación y cambiarse de ropa para el entrenamiento. No le gustaba pensar en su madre y que se le viniese a la cabeza no mejoraba el estado de ánimo en el que se encontraba. Había sido una mujer seria, recta, toda una belleza, aunque pocas veces cariñosa con ella. Se había centrado en reinar con mano firme, dejando de lado a sus hijas. Sobre todo, a ella. Con Loira había sido diferente. Su hermana era más parecida en carácter a su madre por lo que su relación había sido más cercana. Como resultado, tenían una reina que era prácticamente una copia de la anterior. No era que Loira fuese mala en su puesto, pero parecía que había ido dejando de lado la parte humana según crecía y conseguía el poder que le otorgaba su nuevo título. Por ese motivo, tampoco tenía una relación cercana con ella. En muchas ocasiones sentía que era una carga para ella y que la trataba con condescendencia.
Lo mejor que había tenido en su vida había sido su padre. Un hombre alegre y risueño que la había consentido más de la cuenta. Había sido jefe de cazadores durante muchos años hasta que una noche no volvió de una cacería. El oso blanco al que quería cazar lo había matado. No era habitual cazar osos, pero este se estaba acercando demasiado a palacio en algunas ocasiones y debían evitar que alguna noche atacase a alguien que saliera de los muros. Aquella aciaga noche, un grupo de cazadores dirigidos por su padre, le fueron siguiendo la pista, pero el oso fue quien les sorprendió a ellos y mató a su padre y a otro cazador más antes de que lo abatieran.
Mientras que pensar en su madre la enfurecía, pensar en su padre la entristecía. Aun recordaba lo que sintió cuando le dieron la noticia de su muerte y las semanas siguientes en las que no pudo parar de llorar. Aunque también recordaba la inexpresividad de su madre y su hermana. Ni una lágrima vio en sus ojos, ni la noche que sucedió ni ninguna de las noches o semanas posteriores.
Él fue quien empezó a formarla para ser cazadora. Notó cómo su hija pequeña le seguía muchas noches al gimnasio para verle entrenar y cómo se escondía para verle en el campo de tiro practicando. Hasta que una noche, cuando ella tenía siete años, decidió cogerla de la mano y llevarla con él para darle algunas lecciones. Desde que vio el entusiasmo y la felicidad que ella mostraba entrenando con él, empezó a llevarla a diario. Y si él no estaba porque había salido de palacio, dejaba a cargo de sus lecciones a Neis.
Con esos pensamientos en la cabeza Siena comenzó a vestirse con mayor entusiasmo. Su padre habría estado orgulloso de ella, de lo bien que había aprendido. Sabía que, de estar vivo, seguiría entrenando con él o sería él quien la observase cómo entrenaba desde un lateral del gimnasio. Pensar en su padre le dejaba una sensación agridulce, pero siempre hacía que tuviese ganas de superarse, de entrenar más duro y de ser la cazadora que él vio en ella.
Se miró en el espejo un momento antes de salir hacia el gimnasio. Se había puesto una camiseta azul claro de manga corta que le quedaba tan ceñida como los pantalones largos azul oscuro que había elegido para esa noche. Para entrenar siempre escogía ropa ceñida que se le pegaba como una segunda piel para que no le estorbase y le diese más libertad de movimiento. O esa era la sensación que tenía ella porque otras cazadoras escogían ropa más ancha, al igual que hacían los cazadores. Las botas negras estilo militar que llevaba le llegaban hasta casi la rodilla, aunque realmente solo se las había puesto para el trayecto hasta el gimnasio ya que la pelea sería descalzos.
Salió de la habitación a toda prisa, al final llegaría tarde. No se puso ninguna prenda de abrigo ya que el gimnasio estaba en la planta baja del palacio, en el ala norte, así que no sería necesario salir al exterior. Caminó deprisa mientras se iba recogiendo su largo pelo rubio en una coleta alta para evitar que le tapase la visión durante la pelea.
En pocos minutos llegó a su destino y se encontró a Arno allí, calentando.
— Muy puntual Siena —dijo Arno mirando el reloj. Había llegado justo a la hora.
— Sí, discúlpame. Me he entretenido —Siena estaba enfadada consigo misma por haber llegado tan justa de tiempo. De hecho, le había dicho que quedaban en una hora con la intención de cambiarse rápidamente y dedicar al menos media hora a calentar antes de empezar.
— Tranquila. Yo he llegado hace diez minutos y estoy estirando. Tomémonos unos minutos para calentar antes de empezar —dijo Arno estirando los músculos de los brazos mientras ella se sentaba para quitarse las botas al ver que él ya estaba descalzo.
Durante los siguientes diez minutos calentaron en silencio, cada uno por su lado, pero Siena veía de reojo cómo él no paraba de mirarla mientras hacía sus ejercicios. Daba la sensación de que estaba concentrado, sin embargo, siempre que ella se cambiaba de zona, él siempre estaba entrenando, mirando como al vacío en su dirección. La estaba poniendo nerviosa. Le desagradaba que hiciese eso. Siempre que coincidían en el gimnasio él se las apañaba para estar en frente de ella y poder observarla. Si no fuese porque era tan bueno en el cuerpo a cuerpo, se habría negado en rotundo a entrenar con él. Al igual que cuando salían de caza siempre formaba dos grupos: ella dirigía uno y le ponía a él al mando del otro. De esta forma no coincidían y ambos podían hacer su trabajo sin distracciones. Arno era un tanto egocéntrico así que suponía que ella lo hacía porque le valoraba. Cuando le refirieron lo que él pensaba al respecto prefirió callarse y no explicar sus verdaderos motivos para evitar que se lo contasen a él.
En el centro de la amplia sala se encontraba el tatami. Se colocaron en el centro. Era temprano así que estaban solos aún. Siena prefería que no hubiese espectadores que pudiesen distraerla si se movían o hablaban. Agradeció ver que Arno ya no la miraba como antes. Ahora sí le veía concentrado en la pelea que iban a tener y no en ella como mujer.
Dieron varias vueltas al tatami sin dejar de mirarse, pensando en cómo atacar, hasta que Arno empezó a acercarse a ella y le lanzó un directo a la cara que ella vio venir. Lo esquivó con facilidad agachándose y le lanzo un croché al estómago que acertó de lleno. Mientras él reculó, cogiendo aire, ella volvió a incorporarse, ambos sin perder de vista al contrincante. Cuando vio que su oponente recuperaba el aliento se acercó a él y amagó con lanzar un puñetazo a la mandíbula para terminar lanzando una patada al muslo de Arno. En este caso él se dio cuenta a tiempo de sus intenciones y levantó la pierna para desviar el golpe con la espinilla demostrando su agilidad y desviando a Siena, dejándola casi de espaldas a él. Su oponente no desaprovechó la ocasión y la agarró por detrás, rodeando su cuello con un brazo mientras intentaba sujetar con el otro brazo el brazo de Siena en la espalda. Ahí le tocó a ella demostrar su rapidez girando levemente el cuerpo para dar salida al codo del brazo que aún tenía libre y, llevándolo fuertemente hacia atrás, lo clavó en el estómago de Arno. Eso le dejó de nuevo sin aire, momento que aprovechó Siena para agacharse y hacer un barrido que le dejó tirado en el suelo bocarriba.
Se alejó un poco de Arno para darle espacio y algo de tiempo para que recuperase el aliento y se levantase para continuar. Era un entrenamiento, no quería dejarle k.o. en el primer asalto. Tenía que reconocer que se lo estaba pasando en grande.
Vio que Arno empezaba a levantarse del suelo con cierta dificultad aún, intentando respirar. Decidió que quizá podían dar por finalizada la primera ronda, beber algo de agua y así le daba tiempo para que se recuperase un poco más.
— Vamos a tomarnos cinco minutos de descanso para beber un poco —dijo ella.
— De acuerdo, pero puedo continuar —contestó Arno frunciendo el ceño. Estaba claro que ella estaba bien por lo que la proposición era una concesión para él.
— Voy a aprovechar para apretarme un poco las vendas mientras —le dijo Siena comenzando a desenrollarse una de las vendas que le cubrían las manos—. Esta no la he apretado lo suficiente y no sujeta bien. Tú puedes aprovechar para beber.
Arno asintió y se acercó al banco donde había dejado su botella con agua sin llegar a erguirse del todo. Estaba claro que aún no se había recuperado, aunque hacía esfuerzos para que no se notase.
En ese momento entró en el gimnasio Neis, pero no se sorprendió al ver que no era el primero en llegar. Estaba acostumbrado a encontrarse a Siena allí más temprano que nadie. Sabía que prefería entrenar sola, aunque sí parecía sorprendido de verla entrenar con Arno. A primera hora entrenaba siempre sola, aunque de entrenar con alguien solía ser a última hora, antes de irse a dormir. Siena no iba a darle explicaciones. Había sido casualidad encontrarse con Arno en el desayuno y ya que no había podido entrenar con nadie la noche anterior, lo compensaba ahora.
— Buenos noches, Neis —saludó Arno con una sonrisa torcida.
— Veo que hoy estás madrugador, Arno. Me alegro de que empieces bien la jornada de hoy con un buen entrenamiento —comentó Neis mientras se acercaba lentamente hacia ellos— Aunque te veo algo encogido... ¿Te duele el estómago?
— Hoy Siena parece que tiene fijación con que eche el desayuno sobre el tapete o porque deje de respirar. No lo tengo claro —contestó Arno ligeramente molesto por la pulla de su entrenador mientras volvía a hacer un esfuerzo por ponerse derecho. Esta vez lo consiguió así que sonrió alzando ligeramente el mentón.
— Eso te pasa por no estar concentrado. Tienes que leer el movimiento para poder esquivarlo. No te sirve de nada ser tan rápido como eres si reaccionas tarde —dijo Neis dando la vuelta para dirigirse al otro lado del tapete. Momento que aprovechó Arno para poner los ojos en blanco y hacer una mueca.
Estaba claro que no le habían hecho ninguna gracia los comentarios de Neis, pero Siena prefirió quedarse callada y no meterse en medio. Neis era muy bueno enseñando. Se podía decir que casi todos los cazadores actuales y miembros de la guardia habían pasado por sus expertas manos para que les adiestrase. Era un hombre tan querido como respetado. Y ese respeto que se le tenía seguramente había frenado la lengua de Arno y evitado que le contestase mal.
De todas formas, el hecho de que Neis estuviese ahora allí implicaba que, a partir de ese momento, la pelea era un entrenamiento supervisado por el entrenador. Ahora cada golpe o movimiento sería visto, analizado y corregido por Neis.
A Siena le pareció bien. Hacía tiempo que no tenía una pelea supervisada por él, así que le vendría bien que corrigiese algunas cosas para después ir puliéndolo en sus peleas diarias de última hora de la noche.
La siguiente media hora se convirtió en un entrenamiento duro donde ambos estaban más pendientes de no hacerlo mal que de hacerlo bien. Neis paraba la pelea para hacer correcciones y darles algunos consejos e indicaciones mientras ellos intentaban ponerlo todo en práctica. Sí era cierto que ya comenzaba a sentir el cansancio. Tenía la cabeza algo embotada de tantas indicaciones y, al final, el ejercicio físico continuado sin hacer ninguna parada, más algún golpe que se había llevado, hacía que se empezase a notar algo lenta de reflejos.
Neis le dio a Arno una última indicación mientras este asentía. Se acercó a ella de nuevo con los puños en alto. Tiró un directo que ella esquivó, un segundo que ella paró y la sorprendió con un tercer puñetazo rápido lanzado a corta distancia que, debido al cansancio, Siena no vio venir. Notó como el puño de Arno chocaba contra su mandíbula; un dolor le subió hasta el ojo y, de pronto, todo quedó en negro mientras caía inconsciente al suelo.
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