La primera en el peligro de la libertad
10 de diciembre. 1830.
La última vez que lo vio tenía 19 años y vestía uniforme militar.
Había sido un niño alegre, un joven espabilado y con grandes expectativas de futuro. Cuando abandonó la casa familiar y sus calles para alistarse en el ejército, él se había sentido orgulloso. Tenían la misma edad, metafóricamente hablando, cuando le despidió en el muelle y le deseó fortuna y grandes logros. Él le prometió alcanzarlos para que su nombre no se olvidase, para que el de su Ciudad fuese tan conocido como el de sus hermanas.
Ahora, mientras navegaba hacia España, Derry se lamentaba. No quería que su nombre fuese conocido de aquella forma.
Había viajado durante días y no veía el momento de arribar a su destino. Solo quedaban unas horas, pero las últimas millas se le hacían más eternas que los largos días en alta mar. Porque ya estaba cerca, pero aún muy lejos.
Siempre había sido una ciudad de segunda, por decirlo de alguna manera. Nunca se había planteado siquiera el luchar en una Guerra Silenciosa. No ansiaba la Capitalidad, solo quería que le dejasen ser, una Ciudad tranquila y sin problemas. Ya tenía suficiente con las discusiones entre católicos y protestantes, entre proirlandeses y probritánicos, para tener que lidiar con peleas entre Ciudades o con errores ajenos. Y lo que le había obligado a ir hasta España no era más que eso, una larga sucesión de errores ajenos.
Era media tarde y la silueta de Málaga se perfilaba en el horizonte. No había apartado la mirada de la lontananza en las últimas tres horas; sus ojos azules habían permanecido fijos en la lejanía, esperando avistar la ciudad andaluza. Su cuerpo se había tensado en cuanto consiguió verla, sus manos aferradas con fuerza al borde de la proa y su mente haciendo un esfuerzo sobrehumano para contener la ira.
—Llegaremos en media hora —anunció una voz a su espalda—. ¿Has escrito a Paula?
—No —gruñó—. No quiero darle oportunidad de escabullirse, no la avisaré hasta que esté delante de su casa y pueda perseguirla si pretende no contestar a mis preguntas.
Tras él, Londres rio, divertida.
—Eso no le gustará.
La sensación de estar siendo observada había obligado a Málaga a abandonar la catedral a toda prisa y dirigirse hacia el muelle. Sabía lo que aquel leve cosquilleo en la nuca significaba, y sabía exactamente quién venía en el barco cuyas velas había atisbado a lo lejos en cuanto puso un pie en los espigones. Londres. La molesta, insistente y sádica Londres. Un metro cincuenta y cinco de orgullo y mal humor al que la mitad de las Ciudades de Europa no soportaba. Aunque al principio Málaga no lo había entendido, empezaba a comprender a sus hermanas.
Hacía aproximadamente dos años desde la última vez que se habían visto. El cónsul inglés había removido cielo y tierra para que Málaga le cediera un terreno en el que construir un cementerio protestante. Se había peleado con cada uno de los funcionarios y había perseguido al alcalde durante semanas, y cuando estos les dieron evasivas decidió hacer lo último que estaba en su mano: pedir ayuda a su Capital.
Primero habían llegado las cartas. Cartas y cartas de una airada Londres exigiéndole que intercediera por ella y por su cónsul ante el gobierno y ante el mismo rey si hacía falta. Exigiéndole que consiguiera un lugar de entierro digno para todos aquellos que no profesaban la fe católica y que «dejara de llenar sus playas de cadáveres o, si quería seguir entregando cuerpos al mar y a las alimañanas, que al menos fueran propios».
No es que ella estuviera especialmente orgullosa de aquellas prácticas. No habían sido pocas las veces que había acompañado a sus hombres, en noche cerrada y a la luz de las antorchas, hasta sus orillas. Había escuchado el rasgar de la pala contra la arena, el romper de las olas, los gruñidos de los hombres. Había olido la sal y ese otro hedor, más tenue, por debajo del sudor y el humo. Para ella la muerte en esos días no significaba un féretro, flores y una misa. La muerte era un cadáver enterrado de pie en la orilla, a oscuras y casi en secreto. Era una concha marcando el lugar cuando nadie la veía y una plegaria silenciosa que nadie más que ella escuchaba.
Pero Londres no conocía esa sensación, igual que parecía ignorar que no todos los que eran enterrados de esa forma eran protestantes y que no todos los no católicos lo eran.
Málaga lo intentó, a pesar de que su influencia sobre los humanos, como la de sus hermanas, era limitada. Pero a Londres le dio igual. Londres, la altiva Londres, no aceptaba un no, ni un «lo he intentado», por respuesta y, como aquel día, se presentó en sus costas para reclamar lo que consideraba suyo. Había zarpado de vuelta a las islas británicas hacía ahora cosa de dos años después de que Fernando VII diera la Real Orden que permitió erigir al fin un cementerio protestante.
Cuando de Londres se trataba, dos años de paz eran casi un milagro.
No venía sola y eso le inquietaba. Conocía a pocas Ciudades inglesas y ninguna de ellas venía en esa nave. Pero estaba casi segura de cuál era aquella segunda Ciudad. Solo había una que tuviera algún motivo para visitarla y estaba convencida de que, como Londres, tampoco a Londonderry le bastaría que hubiese hecho todo lo que estaba en su mano.
Esperó en el muelle a que el barco atracara y sus pasajeros atravesaran la pasarela, intentando mantener un semblante tranquilo. Londres bajó al muelle como una tormenta y se acercó a ella con una amplia sonrisa que no presagiaba nada bueno. Detrás de ella, Londonderry la atravesaba con la mirada y apenas parpadeó mientras recorría los metros que las separaban. Era un chico alto y esbelto, con una seriedad en el rostro que no encajaba con su aparente juventud.
—Málaga —saludó. Ella alzó levemente la barbilla, en parte para fingir una seguridad que no sentía y en parte para mirarle a los ojos.
—Londonderry, supongo —respondió. Londres dejó escapar una risotada malintencionada a la vez que el chico entrecerraba los ojos con molestia.
—Solo Derry.
—Solo Derry —repitió, pensativa. Málaga desvió la mirada hacia Londres solo un instante para volver a centrarla luego en el joven Derry—. Yo también me desvincularía de Londres todo lo posible.
Sintió cómo los ojos de Londres le taladraban pero se limitó a ignorarla. Ahora que había confirmado que su visita era Derry, sabía que la capital inglesa solo estaba allí por puro morbo. Ni siquiera Derry parecía contento con su presencia.
—Aunque intuyo a qué debo su visita, tendré la educación de preguntar —continuó—. ¿A qué debo su presencia en mis costas, mister Derry?
—Lo sabe muy bien, mistress Málaga.
Málaga no pudo evitar enarcar las cejas ante las palabras de la joven Ciudad.
—¿Tengo cara de señora, mister Derry?
—Está un poco más estropeada que la última vez que la vi, mistress Málaga —comentó Londres. La andaluza respiró hondo e hizo acopio de voluntad para poder ignorarla.
—Le aseguro, mister Derry, que he hecho todo lo posible por ayudar al cónsul Mark en s...
—Tiene usted poco poder si esto es todo lo que puede hacer, miss Málaga.
Quizás fuera cierto que Derry odiaba a Londres, no lo ponía en duda, pero era evidente que ambas Ciudades estaban emparentadas. Tanto una como otra eran igual de impertinentes.
Málaga respiró hondo, exhalando por la boca, y alisó las figuradas arrugas de su falda con fingido desinterés.
—No sé cuántos años tiene, joven Derry —comentó con voz tranquila y suave—, pero si tiene los suficiente sabrá que no podemos influir con vehemencia en los actos humanos. Somos Ciudades. Nuestros ciudadanos influyen en nosotros más de lo que la Ciudad influye en ellos. —Derry le sostenía la mirada. Fríos ojos del mismo azul celeste que coloreaba los iris de Londres, cargados con la misma brillante chispa. Un revolucionario. ¡Oh! París lo habría amado—. Si las Ciudades británicas han encontrado la forma de invertir esto, ruego me enseñen a llevarlo a cabo. Nada me haría más dichosa que terminar con las injustas decisiones de González Moreno y el rey Fernando.
Ninguna de las dos Ciudades extranjeras contestó y Málaga no tuvo más remedio que reprimir un profundo suspiro. Nunca se llevaría bien con los británicos.
—El general y sus compañeros se encuentran en estos momentos recluidos en el convento de San Andrés —explicó, haciendo gala de sus mejores modales diplomáticos. El chillido de una gaviota sobre ellos llenó el breve silencio que siguió a sus palabras antes de que continuara—. Si hacen el favor de acompañarme...
No esperó su respuesta y giró sobre sus talones para desandar el camino que había recorrido unos minutos antes. Caminaba despacio, intentando que su actitud sosegada se contagiara a sus acompañantes y, al menos en el caso de Derry, el agravio que parecía sentir se diluyera y le permitiera comprender su posición. Londres le daba un poco igual; estaba claro que ella solo había ido para presenciar cómo el joven le sacaba los ojos.
El paseo de la Alameda se encontraba poco concurrido para tratarse de aquellas horas. Había, últimamente, tensión entre los ciudadanos debido a las políticas represivas de Fernando VII, y los acontecimientos de los días anteriores solo la había empeorado. Incluso los escasos apoyos y simpatizantes con los que había contado Torrijos habían desaparecido hasta diluirse casi por completo. Eso había supuesto un pequeño problema para Málaga. Personalmente no estaba en contra de aquel hombre y sus ideales. Le parecían nobles y bienintencionados. Justos. Necesarios. Pero la influencia de su gente mermaba su capacidad de convicción. «Por eso», pensó, «el general y sus compañeros siguen retenidos». Por eso Derry acabaría intentando clavarle una navaja en el cuello bajo la atenta y burlona mirada de Londres. Estaba convencida de ello.
—Mira —oyó que le decía Londres a su joven acompañante—. Lo único bonito de Málaga.
Málaga se giró hacia ellos. La diferencia de altura entre ambos era notable y casi parecía que fueran un padre paseando con su hija, a pesar de ser Londres mucho mayor.
—Si aceptáis un consejo como sé que lo haréis —le respondió a Londres—, yo en vuestro lugar me cuidaría mucho de ofender a una Ciudad en la que soy una mera invitada.
Sus palabras provocaron que Londres esbozara una sonrisa sardónica mientras Derry se limitaba a observar el enorme paseo por el que Málaga les conducía. Los álamos blancos y los naranjos flanqueaban el camino y separaban aquella acera de las calles que lo rodeaban, por donde en ese momento se deslizaban varios carruajes. Detrás de ellos se vislumbraban sendas hileras de elegantes viviendas nada humildes, pertenecientes a la burguesía malagueña.
No tardaron en recorrer el pequeño paseo y en cruzar el río para internarse en una zona de la ciudad algo menos refinada. Mientras empezaban a recorrer las estrechas calles de Los Percheles, acompañados de los olores característicos de un barrio pesquero, Málaga escuchó a sus espaldas a las otras dos Ciudades conversar en inglés y se lo tomó como lo que era: una falta de respeto. Las Ciudades tenían su propio idioma, uno ajeno a los humanos que las habitaban y que les permitía comunicarse entre ellas con independencia del país del que formaran parte. Aquello facilitaba sus relaciones, ya fueran positivas o negativas, y permitía que tanto sus cartas como sus conversaciones fueran indescifrables por los humanos si así lo querían. Que Derry y Londres hubieran decidido hablar en inglés entre ellas, a sabiendas de que sus conocimientos dejaban mucho que desear, decía mucho de las dos Ciudades extranjeras.
Por un momento le habría gustado tener a su lado a alguna de sus hermanas, otra Ciudad española que le ayudara a devolverle aquella descortesía a sus invitadas. Andaluza, de hecho. Habría sido una delicia hablar con toda su rapidez andaluza, su acento y sus expresiones propias delante de aquellas maleducadas que, con suerte, conocerían un puñado de palabras del español. Lástima.
—Secretos en reunión... —dijo en español con voz cantarina, dejando el refrán sin terminar. Tanto Londres como Derry guardaron silencio.
A su alrededor, las calles de aquel barrio parecían inmunes a la tranquilidad que afectaba a la alameda. El fin de la jornada laboral hacía que bulleran de actividad, ajenas al frío y a la cercanía de la noche. Málaga se sintió vibrar con esa misma energía.
No tardaron en alcanzar el convento, cuya fachada se alzaba ante ellos con solemnidad. Málaga cerró los ojos un momento y respiró hondo.
No podía sentir ni a la mitad de las personas que ocupaban aquel edificio. Solo había un malagueño en las filas insurrectas, un nacido en Estepona, de nombre Pedro Manrique, y pocos entre los soldados. Únicamente podía reconocer a un mayor número de los suyos entre los frailes carmelitas. Le había sorprendido cuántos de ellos mostraban simpatía por los cautivos. Aunque la mayor parte de los miembros del clero eran reticentes a las ideas liberales, había descubierto que algunos de ellos creían exagerada la respuesta real y sentían pesar por los jóvenes a los que habían comenzado a ofrecer confesión.
Giró suavemente la cabeza hacia Derry cuando el joven, con el ceño fruncido y los puños apretados, habló a su izquierda.
—Está ahí.
Málaga inspiró profundamente mientras ponía los ojos en blanco. «No», quiso decir, «si se cree les he traído aquí para rezarle un rosario a la virgen del Carmen».
—Este es el convento del que os he hablado —optó por decir, reservando el sarcasmo para una situación más propicia—. Si sois tan amable... —continuó, para que el joven le acompañara.
Juntos avanzaron hasta la puerta, con Londres siguiendo sus pasos en un silencio extraño en ella. Málaga alzó la mano y golpeó tres veces el portón de madera con la aldaba, de forma firme pero tranquila. Apenas unos segundos después, la puerta se abrió y un fraile les observó con curiosidad.
—¿Qué se les ofrece?
Málaga compuso su mejor sonrisa.
—Buenas noches nos dé Dios —dijo, a modo de saludo—. Hemos sabido de los hombres recluidos en este convento y aquí mis acompañantes vienen de muy lejos, si nos hiciera usted el favor...
De repente fue dolorosamente consciente del aspecto que mostraban los tres. Ella, con uno de aquellos vestidos que tanto gustaban a las jóvenes burguesas, con toda su incomodidad y poca practicidad; Londres y Derry con sus ropas de viaje, que no dejaban de ser más cercanas a la clase alta que al pueblo llano. Por un momento deseó haber ido sola y con sus ropas habituales, más humildes y adecuadas a aquel barrio. Si algo le gustaba poco era la ostentación, que además consideraba que estaba fuera de lugar en un convento de una orden mendicante.
—Me temo que no es posible —respondió el fraile, agachando la cabeza con educación pero sin una pizca de pesar. Ya comenzaba a cerrar la puerta cuando Málaga se adelantó y lo impidió. Derry había hecho lo mismo.
—Por favor —insistió.
Londres, tras ella, chasqueó la lengua. No le hacía falta entender español para saber lo que ocurría.
—¿Ese es todo vuestro poder, querida Paula? —le dijo, con la voz cargada de desdén.
Paula. No solo se burlaba de ella, sino que la llamaba por su nombre humano para despojarla de su título de Ciudad.
—No es uno de mis hijos —le respondió, mientras el hombre observaba el intercambio en aquel idioma desconocido para él y empezaba a mostrar signos de temor ante aquellos tres desconocidos—. Ni yo los obligo a cumplir mis deseos.
Aun así, Londres le había dado una idea. Instó a Derry a que soltara la puerta con un gesto y centró su atención en el fraile, que también había dejado de empujarla para cerrar. Le sonrió levemente y dio un paso atrás.
—Disculpe, fray...
—Jeremías.
—Disculpe, fray Jeremías —repitió—. Entiendo que está cumpliendo con su deber, pero necesitamos hablar con esos hombres —explicó con voz suave mientras empezaba a remangarse poco a poco primero la manga derecha y luego la izquierda, para dejar a la vista sus muñecas—. Y quiero creer que comprenderá la importancia de esa petición.
Le mostró la parte interior de sus muñecas al fraile, que tomó sus manos con cierta reticencia para analizar las líneas que se dibujaban en sus articulaciones.
Los Reyes Católicos la nombraron muy Noble. Felipe IV, muy Leal. Ambos títulos aparecían dibujados bajo su piel, en las muñecas derecha e izquierda respectivamente, como trazados por la pluma de un escribano de gran talento y en un negro tan limpio que parecía que la tinta aún no se hubiera secado. Por alguna razón que las Ciudades desconocían, sus títulos siempre aparecían tatuados en su piel, de una forma u otra. Málaga escondía, además, en la nuca y bajo sus rizos castaños, el título otorgado por Felipe V. Muy Ilustre.
Fray Jeremías la miró a los ojos.
Las tres Ciudades cruzaron la puerta del convento.
El convento de San Andrés se había convertido en una improvisada cárcel. Bonita, tranquila e infinitamente más confortable que la prisión civil, pero cárcel a fin de cuentas. Fray Jeremías les guió por los pasillos y claustros del edificio y las tres Ciudades recorrieron aquellas silenciosas estancias sin mediar palabra. Por el rabillo del ojo Málaga pudo comprobar que Derry ni siquiera apartaba la mirada del frente. Caminaba como un caballo ataviado con anteojeras, como si no pudiese volver sus ojos en ninguna otra dirección. Londres, por el contrario, parecía muy interesada en lo que podía ver a su alrededor. Posiblemente fuera la primera vez que entraba en un edificio religioso de aquella índole. A Londres le gustaba la guerra, no la espiritualidad.
El eco de sus pasos les acompañó hasta un despacho improvisado en el que el capitán del regimiento de infantería, flanqueado por dos de sus hombres en idéntico uniforme azul, se afanaba entre papeles y cartas. El fraile se retiró apresuradamente tras dedicarles una breve inclinación de la cabeza.
El hombre ni siquiera había levantado la cabeza de sus documentos al escucharles llegar, por lo que Málaga tomó aire por la nariz con lentitud, se alisó las faldas con las manos y carraspeó. Empezaba a lamentar cada vez más que González Moreno, su gobernador, hubiera tenido más influencia sobre los hombres allí apresados que las voces que habían intentado disuadirles de ir a Málaga.
—¿Qué se les ofrece?
—Querríamos ver al señor...
No sabía cómo se llamaba. Sabía, porque el cónsul Mark había tenido una audiencia con ella, que había un inglés entre las filas del general Torrijos, pero nadie había mencionado su nombre. Málaga se giró, dudosa, hacia un Derry que mantenía la misma expresión de malestar que tuviera al bajar del barco.
—¿Cómo se llama?
La Ciudad alzó las cejas ante su pregunta y tardó un par de segundos en responder con tres escuetas palabras.
—Mister Robert Boyd.
Málaga asintió y volvió a fijar su atención en el capitán general que esperaba pacientemente su respuesta.
—Querríamos ver a mister Robert Boyd, capitán Fonseca—explicó, asegurándose de utilizar el nombre de su interlocutor para dejar constancia de que sabía quién era—. Mis compañeros han realizado un largo viaje hasta Málaga para reunirse con él en nombre de la reina Victoria.
Londres susurró algo tras ella. Solía ponerse nerviosa cuando alguien mencionaba a su reina sin que ella pudiese entender lo que comentaba. Sobreprotección. La tenía con sus reinas desde todo aquel lío con Isabel.
—¿Por qué motivo quieren entrevistarse con el señor Boyd?
Málaga hizo su mejor esfuerzo para no variar su expresión y mantener la calma. Sentía la mirada de Londres y Derry sobre ella.
—Creo, capitán, que eso solo incumbe a mis compañeros.
—No se lo tome a mal, mi señora, pero por muy representantes de su majestad la reina Victoria que sean, no tienen jurisdicción sobre mis detenidos. —El capitán se mantenía firme y serio. Málaga le sostuvo la mirada, tranquila—. El cónsul Mark ya nos honró con su insistente presencia, ¿por qué cree que dejaré pasar a sus acompañantes si él no tuvo ese privilegio?
—Porque, mi estimado capitán, he aquí a la noble Ciudad de Londonderry, villa natal de mister Boyd, y a la Ciudad Capital de la Inglaterra, la noble y excelentísima Ciudad de Londres —apuntó, presentando a sus compañeras con un suave movimiento de sus manos. Por el rabillo del ojo pudo comprobar cómo los ojos de Londres brillaban ante la repentina tensión de los hombros del capitán al escuchar su nombre. Sádica. Por un momento la imagen de Sevilla acudió a su mente—. Si se cree usted en el derecho de negarles la entrada, le ruego, capitán Fonseca, se lo comunique usted mismo.
—Querida Paula, transmítele nuestro agradecimiento al capitán por tomarse la molestia de cuidar de nuestro estimado Robert. —El sarcasmo en la voz de Londres era evidente incluso para aquellos que no comprendían el idioma—. A partir de ahora Londonderry y yo nos ocuparemos de él.
—Tú no tienes que ocuparte de nadie, Londres, solo estás aquí porqu...
—Porque nadie te tomaría en serio sin tu Capital —siseó la rubia. Málaga entornó los ojos mientras les observaba. Hacía dos siglos que Londres había sufrido un incendio tan devastador que había quedado marcado en su piel con dureza. Las serpenteantes marcas que subían por sus brazos y su cuello le otorgaban un aspecto tan intimidante como sus palabras, duras y cargadas de seguridad y poder—. Así que cállate, busca a Boyd y muéstrate agradecido porque no haya mirado a otro lado y esté aquí salvando a un niño imprudente e insensato.
Un incómodo silencio se extendió por la sala. Derry y Londres se sostenían la mirada, ambas cargadas de odio. Málaga se giró una vez más hacia el capitán.
—¿Dónde podemos encontrar a mister Boyd, capitán?
No le fue difícil divisar al único de sus hijos entre aquella multitud agolpada en el refectorio. El cabello pelirrojo del joven destacaba entre aquella maraña de hombres que aguardaban su destino.
El sonido de la puerta al abrirse y de sus pasos había hecho que casi cincuenta pares de ojos se fijaran en ellos, pero al no ver uniformes ni galones habían perdido el interés con rapidez. Derry, sin embargo, había podido observar el asombro en el rostro del joven Boyd, que fue sustituido rápidamente por el amago de una sonrisa que no llegó a formarse.
—Robert.
—Mi señor Derry —pronunció el joven poniéndose en pie. Su mirada se desvió hacia Londres, a quien saludó con cortés gesto—. Mi señora Londres, mi Capital. ¿A qué debo el honor de su presencia en este lugar?
—¿Qué creéis vos, mister Boyd?
La dureza en las palabras de Londres hizo bajar la mirada al joven.
—Lamento que se hayan visto envueltas en esta situación.
—Debería lamentar su situación, mister Boyd —le increpó Londres—. No creo que sea consciente de la gravedad de sus actos. Ha actuado junto a unos golpistas contra la soberanía de la corona.
—Londres...
—Soy consciente de ello, mi señora, pero esta casa real difiere de la nuestra por mucho —aseguró—. Nuestra reina Victoria, Dios la guarde en su gloria, no hace gala del despotismo y la crueldad con la que el rey Fernando oprime al pueblo español. Si mi delito es no volver la mirada ante tal injusticia, acepto mi culpa y espero que el fusilero sea de tiro certero.
Desde el otro lado de la sala, Málaga observaba en silencio la conversación. No entendía una palabra, pero el tono airado de Londres contrastaba con la serenidad del joven condenado y el triste silencio de Derry. Un rápido vistazo a su alrededor le bastó para comprobar dos cosas: la primera, que algunos de los hombres la habían reconocido y no era bien recibida; la segunda, que la discusión de los ingleses empezaba a llamar la atención. Se acercó a la pila lavatoria que había junto a la entrada, intentando mantenerse en un segundo plano y no pensar en la suerte que iban a correr aquellos hombres tarde o temprano.
Uno de los prisioneros aprovechó aquel momento para acercarse a ella, delatado por su porte y sus maneras. De rizos oscuros y frente despejada, se movía entre aquellos hombres con una confianza que muy pocos demostraban.
—Sois el general Torrijos —dijo ella, antes de que el hombre pudiera saludar. Él bajó la cabeza en un silencioso reconocimiento.
—Y vos sois Málaga.
Ella se limitó a asentir, empezando a notar cierta opresión en el pecho provocada por un sentimiento de culpa del que no conseguía terminar de deshacerse.
—Me habría gustado conocerla en otras circunstancias.
—También a mí, general —aseguró ella —. Lo crea o no, lamento la espinosa situación en la que todos nos hayamos. Por una vez no celebro la astucia de mi gobernador.
Torrijos asintió. Se notaba por su porte que era un hombre valiente y recto, que aceptaría su destino. Pero cuando miraba a su alrededor, cuando fijaba la mirada en la airada discusión que los ingleses mantenían al fondo de la sala, la culpabilidad se asomaba a sus ojos.
—Puedo, si lo desea, mi general, informar a su Ciudad de su situación. —Torrijos sonrió casi con melancolía ante su ofrecimiento—. Solo dígame cuál de mis hermanas debe recibirla y enviaré enseguida una carta.
Torrijos meditó un instante, con la mirada fija en los tres ingleses.
—Valladolid.
La mención de la que antaño fuera capital del reino le hizo fruncir los labios. No sentía especial estima por las ciudades castellanas. Habían, intencionadamente o no, creado un muro que las dividía con el sur. Valladolid, en particular, era difícil de tratar, mucho más desde que Madrid le arrebatase la Capitalidad. Como Toledo, su orgullo nunca se había recuperado del golpe que fuese que una ciudad adolescente le venciera. Torrijos debió notar la tensión en su semblante, pues rio con dulzura.
—Presiento que ha cambiado de idea.
Málaga negó suavemente.
—En absoluto, general. Le avisaré en cuanto abandone el convento, si así lo desea.
En aquella ocasión fue el general quien sacudió la cabeza en una leve negación.
—Se lo agradezco, mi señora, pero no hay necesidad. Dejemos a Valladolid al margen de esto. Nada tiene ella que ver en mis decisiones y mis actos hacia la corona.
—Sabe cuál es el destino que le aguarda a usted y a sus hombres —afirmó Málaga, tras unos segundos de apacible silencio en los que ambos no habían hecho más que observar al resto de prisioneros.
—Por supuesto —dijo—. Mi único pesar se debe a aquellos que se han visto envueltos en una causa que en última instancia no les pertenece. —Mientras el hombre hablaba, los ojos de Málaga vagaron hasta Robert Boyd y Derry—. Mi señora, ¿cree que...? ¿Podría interceder por el señor Boyd y mis compañeros gibraltareños?
Málaga cerró los ojos un segundo ante su petición, tomando aire despacio. ¿Para qué si no estaban allí? ¿Qué hacían Londres y Derry en Málaga, si no intentar salvar aunque tan solo fuera la vida del joven Boyd?
—Eso es lo que pretendemos, general —contestó al fin, con voz cansada—. Dios lo permita.
Las conversaciones no se dilataron en exceso, o al menos eso les pareció. Llevarían poco más de treinta minutos allí cuando la puerta del refectorio volvió a abrirse, esta vez para dejar pasar al capitán acompañado de varios de sus hombres. Fonseca miró en derredor y se dirigió finalmente hacia Málaga.
—Mi señora, es hora de cerrar el convento. Los monjes insisten —explicó—. Ruego se lo comunique a sus compañeros.
Sin mediar palabra y tras unos instantes sosteniendo la mirada al capitán, Málaga giró sobre sus talones y silbó lo suficientemente alto como para conseguir la atención de toda la sala, incluidas las Ciudades inglesas.
—Es hora de marchar.
Londres parecía airada cuando dio la espalda a Derry y Boyd y cruzó la sala a grandes zancadas. Málaga no había entendido una sola palabra de la conversación entre ellos (su inglés era mediocre y la distancia a la que se encontraban en la sala no había ayudado), pero en ocasiones Londres era un gran libro abierto. Esa era una de ellas.
El capitán Fonseca se hizo a un lado para permitir a la Capital salir de la habitación y ahí se mantuvo, a un costado de la puerta, cuando Derry cruzó el umbral. Sin embargo, no fue tan permisivo con Boyd. Sus manos se aferraron al brazo del joven en cuanto intentó seguir a su Ciudad, propinándole un buen empujón que le hizo trastabillar hacia el interior de la sala.
Málaga cerró los ojos y respiró hondo, preparándose para lo que estaba por venir. Mientras, Torrijos ayudaba a su compañero a recuperar el equilibrio.
—No puede retener a un súbdito británico, capitán.
—Puedo retener y retendré a quien atente contra la corona y así el rey Fernando lo solicite —aseguró Fonseca. Londres y Derry habían intentado regresar al interior de la sala pero los hombres de Fonseca habían conseguido reducirles. En otras circunstancias a Málaga le habría resultado divertido ver cómo eran necesarios seis fornidos hombres para controlar a una chiquilla de metro y medio como era Londres—. El gobernador cuenta con una orden real procedente de Madrid que estipula el encarcelamiento del general Torrijos y todos sus compañeros. Todos, sin distinción.
Málaga permaneció en silencio, pensativa. Tras unos breves instantes, observó a Torrijos y Boyd y volvió a centrar su atención en Fonseca.
—Volveremos por la mañana.
El capitán asintió y la invitó a salir con un gesto.
—Miss Málaga, milady. —La Ciudad no fue la única que, sorprendida, se giró para clavar la mirada en él cuando el joven Boyd pronunció su nombre—. Me gustaría hablar con vos un instante, si no es molestia.
La Ciudad intercambió una rápida mirada con el capitán. Ambos sabían que aquella pregunta estaba más dirigida a Fonseca que a la Ciudad. El capitán respondió con un gesto de la mano, tras el cual Málaga no perdió un instante y se alejó unos pasos, seguida de Boyd.
—Le escucho.
—Ambos sabemos, miss Málaga, que ni mis compañeros ni yo saldremos con vida de esta empresa. —La voz de Boyd era suave, su tono tranquilo. Al igual que Torrijos, no parecía preocupado ni sorprendido por su destino. Lo había asimilado hacía ya tiempo—. No soy lo suficientemente importante para que la reina interceda por mí y seguramente no haya tiempo para hacerlo, de todas formas.
—Enviaré una misiva a Madrid, teniente Boyd.
El chico negó con la cabeza.
—Agradezco su buena intención, milady —aseguró—. Me gustaría, no obstante, pedirle un favor. Una última voluntad, si sus buenas intenciones no fueran suficientes.
En silencio, Málaga asintió.
—Sé que no profesamos la misma religión, pero ¿le importaría pronunciar una plegaria sobre mi tumba?
Málaga le miró a los ojos. Era demasiado joven para mostrar ese temple y esa forma de aceptar lo inevitable. Detrás de sus ojos había demasiada vida.
Tragó para deshacer el nudo de su garganta.
—¿Puedo preguntar por qué no se lo pide a Derry?
—Me temo, milady, que no he podido mencionar el tema. Derry, a diferencia de vos y de mí, confía en que el final de esta gesta sea propicio para nosotros.
Málaga miró con disimulo por encima de su hombro, de forma casi imperceptible. Al otro lado de la puerta, Derry mantenía sus ojos clavados en ellos. La Ciudad volvió la mirada de nuevo hacia el joven Boyd.
—Espero que así sea, mister Boyd —aseguró mientras introducía una de sus manos en el bolsillo de su abrigo—, pero en caso de cumplirse nuestros temores, prometo rezar por su alma. Mis gentes no les han apoyado, teniente, pero un pedazo de la Ciudad siempre estará con ustedes.
Con un gesto rápido, Málaga asió la mano de Boyd durante apenas un instante, le dedicó una sonrisa y se alejó de él. Tras despedirse del general Torrijos con un breve gesto, salió de la sala sin dirigir siquiera una mirada a Fonseca y comenzó a recorrer el pasillo hacia la salida del convento. Había poco tiempo y mucho que perder.
Estimado Madrid:
No pretendo cuestionar con esta petición las órdenes de Su Majestad ni pedirte que le traiciones. Sé, sin embargo, que te tiene como fiel consejero, y por eso recurro a ti.
El capitán Fonseca, como sabrás, tiene en su poder al general Torrijos y a sus hombres. Soy consciente de las acusaciones que pesan sobre ellos, así como lo soy de que entre ellos hay extranjeros. No te pido que intercedas para pedir su perdón, sino su extradición. Estarás de acuerdo en la importancia de que sean juzgados por sus leyes y no por las nuestras y sé que, al igual que yo, querrías que otras Ciudades tuvieran esa consideración si la ocasión fuera la contraria. Londres y Derry nos han honrado con su visita, y me consta que tomarán nota de lo que suceda.
Te ruego hables con el rey e intercedas por que estos hombres reciban un trato justo. A ti te escuchará.
Atentamente,
Málaga.
«Qué pesadilla», pensó Madrid mientras con un gesto hastiado lanzaba al fuego la misiva malagueña.
Estaba cansado, muy cansado. Cansado de sus hermanas y de que no pasara un solo día sin que alguna de ellas le pidiese un favor. Cansado especialmente de que las Ciudades sureñas justificasen a sus golpistas. Había ocurrido con Cádiz tras la disolución de las Cortes. Luego ocurrió con Granada, hacía ahora menos de un año. Ahora era el turno de Málaga. ¿Es que Andalucía no comprendía que era a Fernando VII y solo a Fernando VII a quien debían guardar lealtad?
Estaba tan cansado, tan ofendido, que ni siquiera se molestó en mostrarse cortés en su respuesta.
Mi muy apreciada Málaga:
Empieza a resultarme alarmante la inclinación andaluza por los traidores a la corona, aunque aprecio vuestra preocupación por la vida de súbditos que ni siquiera son vuestros hijos. Valladolid, por el contrario, ha tenido la sensatez de no mencionar al general Torrijos y sus compañeros en misiva alguna, mucho menos de pedir su libertad.
Con esto quiero recordarte que la única razón por la que tendrías derecho a pedirme algún trato de favor hacía un detenido es que fuese malagueño. Solo hay uno, que yo sepa, y no es por él por quien pides, algo muy sensato dada su evidente culpabilidad por traición. En cualquier caso, mi respuesta es la misma: no interfieras en asuntos que no te competen.
Y si Londres tiene algo que decirme estoy seguro de que recuerda cómo llegar a la capital.
Madrid.
Querido Granada:
Necesito tu ayuda.
Londres y Derry se encuentran en mis territorios, pues el general José María de Torrijos y Uriarte ha sido apresado días ha en Alhaurín y entre sus hombres hay algún inglés y gibraltareño a quienes pretenden llevar de vuelta a la Inglaterra. Sobre todo a uno. No voy a entrar a valorar la importancia de dicho hombre porque no me concierne, pero el capitán, Javier Fonseca, del cuarto regimiento de infantería, se niega a dejarlo ir. Ni a él ni a ninguno de los extranjeros. Necesito que te pongas en contacto con la Capitanía General de la Costa de Granada para que den orden de indultar a dichos hombres con el fin de que sean juzgados por las leyes de su país. Ya le he escrito a Madrid, pero dudo que esté dispuesto a ayudarme.
Espero tu respuesta,
Málaga.
La historia se repetía constantemente. Aunque Madrid no quisiera verlo, el rey "deseado" había perdido cada vez más el favor de su gente. Los levantamientos se habían sucedido en cuestión de pocos años. Cataluña en 1827, Euskadi en 1830. Granada en marzo. Málaga en diciembre. Todo indicaba que algo no iba bien pero Madrid apoyaba incondicionalmente a su rey, quizás por el temor de volver a verse dominado por los franceses. Mataría con tal de mantener a la desaparecida París lejos de él. Y eso estaba haciendo. Estaba matando despiadadamente a cualquiera que le retase, incluso si eso significaba enemistarse con sus hermanas.
Granada lo sabía bien. Hacía meses que no dirigía la palabra a la Capital.
Su respuesta a Málaga fue escueta y precisa.
Querida Málaga:
Lo único que hará Madrid será apretar un poco más la soga en el cuello de esos hombres.
Lamento los acontecimientos, pero no te involucres. No puedes hacer nada y solo terminarás sintiéndote culpable. Si Londres o Derry te piden responsabilidades sabes a quién debes remitirles. Madrid se ha buscado estos problemas, deja que se atenga a ellos.
Recibe todo mi apoyo,
Granada.
Ambas respuestas se arrugaban en su puño mientras recorría de nuevo las calles del barrio del Perchel a grandes zancadas. A su lado, Derry seguía sus pasos sin problemas; Londres, por su parte, tenía algo más de dificultad, si bien no se quejaba y se mantenía a buen ritmo.
Sus hermanas le habían fallado y ella había dejado leer ambas cartas a las dos Ciudades extranjeras para ahorrarse explicaciones. Era un hecho: estaban solos en su cometido, y solos tendrían que liberar a aquellos ingleses. A Robert Boyd.
Llegaron de nuevo al convento con las primeras luces del alba y el ruido del despertar de un barrio pesquero de fondo, con las voces de los percheleros al aire. Fue fray Jeremías el encargado de recibirles, de nuevo, y de nuevo les recibió con malas noticias.
Ya no estaban allí. Ni soldados ni prisioneros. El convento había quedado vacío y, con él, sus esperanzas.
Fue Derry quien preguntó el destino de aquellos hombres, con su español torpe e incorrecto. Londres callaba.
El fraile negó con la cabeza ante su pregunta. No tenían razones para hacer partícipes a los frailes de sus decisiones, dijo, al igual que no habría tenido sentido hacerlo porque sabían que Málaga y las otras dos Ciudades regresarían y preguntarían.
Málaga tradujo las palabras del fraile a sus compañeras. Nunca había pensado que la faz de Derry pudiese volverse más pálida de lo que ya era. Londres chirrió los dientes.
—Encuéntrales.
Era sencillo para una Ciudad encontrar algo dentro de los límites de su territorio. No importaba cuánto quisieran los ciudadanos ocultar ese algo, poco se podía esconder a un alguien que era, a su vez, un todo.
En aquella ocasión solo había una pega: que solo uno de los condenados se encontraba vinculado a la Ciudad y su vínculo se perdía entre una multitud. Sin embargo, contaba también con una ventaja: todo el barrio del Perchel había visto la improvisada procesión formada por soldados y presos que recorrió sus calles en quejumbroso silencio al despuntar el alba.
No tuvo más que seguir las sensaciones de congoja, de disgusto y de curiosidad para recorrer el mismo camino que habían transitado soldados y cautivos aquella mañana. Encontraron a mujeres asomadas a los balcones, hombres fumando en el quicio de las puertas, niños escondidos entre los visillos de las ventanas; todos ellos habían sido testigos de la comitiva y continuaban ahí, discutiendo y comentando los hechos con sus vecinos. Málaga y las dos Ciudades extranjeras se deslizaron entre el vecindario sin suscitar apenas una mirada, recorriendo calle tras calle en dirección sur, hasta que al olor de los percheles se le unió el regusto salado del mar.
El sol iluminaba las playas de Huelin cuando divisaron al grupo; una hilera de hombres de pie frente a otra menos numerosa y varios frailes apartándose de ambas.
Echaron a correr hacia ellos, pero no fue suficiente. Málaga maldijo el momento en el que decidió usar aquel vestido cuyas faldas le impedían correr en cuanto vislumbró los fusiles alzarse en manos de los soldados. Maldijo del mismo modo la dificultad de caminar sobre la fina arena que hacía que sus zapatos se hundieran y entorpecía aún más su carrera. Casi les habían alcanzado por uno de los laterales cuando las detonaciones les destrozaron los oídos.
Estaban lo bastante cerca como para distinguir los rostros de aquellos hombres desencajados por el dolor y la muerte; algunos, con los ojos vendados. Pero no todos.
Derry cayó de rodillas como un reflejo de Robert Boyd, con un gemido ahogado y la mano (que él, a diferencia de un esposado Boyd, podía mover) oprimiendo su costado izquierdo. Ambos habían perdido el aliento y, cuando Derry pudo levantar la mirada, encontró que su hijo hacía acopio de fuerzas para alzarse y enfrentar de nuevo, firme, casi altanero, al pelotón de fusilamiento. Mientras se levantaba tambaleándose y volvía a enfrentarse a los fusiles, a la espera de que terminaran su trabajo, las miradas del joven liberal y su Ciudad se encontraron durante unos segundos muy largos y muy cortos al mismo tiempo. Derry intentó decir algo pero el dolor en su costado, su respiración desigual, le dificultaba pronunciar palabra.
—¡Deteneos! ¡Deteneos, lo ordena la Ciudad!
Málaga había continuado corriendo hacia el capitán, pero ni sus gritos airados ni sus ruegos desesperados consiguieron evitar la segunda tanda de disparos que impactaron, esta vez con más acierto, en los pocos hombres que habían quedado en pie. Robert Boyd cayó al suelo. A su izquierda, también el cuerpo inerte del general Torrijos yacía sobre la arena.
Málaga, incapaz de saber si había más frustración, tristeza o rabia dentro de ella, detuvo sus pasos. Los fusileros recogían ya sus armas y el capitán Fonseca dedicó una mirada tranquila a la Ciudad. Con suma prudencia, pero cargado de altanería, el capitán recorrió los escasos metros que le separaban de Málaga y tendió a la Ciudad una carta antes de marcharse. Londres, que se había detenido de golpe con los primeros disparos, se arrodilló junto a su Ciudad hermana y le puso una mano en el hombro. Derry no la miró, incapaz de apartar los ojos de aquel cuerpo inerte que se desangraba sobre la arena. Dando aún la espalda a las Ciudades inglesas y haciendo acopio de sus fuerzas para apartar la mirada de los cuerpos que yacían sobre la arena, Málaga desdobló la misiva que Fonseca había puesto en sus manos.
Fusiladlos a todos.
Yo, el rey.
Había llegado el mediodía cuando los cuarenta y ocho cuerpos fueron recogidos y trasladados a la ciudad. Cuarenta y cinco de ellos, por orden de Fernando VII y a pesar de las quejas de Málaga, fueron trasladados a San Miguel para ser arrojados en una fosa común.
(Málaga nunca olvidaría cómo sus cementerios se habían ido llenando poco a poco de fosas comunes donde se amontonaban los cadáveres de quienes, en diversas épocas, cuestionaron el poder dirigente; cómo, siglos después, San Rafael se convertiría en el cementerio con más fosas comunes de España, dejando en su interior un vacío insalvable).
Dos, el general Torrijos y su compañero López Pinto, fueron enterrados, por mediación de sus familiares, en sus correspondientes panteones familiares. El último, el del joven Boyd, corrió una suerte irremediablemente diferente.
Londres y Derry apoyaron la petición del cónsul Mark, quien junto a su hijo había sido testigo de la matanza, para que el cuerpo de Boyd les fuera entregado. Esta vez no hubo ningún tipo de problema al respecto. El cadáver de Boyd fue entregado al cónsul y llevado a su propia vivienda para elegir el lugar de su sepultura.
Londres había esperado que Derry insistiera en la repatriación del cuerpo. Pero no lo hizo.
—Enterradlo aquí —ordenó—. Que tenga la honra de ser el primer inglés enterrado en el primer cementerio anglicano de España. —Sus ojos se clavaron directamente en los del cónsul cuando añadió—. Que Málaga no olvide nunca que ha dejado asesinar a un súbdito británico.
Málaga no pronunció palabra. En su mente no dejaba de repetirse la promesa que le había hecho al joven el día antes de su muerte.
A diferencia del resto de sus compañeros, Boyd fue enterrado con honores. Su cuerpo fue depositado en el pequeño cementerio inglés que el cónsul había conseguido inaugurar hacía tan solo un mes. Fue enterrado en la zona baja, a la derecha de la puerta de entrada y cerca del muro. El cónsul había encargado una sencilla lápida que fue colgada de la pared; lápida donde podía leerse su nombre, su fecha de nacimiento y la fecha de su muerte, poco ornamentada y decorada únicamente con una mano que señalaba hacia arriba. A diferencia de lo que habría podido parecer, era perfecta.
Málaga había asistido a la ceremonia en un discreto segundo plano. Derry había renunciado a su derecho a dirigir el sepelio y Londres había tomado el lugar de su hermana mientras esta permanecía en silencio, con los ojos fijos en el féretro. Allí permaneció Derry; quieta, callada y cabizbaja, incluso cuando los asistentes comenzaron a retirarse.
Málaga les impidió entonces que se marcharan, interponiéndose entre los presentes y la puerta del cementerio. No le hizo falta hablar inglés para que comprendieran su ruego. Comenzó entonces a repartir conchas de la playa de San Andrés entre todos y, una vez la tumba fue cubierta de tierra, ocupó el lugar de Londres frente a ella y se arrodilló.
Cumplió su promesa. Y una vez terminada su plegaria, depositó la concha sobre la tumba, como tantas veces hiciera sobre los enterramientos clandestinos llevados a cabo en la playa. En esta ocasión no fue una única concha la que marcó el lugar, sino decenas de ellas.
Fue Derry el último en colocar una concha sobre la sepultura de Robert Boyd. Derry, quien le había mantenido la mirada con rabia cuando ella se la había entregado. Derry, que no sabía que aquella concha era la misma que le había dado ella el día anterior al propio Boyd, como símbolo de su promesa.
«Mis gentes no les han apoyado, teniente, pero un pedazo de la Ciudad siempre estará con ustedes.»
—Marchamos.
Londres, que vestía un regio traje gris oscuro, realizó un leve gesto con la cabeza a modo de despedida. Málaga asintió.
—Que el viento os sea propicio y el viaje breve —les deseó—. Mister Derry, hay un último asunto que deseo tratar con usted.
Derry se mostró educadamente desinteresado ante sus palabras y se limitó a mirar en silencio y con la mirada cargada de odio a la Ciudad andaluza. Málaga sacó de su bolsillo un pañuelo blanco que sostuvo en su mano izquierda. Lo desdobló con cuidado y alargó el brazo, tendiendo a Derry su contenido.
—El padre Hinojosa me entregó ayer noche esto —explicó—. Mister Boyd se lo confió junto a una carta para su hermano antes de salir hacia la playa. Presupongo que querrá conservarlo o tal vez entregarlo a su familia.
Derry desvió la mirada de los ojos de Málaga a la palma de su mano. Sobre ella descansaba un anillo dorado, cuadrado, con una B grabada en el centro. Estaba bien pulido y limpio. La Ciudad lo observó durante unos segundos antes de darse la vuelta.
—Quédeselo —pronunció ante sus sorprendidas hermanas—. Que permanezca lo más cerca posible del lugar donde pasó su última noche. Llévelo a la iglesia del convento. Cuélguelo del cíngulo de su cristo. —Había recorrido los escasos metros que le separaban de la entrada al recinto. Derry apoyó una mano en el blanco muro e hizo una pausa antes de continuar—. Acuérdese de él, Miss Málaga, cada vez que mire a su Dios.
Pasarían más de doce años hasta que Málaga y Derry volvieran a encontrarse, y ni siquiera entonces intercambiarían más que meros saludos de cortesía, aunque ella para entonces tendría mucho que decirle. Mucho que intentar demostrarle.
Había ocurrido tan solo unos meses antes de volver a verse, en agosto de 1843. Un dolor punzante bajo el pecho la había despertado en plena noche, solo para encontrar su camisón manchado de sangre. Había reconocido aquel dolor, aunque hubieran pasado más de cien años desde la última vez que lo sintió, y corrió hasta el espejo que coronaba su tocador, al otro lado de la habitación. Encendió una vela con manos temblorosas y se desnudó con rapidez, intentando descifrar lo que aquel reflejo trémulo le mostraba.
Allí, bajo cada uno de sus pechos, habían aparecido dos nuevos títulos, bordeándolos.
Siempre denodada.
La primera en el peligro de la libertad.
Negar sus lágrimas de aquella noche habría sido mentir, como también lo habría sido decir que al despuntar el día no había corrido hasta la plaza de Riego, donde tan solo unos meses antes se había erigido un obelisco en honor del general Torrijos y sus hombres, y a donde se habían trasladado sus cuerpos.
Se trataba de un monumento imponente, realizado con la arena de la propia playa en la que se había llevado a cabo el fusilamiento. Málaga lo había observado mientras recordaba cada una de las escenas de aquel fatídico 11 de diciembre, tan nítidas como si acabasen de ocurrir, deseando haber hecho más. Podría haberse enfrentado a Madrid. Podría haber insistido a los monjes, haber convocado a Gibraltar, a Sevilla, a Cádiz...
Pero era demasiado tarde, lo sabía. El arrepentimiento le había pesado cada vez que había escuchado las olas de la playa de San Andrés. Ahora, con la aparición de aquellos títulos, por primera vez se había sentido merecedora de que la sangre de aquellos hombres se hubiera derramado en sus playas, y aunque la gloria nunca reemplazaría el valor de una vida perdida, y mucho menos de las cuarenta y nueve que fueron arrebatadas aquella mañana en sus playas, sabía que ya estaba lista para enfrentarse a Derry, mirarle a los ojos con la cabeza alta, sin avergonzarse, y decirle «soy digna».
—Mister Derry.
—Miss Málaga —saludó el joven con educada frialdad—. ¿Ha ido a rezar a San Andrés últimamente?
La joven apretó los labios antes de responder.
—Con asiduidad.
Derry asintió.
—Bien. Tiene muchas cosas que meditar ante su cristo.
Regresó a su ciudad aquella misma noche. Volvió nada más terminar la reunión y entró en Málaga cuando el sol llevaba ya varias horas escondido. Las calles estaban desiertas y sus pasos resonaban en el empedrado mientras atravesaba la calle Granada hasta la plaza de Riego, donde el imponente obelisco se erigía rodeado por una verja de hierro forjado que ella misma había encargado a los Heredia. Sus manos acariciaron los barrotes mientras rodeaba el obelisco.
En cada cara una placa con un mensaje recordaba a las víctimas que descansaban bajo la plaza. Todas, salvo Boyd. Al llegar a uno de los laterales del monumento, se detuvo y su mirada se fijó en la placa de hierro que la adornaba.
A veces, no muchas veces, las Ciudades modificaban el trazado o la estética de sus calles y plazas. Intentaban no hacerlo, era cierto, porque alterar el recorrido de una calle o cambiar la fachada de un edificio podía hacer que los humanos se desorientaran. Pero a veces, no muchas veces, lo hacían.
Aquella noche, durante quince largos minutos, Málaga permaneció con la mirada fija en aquella placa y la memoria anclada en la playa de San Andrés, en aquel lejano 11 de diciembre.
Cuando el sol despuntó ella ya estaba lejos. La luz bañó las playas y las calles de Málaga mientras su Ciudad desaparecía tras los muros de la capilla del Carmen y, acercándose al cristo, rozaba con sus dedos el anillo de oro que colgaba de su cíngulo mientras repetía, como en una plegaria, las mismas palabras que ahora brillaban bajo el sol en el obelisco de la plaza:
—A vista de este ejemplo, ciudadanos, antes morirque consentir tiranos.
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