━ 𝐈: Yo también lo echo de menos
•─────── CAPÍTULO I ───────•
YO TAMBIÉN LO ECHO
DE MENOS
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SUSAN Y LUCY OBSERVABAN A PETER con una preocupación tangible, puesto que aquella era la quinta vez en lo que llevaban de curso que se peleaba con los matones de su clase. Edmund, por otro lado, se limpiaba el hilillo de sangre que manaba de su labio inferior con un pañuelo de tela que le había proporcionado La Valiente. Se había inmiscuido en la reyerta para poder defender a su hermano mayor de aquellos idiotas, con tan mala suerte de que uno de ellos le había propinado un puñetazo tan fuerte que lo había enviado directo al suelo.
—Al menos podrías darme las gracias —se quejó Ed, lanzándole al rubio una mirada de reproche. Tenía el cabello revuelto y las mejillas arreboladas, con la incipiente sombra de un verdugón oscureciendo su pómulo derecho—. Me han dado una buena tunda por ti, así que podrías ser un poquito más agradecido.
—Nadie pidió que te implicaras. Lo tenía todo controlado —contestó Peter, malhumorado. Avanzó unos pasos y se sentó junto a sus hermanos en uno de los muchos bancos de la estación.
Edmund chistó de mala gana.
—Sí, claro —ironizó.
El mayor le lanzó dagas con la mirada, tentado a rebatirle.
—No puedes seguir así —intervino Susan—. Cuando no es por una cosa es por otra. ¿Es que no te das cuenta? —le sermoneó, cansada de ser la comidilla de ambos colegios por culpa de su enorme ego.
Peter clavó sus iris azules en los grises de La Benévola, que parecía una madre reprendiendo a su hijo pequeño. Esta no mentía cuando decía que no hacía más que meterse en problemas, pero ese día tenía un humor de perros y lo último que le apetecía era darle la razón.
—¿Y qué quieres que haga? Los que me provocan son ellos —se excusó al tiempo que fruncía el ceño—. No puedes esperar que me quede de brazos cruzados mientras esa panda de descerebrados se ríe en mi cara.
Susan arqueó una de sus oscuras cejas.
—Pues sí, eso es justo lo que deberías hacer —declaró, como si lo que acababa de decir fuera lo más obvio del mundo—. Ignórales. Se acabarán cansando y dejarán de molestarte. —Juntó aún más sus piernas y alisó la falda de su uniforme—. Cayendo en su juego solo les darás lo que quieren.
El aludido arrugó aún más el entrecejo y negó con la cabeza. ¿Cómo iba a hacer eso? Para él, aquello era una muestra de debilidad; una invitación a que siguieran molestándole. Por eso les plantaba cara, porque no pensaba permitir que unos zoquetes sin oficio ni beneficio trataran de pisotearle. Él era un rey de reyes, un guerrero audaz que había participado en decenas de batallas. O, al menos, lo había sido. Fuera como fuese, su orgullo le impedía quedarse sin hacer nada. Iba en contra de su naturaleza.
—Ya estoy cansado de todo esto. De tener que fingir que soy igual que ellos —se quejó en tanto cerraba las manos en dos puños apretados—. ¿Cuánto más quieren que esperemos? —cuestionó con desánimo.
Ante eso último, Lucy clavó la vista en el suelo. Ella pensaba como Susan, pero también entendía la frustración de Peter. Comprendía su hartazgo y su acuciante necesidad de impartir justicia.
—Yo también lo echo de menos —musitó.
Al percibir la aflicción que se había apoderado de su hermana pequeña, El Magnífico suavizó la expresión de su semblante. De repente, se sintió tremendamente culpable —además de egoísta—, por lo que le pasó un brazo por encima de los hombros y besó su frente con ternura.
Si había algo que no soportaba, era verla sufrir.
—¿Seguro que no os pasasteis con el golpe? —inquirió Buscatrufas mientras contemplaba con intranquilidad la puerta que daba acceso al dormitorio, la cual permanecía cerrada—. Lleva mucho tiempo inconsciente.
La aludida compuso una mueca de desagrado.
—Todo iba bien hasta que hizo sonar el cuerno. ¡Me puse nerviosa y no supe qué hacer! —contestó en su defensa—. Además, es un telmarino. Si muere, será uno menos del que preocuparse. —Se encogió de hombros con naturalidad y le dedicó una mirada cómplice al enano negro que estaba sentado a su lado.
—En eso tiene razón mi señora. Así no tendremos que matarle nosotros —secundó el hombrecillo, de nombre Nikabrik, a la par que realizaba un ademán con la mano, como queriendo restarle importancia al asunto.
Al escucharlo, el tejón profirió un lánguido suspiro. Sacudió la cabeza con desaprobación y avanzó hacia la diminuta cocina, que comunicaba directamente con la sala de estar.
—Sabéis muy bien que no podemos hacer eso —les recordó. Echó en dos cuencos idénticos un poco de sopa y se los entregó a sus compañeros—. Además, dudo mucho que sea un simple telmarino.
La muchacha chasqueó la lengua.
—Que tuviera el Cuerno de Marfil no significa nada —rebatió. Aferró con su mano izquierda la cucharita que le había brindado Buscatrufas y se puso a remover el caldo de verduras—. Lo más seguro es que lo haya robado, como han hecho con todo lo demás —farfulló con rabia contenida. Dio un par de vueltas más a la sopa y se puso en pie, para posteriormente detenerse frente a la chimenea, donde un pequeño fuego refulgía con intensidad—. Cuando despierte le interrogaremos para que nos diga qué está haciendo aquí. Hace años que los humanos evitan el Bosque Tembloroso. Creen que está maldito.
Un nuevo suspiro, esta vez por parte de Nikabrik, llenó la estancia.
—Yo solo espero que Trumpkin esté bien —señaló el enano sin poder disimular un timbre desasosegado en la voz. La imagen de su amigo, quien se había encargado de distraer a los soldados telmarinos en tanto ellos escondían al joven en la guarida de Buscatrufas, no dejaba de repetirse una y otra vez en su mente. Habían conseguido pasar desapercibidos y no ser descubiertos por los humanos, sí, pero a costa de que estos se llevaran a Trumpkin—. Se sacrificó por nosotros... Y todo por culpa de ese maldito mocoso.
La chica sintió una dolorosa punzada en el pecho, justo donde se encontraba su corazón. La sola idea de que uno de los suyos estuviera a merced de esos salvajes sin escrúpulos le ponía el vello de punta. No podía abandonar al hombrecillo a su suerte, de modo que, en un acto completamente impulsivo, volvió a cubrirse con su capa y cogió su talabarte.
—Debo ir a rescatarlo —manifestó al tiempo que se ajustaba el cinturón—. Con un poco de suerte, lograré infiltrarme en la fortaleza y pasar desapercibida —continuó diciendo, más para sí misma que para sus camaradas.
Guardó su espada en su respectiva vaina y se subió la capucha. Estuvo a punto de abandonar la vivienda, pero Nikabrik y Buscatrufas la detuvieron antes de que pudiera salir por la puerta y perderse en la oscuridad de la noche.
—Ni hablar, ¿os habéis vuelto loca? Es demasiado arriesgado —impugnó el animal, tomándola de la muñeca—. No saldríais viva del castillo.
—Buscatrufas tiene razón —terció el enano—. Eso no sería un rescate, sino un suicidio. Se darían cuenta enseguida de que no sois humana.
Luego de unos instantes más de tensión e incertidumbre, la joven soltó todo el aire que había estado conteniendo. Por todos los dioses, ¿en qué diantres estaría pensando? No cabía la menor duda de que la impotencia que sentía en aquellos momentos le había nublado el juicio, impidiéndole pensar con claridad.
Los tres permanecían tan absortos en aquella conversación que ninguno reparó en la presencia del telmarino tras ellos... Hasta que fue demasiado tarde.
—¡Cuidado, detrás de ti! —Fue lo único que pudo articular Buscatrufas cuando vio que el desconocido estaba a punto de atacar a la muchacha con el atizador de la chimenea. Por suerte, ella, con la agilidad de un gato, desenfundó su espada y la hizo chocar contra la improvisada arma del telmarino—. ¡Parad! Oh, por todos y cada uno de los dioses... ¡Ya basta! —exclamó el tejón a la par que salvaguardaba una distancia prudencial con ellos, siendo imitado rápidamente por Nikabrik.
Sin embargo, los dos jóvenes ignoraron por completo sus súplicas y prosiguieron con la lucha hasta que, en un pequeño traspié por parte del moreno, este cayó al suelo y quedó desarmado. La narniana, por su parte, le apuntó con su arma, con la respiración entrecortada y el corazón latiéndole desbocado bajo las costillas.
—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis de mí? —preguntó el humano.
La chica vaciló, pero acabó quitándose la capucha para dejar al descubierto su rostro. Su ondulado cabello era dorado como los rayos de sol y caía en forma de cascada hasta la mitad de su espalda. Su piel estaba ligeramente bronceada y, bajo la capa, su figura se perfilaba esbelta y bien proporcionada. Pero lo que más llamaba la atención de ella eran sus ojos, tan azules como dos zafiros relucientes.
Con los labios fruncidos en una mueca desdeñosa, la rubia sometió al telmarino a un riguroso escrutinio. Le habían despojado de sus armas y su armadura, por lo que lucía una camisa básica, unos pantalones oscuros y unas botas de caña alta. Dejando a un lado su orgullo, debía reconocer que era muy apuesto. Todos y cada uno de sus rasgos evidenciaban de dónde provenía: sus ojos negros, su pelo oscuro, su tez tostada...
Esbozó una sonrisa mordaz.
El chaval tenía valor.
—Vaya, vaya, vaya... Así que el telmarino ha despertado —se burló, probando que aquella situación le divertía, y mucho—. ¿Ves, Buscatrufas? Está vivo y coleando. —Le lanzó una rápida mirada al susodicho y volvió a focalizar toda su atención en el moreno—. Definitivamente, tendría que haberle golpeado más fuerte.
Los hermanos Pevensie continuaban acomodados en el banco del apeadero, a la espera del tren que los llevaría de vuelta a casa tras una larga jornada de clases aburridas e interminables. Lucy fue la primera en ver acercarse la locomotora, que rugía y echaba vapor por la chimenea. No obstante, ese día había algo extraño en el ambiente. No sabía por qué, pero tenía la impresión de que algo estaba a punto de ocurrir. Como una especie de corazonada.
De pronto, un fuerte viento apareció de la nada y comenzó a arrancar todos los carteles que había colgados en los muros de la estación. Al verlo —y ante la extraña naturaleza de la corriente—, los cuatro se levantaron de sus respectivos asientos y observaron con desconcierto el enorme revuelo que se había formado en apenas unos segundos. Revuelo que, por muy increíble que pudiera sonar, solo ellos eran capaces de ver.
—¡Parece magia! —pronunció Lucy, emocionada.
—¡Deprisa, daos la mano! —dictaminó Susan.
Durante un largo minuto los Pevensie se mantuvieron inmóviles y expectantes, siendo testigos de cómo el paisaje iba cambiando a su alrededor. Las paredes del túnel no demoraron en ser sustituidas por un cielo azul y fue entonces cuando la luz del sol los cegó por completo, obligándoles a soltarse y a cubrirse el rostro con las manos. Instantes después, cuando sus ojos se habituaron a la repentina claridad, dirigieron la vista al frente.
Ya no se encontraban en la estación de tren.
Sino en una playa paradisíaca de agua cristalina y arena blanca.
Lucy se volteó hacia sus hermanos mayores, a quienes regaló una resplandeciente sonrisa. Y, entonces, echó a correr hacia la orilla, riendo y brincando en el proceso. Peter, Susan y Edmund no se hicieron de rogar y, tras intercambiar una mirada cómplice, siguieron su ejemplo.
Al fin habían conseguido lo que tanto ansiaban.
Regresar a Narnia.
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· INFORMACIÓN ·
— ೖ୭ Número de palabras: 1934
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· NOTA DE LA AUTORA ·
¡Hola, narnianos y narnianas!
Pues aquí tenéis el primer capítulo de La Princesa del Norte :3 ¿Qué os ha parecido? ¿Ha estado a la altura de vuestras expectativas? Prometo que en los próximos caps. descubriremos más cosas sobre nuestra misteriosa protagonista ;)
No tengo mucho más que decir, la verdad. Salvo que espero que os haya gustado el capítulo. Si es así, por favor, no olvidéis votar y comentar, que eso me anima muchísimo a seguir escribiendo =)
Besos ^3^
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