Capítulo 11
Lo siento.
Mis recuerdos se resisten a emerger todavía, tan solo puedo confiar en Steven, por el amor que le tengo🖤. Pero sé que no está lejos el día que sepa la verdad de mi identidad.
Gracias por tu ayuda, ojalá te quedes a mi lado para que lo descubramos juntos.
Un saludo y fdo:
Julia Klarence.
Por una extraña razón que desconozco no dejo de oír la voz de Whesley en mi cabeza, lo que hace que me despierte sobresaltada, sin saber si ha sido un sueño, o mis recuerdos
Miro a mi lado en la cama, Steven se ha ido después de comer, y por la hora que es, Parker estará a punto de regresar.
Otra vez estoy sola.
Me incorporo en la cama y vuelvo a oír la conversación, tan nítida que parece estar ocurriendo ahora mismo. Solo por eso sé que no lo soñé.
—Debiste comunicar que despertó y que ya ha visitado Suburbe —le dijo Whesley a Steven.
—No podía hacerlo hasta saber si se asustaba de nosotros, de nada sirve que despierte si nos tiene miedo.
—¿Y qué ha pasado?
—No recupera la memoria todavía respecto a Suburbe —Steven le contestó con severidad.
—Habrá que contárselo todo, no podemos perder más tiempo en el Comité.
—Eso ya lo sé, Whesley. Pero no voy a exponerla a recuerdos que puedan perjudicarla más.
—La creíamos en coma, Steven, no puedes ahora ocultarla porque quieras jugar con ella al príncipe valiente.
—Whesley, no olvides con quién estás hablando —le reprochó Steven con tono de pocos amigos.
—Disculpa, estamos todos muy nerviosos por ella. Ha sido la emoción de saberla viva y sana, eso es todo. ¿Qué sabe Julia ahora de nosotros?
—Del Comité poco, lo que yo le he contado. La he llevado a Suburbe y sigue entusiasmada. Puedo ver cómo se emociona cada vez que ve la miseria de los distritos. Disfruta en especial del Bronx.
—Eso es bueno, quizá no todo esté perdido aún, porque siempre fue el que más le gustó.
Es lo último que escuché, debió de ser cuando abrí los ojos tras el desmayo.
Analizo la conversación mientras me visto. ¡Así que Whesly recrimina a Steven, pero no lo hace con superioridad! Parece que es él quien acaba cediendo. Un Eliturbano a las órdenes de Steven, ¿el mundo al revés desde que he despertado? ¿Por qué tendría yo que tenerle miedo a Suburbe? ¿A quién se refiere Whesley para hablar en plural, al Comité? ¿Y por qué soy tan importante para ellos, ahora que he despertado?
Me duele la cabeza, ya pensaré en eso luego.
Tengo algo mejor que hacer ahora, como por ejemplo averiguar qué fue lo que me llevó a drogar a Steven.
Me pongo una malla de cuerpo entero limpia, por supuesto negra, que encuentro muy escondida en mi armario, y bajo corriendo las escaleras.
Mi calzado todavía está junto a la puerta. Lo cojo y subo de nuevo hacia las habitaciones, pero no llego a la mía.
Mi memoria despierta extraña otra vez.
Me detengo de repente en la primera puerta que tengo a la derecha, una de las habitaciones de huéspedes. La desbloqueo y voy directa al armario. Toco la pared del fondo de este y se abre.
¿Qué mierda ha pasado?
Tras la puerta falsa, aparece una zona oscura. Mis ojos intentan acostumbrarse a ella cuando entro, pero de inmediato una luz se enciende a mi presencia, deslumbrándome.
Lo raro no es haber dado con esta nueva entrada, es saber qué tengo que hacer a continuación, sin miedo y sin dudas:
Tengo que seguir hacia delante por el pasillo que se ve.
Conservo los zapatos en la mano y camino unos trescientos metros en continuo zigzag, en pendiente descendiente que llega a marearme, hasta dar con una nueva puerta bloqueada, como es lógico ya en esta casa.
La luz ha ido desapareciendo a medida que avanzaba, ahora solo estamos iluminados la placa con el código de seguridad y yo. Y sé cual es este sin tener que pensar demasiado. Tecleo velozmente ST10622 y la puerta se abre.
Parpadea una luz fluorescente hasta fijarse del todo, y me deja ver máquinas encendiéndose.
¡¡Jooooder!!
Tengo ante mis ojos un laboratorio de última generación tecnológica que podría ser la envidia del mismísimo doctor-ego-Parker en su clínica, con ordenadores y máquinas que harán por mí todo el trabajo que necesite, si supiera de antemano qué necesito, por supuesto.
Miro todo al alrededor con un objetivo, encontrar lo que me hace falta, porque sin saber cómo, ya sé lo que me hace falta, que para algo he venido aquí.
En dos segundos, tomo una aguja de un cajón, en el que no hay menos de treinta de diferentes tamaños y grosores, y todas de un material inoxidable, rígido. Raspo con ella la suela de una de las zapatillas de deporte con extremo cuidado, sobre una lámina de vidrio de quince por quince centímetros.
A continuación la tapo con otra lámina de las mismas dimensiones y material transparente.
Como estoy segura de que no es la primera vez que hago esto, tardo tan solo un instante en darme cuenta.
La fina estructura que he conseguido parece entrar a la perfección por una rendija de uno de los aparatejos que tengo delante, así que no pierdo nada por meterla. El ordenador se pone en marcha automáticamente, en menos de un minuto más parpadea una luz de aviso y un scanner me da la composición de la muestra: Arena magnétita y cal sicilícea.
Me río a carcajadas. ¿No había arenas más simples y cales más elementales para haber pisado anoche?
Si no fuera porque es imposible, juraría que escalé el edificio de la Presidencia.
La aleación de estos elementos es característica y exclisiva de él, las paredes y techos del edifico están cubiertos con ellos porque es la única composición magnética que atraería a la Divisoria sobre sus paredes, necesario para convertir el edificio en infranqueable ante un ataque de los suburbanos.
Conocer esa información me preocupa más que haberlo escalado.
Ya no tengo ganas de reír.
Descubrir que soy capaz de trepar un edificio vigilado por el Comité Armado de Eliturbe, sola, en plena noche, después de dejar K.O a un miembro del CSS en mi cama y regresar a mi casa sin que me ocurra nada, me tiene agotada mentalmente. Lo extraño es que no lo esté físicamente después de hacerlo.
Me observo el cuerpo. Asombrada, levantado mis brazos desnudos, mirando mis piernas cubiertas.
Estoy en plena forma desde que he despertado. Supongo que el ejercicio al que me ha sometido Steven en la cama —me sonrojo mientras lo pienso— y el cuerpo nuevo que me ha dado Parker, son los culpables de carecer de dolor muscular. Me alegro, así puedo concentrarme en lo que verdaderamente me preocupa.
¿Qué le ocurre a mi cabeza?
Abandono el laboratorio, cierro todo, y vuelvo a ocultar la puerta del armario.
Todavía flipando con los recuerdos tan extraños que tengo, me dirijo a la cocina, voy a intentar comer algo mientras recapitulo mi vida en la última semana.
A ver: Despierto tras una operación que evitó mi muerte, no reconozco a Steven, de primeras, con el que ahora sé que me une una pasión más allá de las estrictas normas mestizas de Urbes, y soy capaz de hacer cosas con mi cuerpo, que hasta hoy desconocía, sin que mi cerebro coordine con él.
Toda una locura.
He de tomar las riendas de mi vida: Primera medida a seguir, sobre la que no acepto excusas: Destruir la Divisoria. De nada me sirve la ruptura con Parker en Eliturbe si no puedo unirme a Steven en Suburbe como yo deseo.
Ante ese nuevo pensamiento, escupo lo que intento comer porque no puedo parar de reír.
Bueno, al menos no quiero eliminar la Divisoria para devolver la dignidad al ser humano atrapado en la miseria de Suburbe. Eso sí que sería imposible, además de traer consigo una condena a muerte, después de una larga estancia en las catacumbas, si me descubren.
No he dicho nada a Steven de lo que descubrí hace una semana, ¡como si no hablar de ello fuera suficiente para olvidar lo que hice!
Pero lo intento de veras, quiero eliminarlo de mi cabeza. No quiero saber que soy capaz de hacer cosas tan extraordinarias como escalar un edificio de ciento dos planta sin caerme al suelo.
Y por supuesto no me interesa nada que tenga que ver con Whesley y “sus amigos”, creo que Steven podría tener razón y me asusta lo que pueda descubrir de ellos.
Tras la euforia inicial de conseguir mi causa particular: Destruir la Divisoria, mantuve la cordura.
Soy eliturbana, ¿qué puedo hacer yo sola? He sido malcriada en la infancia y en la adolescencia, y luego ya de adulta, emparejada a un hombre no menos malcriado, por conveniencia. He aceptado siempre el mandato de la Presidencia y los dictados de sus normas durante toda mi vida, para olvidar que al otro lado se mueren de hambre. ¿Qué sé yo del mundo real exterior? Hasta ahora solo lo que Steven ha querido que vea, y creo que es poco.
Hoy volvemos de un nuevo cruce a Suburbe, donde no he dejado de pensar todo el tiempo en lo fácil que resultaría eliminar las diferencias de los dos mundos con solo abrir la Divisoria.
Hemos visitado Queens, uno de los distritos más necesitados de primeros auxilios y he intentado ayudar en lo posible. Pero no me siento mejor después de hacer felices a cientos de personas con el dinero y las medicinas de Parker, no sabiendo que en dos días es la Cena conmemorativa Trimestral de la Presidencia.
—¿Qué te ocurre, cariño? Llevas todo el día ausente —me pregunta Steven cuando la Divisoria ha permutado y nos deja a salvo en Eliturbe, esta vez cerca del puente de Brooklyn.
Realmente, Steven me conoce. No me estremezco por ello, al contrario, una ola de satisfacción me inunda, soy tan importante para él que ha reparado en mi falta de ánimo. Tengo que agradecérselo con mi sinceridad.
—Sé lo importante que es para ti que estemos juntos en Suburbe, cuando me enseñas cada detalle que te hace feliz de tu mundo, pero sigo siendo eliturbana, Steven.
—¿Y qué ocurre con eso? No me asustes.
—Pasado mañana es la cena de la Presidencia y como eliturbana que soy, no puedo faltar.
Aguardo impaciente su reacción. La dichosa cena es el evento de Eliturbe más odiado por los suburbanos, conmemora cada tres meses el inicio de la división de Urbes en la primavera de 2009. A unos, nos obligan a asistir para mantenernos entretenidos y recordarnos por qué debemos permanecer callados sin hacer preguntas —comemos cada día, orgullosos de permanecer a este lado— y a otros les recuerda, en cambio, quién manda aún sobre ellos y a quién les deben sus insignificantes vidas.
Steven está en este último grupo, y por lo que he averiguado cuando cruzamos, no solo odia la cena sino todo lo que tenga que ver con Eliturbe.
Menos a mí, claro está.
De nuevo me siento llena de amor, pero ¿hasta cuando será eso? En los años que nos conocemos ha debido verme ir a la Cena al menos en una docena de veces. Es muy injusto hacerle pasar por eso, no sé cómo lo soportábamos.
Steven sigue callado, evita mi mirada. Sé que no debería de afectarme un día en tres meses, pero las diferencias entre nuestros mundos se incrementan sin razón en esa horas que dura la cena y temo que nos haga lo mismo a nosotros.
—Lo sé, ni yo te pediría que faltases cuando ellos no te dan opción a negarte —me dice al fin—. Y no lo he olvidado.
Me enseña la marca de su hombro. Bajo la mariposa veo, en un lenguaje numérico antiguo, I-IV.
—Uno de Abril —confirma Steven.
No lo olvidará nunca, aunque todo termine. Lo lleva a fuego en la piel, ¿me lleva de igual manera a mí, para compensar ese dolor?
No puedo contener las lágrimas, me siento de algún modo en deuda con él, por suburbano, por humano al que han despojado de su libertad.
—No llores, Jul, tú no eres como ellos, nunca lo has sido, y por supuesto nunca conseguirán que lo seas.
La anterior ola de satisfacción por tener a Steven a mi lado, ha dado paso a un tsunami que arrasa mis miedos clasistas. Steven me ama por suburbana de corazón, aunque mi sangre diga lo contrario.
Me echo a sus brazos y le beso. Ardo en deseo de algo más, pero me conformo por el momento con sus labios y sus manos agarrando con posesión la parte muy por debajo de mi espalda.
—¿Sabes qué? —me dice de pronto con ese tono de voz excitada que empieza a gustarme tanto—, que se joda esa panda de elitistas, porque eres mía. Aquí y allí. Y cuando este maldito mundo dividido acabe, en lo que quede de él, también lo serás.
Sonrío para que el llanto se contenga en mis ojos. Steven me mira y suelta sin pensar:
—Voy contigo para que te sientas mejor. —Mi expresión, más que de asombro, es de pánico ¡Las catacumbas no son ninguna broma joder!—. Confía en mí. —Es lo único que me dice.
No ha sido una petición esta vez, es una súplica a la que sabe que no me puedo negar si sigue besándome de esa manera.
Confío a ciegas en él.
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