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Capítulo XIX

No os dejéis engañar por lo cortito que es el capítulo, es de los importantes ;)

XIX - CANCIONES

Frustrada, intento marcar el tempo de la canción con la punta del pie. Es la única forma que se me ocurre para que esto funcione, porque ahora mismo no lo está haciendo. Cierro los ojos y mantengo el ritmo. Después, acerco el pie al pedal. Aproximo las manos al teclado, también. Vuelvo a intentarlo.

No sirve de nada. Me equivoco tan deprisa que me entran ganas de cerrar el piano de un golpe, pero me contengo porque sé que no es mío. Aunque, pensándolo bien, quizá lo odio tanto por eso; los pianos de la escuela son una mierda. No funcionan. No van tan bien como el mío, que está en casa. Me da mucha rabia no haberme quedado en casa, ya que estaba. Lo que hago aquí es inútil. Podría estar tranquil...

—¡Hola, Livvie!

La voz de Rebeca, que normalmente me alegra tanto, hoy solo consigue ponerme de peor humor.

Sin mirarla, hago un sonido a modo de saludo. Tengo la esperanza de que sirva para que se marche, pero no. Desgraciadamente, se acerca y se sienta a mi lado en la banqueta. No hay nada que odie más que alguien sentándose en la banqueta que estoy usando.

—Ya decía yo que alguien estaba tocando muy bien —comenta, divertida—. Imaginaba que serías tú.

—No necesito que mientas —murmuro de mala gana.

No sé si es mi tono o el hecho de que no la estoy mirando, pero Rebeca se tensa de golpe. El ambiente del aula, que hasta hace un momento era tranquilo y solitario, se transforma por completo.

De reojo, puedo ver que lleva puesto su atuendo de bailarina. No sé por qué, pero eso me pone de peor humor todavía. ¿Se cree que puede hablarme de cómo se toca un piano? Ojalá fuera tan fácil como bailar. Eso también puedo hacerlo yo.

—¿Va todo bien? —pregunta.

No, no va bien. Su perfume me está poniendo de los nervios. ¿Por qué tiene que ponerse tanto? ¿Qué intenta demostrar?

—Sí —digo, escueta.

—Oye, si te he interrumpido...

—Sí, me has interrumpido.

De nuevo, el silencio pende sobre nosotras. Rebeca no se mueve de su lugar. Estoy a punto de gritar de frustración.

—¿Quieres... que te deje sola? —sugiere.

¿Cómo puede sonar dubitativa? ¿Es que no es más que obvio?

—Sí.

—Ah, bueno... es que pensé que podríamos almorzar juntas o...

—¿No ves que estoy practicando?

Esta vez, por fin, capta que no estoy interesada. Dice algo más, cabreada, pero yo ya he dejado de prestarle atención. Estoy intentando seguir otra vez las notas marcadas en el cuaderno que tengo delante. No sirve de nada.

Llega un punto en el que pierdo la noción del tiempo. En el que me molesta tanto no acertar con las notas que se me olvida que tengo otras responsabilidades que atender. No pasa nada. Ya las atenderé. Puedo hacer varias cosas a la vez.

O eso pienso hasta que, de pronto, alguien me toca el hombro. Asustada, me vuelvo para echar otra vez a Rebeca. No es ella. Es uno de los profesores. Uno que me habló en mis primeros días y cuyo nombre soy incapaz de recordar.

—Livvie —dice, sorprendido—, ¿qué haces aquí? Pensé que te habías quedado en casa. —Debe ver que mi cara es de confusión, porque enseguida sigue hablando—. No te has pasado por nuestra clase de hoy.

—¿No?

—No... ¿Te encuentras bien? ¿Cuántas horas has estado aquí dentro?

Parpadeo varias veces, un poco desorientada. Hasta ahora no se me ha ocurrido la posibilidad de mirar por la ventana, pero de pronto me fijo en la única que hay en toda la sala. El sol se está poniendo.

No entiendo cómo se me ha pasado por alto que se estaba haciendo tan tarde. O que el estómago me ruge con fuerza porque no he comido en todo el día. O que me duele la vejiga porque hace horas que no he ido al baño. Nada de eso existía hace un momento. Y, aunque quizá debería estar agradecida con el profesor como se llame por alertarme, en realidad siento un poco de rabia. Si me hubiera dejado cinco minutos más, seguro que habría dado con la nota. Ahora no puedo concentrarme por su culpa.

—¿Te encuentras bien? —repite, y esta vez suena preocupado.

—Ah, em... sí. Bien. Estoy bien.

—¿Has avisado a tus padres de que estarías aquí hasta tan tarde?

—Sí.

Miento con una facilidad que me sorprende. Y, mientras lo hago, me pongo de pie y recojo mis cosas. Tengo las piernas entumecidas, como si acabara de salir de un vuelo de varias horas.

—¿Tienes alguna forma de volver a casa? —pregunta el profesor, todavía preocupado.

—Sí.

De nuevo, mentira.

—Está bien... Si necesitas alguna cosa, estaré en el aula del fondo del pasillo.

—Vale.

Sin decir una sola palabra más, me abro camino para salir de la que he ocupado yo todo este rato. No hay nadie. Los demás se habrán ido a casa a mediodía, supongo. Intento mirar la hora en el móvil, pero pronto me doy cuenta de que no tiene batería. Joder, debí olvidarme de cargarlo. Me sorprende, porque suelo hacerlo cada noche. Aun así, no dejo que eso me hunda. No necesito móvil para volver a casa. De hecho, solo me molesta. Seguro que tengo mensajes que paso de responder. Estoy tentada a lanzarlo a la basura, pero me contengo. No sé por qué haría algo así.

Salgo del establecimiento con mi mochila bajo el brazo. Me la cuelgo a medio camino, pero tengo que volver atrás porque se me ha caído el cuaderno con canciones. Es otra cosa inútil. Como yo no sé escribirlas, todas son canciones famosas que paso al piano. ¿Qué sentido tiene ser pianista si ni siquiera sé escribir canciones? Suelto una palabrota para dentro. O eso creo, porque la cara de la gente que pasa por mi lado me indica que la he soltado en voz alta. Ups.

Para cuando llego a casa, ya ha anochecido. Quizá se deba a que he parado en una tienda cualquiera, me he metido un puñado de barritas de chocolate en el bolsillo y he salido sin pagar. No llevo dinero encima. Creo que he dejado la cartera por casa. O eso, o la he perdido. Espero encontrarla pronto. De mientras, que se joda el de la tienda. ¿Qué culpa tengo yo de no tener dinero?

Abro la puerta de casa con un trozo de barrita en la boca. Casi me la trago de golpe al ver a mamá asomándose desde la cocina. Por algún motivo, parece preocupada.

—¡Liv! —exclama con un suspiro que me parece demasiado dramático—. ¡Por fin! ¿Se puede saber dónde te habías metido?

—Estaba en clase.

—¡Son las diez de la noche!

—¿No puedo estar en clase hasta las diez?

Su forma de mirarme cambia. Y lo hace muy rápido. Desde la preocupación hasta otra cosa muy distinta. Espero enfado, supongo. Por eso me sorprende tanto encontrarme con desconfianza.

—Ven aquí un momento —indica.

—Ven tú, si quieres...

Abre la boca, sorprendida por mi tono, y yo me doy la vuelta para subir las escaleras. Llego a creer que me he escapado, pero entonces papá aparece a mitad de camino.

—¿Dónde estabas? —pregunta, por lo que supongo que no ha oído mi corta conversación con mamá.

—¡En clase! —exclamo, frustrada—. ¿Qué pasa?, ¿ahora lleváis mi agenda o qué?

Parece que va a enfadarse, pero se contiene a tiempo y baja otro escalón.

—No has aparecido por la tienda, Liv.

—¿Y qué?

—Tienes una responsabilidad.

—Mi responsabilidad son las clases, no tu tienda.

—¡Olivia! —Mamá aparece detrás de mí, ya enfadada—. ¿Te parece que esa es forma de hablarle a tus padres? ¡Ten un poco de respeto!

—¡Podríais tenerlo vosotros y no controlar tanto mi vida!

—Solo te hemos preguntado dónde estabas porque estábamos preocupados.

—Lo único que os preocupa es esa maldita tienda...

Sé que estoy siendo poco razonable, pero aun así no puedo evitarlo. Me molesta mucho que me estén hablando. Y también me molesta mucho que papá siga sin decir nada. Solo me mira fijamente. Casi siento que me está analizando... y eso lo hace todavía peor, porque normalmente se enfadaría, pero no lo está haciendo.

Al final, justo cuando creo que va a echarme una bronca, mira a mamá como si yo no existiera.

—¿Cuándo tenía la última sesión con la psiquiatra?

—Ayer —dice ella, y luego abre mucho los ojos—. Liv, ¿fuiste?

—Sí —miento.

—Está mintiendo —murmura papá, de nuevo sin mirarme.

—¡No estoy mintiendo!

—Voy a llamar y preguntarle —informa mamá, que ahora vuelve a estar preocupada.

—¿Por qué tienes que llamar? —salto, furiosa—. ¿Es que no confiais en mí o qué?

—Ahora mismo, no —me informa papá sin inmutarse—. Brooke, llámala y...

—¡Tengo dieciocho años! —espeto entonces, y por fin me miran ambos—. Si decido que no necesito una loquera, estoy en mi derecho a negarme. ¿O vais a seguir controlando lo que hago hasta que llegue a los treinta?

—Vamos a seguir haciendo lo mejor para ti —dice mamá en un tono muy contenido.

De nuevo, no entiendo por qué no están furiosos. Por qué no me están gritando. Este silencio acompañado de miradas entre ellos es mucho peor que una bronca. Me siento acorralada. Y eso solo provoca que ataque con todo.

—Quizá lo mejor para mí sería pasarme las tardes practicando con el piano y no encerrada en una tienda que no vale para nada.

—Necesitas responsabilidades —replica papá, muy serio—. Y una rutina.

—No, ¡tú las necesitas! ¡Yo todavía tengo una oportunidad de triunfar en la música! ¿Qué pasa?, ¿tengo que abandonar mi carrera solo porque tú jodiste la tuya?

Intercambio una mirada entre ambos. Mamá mira a papá. La expresión de la primera es tensa, mientras que la de él es totalmente impasible. Nadie diría que le he soltado la bomba que acabo de soltar.

Su falta de reacción me frustra todavía más, y termino subiendo los escalones de dos en dos. Papá no me detiene. Ni siquiera cuando me encierro en mi habitación.

Estoy mucho más acelerada de lo que creía que estaría, porque cuando saco el móvil de la mochila me tiemblan los dedos. Tardo dos intentos en ponerlo a cargar. Ahí lo dejo, sobre la cama, mientras yo doy vueltas por la habitación. El corazón me late a toda velocidad y reverbera en mis tímpanos, como si acabara de correr una maratón.

Cuando por fin se carga, contemplo los mensajes que he recibido sin llegar a leer ninguno. No me interesan, la verdad. Voy directa a Omega. También saco el cuaderno de la mochila. Ayer, cuando llegué a casa, apunté el número exacto de visualizaciones que tenía mi primer vídeo. Lo reviso con cautela, y al ver que apenas ha subido suelto otra palabrota. Esta vez no me preocupa decirla en voz alta porque no hay nadie alrededor. Después, voy al perfil de Jules. No sé por qué lo hago, porque sé que va a ser muy frustrante. Tiene muchos menos seguidores que yo, pero tiene más que ayer. Enfadada, bloqueo el móvil de nuevo y lo dejo sobre la cama.

Un rato más tarde, sigo sentada en mi silloncito esperando la bronca de mis padres. No llega. No vienen a verme. No se preocupan. El hecho de que no se preocupen por mí o siquiera me pregunten me pone un poco triste. Me trago las lágrimas de rabia y vuelvo a acercarme al móvil. Al ver el aluvión de mensajes, me agobio y vuelvo a dejarlo, esta vez boca abajo.

Plantada ante la puerta, respiro hondo y me coloco mejor el pelo. Hoy lo llevo hecho un desastre. Después, haciendo de tripas corazón, salgo de mi habitación. No sé qué voy a encontrarme cuando baje las escaleras.

Sin embargo, papá y mamá no están. Quizá se encuentren en el patio trasero, no sé. Los únicos a quienes veo son mis dos tíos, que hablan en voz baja en la cocina. Al verme llegar, se callan de golpe.

—¿Hablabais de mí? —pregunto con el ceño fruncido.

—¿Cómo estás? —Mi tía Lexi evita la pregunta con una sonrisa muy forzada—. ¿Tienes hambre? Hemos hecho macarrones con tomate.

—Receta del supermercado —indica tío Liam, señalando el bote que han vaciado en un plato.

La verdad es que sí, estoy hambrienta. Me hago con el plato sin decir nada y lo meto en el microondas. Mientras se calienta, no se me pasa por alto que ambos me están mirando.

—¿Dónde están papá y mamá? —pregunto.

—En el patio trasero —indica tío Liam con calma.

—Ah... ¿y os han dicho algo de mí? ¿Están muy enfadados?

Por supuesto, intercambian una mirada silenciosa.

Aprovecho el silencio para sacar el plato del microondas. Después, vuelvo a mirarlos. Están muy empeñados en fingir que no hay ningún problema.

—¿Cómo estás tú? —pregunta por fin mi tía—. Te has pasado un buen rato en el piano, ¿no? ¿Qué tal con eso?

Su desesperación por no hablar del problema principal casi hace que me ría. Pincho un puñado de macarrones y me los meto en la boca.

—Mal —digo con la boca llena—. No consigo componer nada.

—¿Estás intentando componer alguna canción? —Tia Lexi parece muy contenta con la idea.

—Sí.

—¿Y por qué no pruebas antes con canciones que ya existen? —sugiere mi tío.

—Porque todo el mundo puede hacer eso.

—Ya, pero... si no te sale, quizá sea una buena forma de salir del paso, ¿no?

Lo considero unos instantes. Visto así, quizá no sea tan mala idea. Hasta que aparezca esa desconocida llamada inspiración, quizá pueda versionar otras canciones, ¿no? Incluso podría hacer algún vídeo sobre ello y subirlo a redes, a ver si así consigo unas cuantas visitillas más.

—¡Eres un genio! —exclamo con una gran sonrisa.

—¿Lo soy? —pregunta él.

—¿Lo es? —pregunta ella.

—¡Lo es! ¡Tengo que irme!

Con la boca abierta, contemplan cómo dejo el plato entero y subo las escaleras de nuevo. Voy directa a por el móvil y busco el contacto de Jane. Para cuando me contesta, ya estoy en la salita del piano.

—Hola —dice, bastante seca.

—¡Dime una canción!

—Livvie... no estoy de humor.

—Vamos, por fa, es importante.

Ella duda unos instantes. A cada segundo que pasa en silencio, yo voy poniéndome más y más nerviosa.

—¿Me dices una canción? —insisto, ahora un poco de mal humor.

—¿Has hablado con Rebeca? —pregunta ella.

—¿Para qué?

—No sé... Dice que hoy no te has portado muy bien con ella.

—¿Me vas a decir una canción o no?

—¿Es que no te importa, Livvie?

—¿El hecho de que habléis a mis espaldas? No, ahora mismo no me importa.

Como en todas las conversaciones de hoy, Jane se queda en completo silencio. Frustrada, le quito la tapa al piano.

—¿Me dices una canci...?

No termino la frase. Me ha colgado.

—Muy bien, entonces —digo entre dientes—. Tampoco te necesitaba.

Determinada, busco entre las canciones que me ha mandado hasta ahora y abro la libreta para empezar a apuntar.


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