5
Tras llamar a Zénit que había huido cuando me caí, cogimos uno de los caballos de los hombres lobo. En él montó Samuel, con aspecto orgulloso. Me había salvado la vida y siempre estaría en deuda con él. Se acababa de ganar toda mi confianza.
Llegamos enseguida a la frontera entre el reino de las Tinieblas y el de la Luz, me sentía cansada y notaba un líquido que se deslizaba por mi espalda. ¿Estaba sudando? No podía ser pues tenía frío.
De pronto Samuel gritó
—¡Princesa, eso que tenéis en vuestra espalda es sangre!
Lo miré extrañada, no sentía dolor alguno pero me toqué con la mano y, aparte de notar un pinchazo en la zona que me dejó sin aliento, cuando la miré estaba teñida de rojo.
Debía curar la herida, tendríamos que dormir en una pensión de la frontera. Era peligroso pero en mi estado no podía continuar.
Observé atenta las plantas de mi alrededor, busqué una en concreto, muy abundante pero de la que pocos conocían sus poderes... Se trataba de la flor Da Morte. Ingerida te mataba en pocas horas, si la usabas como emplasto detenía una hemorragia y evitaba infecciones. Necesitaba una pequeña cantidad de flores mas como siempre ocurre, cuando buscas alguna cosa ésta se hace invisible y costosa de encontrar.
Cuando localicé una de aquellas plantas le pedí a Samuel que las recogiese él. No podía bajar de Zénit pues me sentía muy débil, si bajaba ya no podría volver a subir.
Llegamos a una posada y nos ofrecieron una habitación. Aceptamos ya que no teniamos otra opción. Samuel me ayudó a llegar hasta la cama y me estiré en ella, ya sin fuerzas.
—Princesa, en la lucha os hirieron y no os distéis cuenta, decidme cómo puedo ayudaros.
—Está bien, deja que prepare el emplasto y lo colocas sobre la herida.
Con sumo cuidado preparé la mezcla, le explique cómo tenia que colocarla y confié en Samuel para que me ayudara.
El emplasto escocía mucho, pero aguanté y al terminar de colocarlo sobre mi hombro, le di unas monedas para que comprara algo de comer...
—No te metas en líos Samuel —le advertí—. Trae la comida y punto.
Se marchó dejándome sola en la habitación. Poco se parecía a la del castillo de la luna. Las cortinas sencillas, el colchón hundido, el armario envejecido... todo ello unido al olor de naftalina mezclado con el de humedad. Nada que ver con el aroma a mar que, a veces, traían de los confines los mercaderes.
Creo que me quedé dormida pues cuando desperté encontré a Samuel tumbado a mi lado, en el suelo. La habitación estaba a oscuras. No quise molestar al chico, que dormía encogido, así que me volví a dormir de nuevo.
Por la mañana nos despertamos los dos a la vez, yo me sentía mucho mejor pero tenía muchísima hambre así que desayuné lo que había traído la noche anterior, compartiendo una parte con Samuel.
En cuanto acabamos de comer salimos de nuevo hacia nuestra meta.
No faltaba mucho por recorrer hasta llegar al castillo. La zona me era desconocida pero confiaba en mi amigo Samuel.
El paisaje era espectacular, los árboles de hojas verdes tamizaban la luz del sol creando mágicas combinaciones de luces y sombras, las flores eran grandes y de colores vivos, el cielo se vestía de azul y pequeñas criaturas correteaban entre las hierbas.
—¡Qué bonitos!, ¿qué son? —pregunté señalándolas.
—Son Grennys, princesa , son traviesos y les encantan las cosas brillantes. Tenga cuidado con su espada y sus joyas...
Las criaturas que Samuel me describió como «traviesas» eran de un color marrón, del tamaño de un ratón y orejas caídas, ojitos pequeños redondos y muy despiertos, se acercaron a nosotros y les lancé unas monedas, que corrieron a recoger enseguida. Caminaban a cuatro patas y su cara era similar a la de un niño recién nacido, arrugadita y sonrosada. Iba a bajar del caballo cuando Samuel me advirtió que no lo hiciera pues se me subirían encima y me lo robarían todo.
Seguimos cabalgando hasta que por fin pude vislumbrar el castillo a lo lejos. Impresionante fortaleza iluminada por el sol. Con altos torreones y una muralla que lo rodeaba. Todo ello de un material que no conocía y que reflejaba la luz como un espejo. Más tarde me enteré que era mármol translúcido.
Me impresionó, todo hay que decirlo, pues aunque era la princesa oscura, tenía por parte de mi madre sangre del reino de la luz. Y siempre me había atraído aquel lugar. Pronto me di cuenta de que las criaturas de aquel reino podían ser tan peligrosas como en mi reino. Antes de llegar a las tierras del castillo pasamos por un río cristalino, que sólo se podía atravesar por el puente ya que sus aguas contenían bichitos diminutos que mordían y eran capaces de comerte vivo. Aunque si salías del agua ellos morían.
Esos pequeños seres de agua eran amarillos, similares a una rana, pero con las patitas más pequeñas y una boca llena de dientes afilados... resultaban cómicos.
Cuando estábamos ya a punto de llegar al castillo, frente a nosotros, un jinete montado sobre un caballo negro como la noche, se acercó a galope.
—¡Samuel, hombre! ¿Entregaste la carta a quien se te ordenó? —gritó antes siquiera de presentarse.
—No pude, mi señor, se la entregué a...
—¿Y aún te atreves a volver, habiendo incumplido tu palabra? ¿Dónde está la carta que te encomendé?, ¿¡quién es esta mujer!?
—¡No hable así a Samuel! Él ha protegido la carta con su vida. La tengo yo... —dije a voz en grito.
—¡Se la diste a una mujer! Ven para que te mate, traidor...
—¡Por encima de mi, malnacido! — exclamé colocándome delante de Samuel.
La cara de aquel tipo cambió y con una sonrisa de superioridad descendió de su semental. Yo, de inmediato descendí de mi caballo y desenvainé la espada. Frente a frente nos retamos con la mirada y, aunque estaba en desventaja por mi herida, iba a luchar contra aquel intransigente, quien quiera que fuese.
Sacó su espada y me atacó de manera infantil, sin técnica. Respondí con tenacidad pero ocultando mis ases en la manga. Se sorprendió, lo vi en su cara, aproveché su momento de indecisión y me lancé al ataque con habilidad, chocaron nuestras armas y se enredaron, quedamos cara a cara, a diez centímetros uno de otro. Sus ojos verdes miraban los míos azules, mi fuerza era inferior a la suya mas utilizaba el peso de mi cuerpo para contrarrestar esa pequeña desventaja. De un empujón lo mandé lejos y comencé con un ataque calculado, mi espada buscaba hueco, la suya paraba los embates y mi corazón ya estaba bombeando frenético por el esfuerzo que tenía que realizar. En un último asalto lo pillé desprevenido y logré que cayera al suelo. Inmovilicé su espada con mi pie y con mi daga en su cuello le vencí.
No acabaría con su vida, no valía la pena...
—¡No le matéis, señora, él es Seryan el príncipe de la luz!
Lo observé con atención, no parecía un príncipe, pero confiaba en Samuel.
—No te preocupes, no lo mataré —dirigiéndome a él continué hablando, —. Vengo en nombre de mi padre aunque él no tenga conocimiento de esta carta yo seré quien discuta los pormenores de este acuerdo.
Lo solté despacio, aún insegura de su reacción, pero apenas se movió...
—¿Quién sois vos y quién os enseñó a usar las armas?
—Soy Ayla, la princesa oscura del reino de las tinieblas.
—¿Eres la hija del rey Jójuan?
—En efecto, os lo dije antes, leí la misiva y creo que tienes razón, por eso vine, para discutir un acuerdo satisfactorio que después le presentaré al rey.
—He de confesaros que sólo yo tengo conocimiento de este encuentro y pensaba mostrar el acuerdo a mi padre una vez lo hubiese discutido...
Lo observé con atención para convencerme de que sus palabras eran ciertas, sus gestos y la postura corporal me indicaron que sí. Por ese motivo mi actitud frente a él varió ligeramente, aunque seguía en guardia por si pretendía hacer algo contra Samuel...
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