La princesa y el Fresno de Oro
Había una vez en un bosque de fresnos, un aquelarre de méliades. Las méliades son criaturas protectoras del bosque que dedican su vida a danzar entre los árboles, hacer música, ayudar a crecer las plantas y cuidar de los animales. Eran de una belleza sobrenatural pero tenían prohibido mirarse en los reflejos por mandato de los espíritus. Un día nació una que era la más hermosa de todas, tanto que daba celos a las diosas de la Primavera y el Verano y a la que coronaron como la Princesa de aquel bosque.
Pasaron los años, que solo la hicieron aún más hermosa, ganándose los celos de las diosas del deseo. Sin embargo, algo la entristecía. No se conformaba con conocer su don a través de los elogios que le dedicaban los demás seres vivientes. Deseaba con todo su corazón mirar una sola vez su imagen y tanto ardía en deseo que desobedeció el dogma sagrado.
Sin que nadie la viera, se acercó a un humilde arroyo y allí, a la sombra de un gran sauce frente a la orilla, donde el agua se estancaba, contempló por fin su rostro. Era mucho más bello de lo que el más ilustre de los poetas pudiese alabar. Era cierto que las palabras no alcanzaban para describir su perfección, realmente era el ser más hermoso de todos los creados. Sin embargo, de su sombra que se proyectaba sobre el arroyo, surgió una inmunda criatura. Tenía la piel de serpiente, las crines de un caballo, ojos de pescado y fauces deformes llenas de dientes. La cosa horripilante la maldijo.
-Una visión que no se ve, una pesadilla que no se vive y una idea que se siembra. Ahora yo a ti te invoco. ¡Oh condenada Memoria! Cuya niebla el sueño hace olvidar y eres guardiana de la Justicia y el Juicio y tu madre es Consciencia. ¡Oh condenada Memoria! Que marcas el recuerdo, la vida y luego la muerte. Tú que jamás pereces. ¡Oh condenada Memoria! Eres sombra del pensamiento, infierno para los culposos y celda para los deprimidos. ¡Eres orgullo, eres honor pero sobre todas las cosas, tú eres Condena!
Luego del aterrador espectáculo, la princesa huyó. Corrió llorando hasta un fresno y entre lágrimas le contó lo sucedido sin perderse de ningún detalle. El árbol se apiadó de ella y conmovido, le entregó una posible solución.
-Subiendo el espejado río, ese en el que vislumbraste a la horrible criatura, encontrarás que nace de las lágrimas del Fresno de Oro. Come de una de sus sámaras que son sus frutos.
La méliade se aferró a las palabras del fresno y procedió a hacer como le había dicho. El trayecto era largo y peligroso, si no moría de frío quizás la mataría el hambre o las bestias de la montaña. Comenzó erguida y esbelta dando pasos firmes, nunca separándose de la orilla y escondiéndose entre las cañas cada vez que presentía un peligro cercano. Poco a poco fue elevándose la pendiente, el aire se iba volviendo cada vez más asfixiante y la temperatura bajaba por cada hora muerta que caminaba. Una noche, estando cerca de sobrepasar el pie de la montaña donde nacía el río, se desató una fuerte tormenta. El dios de las tempestades se encontraba furioso porque un dragón que se escondía en una cueva había devorado a una de sus amantes y azotaba con el viento y el rayo allí cerca de donde ella pasaba. Tuvo que alejarse del río y esconderse en una fisura. Sin embargo, no se encontraba a salvo. Tiritaba de muerte por ser una criatura de primavera y tenía por verdad que iba a morir en ese sucio hueco mientras el helado aliento del dios traía un prematuro invierno. Rendida, cerró los ojos y esperó la llegada de la oscuridad que reclamaba su cuerpo.
Para su sorpresa, sobrevivió la noche, de alguna manera su naturaleza había resistido el invierno. Ahora el frío no la tocaba. Continuó su camino que ya empezaba a hacerse empinado y traicionero. El cansancio ya le pesaba sobre la espalda encorvando su columna y haciendo que a veces casi tuviera que gatear para seguir subiendo pero nunca perdía de vista el río que ahora corría casi vertical por el terreno. El hambre le carcomía las entrañas y nada podía hacer viendo que a la altura a la que estaba, casi a la mitad de su trayecto en la ladera de la montaña, las plantas no daban fruto. Vencida por segunda vez, se rindió en el suelo y entre lágrimas volvió a esperar una vez más que la oscuridad la reclamase mientras las tinieblas del sueño la envolvían. Un ruido interrumpió su descanso y con sus ojos apenas volviendo a este mundo, divisó un ciervo herido de muerte a unos pasos de donde estaba. La carne la salvó, las fuerzas le empezaron a volver una vez que se hubo alimentado del desdichado animal moribundo. Una vez hubo terminado, enterró los huesos bajo las piedras y continuó su camino que estaba pronto a terminarse.
El camino a la cima era ahora casi completamente vertical, lo que forzaba a la méliade a arrastrar su cuerpo por las paredes de piedra, reptando entre los escombros que se desprendían. El río ahora corría en forma de cascada y lo único que crecía a esa altura eran duros hierbajos de los que sólo se podían alimentar las cabras montesas. Estaba muy cerca de ver por fin al Fresno de Oro cuando, llegando a un saliente, se encontró con la madriguera de una bestia. Se asemejaba a un león, un leopardo, un lobo y a un carnero. Su pecho era extenso y su estómago diminuto. Sus colmillos eran sables así como sus garras, cuchillos. La bestia la observó con sus profundos ojos de relámpago y lanzando un rugido le colmó de terror el corazón, casi matándola del susto. Intentó escapar pero no pudo, intentó luchar y fue inútil. La bestia levantó una de sus zarpas como una hoz pronta para cortar la cosecha y la méliade, abandonando toda esperanza, se entregó una vez más a la oscuridad.
A la mañana siguiente, llegó por fin a la cima. La méliade, cuyo viaje se veía reflejado en lo maltrecho de su cuerpo marchito, contempló el nacimiento del río que la guiaba al rocío de las poderosas raíces del Fresno de Oro. Su tronco se elevaba alto como una montaña sobre una montaña y sus ramas alcanzaban las estrellas mezclándose entre ellas, confundiéndose sus hojas con los mismos astros. Y allí donde ella estaba tumbada se encontraba un mar de raíces que brillaban como la plata y el oro y daban el nacimiento de todos los ríos del bosque de fresnos donde la princesa había nacido. Se acercó con las fuerzas que le quedaban al tronco, sin preguntarse cómo llegaría a alcanzar los frutos que crecían en el iluminado firmamento pesándole cada paso, una vida. Las sámaras eran inalcanzables como dioses desde la tierra o sueños en la vigilia. La méliade, cuyo trayecto había sido muy largo decidió guardar paciencia y entró en un profundo descanso. El tiempo bajó uno de los frutos del árbol que se posó sobre su cabeza y cuyo sueño rompió. Despierta, admiró la sámara, su deseo tan ansiado. Era hermosa como un nacimiento y como una nueva vida, se tambaleaba en confusión y llanto. Hizo como el fresno le había aconsejado una vez y comió del fruto de la forma en que los dioses defienden sus tronos celestes. Luego fue a lavarse el rostro en un lago de plata formado por el rocío del Árbol y frente a ella, apareció la horrible criatura que vio después de contemplarse por primera vez.
-¡Oh Condenada! Ese fue tu nombre desde la primera vez en que me viste. Tú eres Memoria. No alcanzan las aguas ni los fuegos de este mundo para limpiarte y purificarte. Una vez tocada, tu recuerdo se graba en el infinito, así como la culpa hace ecos en el alma. Despierta del sueño que fue tu pasado para mirar con valentía el mundo de la vigilia, Condenada. Pues ese es tu castigo. Estuve allí cuando morías de frío y te di calor. No te dejé morir de hambre en la soledad y te di alimento. Aunque no quieras recordarlo, tampoco te dejé morir cuando te encontraste con la bestia y la maté. Y ahora que llegaste al Principio del Mundo, tampoco me voy a separar de ti. No ahora y puede que tampoco cuando la gran sombra tome nuestra vida y puede que tampoco después, cuando el Fresno de Oro se apague y de lugar al Fin de los Tiempos y el comienzo de los Nuevos.
Al decir esto, la horrible criatura comprendió que estaba sola, mirándose en el lago de plata bajo la luz del Fresno de Oro. Su voz era Memoria y en ella nadaban los recuerdos de una princesa que no volvería a ser jamás.
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