Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo III

III - MOTORISTAS

No estoy nerviosa.

No lo estoy.

Sigo de pie delante del edificio bastante después de haber aparcado mi moto —un viejo modelo de esos que van armando un escándalo por el mundo— no muy lejos de aquí. Tengo los dedos apretados con fuerza entorno a la correa de mi bolsa, que llevo colgada de un hombro, y mantengo la mirada clavada en la puerta de la entrada del conservatorio.

Vale, puedo hacer esto. Ya me han aceptado, ya he hecho la prueba... ya he demostrado que merezco estar aquí. El problema es que ahora tengo que convencerles de que no se han equivocado conmigo.

Vuelvo a mirar mi plan de horarios. De nueve a diez y media tengo Historia de la música. ¿Será la asignatura más aburrida que veré en todo el curso? Probablemente, pero teniendo en cuenta que solo son unos meses, creo que podré sobrevivir.

Hora de entrar, guerrera.

Sí, tengo que hacerlo.

Aprieto los dedos en la correa de mi bolsa, respiro hondo y avanzo entre la oleada de alumnos —cada uno con su respectivo instrumento— que se congregan alrededor de las puertas. Nadie me presta atención, y yo estoy tan tensa que tampoco lo hago con ninguna persona en particular. Me limito a avanzar con la cabeza alta y la mirada fija como si estuviera dirigiéndome al corredor de la muerte.

El interior me sorprende, y es que es muy parecido a mi antiguo instituto, solo que mucho más sofisticado. El suelo de baldosas, las paredes y los techos de tonos claros, las puertas de madera, las taquillas plateadas al fondo... Tengo que pasarme por la mía. Creo que es la 43.

Bueno, ¿qué más da? Ahora tengo que encontrar mi aula y, según lo que he visto en su web, debería estar en el segundo piso. Al menos, veo a varios alumnos tan perdidos como yo en las escaleras. Eso me hace sentir mucho menos sola.

La sala en cuestión resulta ser un aula bastante grande. Tiene dos columnas de asientos en pendiente hacia el escritorio del profesor, que, pese a que ya había llegado, se dedica a teclear algo en su viejo portátil intentando que funcione, pero sin muchos resultados.

Y aquí llega el primer dilema: ¿dónde me siento?

Repaso la clase con la mirada hasta encontrarme con un par de ojos castaños cuya dueña me agita la mano con entusiasmo. Está señalando el asiento de su lado, que es de los pocos vacíos, y estoy casi cien por cien segura de que está dirigiéndose a mí.

Bueno, ¿qué podría perder sentándome con ella?

Un riñón si es una traficante, por ejemplo.

Subo las escaleritas y paso por delante de otros dos alumnos para llegar junto a ella. Resulta ser una chica de pelo rubio rizado y grandes gafas. La primera impresión que me da es que es algo insegura, y no sé explicar muy bien el por qué.

—¿También eres nueva? —me pregunta cuando me siento a su lado. No deja de subir y bajar una de las rodillas por los nervios, pero tiene una gran sonrisa en los labios—. Yo también. Entre novatas tenemos que ayudarnos, ¿no crees?

—Sí, supo...

—Yo he llegado hace un rato y creo que ya he descubierto quiénes son los grupitos dominantes de la clase. ¿Ves esos de ahí? Yo diría que son amigos. Y esos del fondo son nuevos, pero hicieron las pruebas juntos y se conocen por eso. Yo todavía estoy intentando identificar a los demás, a ver si podemos meternos en algún grupito, preferiblemente popular, y...

Joder, cómo habla.

Mientras no deja de parlotear sobre todos y cada uno de los integrantes de la clase —que, en serio, no sé cómo los ha podido analizar con tanta profundidad en tan poco tiempo—, me limito a sacar mis cosas y dejarlas sobre la mesa.

—...por eso cuando yo te he visto entrar he dicho ¡seguro que ella también es nueva y no tiene amigos! y te he llamado. ¿Cómo te llamas? Yo soy Julieta. Antes todo el mundo me llamaba Julieta, pero he decidido que en este sitio voy a querer que me llamen Jules. Es más juvenil que Julieta, ¿verdad? Jules suena a chica con la que querrías juntarte y pasar un buen rato, Julieta es aburrido, y yo no quiero que la gente se piense que soy aburrida. Prefiero que se piensen que yo...

—Olivia —aclaro, porque no me ha dejado espacio para hablar hasta ahora—. Y puedes llamarme lo que quieras. Livvie, Liv o...

—Livvie, ¡me gusta! Sí, ¿ves? Está bien. Yo, en cambio...

Honestamente, he dejado de escuchar.

No es que no me caiga bien —no la conozco—, pero, joder... ahora mismo no tengo la energía suficiente como para escuchar otra parrafada de motivos por los que esta chica cree que la gente debería adorarla. Estoy muy nerviosa. Repiqueteo un dedo sobre la mesa, junto a mi Tablet para tomar apuntes, y sigo esperando que el profesor arregle su discordia con el portátil y nos empiece a dar clase.

Al final, el profesor en cuestión resulta ser el señor Yang y me parece un hombre bastante simpático. No nos ha agobiado mucho con el temario, sino que más bien se ha presentado, nos ha contado un poco su origen vietnamita, cómo sus padres vinieron hasta aquí, que estudió para ser pianista, que se especializó, que ahora da clases... y luego nos ha introducido a lo que haremos este curso, que no me ha parecido tan terrible como lo que tenía en mente.

Ah, y no, no ha servido para Julieta —o Jules— se callara. Ha estado toda la clase hablándome en voz baja de cada persona que hay en el aula, de si le dan buena impresión o no, de si se fía de ellos, de si deberíamos acercarnos, de si es mejor mantenernos alejadas...

Honestamente, no sé en qué momento hemos empezado a ser un equipo, pero no voy a protestar, que se la ve muy confiada.

El único momento en que llega a molestarme es cuando intento salir de clase sin poder despegármela y veo que el profesor me hace un gesto para que me acerque.

—Julieta —empiezo—, necesito un...

—Yo me llamo Jules —corrige enseguida.

—Eso. ¿Puedes esperarme fuera un momento?

Ella pasea la mirada entre nosotros varias veces, como si eso de que me hable a mí y no a ella no le entusiasmara demasiado, pero al final esboza una gran sonrisa y sale del aula alegremente.

El señor Yang está sentado en su escritorio cuando me acerco a él, y rebusca en una hoja de papel.

—Señorita... eh... —empieza, intentando encontrar mi apellido.

—Olivia está bien —le aseguro.

—Oh, como quieras. —Pero sigue buscando, creo que se ha quedado con la curiosidad de saber cuál es mi apellido.

Oye, ¿y cuál es?

¿Qué quieres decir? ¿No lo sabes?

¡¿Cómo voy a saberlo si nunca lo dices?!

—Ah, aquí está. —El profesor sonríe al leer mi nombre—. Olivia Garber.

—Así es.

—Espero que no te importe, pero quería hablar contigo un momento. Imagino que no te acuerdas, pero formé parte del equipo que te examinó hace unos días, cuando viniste a hacer la prueba.

La verdad es que no me acuerdo. Estaba tan ansiosa por terminar y hacerlo lo mejor posible que ni siquiera miré a ningún miembro del tribunal que me examinaba. Solo recuerdo a papá deseándome suerte y verlo después apoyado en el coche —nervioso, aunque disimulara— esperando un veredicto. Cuando vio que me acercaba corriendo y con una gran sonrisa, casi pude sentir su suspiro de alivio.

Pero no, no me fijé en el señor Yang.

—No pasa nada —añade al ver mi expresión, y parece divertido—. Es normal. Si te cuento lo nervioso que estaba yo en mi prueba... En fin, quería hablarte de la pieza que escogiste.

—Hice una un poco fácil —admito, recordando que al final seguí los consejos de mi padre. ¿Hice mal? ¿Debería haberme arriesgado un poco más o...?

—No lo digo por eso —me asegura enseguida—. Lo digo porque fuiste la única alumna que se presentó con una canción no propia.

Deja que la frase flote entre nosotros unos segundos, como si quisiera hacerme reflexionar. No puedo evitar sentirme un poco avergonzada. Oh, no... ¿la única? ¿En serio?

—¿No compones canciones? —pregunta con suavidad, aunque la verdad es que suena a reprimenda.

—Bueno...

—No pasa nada si no te gusta. De hecho, muchos pianistas profesionales se dedican exclusivamente a interpretar canciones ya creadas. Y no te diría nada si te hubieras metido en el curso de música clásica. —La pausa que hace al señalar el papelito de su mesa hace que carraspee, nerviosa—. Pero estás en un curso para perfeccionar todas tus dotes al piano. Y eso incluye composición.

No le falta razón... lo que me lleva a preguntarme por qué no me he fijado en ello hasta ahora. Creo que he estado tan pendiente de entrar que no he llegado a pensar en qué pasaría si lo consiguiera.

—¿Me está diciendo que debería cambiarme de curso? —pregunto directamente, confusa.

—Eso solo puedes saberlo tú, Olivia. —El señor Yang hace una pausa para ajustarse las gafas sobre el puente de la nariz—. Mira, cada año hay unos cuantos alumnos con los que sucede esto. Y no solo como a ti, sino también al revés. Pero es completamente normal. ¿Cuánta gente empieza una carrera para darse cuenta de que la que realmente quería era otra? Pues esto es lo mismo. ¿Qué te gusta a ti, Olivia? ¿Interpretar o crear?

Estoy a punto de responder, pero mi profesor se lleva una mano al bolsillo. Alguien le está llamando. Y, tras decirme que lo piense un poco y le comunique mi decisión cuando quiera, me marcho del aula.

Lo que no sabe el bueno del señor Yang es que ya me ha dado material para estar comiéndome la cabeza durante los próximos cuarenta mil años.

Por supuesto, Julieta me espera en la salida del aula y, en cuanto me ve aparecer, se pega a mí para analizarme con los ojos entrecerrados.

—¿Qué quería el profesor? —me pregunta directamente.

Mi primer instinto es preguntar qué le importa a ella lo que me diga mi profesor, pero me corto a mí misma cuando me doy cuenta de lo desagradable que podría ser eso. Especialmente el primer día de clase.

—Nada importante —esquivo la pregunta como una verdadera ninja—. ¿Qué clase tienes ahora?

—Yo interpretación, ¿y tú?

—Composición. Qué lástima, vamos en direcciones opuestas...

—¡Sí, qué pena! —Pero no parece muy apenada. De hecho, se limita a buscar con la mirada a su próxima víctima.

Supongo que la ha encontrado, porque se marcha sin despedirse.

Mis siguientes horas resultan ser más tranquilas, y me gusta la perspectiva de pasarlas un poco más sola y tranquila. Incluso en mi ratito libre salgo a sentarme en los escalones de la entrada con mi sándwich tan tranquila, sin buscar la compañía de nadie. ¿Por qué la gente se empeña en estar acompañada continuamente?

Para cuando acaban todas mis clases, el sol ya está empezando a ponerse. Cruzo el aparcamiento con una sonrisa al leer los mensajes de Tommy, que me manda ánimos desde la distancia, y no puedo evitar poner una pequeña mueca al ver que Julieta ya me ha mandado solicitudes de amistad en todas mis redes sociales. Con mensajes de voz incluidos en los que me informa del plan del día siguiente.

¿Ella es muy pesada o yo muy amargada? ¿O ambas?

La que sí me gustaría que me escribiera y no lo ha hecho es la dueña del tercer chat de mi Omega. La última vez que hablé con Jane fue para lo de la música y, aunque me dijo que volvería a hablarme al día siguiente, no llegó a hacerlo.

Quizá era solo una excusa para salir de la conversación y en realidad se aburrió de mí.

O quizá soy tan impresionante que la intimido y no sabe cómo hablarme.

Prefiero la segunda opción, gracias.

En fin... hora de volver a casa. Solo quiero darme una ducha, ponerme el pijama, tumbarme a escuchar la música que cierta señorita me regaló y descansar un poco.

Sin embargo, acabo de ponerme mi casco viejo cuando escucho que alguien suelta un chillido alarmante a mis espaldas.

¿A quién han matado?

Me doy la vuelta, asustada, y más asustada me quedo cuando veo que alguien se está aproximando a una velocidad preocupante hacia mí. Me echo hacia atrás con sorpresa, pero ya es tarde, porque la dueña de la melena pelirroja que me da en la cara ya me ha dado uno de sus abrazos de osa.

—¡Livviiiiieeee! —exclama Rebeca con alegría, apretujándome entre sus brazos—. ¡Qué bien!

Le devuelvo torpemente el abrazo a Beca, que...

Espera, ¿qué demonios? ¡Es Rebeca! ¡Hace años que no la veo y de pronto está abrazándome en medio de un aparcamiento!

Lo último que recuerdo de ella es quedarme mirándola fijamente cada vez que se despistaba un poco, motivo por el cual el cabrón de su hermano Víctor solía burlarse de mí en cuanto estábamos a solas.

Creo que, de todos mis amigos, fue el único que se dio cuenta. Por suerte, nunca le dijo nada a su hermana. Si lo hubiera hecho yo habría huido a la roca más alejada del mundo para esconderme debajo.

Pero ya no tenemos quince años, y cuando Rebeca se separa de mí para mirarme no entro en pánico y aparto la mirada, roja de vergüenza, sino que finjo que estoy tan tranquila y le dedico una pequeña sonrisa.

—Eh... hola. No sabía que estuvieras por aquí.

¿En serio? ¿Podríamos empezar con una frase peor? Madre mía... Voy a tener que empezar a practicar delante de un espejo.

—Tengo que admitir que yo sí que lo sabía —responde alegremente—. Mi hermano me lo contó.

¿Y cómo demonios lo sabía él?

Quizá me lo preguntaría más si no fuera porque tengo a la que fue mi crush durante toda mi adolescencia a un palmo de distancia. Y es que Rebeca no es especialmente deslumbrante, pero siempre ha tenido algo que ha hecho que no pudiera despegar los ojos de ella. Ya sea la melena pelirroja, la cara redonda, la nariz romana, las pecas, los labios gruesos, los ojos dorados... No sé, imagino que será el conjunto en sí. No me puedo creer que nunca se haya dado cuenta de cómo la miro.

—Me alegro de verte —le aseguro torpemente.

—Y yo de verte a ti. —Me aprieta un poco el brazo, y todos y cada uno de mis nervios se centran en su mano, que no se ha movido—. Estás aquí por el piano, ¿no?

—Y tú por la danza, imagino.

—Oficialmente hago ballet, pero no me cierro las puertas a otro tipo de danzas —me confiesa, divertida—. Además, el ballet es agotador.

—La verdad es que lo parece. Y aburrido.

Ella empieza a reírse al instante. Igual que cuando éramos pequeñas, tiene la manía de reírse muy disimuladamente porque cuando se entusiasma demasiado le salen pequeños oincs entre carcajadas que la avergüenzan totalmente.

A mí siempre me ha parecido muy tierno.

Vale, ¿puedo calmarme de una vez?

—Wow, ya no me acordaba de tu sinceridad absoluta —me dice, divertida—. Si te soy sincera, la he echado de menos.

Por suerte, sigue hablando antes de que pueda empezar a montarme películas con esa frase inocente.

—No se conoce a mucha gente sincera en el mundo —añade en tono confidente—. Bueno... ¿te he pillado cuando ya te ibas a casa? ¿Tienes prisa? ¿Te estoy molestando?

—¡No, no! —le aseguro enseguida. Quizá demasiado enseguida. Hago una pausa para hacerme la guay antes de seguir hablando—. Es decir... que justo hoy no tengo nada que hacer, pero suelo estar bastante ocupada.

¿Va a pedir que vayamos a algún sitio? ¿Lo hará?

—Si quieres... —empieza.

Pero... nada. Porque en ese momento suena la sirena de clase y da un respingo. Tiene que irse.

—Bueno, ya nos veremos por aquí, supongo —dice con una gran sonrisa—. Si quieres seguirme en Omega te puedo dar mi usuario, ¡así no perdemos el contacto otra vez!

Y, claro, no me queda otra que fingir que no sé perfectamente cuál es y dejar que se siga a sí misma.

—Genial —me devuelve el móvil—. Pues ya nos veremos otro día, Livvie, ¡cuídate!

Mientras se aleja corriendo para no llegar tarde, por fin me fijo en que lleva las calzas y el mono de ballet. He estado tan centrada en su cara que ni siquiera me he dado cuenta de lo que llevaba puesto. Beca sube las escaleras con la gracilidad típica de las bailarinas y, en cuanto desaparece en el interior del edificio, suelto un suspiro. Me siento como si hubiera estado conteniendo la respiración durante un buen rato.

Y, por algún motivo, Jane me viene a la cabeza. No sé explicar el por qué. Quizá porque después de enfrentarme cara a cara con mi antiguo crush tengo la sensación de que puedo enfrentarme a cualquier otra cosa, no lo sé, pero me encuentro a mí misma tecleando un mensaje.

Liv: Mentirosa. No volviste a hablarme.

Liv: Ahora voy a escuchar tu disco en el orden que me dé la gana.

No creo que me responda muy rápido, así que vuelvo a guardarme el móvil, me pongo la chaqueta y termino de ajustarme el casco. Sin embargo, cuando ya estoy sentada encima de mi vieja motorita, noto que el móvil me vibra en el bolsillo y no me resisto a la tentación de ver qué me ha dicho Jane. Especialmente cuando veo que es una foto.

¿Tan pronto y ya empezamos con los nudes?

Pero no, es una foto bastante más genérica. De hecho, se ven sus viejas converse rojas contra el pavimento. Y está delante de un coche que se están llevando con una grua.

Jane: Adivina qué coche acaba de morir.

Liv: Jeje...

Jane: Ríete si quieres, pero tengo que volver andando a casa.

Liv: No seas tan dramática. ¿Dónde estás?

Jane: ¿Por qué lo preguntas? ¿Vendrás a rescatarme con tu carruaje real?

Echo una ojeada a mi moto vieja y hago una mueca.

Liv: Más o menos.

Para mi sorpresa, termina pasándome su ubicación y enciendo el motor antes siquiera de plantearme hasta qué punto debería estar haciendo esto. Después de todo, es tarde y ya debería estar en casa. No olvidemos que mis padres mantienen el castigo que me pusieron al pillarme con Tommy en casa. No quiero darles motivos para enfadarse todavía más.

Peeeero... Vamos, ellos también llegarían un poquito tarde dadas las circunstancias.

Mi pequeña y vieja moto no es lo más potente del mundo, y mientras cruzo las calles no deja de dar tumbos y de gruñir como si estuviera haciendo un esfuerzo por encima de sus capacidades. Papá y mamá siempre han querido cambiármela por otra más nueva, pero tengo esta desde los dieciséis —me la pagué yo misma, por cierto— y me da mucha pena venderla, así que prefiero mantenerla. Además, por mucho ruido que haga y por mal que vaya, me sigue gustando.

Eso no significa que su aspecto sea bueno, porque no lo es. Lo confirmo nada más acercarme al banco donde Jane me espera y ver su cara de horror.

—Dime que no voy a tener que subirme ahí —es su gran saludo.

Apago el motor, ofendida, y la miro con los ojos entrecerrados.

—Pero ¿de qué vas? ¡Es una moto preciosa!

—Para irte a la tumba, seguro.

—Pues ya me ha fallado menos que tu súper coche de última gama. ¿Te subes o no?

Jane sonríe muy disimuladamente, se ajusta mejor la mochila que lleva puesta y se acerca a la moto como si todavía no se hubiera decidido del todo. Le entrego su casquito diminuto y, por supuesto, me gano una miradita de soslayo.

—Si me muero de esto, al menos las próximas generaciones tendrán una buena anécdota que contar —la escucho murmurar mientras se lo pone.

—¿Dónde tengo que llevarte?

Me pone la dirección en su móvil. Andando serían diez minutos, con coche menos de cinco y con mi súper moto probablemente sean quince, pero lo importante son las buenas intenciones.

—Vale, pues súbete y a la aventura.

Jane no parece muy convencida, pero al final se sujeta con una mano para pasar una pierna encima de la moto. Me sujeto bien mientras se acomoda y, pese a que una de sus manos se queda en el asiento, con la otra se sujeta a mi cuerpo. Eso me deja descolocada durante un momento, pero por suerte consigo recomponerme enseguida y arrancar de nuevo el motor.

—¿Preparada? —bromeo.

—No, pero no tengo dinero para un taxi, así que adelante.

Sonrío y, sin más dilación, giro la muñeca para que mi pequeño trasto empiece a avanzar a trompicones por la ciudad. La pobre moto no está acostumbrada al peso de dos personas y, si antes iba mal, ahora va el triple de peor. Prácticamente vamos a diez por hora y varios conductores ya han pasado por nuestro lado pitando e insultándonos. No se me escapa por uno de los espejitos que Jane se está riendo a carcajadas.

Vale, no le da vergüenza. Menos mal.

Al tomar una de las curvas —y con sus consiguientes sacudidas de motor—, a Jane no le queda más remedio que aferrarse a mí con más fuerza. Y yo, por mi parte, solo puedo intentar no despistarme. Bastante en peligro estamos ya como para que ande pensando en según qué cosas.

—¿Estás segura de que esto es legal? —me pregunta por encima del hombro, divertida—. Lo último que necesito es que me detengan.

—No te preocupes, tengo un botón de propulsión bajo el manillar. En cuanto aparezca la policía, lo pulso y salimos disparadas hacia delante.

De nuevo, empieza a reírse. Y quizá yo la acompañaría en las carcajadas si no fuera porque, por el rabillo del ojo, me parece ver un coche que va muy despacio. Y es que un vehículo de un feo tono verde oscuro ha ralentizado a nuestro lado para mirarnos. Solo veo a dos chicos en su interior. El conductor está riendo y fumándose un cigarrillo, y su compañero tiene la ventanilla bajada y un brazo asomado con una botella de cerveza.

Oh, no... dime que no van borrachos.

—Pero ¿qué es ese trasto? —pregunta el de la ventanilla, haciendo reír a su compañero.

Preocupada, les echo una ojeada rápida antes de volver a centrarme en la carretera. Por favor, que se vayan rápido.

Jane, detrás de mí, ha soltado el asiento y se sujeta con ambas manos a mi cuerpo. Y me sorprende mucho darme cuenta de que no ha sido un gesto de miedo, sino más bien de protección. Los está mirando fijamente con el ceño fruncido.

Oh, oh... esto no va a terminar bien.

Voy a por las palomitas.

—Acelerad de una vez —la escucho protestar detrás de mí—. Vais a provocar un atasco.

—¡Eso ya lo hacéis vosotras dos! —exclama el conductor, divertido.

—¿Y en qué os afecta eso? Perdeos por ahí, que nos lo estábamos pasando muy bien solas.

—Eso, eso —contribuyo.

—Qué antipáticas —opina el copiloto, agitando la botella en nuestra dirección. Se está burlando de nosotras—. ¿No os han enseñado un poquito de educación?

—¿Y a ti no te han enseñado a controlar lo que bebes? —contraataco.

—Adiós —añade Jane, dando por zanjada la conversación.

Pero ellos no han tenido suficiente. Quizá hasta ahora me haya envalentonado, pero... seamos sinceros, que dos desconocidos se te acerquen de esa forma nunca es agradable. De hecho, da bastante miedo. Y mi temor aumenta cuando veo que su coche empieza a dar tumbos. No llegan a tocarnos, pero está claro que intentan provocarnos como si fueran a sacarnos de la carretera. Y no dejan de reírse, claro. Se lo están pasando en grande.

En cuanto veo que uno de sus neumáticos pasa a centímetros de nuestras piernas, decido que he tenido suficiente y acelero un poco la moto para alejarme. No lo consigo, pero en unos pocos metros hay una cuesta hacia abajo por la que puedo impulsarme y perderlos. Solo tengo que llegar y...

De pronto, suceden cuatro cosas a la vez, y cada una es peor que la anterior:

1. Sigo acelerando para llegar a la pendiente.

2. El coche de los dos chicos da un tumbo muy brusco hacia nosotras, obligándome a dar un giro muy peligroso para esquivarlos.

3. El copiloto estira la mano para agarrarme el brazo, divertido.

4. Jane le asesta patada con todas sus fuerzas a su retrovisor, reventándoselo en el acto.

El sonido del cristal y el metal rompiéndose hacen que tanto yo como el otro conductor nos asustemos. Su resultado es dar un volantazo dentro de la carretera que provoca unos cuantos pitidos e insultos.

El mío... bueno...

El mío es precipitarme pendiente abajo.

Me he asustado tanto que el freno se me ha escapado de los dedos, y en lo que tardo en volver a cogerlo la moto ya ha alcanzado una velocidad preocupante. Tanto que, de pronto, Jane y yo pasamos de ser dos chicas normales a convertirnos en una masa extraña y movida de gritos, pelo al aire, brazos agitándose y una moto dando eses a toda velocidad colina abajo.

—¡PARAAAAA! —la escucho chillar.

—¡¿Y QUÉ TE CREES QUE INTENTO?! ¡¡¡¿¿¿ACELERAR???!!!

—¡LIVVIEEEEEE! ¡EL ÁRBOOOOOOL!

—¡AAAAAAHHHHHHH!

De alguna forma, mi cerebro reacciona antes que el resto de mi cuerpo y consigue que cierre los dedos con fuerza entorno al freno trasero. Uno de los árboles que perfila la carretera está cada vez más cerca, y creo que he tardado demasiado en poder reaccionar, porque la velocidad con la que nos acercamos a él no disminuye demasiado. El olor a neumático quemado hace que arrugue la nariz y, justo antes de chocar, reacciono y giro bruscamente el manillar, frenando con todas mis fuerzas.

¿El resultado? La moto frena de golpe, cumpliendo su cometido a la perfección.

El problema somos las dos idiotas que vamos encima, que no estábamos preparadas para esa parada digna de Fórmula 1.

Tanto yo como Jane salimos volando hacia delante, y aterrizo en el césped que hay tras el árbol de una forma más ridícula de lo que me gustaría admitir. Tras unas cuantas volteretas, me quedo tirada en el suelo como un muñeco de trapo.

Oh, mierda. Jane.

Me doy la vuelta inconscientemente, buscándola con la mirada, y la encuentro tumbada en el suelo junto a mi pobre moto, que todavía huele a neumático quemado. Pero no podría importarme menos. Precipitadamente, me incorporo y corro hasta quedar de rodillas a su lado.

—¡JANE! ¡¿Estás viva?! Mierda, no me digas que te he matado, por favor. Como te hayas muerto, me van a matar, y yo me voy a morir, y todo va a ser muerte y...

Me interrumpo a mí misma, sorprendida, cuando me doy cuenta de que escucho un suave sonidito de su parte. ¿Está llorando?

Ah, no. La cabrona se está riendo.

Pasmada, veo que se está limpiando las lágrimas de la risa como si nada hubiera pasado.

—¡Eso ha sido... lo mejor que he hecho en mi vida! —me asegura, entre carcajadas.

—Pues qué vida más triste.

Lejos de ofenderse, empieza a reírse con todavía más ganas.

—¡No te rías, me he asustado! —protesto, poniéndome de pie—. ¡Podrías haberte levantado, al menos! Cuando te he visto ahí estirada como un muñeco de prácticas de primeros auxilios...

—¿Querías hacerme el boca a boca?

No sé si lo ha preguntado para burlarse, pero ha conseguido que enrojezca un poco mientras ella sigue riéndose.

Vaya, esto no puede ser. Se supone que la que avergüenza a la otra soy yo. No puedo permitir que me quite ese puesto.

—Que te calles —protesto, ofreciéndole una mano—. ¿Estás entera? ¿Te has dejado alguna extremidad por el camino?

—Solo el retrovisor de esos dos pringados —sonríe malévolamente y acepta mi mano.

En cuanto las dos estamos de pie y comprobamos que el máximo daño que nos hemos hecho han sido unas cuantas raspadas y unas pocas piezas de ropa con agujeros, toca el diagnóstico de la moto. Aunque puedo adivinarlo antes incluso de tocarla.

El motor ya no arranca.

—Me gustaba mucho esta moto —me lamento mientras seguimos nuestro camino empujando el pobre vehículo destrozado.

—Míralo por el lado positivo, ahora puedes arreglarla y ponerla mejor de lo que estaba.

—¿La has visto? Es un milagro que se sostuviera hasta ahora.

—Pues compramos una mejor —concluye, como si nada.

En realidad, no sé por qué sigo con ella. Debería irme a casa y descansar. Voy en dirección opuesta. Supongo que no quiero dejarla sola... Especialmente después de la patada ninja que le ha dado al retrovisor de ese señor. Los veo capaces de buscarnos para darnos otra patada a nosotras.

Pero no. Llegamos a casa de Jane en poco tiempo. Vive en una calle bastante tranquila, con unos cuantos negocios vacíos y otros pocos bloques de pisos. No parece un mal barrio. Y su edificio debe ser de los más cuidados de por aquí, porque su aspecto destaca muy por encima de los otros.

Jane se detiene delante de la puerta. Tiene las llaves en la mano, y no sé qué me está contando de cómo se ha roto su coche, pero se detiene al darse cuenta de que yo no hago el ademán de seguirla. De hecho, ni siquiera intento aparcar la moto.

—¿No subes? —pregunta, sorprendida.

A ver, ¿me apetece subir a su casa solo para ver donde vive y saber más de ella? Claro que sí.

Pero no olvidemos que sigo castigada. Como mis padres se enfaden un poco más, quizá no pueda volver a hablar con ella hasta la semana que viene. Creo que será mejor sacrificar la visita de hoy y seguir hablando con ella.

—Tengo que volver a casa. Estoy castigada por... ejem... una larga historia.

—¿Te vas tú sola? ¿Y con la moto así?

—No vivo muy lejos. En un ratito habré llegado.

Jane no parece muy convencida, y por las ojeadas que está echando a la calle por la que tengo que irme, estoy casi segura de que está a punto de ofrecerse a acompañarme.

—No tardaré mucho —repito antes de que diga nada—. Y estoy acostumbrada, no es la primera vez que este encanto me deja tirada por el camino.

—De eso nada. Déjame llamar a mi padre y te llevamos.

—Pero...

Tarde, ya está sacando el móvil del bolsillo.

Y así es como conozco al padre de Jane.

Al suegris.

Tiene una furgoneta bastante grande, así que subir la moto a la parte trasera no es muy complicado. De hecho, me deja ayudarle a atarla para que no se mueva. Y resulta ser un tipo bastante simpático. Es bastante alto, comparte el mismo tono de piel que su hija y tiene unos ojos grandes y oscuros. Es de esas personas que te transmiten calma nada más verlas, y no solo por su forma de mirarte, sino también por su forma de tomarse la vida. Ni siquiera nos ha preguntado quién soy o qué ha pasado, se ha limitado a conducir hasta mi casa para acompañarme.

—Y... primera parada —concluye al frenar delante de mi casa. Me está sonriendo—. Déjame un momento y te ayudo a bajar la moto.

—De verdad que no hace falta...

Tarde, ya lo está haciendo.

Ya empiezo a ver en qué se parece a su hija.

Efectivamente, el padre de Jane me ayuda a volver a bajar la moto y a meterla en el garaje de casa. El milagro es que mis padres todavía no hayan llegado, porque me estoy ahorrando muchas explicaciones.

Creo que él piensa lo mismo, porque disimula una sonrisa divertida.

—¿Tus padres están trabajando? —pregunta.

—Sí, llegarán en un rato.

—¿Necesitas ayuda curándote esas heridas?

—No, no. De verdad, puedo yo sola. De hecho... eh...

—Prefieres curarte antes de que lleguen y te pregunten, ¿no?

Mierda, qué listo es.

—Puede... —me hago la inocente.

Por suerte, se lo toma con humor y se limita a darme una palmadita en la espalda.

—¿Ese gato es tuyo? —pregunta Jane en el patio delantero.

Pelusa está en el tejado mirándola fijamente con los ojos entrecerrados. En medio de la oscuridad, es un poco tenebroso.

—Eh... sí. Es más simpático de lo que parece.

Mentira.

—Bueno, deberíamos marcharnos antes de que tu madre empiece a plantearse la posibilidad de hacer la cena ella sola —comenta el padre de Jane, haciendo un gesto hacia su furgoneta.

—Joder, sí... —En cuanto ve la mirada que le echa, rectifica enseguida—. Vaya, sí...

Tras una breve despedida bastante simple —seguramente por el hecho de que su padre nos mira con media sonrisa—, les digo adiós con la mano y los veo marcharse carretera abajo, en dirección a su casa.

Y yo, por mi parte, entro en casa. Toca hacerme de enfermera a mí misma.


Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro