El reencuentro
11 de noviembre de 2013.
5:45 A. M.
El largo viaje de doce horas era más que agotador, los pasajeros imploraban llegar a tierra firme para bajar de ese avión e ir a sus respectivos lugares de descanso.
Sin embargo, Arisbeth no lo veía así. Sólo había dormido dos horas por los nervios de volver y se encontraba despierta y ansiosa. Casi no recordaba mucho de México. Lo único que perduraba en su memoria eran los recuerdos junto a su madre que, a pesar de la distancia, nunca se alejó de ella, ya que se mantenían en contacto diario gracias a los avances tecnológicos.
Hoy, después de una década de separación, se volverían a encontrar.
Gerardo por su parte, había mantenido una gran distancia entre su familia y él, pues nunca aceptaron que se llevara a la chica y la arrastrara en su dolor.
Una voz que provenía de unas bocinas despertaba a los pasajeros, al mismo tiempo que se encendían las luces. De igual manera, les pedía que abrocharan sus cinturones para el aterrizaje del avión.
Aris sentía un gran nudo en su estómago, no era para más. Se encontraba a unos minutos de bajar y reencontrarse con su patria, su hogar y lo más importante: su madre.
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—Hubiese preferido que llegaran un poco más tarde, es sábado... —reprochaba aquél chico.
—Iremos por Aris y su abuelo al aeropuerto. Vamos hijo, ¿no te alegra verla de nuevo? —le respondió Lucas.
Alessandro Montorfani se mostraba muy inquieto, algo infantil e inmaduro para sus quince años. Era el hijo de Lucas y Sol del Castillo, la hija de Margarita. Físicamente era más parecido a su madre, salvo los ojos y la cabellera rizada que le resaltaban como hijo de Lucas.
—Sí, claro que lo estoy. He esperado este momento por años, pero hubiera preferido a una hora aceptable, no ahorita —se quejaba el rizado.
—Vamos, que se nos hace tarde —le ordenó el hombre.
Después de cambiarse, subieron a la camioneta y arrancaron su viaje hacia el aeropuerto. Aimeé los esperaría ahí para que la acompañasen en su espera.
Al momento de su llegada, una camioneta azul llegó a las afueras del aeropuerto, y de ella bajó la persona que esperaban.
—¡Hola, Aimeé! —gritó Alex al mismo tiempo que bajaba del coche y corría a abrazarle.
—Mi pequeño —contesto con cariño la mujer.
Alex había perdido a su madre cuando tenía cinco meses de edad, durante un atentado hacia su familia, o al menos era lo que él sabía al respecto. Lo más cercano que tenía al cariño maternal era gracias a su abuela y a Aimeé, a quien conocía desde que tenía memoria.
—No hay que perder el tiempo, vamos —interrumpió Lucas con la voz un poco temblorosa, pues ver a Aimeé y a su hijo lo puso un poco incómodo, en cuestión sentimental.
Caminaron hacia la recepción de pasajeros, para encontrarse con ellos en cuanto bajaran del avión.
—¿Tardarán mucho? Tengo muchísimo sueño y debo estudiar para mis globales —reprochó Alex con una mirada de cansancio.
—Paciencia mi niño, no tomará mucho tiempo —le respondió amablemente la bella mujer.
—No quiero tardar, igual dejamos a mi abuela sola —contestó Alex.
—Ella está bien, la dejamos descansando en su cuarto —aclaró Lucas, quien empezaba a desesperarse.
De repente, la gente empezó a entrar a la recepción con sus pertenencias. Los tres buscaban difícilmente a los familiares. Las personas pasaban y pasaban, pero ninguno de los que se encontraban ahí, eran a quienes buscaban.
Entre la multitud se distinguió alguien, con una gran altura y un porte imponente.
Se escuchó un grito muy fuerte y emotivo que provenía de Aimeé. Por primera vez en diez años, esos dos se reencontraban.
—¡Papá!
—¡Mi princesa, ¡cuánto te he extrañado! —exclamó Gerardo.
Su felicidad al ver de nuevo a su hija era difícil de contener. Lágrimas rodaron por sus ojos al ver en lo bella y hermosa que los años habían convertido a su hija, tan bella como lo era su madre.
Aimeé y Gerardo se separaron para verse y sonreír al tiempo que se decían lo mucho que se habían extrañado. Un instante después, ella sintió que alguien tomaba su mano. Al girarse, todo lo que había soñado desde el primer día en que ocurrió la fatal separación al fin se hacía realidad.
—¿Mamá? ¿Eres tú? —preguntó Arisbeth con una voz quebrada, a punto de llorar.
—Si mi amor... ¡Soy yo, tu madre! —respondió ella al momento en que abrazaba a la chica con todas sus fuerzas. Madre e hija, por fin reunidas después de años de estar separadas. Ambas lloraban de felicidad mientras Gerardo las veía.
Era increíble el parecido entre ambas, y sin quererlo, venía la imagen de su esposa Angelines, pues hija, madre y abuela eran idénticas casi en su totalidad.
Después de unos instantes, Aris vio a los dos que miraban un poco lejos del sitio. Su mente reconoció la cara del chico, su mejor amigo, pero la del hombre le era difusa por extraño que le pareciera.
—¿Son ellos? —preguntó la chica a su madre.
Al notar que los observaban, Lucas y Alex se acercaron para dar la bienvenida. Lucas se acercó a Gerardo para saludarle, mientras Aris corría hacia el chico de pelo rizado para abrazarle.
—Bienvenido, don Gerardo. Montorfani, aquí a sus ordenes señor —se presentó ante el arquitecto, al tiempo que estiraba su mano para saludarlo.
—Ahora eres comandante, ¿verdad? Los años no pasan en vano, mi buen chico, todo está donde debe de estar —escupió Gerardo con frialdad, sus ojos aceituna lo miraron cruelmente.
—¡Hola! —gritó Aris al mismo tiempo que abrazaba al chico.
—¡Al fin! ¡Hasta que regresas! —gritó Alex a la chica, la cual empezó a reír y llorar levemente.
Alex y Arisbeth eran amigos desde muy pequeños, casi de toda la vida, e incluso después de irse, se mantenían en contacto para no perder su amistad. Era el único amigo que la joven tenía.
—Así que es cierto. Ya no eres un pequeño niño, has crecido mucho —decía Gerardo muy sonriente, desviando la mirada hacia el chico—. Mírate, la última vez que te vi apenas eran un chiquillo, y ahora eres todo un jovencito apuesto —le comentó al chico.
—Bienvenido, don Gerardo —expresó el joven con mucho temor. El abuelo extendió los brazos y Alex lo abrazó con miedo, sin embargo, Gerardo lo abrazó fuerte y le sacudió el cabello.
Lucas se acercó a Aris y se inclinó para saludarla.
—Hola, pequeña. Soy Lucas, el papá de Alessandro. Es increíble, eras muy pequeña cuando nos vimos por última vez. Siempre jugabas con Alex, pero yo casi nunca te veía, por mi trabajo. No me extrañaría que no me recuerdes —le dijo el comandante a la chica con una voz muy ligera y suave, llegando a un tono cariñoso.
Aris sonrió.
—Por supuesto que lo recuerdo —y le abrazó. En ese momento, una sensación dentro de ella nació, algo difícil de explicar. Era como si al abrazarle, sintiera que estaría totalmente protegida—. Gracias por venir.
Lucas abrió los ojos y vio a Aimeé que los observaba, primero con una sonrisa, que cambió a una expresión de tristeza y melancolía, al mismo tiempo que desviaba los ojos. Él no comprendió su reacción.
—Bueno, es mejor que nos vayamos, quiero dormir un poco para ver el eclipse —comentó Alex, que esperaba ansioso el momento del fenómeno.
—Cierto, yo también quiero verlo. Está sonando mucho la noticia y sería interesante verlo, como un regalo de cumpleaños ¿verdad? —expresó Arisbeth a la que también le interesaba el eclipse.
Aimeé, Lucas y Gerardo sin embargo, reflejaron una angustia fuerte en sus rostros. Temían que esta fuera la señal de la profecía, y que dos de las personas que más amaban en el universo entero, cumplieran fatal destino al enfrentarse en una guerra sin ganadores victoriosos.
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