Siglos de espera
Madrid, España, 10 de noviembre del 2013.
El tiempo parecía eterno en el aeropuerto, las personas que se paseaban para abordar sus aviones eran completos extraños aun proviniendo de la misma ciudad, de vez en cuando sonaba la voz de aquella mujer que anunciaba el despegue de los aviones que volaban a sus destinos próximos.
El aeropuerto de Madrid-Barajas era uno de los más concurridos del país, y las horas ahí parecían nunca acabar para Arisbeth Hernández, quien esperaba muy impaciente el avión que la llevaría a la Ciudad de México junto a su abuelo, Gerardo Hernández, un reconocido arquitecto de su tierra natal.
Mientras esperaba, escuchaba la irritante voz diciendo que los vuelos hacia México se habían retrasado por las grandes fumarolas que despedía el volcán Popocatépetl, lo cuál ya había cancelado varios vuelos anteriores.
Estaba a dos días de cumplir sus quince años, cosa que la tenía con los nervios de punta, además del hecho de regresar a su país de origen. Su abuelo y ella viajaron por todo el mundo durante ese tiempo, siempre por los "negocios importantes" de él, o al menos era lo que ella creía.
Nunca tuvo un hogar fijo ni una escuela a la que asistir, ya que tomaba clases por internet. Las personas que llegaba a conocer desparecían muy rápido de su vida, por lo cual no tenía amigos ni alguna pareja. Era una ermitaña sin rumbo fijo.
—¿Estás lista? Ya casi nos vamos —le replicó él mientras la acompañaba con su maleta.
Sesenta y cuatro años no eran en vano, y Gerardo los reflejaba en su persona. Cabello negro pintado por las canas de plata, ojos color aceituna que reflejaban cansancio de seis décadas de vida, tez morena que era la herencia mestiza de su madre, una sonrisa que aún permanecía intacta después de años dolorosos, el metro ochenta de altura que lo caracterizaba, y su cuerpo que seguía viéndose firme al pasar el tiempo.
—Sabes que nunca estoy lista para eso —contestó Arisbeth.
A diferencia de él, Aris era completamente diferente. Su piel pálida, su cabello castaño y siempre suelto, sus ojos avellana un poco rasgados, la sonrisa heredada de su abuelo y su delgadez que reflejaban su juventud y plenitud.
Era el vivo retrato de su abuela, Angelines de los Olivos, quien murió tiempo atrás, cuando ella tenía cinco años.
—Vamos a casa, mi pequeña, después de todos estos años volvemos a nuestro hogar.
Hogar, ella nunca supo que era un hogar.
—¿Cómo sé que no volveremos a irnos?
—Regresamos para siempre, un nuevo comienzo nos espera —dijo él con un nudo en la garganta, ya que regresar a su casa era recordar a su amada fallecida.
De pronto, una voz interrumpió el momento y anunció el abordaje del avión a México. Los dos se dirigieron para abordar su nuevo destino.
******
Ciudad de México, 10 de noviembre del 2013.
La tarde era fría y seca. Los signos del otoño eran evidentes.
La luna no se visualizaba en el cielo, pues faltaban un día para la luna nueva, una muy especial.
En las noticias, sólo se hablaba del eclipse solar que estaba por acontecer, el cuál su punto máximo sería justamente en la Ciudad de México. Expertos y turistas habían viajado desde sus lugares de origen, algunos extranjeros, sólo para observar ese espectáculo celestial.
No había sucedido un eclipse total de sol desde el ocurrido en 1991, y por este hecho el país estaba en boca del mundo entero. Para algunos este hecho era algo único, especial y mágico, para otros era una señal de que algo estaba por despertar.
En la ciudad, había una casa en particular, que destacaba por ser una de las más antiguas e inusuales no sólo en el Distrito Federal sino en el país entero.
La mansión de la familia Hernández de los Olivos.
Su aspecto es muy parecido al de la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México pero más pequeña, e incluso se rumora que Claudio de Arciniega y Manuel Tolsa, arquitectos de dicha iglesia, idearon el modelo de la casa, de la cual no se sabe hasta la fecha, su verdadero origen. Lo único que se sabía es que data del siglo XVI.
En el interior de la gran sala, se encontraban hablando tres personas; dos mujeres y un hombre. Rondaban el lugar con una expresión de angustia y miedo.
—Otro eclipse solar ¿Creen que..? —cuestionó Lucas Montorfani, el hombre.
Con cuarenta años en sus hombros, éste parecía mucho más joven, claro, debido al gran secreto que guardaba. Cabello cobrizo rizado y largo, una barba prominente pero delineada, ojos color ámbar que eran su característica especial, piel apiñonada, un cuerpo bastante trabajado con 1.90 metros de altura. Tenía una belleza inhumana que lo distinguía de entre los demás.
Inhumana por otra razón.
—Han pasado cuatrocientos años, si es así, entonces es muy pronto —le respondió Margarita Solares, la mujer mayor.
Sesenta y dos años se reflejaban en su rostro, al igual que las batallas libradas y ganadas. Margarita era una bruja, más bien era la bruja más poderosa nacida en el Nuevo Continente. Los poderes que poseía eran únicos, los cuales habían vencido a un sin fin de enemigos, al igual que ayudaron a miles de almas que corrían peligro. Llamada "La Gran Bruja de América" y conocida en todo el mundo sobrenatural por este nombre.
—El sol negro, un eclipse solar. El mal brotando de la tierra, una erupción volcánica. ¿Acaso no han oído nada? El Popocatépetl está en peligro de erupción, mucha gente ya fue evacuada por las fumarolas intensas que ha emitido. ¿Cuánto más quieren esperar para darse cuenta? —reclamó Aimeé Hernández, la mujer menor.
A sus treinta y seis años, se veía tan radiante y llena de vida como una joven adolescente. Cabello castaño lacio que recogía con una liga, piel blanca, ojos cafés, labios rosados que en su mayoría curvaba en una sonrisa angelical, cuerpo delgado que la hacía lucir tan parecida a su madre y a su hija.
—¿Darnos cuenta de qué? Si ellos hubiesen sido señalados, lo sabríamos, de igual manera lo que hagamos o dejemos de hacer para impedirlo no evitará su destino —comentó la Gran Bruja.
—Por favor, tía, piensa en ellos, ¡estamos hablando de arriesgar a unos niños, de llevarlos a la muerte! —grito Aimeé haciendo retumbar el interior. Ella también era una bruja. Poseía el don de la telequinesis, el poder de mover las cosas con la mente.
—¿Crees que no me duele? Sabes bien que cuando muera, tendrán de vuelta sus poderes. Entonces ahí sabrá Dios lo que pase. Por supuesto me preocupa lo que llegue a pasar con los niños, los he visto crecer y los quiero por igual, pero no puedo mover los hilos del destino.
Justo en ese momento, la mujer sintió una gran punzada en el pecho. Lucas y Aimeé corrieron para sostenerla y evitar que cayera. La acomodaron en un sillón para que descansara.
Margarita tenía un problema en el corazón, que al pasar los años empeoraba notoriamente al punto de casi causarle la muerte dos veces. Su parte humana siempre había sido muy vulnerable, más cuando se trataba de salud.
—Mi temor más grande se está cumpliendo: dejarlos desprotegidos —susurró.
Después de un rato, Lucas llevó a Margarita a una habitación para que pudiera descansar. Mientras tanto Aimeé revisaba las noticias, para saber la hora del eclipse.
—Comenzará a las diez, su punto máximo será a las 11:11 de la mañana —dijo Aimeé.
—¿A qué hora llegan ellos? —le preguntó Lucas mientras la abrazaba por detrás.
—A las seis de la mañana. Hablé con mi papá, iré por ellos al aeropuerto para recibirlos —contestó ella con un tono más tranquilo. Era la primera vez que veía a su hija en mucho tiempo.
—¿Cristina irá?
—Por supuesto que no, ella en todo caso vendrá a verlo en la mañana. Espero que no haga nada que nos saque de nuestras casillas —suspiró.
—Iré contigo entonces —expresó Lucas.
Se abrazaron.
—Tengo miedo, por los dos —soltó Aimeé de golpe.
Lucas la volvió a abrazar.
—Yo también.
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