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Capítulo 5: Sangre

El cuchillo se elevó en el aire y cayó con fuerza, penetrando la suave y delicada piel, desgarrando carne y rompiendo huesos. El llanto de la víctima resonaba en la habitación, como si de una desgarradora melodía se tratara.

Claus se estremeció nada más sentir el roce de la sangre que brotaba de cada herida que había generado. Poco esfuerzo le significaba cargar a un pequeño niño con una sola mano: la criatura ya no intentaba defenderse, la vida lo iba abandonando poco a poco. Era evidente por lo dificultoso de su respiración, sin mencionar que había dejado de llorar hacía algunos minutos.

Al comprobar que la muerte se había llevado la esencia de su presa, Claus lanzó el cuerpo del niño contra el suelo y miró hacia la pared más alejada de su posición. Una pequeña lo observaba bañada en llanto, con las manos y pies atados con gruesas sogas y los labios cubiertos con una venda para que no molestara con sus gritos.

—Es tu turno —comentó el veterano guerrero señalándola con el cuchillo—. Espero que soportes más tiempo que tu hermano.

Con rápidos pasos alcanzó el sitio donde la pequeña se encontraba y la levantó sosteniéndola de las ropas. Su cuchillo se movió dos veces con desplazamientos medidos y precisos, de modo que las ataduras de la niña cayeron al suelo.

—Vamos, intenta defenderte —masculló Claus entre risas—. Da lo mismo, nada te salvará de morir.

La niña negó con un gesto de su cabeza y tragó saliva.

—¡Oh, vaya! ¿Qué tenemos aquí? ¿Ahora me dirás que tampoco llorarás?

Ella se limitó a negar una vez más.

—Bueno... esto será muy divertido en verdad.

Con un movimiento fluido, Claus levantó el brazo y el cuchillo danzó en el aire antes de impactar contra el abdomen de la pequeña. La sangre comenzó a fluir a gran velocidad, mientras la niña se mordía los labios con tal de no llorar.

Claus hizo el amague de atacar nuevamente a su vulnerable víctima, pero su intento se desvaneció en el aire.

Abrió los ojos y se descubrió en su cama, en aquella fría y blanca habitación que constituía su hogar y encierro desde hacía tantos siglos. Gruñó por lo bajo, molesto por no haber podido concluir su sueño y nada más recordar que faltaban apenas cinco días para su próximo ataque, se calmó sin rechistar ni maldecir como acostumbraba.

Ansiaba deleitarse con la suave, dulce y tibia sangre de algún niño inocente. Quería sentir sus manos cubiertas de ese tejido fluido que podía no sólo dar vida, sino también arrebatarla.

Ya llegaría su momento. Unos días más y su tonto juez debería descansar para recuperar fuerzas. Y él escaparía, como siempre lo hacía, y arrebataría tantas vidas como le fuera posible. Su rutina de cada año era lo único que lo salvaba de la demencia.

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