Capítulo 8 "Recuerdos"
Caminaba junto con Erick, era un hermoso día de verano. Las abejas zumbaban y yo me protegía atrás de mi acompañante. Nos sentamos frente a un lindo lago. Sus ojos brillaban de una manera tierna...
Él se puso de rodillas y sacó de su bolsillo una pequeña cajita, de color negra. Abrí los ojos sorprendida y sonreí nerviosa.
—Elisabeth, ¿serías mi esposa?
Mis manos sudaban y veía los nervios en su rostro también. Unos sonidos por detrás detuvieron el momento...
—¿Te ayudo con el banquete, amiga?
La voz de una persona se escuchó por detrás, volteé.
Marco se hallaba a mis espaldas, viéndome fijamente.
—¿Elisabeth? —La voz de Erick se escuchó más aguda de lo que parecía, más chillona—¿Elisabeth?
Él se incorporó con el ceño fruncido, me tomó de los hombros y comenzó a sacudirme.
—¿Elisabeth?
—¡Basta! —grité.
Abrí los ojos. ¿Todo ese tiempo los tuve cerrados? Claro, era un sueño. Una pesadilla más que nada. La señorita Florinda se apartó bruscamente ante mi reacción de sobresalto. Estaba sentada en mi cama con los ojos totalmente perdidos.
—¿Qué ha soñado? ¿Algo por lo que debamos preocuparnos? —preguntó ella.
—No, solo fue un sueño. —Reí nerviosa abriendo los ojos más de lo debido y asintiendo rápidamente—. ¿Qué a pasado? ¿Por qué me despiertan?
—Bueno, su padre me dijo que tenía una sorpresa para usted —sonrió—. Vamos a cambiarla.
—Oh, no se preocupe, hoy puedo sola —comencé a levantarme de la cama—. Vaya, que yo en unos segundos estoy allí —sonreí y comencé a llevarla de la mano hacia afuera—. Gracias.
Luego de cerrar la puerta, caminé hacia la puerta que se hallaba en el otro extremo de mi habitación, no se podía entrar por ninguna otra parte mas que por allí. Era mi vestíbulo. La habitación tenía todos mis vestidos, los que no habíamos donado, y todos mis zapatos, además de algunos accesorios. Las joyas y tiaras se hallaban en una habitación con seguridad, en caso de que algún intruso entrara, caso extraño.
Al entrar, cientas de cajas de colores muy variados se extendían a lo largo de los dos enorme armarios, creados a medida, que se extendían por ambas paredes. Uno de ellos contenía mis zapatos y el otro los vestidos. Se dividían en secciones según la ocasión, para rapidez de las sirvientas.
El vestido ya lo tenía pensado. Caminé hacia el final de la habitación. La señorita Florinda colocaba los más "molestos" a lo último de todo, los que a mi me gustaban. Era de un rosa viejo, color no muy lindo pero uno de los más cómodos, con él podía respirar tranquilamente.
Luego de colocarme zapatos y peinar mi cabello, caminé hacia la puerta para bajar y ver que necesitaba mi padre. Lo busqué en la sala principal, pero no estaba. También lo busqué en la habitación donde estaba casi siempre organizando todo, pero tampoco se hallaba allí.
—¿Elisabeth? ¿Dónde estabas? Tu padre se halla buscándote —dijo la señorita Florinda, llevándome de la muñeca hacia afuera—. Y ese vestido no me gusta —negó con la cabeza, yo me encogí de hombros y caminé hacia donde me llevaba.
Mi padre se hallaba bajando del carruaje, su mayordomo, más que nada amigo, llevaba una caja en sus manos.
—Buenos días —saludé a ambos—. ¿Qué sucede, padre? —pregunté con el ceño fruncído.
—Tengo algo para ti. —Él sonrió e hizo ademanes al hombre para que me diera la caja.
Sonreí y la tomé en mis manos. Era más pesada que las que contenían vestidos, y más liviana que las que contenían coronas o joyas en su interior. Al abrirla pegué un pequeño gritito.
—¡Es hermoso!
—Hermosa. —Corrigió sonriendo.
Una pequeña gatita de color crema estaba allí, hecha un bollito. Al verme se levantó y comenzó a maullar, dejándome totalmente conmovida.
—Es una excelente ejemplar de su raza, la persa. —Mi padre habló de ella con tono aristocrático—. Lo podrás ver en su cara, aplanada...
La saqué de la caja y tomé en mis brazos, su pelaje era extremadamente suave. Ronroneaba con el contacto de mis manos.
— ...la adquirimos en un criadero especializado en ellos. Llevan años... y según me dijeron, estos animales son la última moda en Londres y quieren incrementarla aquí también.
Le dirigí un abrazo a mi padre y corrí adentro con la pequeña. Quería mostrarle mi habitación, así que entré ahí y la dejé sobre el suelo. Ella caminó tímidamente, dirigiéndome miradas que daban ganas de apretujarla y abrazarla fuerte, fuerte.
De un momento al otro, la pequeña se sobresaltó y corrió hacia mi, usándome de escudo. Príncipe se había levantado de mi cama y se hallaba mirándola desde la otra esquina de la habitación, con cara de querer comérsela en cualquier momento. De un momento a el otro, se lanzó corriendo hacia nosotras, mientras ladraba violentamente. La pequeña se lanzó hacia él y arqueó su espalda hacia arriba en señal de defensa, mientras emitía sonidos de molestia.
—¡Basta! —grité a mi odioso Príncipe—. ¿Qué le haces? —pregunté mientras la tomaba en brazos—. Perro malo.
Él lloriqueo y bajó su cabeza, pero también dirigió una mirada hacia la nueva criatura. Claramente, esos dos se definirían como enemigos desde ese mismo instante.
...
Luego de que lograra que los dos no se mataran, mi padre insistió en que fuera con mi hermana a cabalgar un rato. Supuestamente, debíamos estrechar nuestros "lazos" y esa era una excelente manera de hacerlo. Ambas nos dirigimos a los establos. Tomé la correa de Bony y ella relinchó mostrándome toda su felicidad.
Mary Jane había ido al segundo establo para buscar a su caballo.
Quince minutos después...
—¿Qué tanto tarda? —pregunté en voz alta. Bony movió su cabeza hacia adelante, señalando el lugar donde ella estaba—. Lo sé, pero no entiendo su tardanza...
Monté en ella y caminamos lentamente hacia el segundo establo. Los trabajadores saludaban y yo movía mi mano con una sonrisa.
Al llegar a la entrada, la encontré.
Se hallaba parada, con la soga de su caballo en mano, hablando con Marco. Él limpiaba el establo con una enorme escoba, respondiendo todo lo que ella le decía. Cuando se percataron de que yo me hallaba observándolos, mi hermana me dirigió una mirada rápida y montó en su caballo.
—Con que por eso tardabas, ¿no? —pregunté incrédula, logrando la mirada del chico—. ¿Sabés? Iré sola —dije sin esperar su respuesta.
Dí la vuelta con Bony e hice un sonido para que cabalgara. Ya no quería ver a ninguno de los dos. Yo esperándola y ella coqueteando con él... con mi amigo. Cabalgué, más allá de los establos, más allá del palacio. Sin salir de las tierras reales, había muchos lugares a los que podía acudir.
Un jardín se divisó frente a mis ojos y sonreí al verlo. Era el jardín de mi madre. Al llegar a su entrada, el olor a rosas inundó mis fosas nasales y suspiré.
Todas las mañanas, ella cabalgaba junto con mi padre y cuidaban de los miles de rosedales. Mi padre se lo había construido como regalo de bodas y ella simplemente lo amaba. Antes de que falleciera, ella me contó toda la historia del jardín. Era algo triste pero lindo a la vez, algo que traía miles de recuerdos de ella y me permitía mantener algunas imágenes frescas en mi cabeza. Como por ejemplo, que amaba el rosa. Todas las flores de este jardín me lo recordaban. Todos los vestidos de la reina eran rosa.
Al bajar, caminé con ella hacia un pequeño banco. El jardín llevaba abandonado muchos años y las plantas se habían extendido de manera salvaje, cubriendo todas las paredes de cristal que se hallaban allí.
No recordaba muchas cosas de mi madre, era pequeña cuando falleció, al tener a mi hermana. Pero los recuerdos que guardaba de ella eran hermosos, y quería mantenerlos en mi cabeza lo máximo posible. Es por eso que cuando podía venía aquí. Era un lugar muy tranquilo.
Una gota mojó mi nariz. Lluvia.
Al levantarme, observé nubes grises en el cielo, pero no pensé que llovería. Tomé a Bony de la correa y nos refugiamos debajo de un pequeño techo, en donde todavía se hallaban las tijeras y regaderas intactas desde la última vez que las habían utilizado. Nunca pensé en moverlas de su lugar. Creí que era una manera de no romper la armonía del espacio. Aunque más que nada, supongo que era algo psicológico. Nunca permití que demolieran el lugar, que mamá desapareciera. Sentía que todo lo de allí era ella, una parte importante.
Ni mi padre ni mi hermana venían aquí. Papá nunca hablaba de ella, él simplemente hacía como si nada hubiera pasado. Según la señorita Florinda me había contado, cuando ella falleció, él se negaba a deshacerse de sus cosas. Él esperaba que ella apareciera en la puerta del comedor con sus hermosos vestidos rosados, sonriendo como siempre lo hacía. Ordenaba que los sirvientes pusieran los platos en el lugar que ella solía sentarse, para luego darse cuenta que el lugar permanecería vacío. Seguía comprándole regalos el día de su cumpleaños para llevárselos a la tumba. El doctor le ordenó que se deshiciera de sus cosas o que al menos las apartara de su vista, por su propio bien. Y así lo hizo, las guardó en una habitación, que ahora se mantiene bajo llave. Él mismo ordenó que la cerraran y la mantuvieran lejos de su alcance. Comprendió que no podía quedarse en el pasado, que aunque él continuara su vida, ella nunca se iba a alejar de él. De todos modos, ella ya era una parte de todos nosotros y por nada podríamos olvidarla.
El sonido de un caballo acercándose me hizo salir de mis pensamientos y caminar hacia la entrada del jardín. La lluvia ya no era mas que una leve llovizna.
Por extraño que pareciera, mi padre se hallaba con su blanco corcel en la puerta, con una leve sonrisa de lado y una expresión de tristeza en sus ojos.
—Supuse que estarías con mamá —dijo él, bajando del caballo.
Sólo lo miré y bajé mi cabeza escondiendo una pequeña lágrima que corría por mi rostro.
—Es increíble los recuerdos que me trae este lugar. Tu madre llevaba un vestido muy parecido al tuyo el día que plantamos esta planta —dijo señalando un enorme espécimen con miles de flores en él—Recuerdo que ella nunca había plantado nada y yo tampoco —sonrió levemente—. Así que hicimos lo que pudimos. De todas maneras mira que grande esta.
—¿Por qué Mary Jane nunca a venido aquí?—-pregunté sin pensar.
—Yo creo que nunca se sintió digna de hacerlo. Las lágrimas que soltó el día que le conté lo que había pasado con su madre... ella nunca volvió a ser la misma —dijo él—. Se siente culpable, e incluso se molestó conmigo por que la hallamos tenido, se sentía una intrusa en la familia, sentía que la había roto y que había arruinado todo.
Sólo asentí.
—Pero lo que ella no sabe es que son lo mejor que pudimos haber tenido ambos. Son nuestras hijitas y ambos estamos orgullosos por eso. —Al escuchar esas palabras me lancé en sus brazos largando sonoros sollozos—. Son cosas que pasan y no pueden evitarse, no es culpa de nadie, su madre las amaba y lo sigue haciendo.
Esas palabras fueron lo mas hermoso que escuche de él. Ese día fue la segunda vez que lo vi llorar. Él nunca lo hacía enfrente nuestro.
La primera fue horrible. Él se abrazaba del ataúd de nuestra madre y no dejaba que se la llevaran. Era tan pequeña que sólo me abracé a Florinda, me tomé de su vestido ocultando mi pequeño rostro de todo ese dolor.
Ambos cabalgamos de vuelta a casa, mojandonos y riendo por las anécdotas que él me contaba.
...
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