Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo XX

XX - DECISIONES


Sé que va a abrir la puerta, así que en cuanto oigo los pasos de papá por las escaleras cierro los ojos con fuerza. No estoy muy segura de cuál es mi intención —si es de fingir que estoy dormida o qué— pero el objetivo está muy claro: que me deje en paz.

Spoiler: no sirve de nada.

Papá entra en la habitación con su tranquilidad habitual. Oigo que se acerca a la cama y me empeño en seguir con los ojos cerrados. Tal y como sospechaba, no ayuda mucho.

—Livvie —dice con calma—, vamos.

—No quiero ir a la loquera.

Muy sabiamente, decide ignorar la palabrita de provocación.

—No se trata de lo que quieras, sino de lo que necesitas. —Hace una pausa, y luego me sacude suavemente del hombro hasta que abro los ojos—. Venga, mamá está abajo con el coche.

—Puedo ir yo sola.

—Nadie dice que no puedas.

—No, solo pensáis que me escabulliré y no iré a verla.

Esta vez, se queda en silencio durante más tiempo. Quizá pensaría que es una pequeña victoria, pero su expresión me da a entender que no va a moverse de ahí hasta que me ponga de pie.

Todavía más irritada, dejo que tire de mi brazo para hacerlo. No se me pasa por alto que mira el estado de mi habitación, que es un auténtico desastre; notas, cuadernos y cables tirados por todos lados. También está el piano eléctrico que me pedí por internet un día en el que me aburría, y que apenas he mirado en todos estos días. El objetivo era poder tocar sin salir de mi habitación, pero la jugada no salió demasiado bien porque aquí dentro no sé concentrarme.

—Livvie —insiste cuando ve que me quedo ahí de pie.

—¿En serio tengo que ir? —mascullo.

—Sí.

—Papá, tú sabes lo duro que es tener que...

—Vas a ir.

—¿Es que te da igual que...?

—Olivia.

Y con una palabrita ya corta cualquier cosa que pudiera querer decirle.

—Está bien —murmuro de mala gana.

Efectivamente, mamá nos espera abajo con el coche. Me subo atrás sin mediar palabra, a lo que ellos intercambian una mirada. Veo que mamá le sonríe brevemente y él le corresponde, pero no dicen absolutamente nada.

Me paso el viaje en coche mirando por la ventanilla. Sin darme cuenta, me rasco la yema del índice con la uña del pulgar. No me gusta tener que ir a ver a la doctora Jenkins. No me gusta la perspectiva de que papá y mamá estén preocupados. Tengo una sensación muy desagradable en la base del estómago que no me deja estar tranquila del todo. Y, por otra parte, no me puedo sacar de la cabeza el hecho de que en menos de un mes tengo que presentar una canción única en la academia y no tengo nada. Qué desastre.

Llegamos a la consulta diez minutos antes de la hora prevista, pero aun así me dejan pasar enseguida. Miro a papá y mamá, que se quedan en la parte de recepción y fingen que todo está bien.

La doctora Jenkins está tal y como la vi la última vez, incluso lleva un atuendo parecido. Un puntito de dolor de cabeza me hace torcer el gesto y sentarme sin mediar palabra..

Ella, que se había puesto de pie para darme la mano, vuelve a sentarse y finge que no ha visto nada. Su sonrisa calmada me recuerda a la de papá, y me hace pensar en la cantidad de años que se ha pasado él entre consultas. Una parte de mí se pregunta si esa calma se desarrolla con mucho trabajo o es algo que ya viene dentro de ti cuando naces. Espero que sea la primera, porque sino yo estoy perdida.

—Hola, Livvie —dice, toda amabilidad—. Me alegro de verte.

—Sí, sí...

—¿Cómo estás?

Es la preguntita mágica que nadie dice en serio, pero que cuando te la hace una psiquiatra te replantea toda tu existencia.

—Bien —aseguro, encogiéndome de hombros—. ¿Cómo voy a estar?

—No lo sé, por eso pregunto.

El toquecito de regañina hace que entrecierre los ojos.

—He estado ocupada, por eso no he venido antes.

—¿Y qué te ha tenido tan ocupada?

Me molesta mucho que aproveche cualquier argumento para hacerme preguntas, como si todo fuera digno de una investigación profesional.

—No sé. Con mis cosas.

Llego a pensar que va a seguir preguntando, pero no lo hace. En lugar de eso, le pone la tapa al bolígrafo —¿quién escribe a mano hoy en día? Que se actualice— y entrelaza los dedos.

—Sé que estás aquí por tus padres —dice entonces—. Si quieres que no hablemos, no tenemos por qué hacerlo.

—¿De verdad?

—Claro. Es tu hora, haremos lo que tú quieras.

—Ah...

—¿Quieres que no hablemos?

Me está pillando muy desprevenida, así que asiento sin pensarlo demasiado. Ella me imita, sonríe y abre el boli para ponerse a escribir en su libreta.

Honestamente, dudo que aguante mucho tiempo sin decirme nada, así que me entretengo mirando a mi alrededor. El despacho, concretamente. Eso sí que ha cambiado desde la última vez que estuve: está reorganizado y tiene un vasito con una flor encima de la estantería. La ventana está abierta, también, y el airecito veraniego —hoy que no hace mucho calor—, me descoloca el pelo. Si me pongo a escuchar con atención, puedo oír a los niños jugando con pistolas de agua en el parque que hay aquí cerca. Me dan bastante envidia. Y no sé por qué estoy pensando en ello, ahora que me doy cuenta.

Después de cinco minutos, empiezo a considerar la posibilidad de que no vaya a hablarme en el resto de la hora.

Después de diez, ya no puedo aguantarlo más.

Me rasgo el índice con más fuerza y la miro fijamente, pero ella me ignora de forma categórica. Trago saliva y echo una ojeada al reloj de la pared —otra antigüedad— para ver que no ha pasado ni un minuto desde la última vez que lo miré. Esto es insoportable.

—¿Qué te han dicho mis padres? —pregunto de sopetón—. ¿Estaban muy preocupados?

Por fin, la doctora Jenkins levanta la cabeza y me observa. Aun así, me mantiene en silencio unos segundos más, como si lo estuviera pensando. No la soporto. Y me acabo de dar cuenta de que he empezado a tutearla y eso es muy maleducado, pero ahora mismo me da igual.

—Estaban preocupados —admite al final—. Casi todos los padres que pasan por mi consulta lo están.

—Pero ¿qué te han contado?

—¿Te gustaría que les dijera las cosas que me cuentas tú, Livvie?

que lo haces.

—No lo hago —asegura, muy seria—. Eres mayor de edad y tienes derecho a que la información que compartes aquí permanezca en secreto. Puedo hablarles de las cosas que considero importantes y darles algún que otro consejo, pero nunca rompería nuestra confidencialidad como terapeuta y paciente, así que no te preocupes por eso.

No era consciente de lo mucho que me preocupaba esa parte hasta que lo ha dicho en voz alta. Sin embargo, finjo que me da igual.

—Pues vale.

—¿Hay algo específico que no quieres que sepan?

—Claro que no.

—Si fuera así, Livvie, no pasaría nada. No conozco a una sola chica de tu edad que le cuente todo a sus padres. Las elipsis no siempre son malas. —Al ver que me he quedado muda, apoya el mentón en sus manos entrelazadas—. Entonces, ¿quieres que hablemos?

—No quiero que estemos otra vez en silencio...

—Perfecto, pues retomemos: ¿cómo estás?

El poner los ojos en blanco me tienta.

—Estoy bien —repito, aunque admito que en otro tono—. ¿Podría estar mejor? Quizá. Pero también podría estar peor.

La doctora Jenkins tiene una forma muy rara de aprobar mis respuestas. Aunque, por otro lado, quizá no debería buscar que las aprobara.

Resoplo y echo la cabeza hacia atrás. Me duelen las sienes, como siempre que me pongo a sobreanalizar todo lo que tengo alrededor. Estas últimas semanas me ha pasado mucho.

—¿No te encuentras bien? —pregunta ella con preocupación.

—Me duele la cabeza. Las sienes, concretamente.

—No suenas demasiado sorprendida.

—Tengo épocas en las que me pasa mucho. —Vuelvo a ponerme derecha, y la descubro observándome con intensidad—. ¿Qué?, ¿vas a mirarme fijamente hasta que descubras los secretos de mi alma atormentada?

—Si pudiera hacer eso me quedaría pobre en dos días, Livvie.

—¿Por qué?

—Porque solo necesitaría una sesión por persona.

Espera, ¿esto es humor psiquiatra? No sabía que podían hacer bromas, pensaba que eran robotitos sin sentido del humor.

Me sale algo parecido a una risa, aunque es más bien un resoplido. No sé. Creo que no estoy de humor para reírme.

—Sería mejor para todos —aseguro en voz baja.

—¿Y eso por qué?

—Porque me he pasado toda la vida yendo y viniendo de psicólogos infantiles, psiquiatras y webs de Internet que me dicen lo que tengo. Lo único que me falta es un diagnóstico oficial de que he heredado lo mismo que mi padre, unas pastillitas y ya todos seríamos felices.

No soy consciente de lo mucho que pienso en ello hasta que lo suelto en voz alta, y para entonces la habitación ya está en completo silencio. La doctora Jenkins, ahora seria de nuevo, me analiza durante unos instantes.

Oh, oh.

—¿Eso es lo que buscas aquí? —pregunta al final—. ¿Quieres que te diga que has heredado la bipolaridad de tu padre?

—A ver..., está claro.

—No tanto como puedas imaginarte.

—Llevo toda la vida teniendo síntomas, ¿por qué nadie me lo dice de una vez?

—La bipolaridad puede tardar años en ser diagnosticada. Es muy compleja. Podrías haber adoptado los mismos hábitos y actitudes que tu padre simplemente por cotidianeidad.

—Ya, bueno... Lo dudo mucho.

—Además... —Hace una pausa para ajustarse mejor las gafas, cosa que he aprendido que es mala señal porque creo que va a regañarme—, un diagnóstico no cambia nada, Livvie. Que te digan cuál es la causa de una conducta no hace que esta desaparezca. Quieres que te diga que lo tienes para poder pasar página, pero eso no es una solución. Ni las pastillas tampoco. Solo son acompañamiento de un proceso mucho más largo.

—¿Y qué me estás diciendo?, ¿que voy a pasarme toda la vida de consulta en consulta?

—Quizá no toda la vida, pero puedes pasarte mucho tiempo en ellas. ¿Tan mala te parece la perspectiva?

Quiero decir que sí, pero ya no estoy tan convencida.

—No sé —murmuro al final.

La psiquiatra permanece en silencio unos segundos, y siento que me está concediendo un poquito de espacio para que pueda pensar tranquila. Es algo que agradezco, pero que al final termina ahogándome un poco. Necesito que me diga algo.

Por suerte, parece entenderlo.

—¿Tienes planes para cuando termine el verano? —pregunta con suavidad—. Ya falta poquito.

—Sí... No tengo muchos planes, la verdad. A ver, quiero seguir estudiando para el piano, pero no creo que lo consiga.

—Llevas mucho tiempo practicando.

—Ya, pero ellos quieren que me invente mis propias canciones. Que componga, además de tocar bien.

—No todas las carreras de piano están enfocadas a la composición, Livvie.

—Pero... siento que si no lo consigo no será una experiencia tan completa.

Ella asiente y, de forma muy disimulada, apunta algo en su libretita. Me gustaría ver qué es lo que escribe ahí. Igual debería robárselo.

Oye, que eso es pecado.

—¿Y te gusta componer? —pregunta entonces.

—No mucho.

—Elegir un camino que se ajuste más a tus gustos no lo hará menos completo, Livvie. De hecho, te diría que es justo lo que deberías hacer.

—Pero ¡todo el mundo compone! Papá componía para su grupo.

—Pero tú no eres tu padre y no tienes que impresionar a nadie. —Tras esa afirmación, enarca una ceja—. ¿Es eso lo que te tiene tan ocupada?, ¿el componer?

—Más o menos... Es que no me sale nada. Lo intento y lo intento, pero no hay manera. Es como si tuviera la cabeza seca de ideas. Lo único que sé hacer es subir mis vídeos a Internet, pero toco canciones de otras personas, así que no es lo mismo.

—Quizá tu camino no vaya de la mano con componer canciones. Aunque también es cierto que cuando nos fijamos tanto con algún tema llegamos a un punto en el que no lo vemos en toda su magnitud. ¿Has pensado en tomarte un descanso?

La última palabrita hace que dé un respingo, alarmada.

—¿Descanso?

—Tomarte un tiempo para ti misma, para hacer cosas que disfrutes, distraerte... y volver a tu primera canción cuando estés en un mejor momento.

—No puedo descansar —recalco, pasmada—. Las pruebas son en menos de un mes y no voy a tener canción.

—¿Tan desastroso sería tomarte un año para ti misma, trabajar en otra cosa y volver a internarlo el año que viene? Conozco a poca gente que sepa exactamente lo que quiere a los dieciocho, y muchos van intentando varias cosas hasta que encuentran su especialidad. No veo nada malo en ello.

A mí, sin embargo, me parece una barbaridad. Lo único que tengo claro en la vida, la única cosa que siempre he visto al final del camino..., era tocar el piano. Si me quita eso ya no sé ni quién soy. ¿Qué se supone que voy a hacer? Es lo único que se me da bien.

La sola perspectiva de pasarme un año sin dedicarme a ello en cuerpo y alma hace que se me erice el vello de los brazos. Me los froto, un poco angustiada. Hay una parte de mí que también se imagina el no tener que ensayar tantas horas cada día y se alegra un poco, pero no estoy demasiado segura.

—No sé —repito. Siento que es lo único que he dicho en toda la tarde.

—Hagamos una cosa: imagínate que ya has terminado tu carrera, que ya tienes tu título oficial y tu maestría ganadas. Tienes, supongamos, veintipocos años y ya has logrado lo que querías. ¿Qué procede?

—No sé... —Otra vez con las dos palabritas mágicas—. ¿Trabajar en ello?

—Pero ¿porque te gusta o porque sientes que es tu obligación?

Me paso las manos por la cara, frustrada. Este es el preciso motivo por el que no quiero ir a terapia, ¡me hace pensar demasiado! La vida con la cabeza vacía es mucho más tranquila.

Mucho más aburrida, también.

—Porque es lo que toca —murmuro.

—Y si no hicieras lo que toca... ¿qué harías?

—No sé —repito por enésima vez—. ¿Ir de viaje o algo así? Es lo que hace la gente con dinero y tiempo libre.

—Perfecto. ¿Dónde irías?

—A ver, no soy muy aventurera... Iría a casa de mis tíos, quizá. Viven a unas cuantas horas y mucho más cerca de todo que nosotros, así que hay bastante por hacer.

—¿Y te gusta pasar el tiempo con tus tíos?

—Claro que sí. Son muy divertidos.

—Entonces, ¿qué te parecería la idea de pasar unas semanitas en su casa para despejarte la cabeza?

Echo la cabeza hacia atrás y, por supuesto, la voz se me agudiza diez decibelios.

—¡¿Ahora?!

—Hoy, mañana, la semana que viene... No todo necesita una fecha.

—¡Tengo que ensayar!

—Es lo que llevas haciendo todas estas semanas y, por lo que dices, no te veo especialmente entusiasta con el tema.

—Pero ¡no puedo dejarlo así como así!

—Puedes. Siempre podemos. Lo bonito de la vida es que está llena de posibilidades a descubrir —aclara con media sonrisa—. La única pregunta que deberías hacerte es si te apetece o no.

Como de costumbre, cuando salgo de la consulta tengo más preguntas de las que tenía antes de entrar. Qué horror.

Papá y mamá quieren hablar con la doctora Jenkins, así que aprovechan los diez minutos restantes para entrar en el despacho con ella. Yo no quiero, así que me quedo esperándolos fuera, sentadita en la sombra. Me entretengo observando a un gatito anaranjado que se pasea entre las ramas de un árbol y que, si estuviera un poco más zumbada, juraría que me está juzgando un poco con la mirada.

Por suerte, papá y mamá deciden salir de la consulta antes de que el gato se decida a atacarme. Nos subimos al coche —todos en silencio— y volvemos a casa.

Creo que estamos a medio camino cuando mamá carraspea y me mira por el retrovisor.

—¿Cómo ha ido? —pregunta con una sonrisa conciliadora.

—Bien, creo.

—¿Crees o sabes? —pregunta papá.

—A ver, me ha dejado un poco confusa, pero me parece que eso es normal.

Por supuesto, intercambian una mirada un poco preocupada. Siento que se preocupan bastante más de lo que deberían.

—La doctora ha comentado lo de ir una temporada con tus tíos —interviene mamá, y vuelve a echarme una ojeada para medir mi reacción—. ¿Qué te parece a ti?

—Pues... dudo que papá quiera que me vaya de la tienda.

—Olvídate de la tienda —murmura él—. Puedo contratar a otra persona.

—Ah, muy bonito ver lo prescindible que soy.

—No se refiere a eso, Livvie —asegura mamá cuando papá se limita a fruncir el ceño—. Lo que te dice es que puedes marcharte tranquila, sin preocuparte por nosotros.

—¿Y la escuela?

—Es tu escuela. ¿Tú qué quieres hacer?

Vale, normalmente no son taaan comprensivos y abiertos. A ver, lo son, pero no hasta este punto. En otra ocasión mamá no querría que saliera de la escuela y papá no querría que renunciara a la responsabilidad de la tienda. Lo que me lleva a pensar que están preocupados de veras. Bajo la mirada a mi regazo, un poco culpable.

—No sé —digo por quincuagésima vez en un solo día.

—No tienes que decidirlo ahora —asegura ella.

Papá asiente y, aunque nos miramos por el retrovisor, ambos apartamos la mirada rápidamente.

Lo primero que hago al llegar a casa es encerrarme en la sala del piano. Llevo casi una hora entera de retraso y no me va a dar tiempo a practicar tanto como debería. Sin embargo, nada más sentarme en la banqueta, me vienen a la cabeza las palabras de la doctora Jenkins. Estoy segura de que me gusta esto, sí. Segurísima. Cien por cien. Lo que no entiendo es por qué me duele la cabeza solo de pensar en ponerme a tocar.

Aun así, me paso unas cuantas horas ahí encerrada. Puede que no me apetezca, pero aun así no voy a lanzar todo lo que he hecho por la borda. Después de todo, sigo teniendo la prueba dentro de menos de un mes.

Aunque no saco nada que me convenza demasiado, sí que me salen algunas piezas un poco complicadas. Algo es algo, supongo. Estoy distraída porque todo el rato miro la hora, además, así que tiene más mérito. No quiero que me pase lo mismo que el otro día en el aula, porque mis padres se preocuparían el triple de lo que ya lo están.

Cuando creo que he pasado el suficiente tiempo ahí dentro como para sentirme realizada y que ellos no se sientan preocupados, cierro la tapa del piano, recojo a Pelusa del sillón y bajo las escaleras con el gato en brazos. Su sueño es tan profundo que ni se entera de todo el trayecto.

Tío Liam y tía Lexi están abajo viendo una serie con mamá. Papá no está presente, así que imagino que seguirá en la tienda.

—Mira quién ha decidido bajar y pasar tiempo con los mortales —bromea tío Liam, y abre un brazo como si quisiera que me lanzara al hueco que ha dejado en el sofá. Mamá y mi tía están en el otro, así que termino haciéndolo—. ¿Quieres ver alguna cosa con nosotros?

—Sí, vale.

—Liam —susurra tía Lexi, como si yo no pudiera oírla.

—¿Qué?

—Que hemos hablado de esto —sigue hablando en voz bajita aunque yo esté en medio.

—¿De qué?

—¡De lo que pasaría... ya sabes cuándo!

—¿Eh?

Con un suspiro aburrido, decido echarle una mano:

—Del plan que habías hecho para hablar conmigo cuando bajara y así sacar el tema de ir a pasar unas semanitas con vosotros.

—Aaaaaah... —Mi tío sonríe con amplitud—. ¡Ese plan!

—Muy hábil —murmura ella.

—Ya que has sacado el tema —sigue él—, ¿eso es un sí? ¿Te vienes con tus tíos favoritos?

—Siempre serás bienvenida, sobrinita favorita.

No puedo evitar una pequeña sonrisa, aunque no es demasiado convencida. Sí, ir con ellos durante las pocas semanas que quedan de verano estaría bien, pero... me da miedo tomar una decisión precipitada y luego arrepentirme de ella. ¿Y si pasar la prueba de septiembre es la oportunidad de mi vida y la estoy echando a perder?, ¿y si debería tragarme el estar mal durante una temporada con tal de que me acepten? Tampoco parece para tanto...

—Creo que voy a salir un momento —digo al final.

—¿Salir? —repite mamá, y se le cambia la cara por completo—. ¿Dónde?

—Quiero ir a ver a Jane.

No he sabido nada de ella desde la última vez que la llamé, y no fue demasiado bien. Desde entonces, ha subido pocas cosas a redes sociales, por lo que poco sé de su vida. Sea como sea, no quiero tomar una decisión sin hablar antes con Jane.

Mamá parece algo sorprendida por la sugerencia. Creo que pensaba que diría a Tommy, pero lo bueno de mi amigo es que no necesito hablar con él para saber que estamos bien; siempre lo estamos.

—Puedo acompañarte —sugiere.

—No hace falta.

—Ya sé que puedes ir sola, Livvie, pero en coche será mucho más rápido.

A ver, en eso tiene razón.

—Vale —murmuro finalmente—. Pero... ¡nada de entrar!

—Oye, ¡también quiero saludar a Jane!

—Mamá, por favor.

—Ya, ya... No te haré pasar vergüenza, si tanto te preocupa. —Pone los ojos en blanco, aunque de manera juguetona—. Tener hijos para esto...

El coche que comparten papá y mamá está siempre dentro del garaje, así que aprovecho para mirar a mi pobre moto abandonada. ¿Va a pasar el verano sin que la arregle? Probablemente, pero ahora mismo no está en el top de mis preocupaciones, la verdad.

Le doy la dirección a mamá, salimos del garaje y yo, después de que ella me regañe, me pongo el cinturón. Lo normal es que me lo ponga sin pensar, pero estos días ando tan distraída que ya no me salen ni mis hábitos más básicos. Quizá la doctora tiene razón y necesito un poquito de descanso.

—¿Qué tal todo con Jane?

La pregunta hace que levante la cabeza y mire de reojo a mamá. Está intentando ser tan casual que ambas nos ponemos incómodas de golpe.

—Bien. ¿Por?

—Por saber.

—Ah...

Este es el tipo de conversación que tendría con papá, no con ella, que podría darle charla hasta a la persona más desagradable del mundo. Por eso sé que hablar de este tema le pone un poco nerviosa.

—¿Quieres saber algo en concreto o...? —intento preguntar.

—No, no. Un análisis general está bien.

—Ah, pues estamos bien.

—Oh, qué bien.

Me mira, la miro, forzamos una sonrisa y ambas nos volvemos rápidamente hacia la carretera.

—No la conozco demasiado —añade entonces—, pero cuando hablas de ella se te ilumina la cara. Eso me parece muy buena señal.

—Sí, bueno...

—Quieres hablar con ella sobre la posibilidad de marcharte unas semanitas, ¿no?

En realidad, no necesito responder a la pregunta. Mamá me conoce lo suficientemente bien como para saberlo. Y aun así murmuro una afirmación en voz muy bajita. De pronto, me avergüenza un poco.

—Eso está bien —asegura mamá—. No hay que tomar decisiones precipitadas.

—Es lo que suelo hacer.

—Bueno, yo también lo hago; no te puedo juzgar.

Ambas sonreímos —esta vez de veras— y permanecemos unos segundos en silencio. Mamá conduce de manera muy prudente y no le gusta demasiado hablar cuando está al volante. Dice que se desconcentra y que eso no le gusta, así que intento no sacarle demasiada conversación. Aun así, es agradable ver que rompe la norma para hacerme el viaje más ameno.

—Me alegra que hoy hayas ido a terapia —asegura cuando ya casi hemos llegado a casa de Jane.

—Sí, ha estado bien —admito.

—La doctora Jenkins es muy buena, por lo que he oído.

—Es muy simpática.

—Oye, cariño... de verdad que me alegra que hayas ido a terapia. Puede parecer una tontería, pero es un primer paso. Los primeros pasos siempre son los más complicados.

No sé qué decir y de pronto me estoy ruborizando, así que asiento sin mirarla.

—Y, tomes la decisión que tomes, papá y yo te apoyamos en ella —añade—. Si quieres irte dos días con tus tíos, perfecto. Si quieres irte dos semanas, también. Si quieres quedarte y que te ayudemos en el tema de la academia, perfecto también. Lo sabes, ¿no?

—Sí, mamá. Yo... em... gracias.

De verdad que me gustaría ser capaz de decir algo más, pero me he bloqueado. Nunca sé cómo tomarme las conversaciones profundas, y mostrarme muy sentimental me pone de mal humor, así que suelo intentar evitarlas. Sin embargo, cuando tu madre te dice que te apoya en todo, no puedes ignorarlo tan fácilmente.

—No hace falta que des las gracias —asegura con calidez.

—Pero nunca está de más.

Mamá sonríe, pero no añade nada más porque acabamos de llegar a la calle de Jane. La guío de forma un poco torpe hasta que aparca el coche al otro lado de la carretera, y ahí me quito el cinturón con deditos temblorosos. La perspectiva de enfrentarme a una Jane enfadada me hace sentir insegura. Bueno, solo a una parte de mí. La otra está entusiasmada con el reto de desenfadarla, y eso me tiene muy confundida. No sé qué es peor. El hecho de que alguien esté cabreado no debería parecerme tan divertido. No me entiendo a mí misma.

—Bueno, pues que vaya bien —dice mamá, ahora más relajada—. Llámame si necesitas alguna cosa.

—Vale. Gracias por traerme.

—No hay de qué, cariño. ¡Pásatelo genial!

Me vuelvo para abrir la puerta un poquito más convencida, pero me detengo nada más ver el portal. Y es que Jane está junto a su edificio y va acompañada. Primero distingo a Tommy y luego a Rebeca. Mi cerebro va conectando las ideas de forma un poco torpe, como si no quisiera asumirlas. Y, aunque es una tontería, el hecho de que se estén riendo y pasándolo bien me hunde un poco. Vienen de una cafetería, cada uno con su vasito, y Jane les sujeta la puerta para que pasen al edificio. Tanto Tommy como Rebeca lo hacen encantados.

Todo el torrente de pensamientos que hasta ahora me había abandonado vuelve como un huracán. Lo hace de forma totalmente invasiva, evocando situaciones pasadas y sentimientos muy negativos. Al final, todo se resume en una cosa: yo no formo parte de ese grupo. No les gusto. No quieren pasar tiempo conmigo. No me quieren tanto como se quieren entre ellos. Conmigo no se lo pasan bien. Conmigo solo están por obligación. Y, aunque sé que es irracional y no debería pensarlo, no consigo que abandone mi cerebro.

—¿Livvie?

La voz de mamá hace que me vuelva de nuevo. Contemplo el salpicadero del coche, ahora medio parada. Me duelen las sienes. Ella extiende una mano y me la pone en el hombro.

—¿Livvie? —insiste—. ¿Estás bien?

Me sorprende empezar a reírme. Me sorprende su expresión pasmada. Y más me sorprende el entusiasmo renovado con el que digo:

—Acabo de decidir que me voy de vacaciones.


Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro