Capítulo I
I - EUFEMISMOS
Recuerdo perfectamente la primera vez que la vi.
Para mí, el verano siempre ha sido una época de descanso. La época en la que te pasas el día viendo vídeos cualquiera, practicando con el instrumento que te gusta, escuchando música, dando paseos, tomando el sol y pasando el tiempo con tus amigos. En resumen, una época en la que olvidarte de cualquier preocupación que puedas tener.
Pero mi primer día de verano, unas cuarenta y ocho horas antes de verla por primera vez, fue... un poco caótico.
El eufemismo del siglo.
La perspectiva era sencilla: echar un polvo, mandar a Tommy a su casa y luego comer Cheetos y ver la televisión hasta quedarme dormida.
Pero, claro, las cosas nunca son tan simples. Y menos cuando cuelas a tu mejor amigo en tu casa a escondidas de tus padres para subir a tu habitación.
Ellos siempre han trabajado por las tardes, así que suelo tener la casa para mí, a no ser que la compañía de mi gato Pelusa cuente. Me gusta mucho pasar tiempo sola, pero en algunas ocasiones puedo llegar a aburrirme. Suelo entretenerme cocinando algún plato sencillo para cuando lleguen, viendo la televisión o practicando con el piano.
Y, muy de vez en cuando, me da por pisar fuera de mi zona de confort.
No me malinterpretéis, Tommy no es ningún peligro, ni un chico malo, ni tampoco una mala influencia. De hecho, yo diría que es todo lo contrario. Un chico encantador que conocí en mis primeros años de instituto y con el que he sido inseparable desde entonces.
Somos el dúo perfecto. A él le encanta la gente, yo soy bastante reservada. A él le encanta hablar, a mí se me da mejor escuchar. Él disfruta en las zonas aglomeradas, yo prefiero las zonas solitarias. Él prefiere el día, y yo siempre me he sentido más inspirada por la noche.
Y lo de acostarnos juntos... bueno, eso empezó hace relativamente poco. Un año, concretamente. Fue por un reto. Nos dijeron que nos besáramos y, aunque fue rarísimo, la verdad es que Tommy no lo hizo nada mal. Era mi primer beso. No mucho después, en su casa, nos animamos a ir poco más allá de los besos. Él nunca me lo ha dicho, pero sospecho que aquella también fue su primera vez.
¿Fue bonito? Ni de lejos. Pero oye, luego la cosa mejoró. Algo es algo.
Ese primer día de verano, Tommy pisó mi casa por primera vez. No conocía a mis padres, ni tampoco le había hablado demasiado de ellos. Era raro, porque yo conocía de sobra a los suyos. Pero él siempre ha respetado que fuera reservada con todo lo relacionado con mi vida. Creo que por eso siempre me ha gustado tanto estar con él.
Abrí la puerta a las cinco en punto, una hora después de que mi padre se marchara a trabajar y me dejara a solas con Pelusa. Tommy estaba plantado en la puerta con un pack de cervezas en la mano, la chaqueta vaquera y las botas desgastadas. Lucía una gran sonrisa entusiasmada.
Sí, que le abriera la puerta de mi casa era un gran paso para él. No lo entendía, para mí era una tontería, pero preferí no protestar.
—Hola —saludé, y me aparté para que pudiera pasar. Mientras él echaba una ojeada curiosa a su alrededor, volví a cerrar la puerta—. ¿Has dejado el coche donde te dije?
—En la calle de al lado, sí. —Por fin dejó su inspección para girarse hacia mí. Parecía confuso—. ¿Por qué no puedo dejarlo aquí delante? ¿Tienes vecinos cotillas o algo así?
—No... Mi padre trabaja al otro lado de la calle, en la tienda de música. No se fijará si alguien entra en casa, pero si ve un coche desconocido aparcado justo aquí...
Tommy asintió con la cabeza y me dio las cervezas. Mientras él se quitaba la chaqueta y la dejaba por ahí, las metí en la nevera. Si mamá preguntaba, le echaría la culpa a mi tío Liam. Seguro que no le importaría.
Era mi primera vez con un chico en casa, pero no estaba demasiado nerviosa. Supongo que fue porque el chico en cuestión era Tommy.
Antes de volver con él, me detuve junto a la puerta del horno y me arreglé el pelo delante del reflejo. Unos pocos mechones oscuros se me habían escapado del moño, pero ya me había acostumbrado a dejarlos así. Me gustaba cómo me quedaba ese peinado, parecía despreocupado pero bonito a partes iguales. Mi cara redonda —herencia de mi madre— quedaba muy bien con ello. Y, además, si me apartaba el pelo, mis ojos de un color extraño entre el verde y el azul —herencia de mi padre— destacaban todavía más.
El toque final fue ajustarme las tetas —gracias por esta parte de la herencia, mamá— en el sujetador para que se asomaran mejor por el escote de la camiseta. Tras recolocarlas un poco y asegurarme de que destacaban lo justo y necesario, me di por satisfecha y volví con mi invitado.
Tommy seguía en el pasillo cuando volví con él. Se había detenido entre el estudio de mamá y las escaleras, justo donde colgaba una de las fotografías más sagradas de nuestra casa: la de mi padre —bastante joven, por cierto— junto a unos ventanales, rasgando una guitarra con la cabeza gacha y los brazos tatuados descubiertos.
—¿Quién es ese? —preguntó Tommy.
—Mi padre.
El pobre dio un brinco, como si acabara de firmar su sentencia de muerte.
—¡¿Ese es tu padre?! —Su voz había subido diez decibelios—. ¡¿Me he colado en la casa de este tipo?!
—Sí, bueno, ahí era más jovencito. Ahora no intimida tanto.
No le mientas al pobre chico, mala persona.
Tommy no parecía muy convencido.
—¿Ahora es más simpático?
—Eh... no. Más bien lo contrario.
Como vi que se había quedado lívido, me apresuré a tranquilizarlo.
—¡Pero él no va a aparecer!
—No sé yo si eso me tranquiliza mucho...
—Bueno, ¿qué más da? Estás aquí conmigo, no con él. Ni siquiera vas a verle. Céntrate en mí y ya está.
Esa clase de estrategias funcionaban en las fiestas, pero no cuando Tommy temía que mi padre apareciera por la puerta y le partiera una guitarra contra la cabeza.
—¿Quieres ver mi habitación? —sugerí, señalando las escaleras—. Es lo más interesante de la casa.
Al menos, aquello sí que hizo que se centrara en mí. Me dedicó media sonrisita.
—¿Realmente es interesante o solo quieres arrastrarme ahí arriba, pervertida?
—Sube y compruébalo tú mismo.
Tommy se adelantó para agarrarme, juguetón, pero justo en ese instante un gato gris y peludo pasó correteando entre nosotros. Se detuvo en seco junto a nuestros pies y se enredó entre mis piernas para mirar a Tommy con desconfianza.
El pobre animalito tenía la cara ligeramente aplastada y la nariz torcida. No era el gato más guapo del mundo, pero tenía mucha mala leche y eso me gustaba.
—Ah, hola, gatito. —Tommy le saludó con la mano—. Eres muy... ejem...
Como llame feo a nuestro bebé, tendremos un problema.
—Es Pelusa —le dije—. No es muy amistoso, así que no te acerques mucho.
—¿Hay alguien en esta casa que no sea potencialmente peligroso?
—Mi madre, a no ser que toques sus cosas. —Nada más decirlo, Pelusa se dirigió lenta y pesadamente hacia el sofá para tumbarse y empezar a roncar. Me dio la excusa perfecta para girarme hacia mi acompañante de nuevo—. Bueno, ¿por dónde íbamos?
—Por lo de subir las escaleras e ir a tu habitación.
—Ah, sí.
Sin necesitar una sola palabra más, le agarré el cuello de la camiseta con un puño y me lo acerqué para besarlo en la boca. Tommy se olvidó al instante de cualquiera cosa que no fuera yo. Me gustaba esa sensación de control. Aprovechándome de ello, le solté el cuello de la camiseta y le pasé una mano por los hombros hasta detenerme en su nuca, donde lo atraje para que estuviera todavía más cerca de mí.
Para cuando nos separamos, ambos ya teníamos las respiraciones agitadas.
—¿Lo de ver tu habitación sigue en pie? —me preguntó enseguida.
—No sé. ¿Traes condones?
Tommy me dedicó una sonrisa radiante y, con una reverencia exagerada, me pasó una mano por detrás de la oreja. Al retirarla, tenía un preservativo entre los dedos.
—¡Oh! —exclamó exageradamente—. Mira qué casualidad, lo que tenías detrás de la orej...
—Por Dios, deja de hacer eso o mi libido va a terminar desapareciendo.
Él se metió el condón en el bolsillo, muy indignado.
—Algún día me iré con alguien que aprecie mis trucos de magia.
—El día que deje de gustarte, y por ahora lo veo bastante lejano.
—Serás creída.
—Y tú idiota. ¿Hablamos o follamos?
—Madre mía, ¿dónde ha quedado la magia del momento?
—Se ha esfumado con el truco del condón.
Tommy empezó a reírse y, obviamente, se decantó por la mejor opción:
—Creo que me quedo con lo segundo.
—Genial. Ven aquí.
Esa vez no se distrajo tanto. De hecho, permitió que lo besara sin quejarse en absoluto. Noté que sus gruesos brazos me envolvían para levantarme en los aires como si apenas pesara y, como siempre, yo le rodeé la cintura con las piernas. Adoraba que me llevara en volandas, especialmente si el objetivo final era una cama.
Realmente no vio mucho de mi habitación, porque cuando nos metimos en ella me dejó caer directamente sobre el colchón y empezó a desabrocharme los botones de la blusa con impaciencia. Se deshizo de ella a una velocidad impresionante y, mientras todavía volaba por la habitación, ya me estaba manoseando los pechos por encima del sujetador. Estuve a punto de reírme.
—Joder —me dijo, sin aliento—, mira que te adoro, pero adoro todavía más tus tetas.
No era muy risueña, pero aquello consiguió sacarme una carcajada.
—¿Qué decías del romanticismo?
—Oye, tú te lo has cargado primero. Solo estoy siendo sincero.
—¿Y por qué no me demuestras lo mucho que te gustan con la boca?
Si algo adoraba el pervertido de Tommy, era que le propusiera guarradas.
Vi cómo su mirada se iluminaba como si de una golosina se tratara y, casi al instante, empezó a pelearse con mi sujetador para quitármelo lo antes posible. Me apoyé sobre los codos para facilitarle al acceso y, mientras hurgaba en el broche, le besé en la boca.
Tommy besaba de maravilla. Era de esas personas que podrías besar durante horas sin siquiera darte cuenta de que había pasado el tiempo. Y me gustaba la forma en que sus manos grandes y fuertes —pero irónicamente suaves y tiernas— me recorrían el cuerpo, deteniéndose especialmente en las tetas y en las caderas. Nos pasamos un rato tocándonos el uno al otro por encima de la ropa, saboreando el momento y provocándonos mutuamente, hasta que él se deshizo de mi sujetador y hundió la boca en mi pecho. Le sujeté la cabeza con una mano y mi respiración, hasta ese momento bastante agitada, se descontroló por completo.
Pronto voló el resto de la ropa. Los pantalones y su camiseta quedaron en el suelo junto a mis cosas. En cuanto él se quedo sólo en ropa interior, le pasé la mano por encima de la prenda, acariciando el bulto cada vez más grande que escondía, y él respondió casi al instante dándome la vuelta para dejarme sentada sobre su erección. Empecé a mover las caderas para provocarlo, clavando los dedos en su pecho.
Yo ya estaba preparada. De hecho, hacía mucho tiempo que no me apetecía hacerlo con tantas ganas.
Pero, claro, Tommy tuvo que tener una de sus maravillas ideas:
—¡Haz el cowboy!
Dejé de moverme al instante.
Bajé la mirada, extrañada, y vi que me observaba con una gran sonrisa entusiasmada, como si esperara que empezara a hacerlo de verdad.
Oh, tenía que estar bromeando.
—Que haga... ¿qué?
—¡El cowboy! —Él agitó sus caderas bajo mi cuerpo, moviéndome a su compás bajo mi mirada pasmada—. ¡Vamos, porfa!
—Eh...
—¡Empieza a montarme! ¡Y, mientras lo haces, gritas yihaaaaaaa!
Volví a parpadear, perpleja, cuando él me levantó un brazo para que hiciera como si estuviera dándole círculos a una cuerda. Como una vaquera.
Adoro a este chico.
—No voy a ponerme a gritar yiha —protesté.
—¿Prefieres otra palabra?
—¿Qué...?
—¡También puedes gritar YEEEEPAAAAA...!
—¡No voy a gritar nada, Tommy!
—¡Vamos, solo un poquito!
—¿Ya has estado viendo porno raro otra vez? —Fruncí el ceño—. ¡Te dije que no quería recrear esas cosas!
—No finjas que mis ideas no te gustan.
—¡No me gustan!
—¡Son innovadoras!
—¡Si tanto quieres innovar, ya podrías practicar un poco con la lengüita!
—¿Perdona? ¿Qué insinúas?
—Que cuando te bajas pareces un cerdo buscando trufas.
—Pues bájate tú a chupármela.
—¡Te toca a ti, yo lo hice la última vez!
—¡Pero dices que no te gusta cómo lo hago!
—¡Porque necesitas practicar! ¡Empieza ahora!
Él empezó a reírse tan fuerte que mi cuerpo se sacudió encima del suyo. Estuve a punto de caerme de la cama, pero me sujetó a tiempo y empezó a mover las caderas de arriba a abajo. La erección de sus pantalones aumentó cuando mis labios se curvaron en una sonrisita significativa. Vale, hora de recuperar el ambiente que habíamos pausado.
—Mañana hago lo del cerdo buscando trufas.
—Gracias.
—Y ahora follamos normal, como a ti te gusta.
—De nuevo, gracias por mantener la magia.
Me incliné hacia abajo para besarlo en la boca, a lo que sus manos se apretaron en mis caderas.
Sin embargo, ese beso no llegó a sus labios. Se quedó a medio camino.
Y es que, justo cuando me estaba inclinando hacia delante, la puerta de mi habitación se abrió de golpe y mi padre entró mirando un papelito con el ceño fruncido.
—Livvie, han llegado tus notas, no me...
Su voz se apagó casi al mismo instante en que levantó la mirada y se encontró la escena. Se quedó clavado en su sitio con los ojos muy abiertos.
—¿Qué...?
—¡AAAAAAHHHHHHH!
Intenté moverme tan rápido que aterricé al otro lado de mi cama, quedando oculta por las sábanas, mientras que el pobre Tommy se quedó estirado del lado más cercano a mi padre. Tras dudar unos instantes, agarró un cojín cualquiera —el rojo que tenía forma de corazón— y se lo puso sobre la entrepierna. Su cara estaba del mismo color que el cojín.
Papá, por cierto, seguía mirándonos con la boca entreabierta por la impresión. Cualquiera habría dicho que había visto un fantasma.
—¡Papá! —chillé, asomando solo la cabeza y cubriéndome con los brazos—. ¡Sal de mi habitación! ¡FUERA!
Esa última palabrita fue lo que hizo que reaccionara. Casi preferí que no lo hubiera hecho, porque su expresión cambió al instante a la que ponía para echarme las broncas.
—¿Fuera? —repitió, y su tono de voz adquirió un tono furioso—. ¿Qué haces aquí con un chico? ¡Dijimos que nada de cosas de estas en casa!
—¡Pero pensé que no estarías!
—¡Pues aquí estoy! —Él dejó bruscamente el papel sobre mi mesa y se agachó para recoger la camiseta de Tommy, que nunca había estado más escarlata. Se la lanzó a la cabeza sin ningún miramiento—. ¿Se puede saber quién demonios eres tú?
Lo peor de mi padre no era que gritara, sino que nunca lo hacía. Cuando se enfadaba, tenía ese tono de voz bajo y siseante que hacía que te encogieras de terror.
Justo como le estaba pasando al pobre Tommy en esos instantes.
—Y-yo... yo no...
—¿Te llamas yo no? —espetó papá.
—¡Es Tommy, un amigo! —intervine, alcanzando mi camiseta y poniéndomela—. ¡Solo... ha venido a pasar el rato!
—Sí, ya veo cómo pasáis el rato.
—Solo estábamos estudiando —aseguró Tommy enseguida.
Papá se giró hacia él con una expresión mortífera.
—Dime, Tommy, ¿te gusta tu vida?
La pregunta le dejó un poco descolocado, pero al final asintió con la cabeza.
—Eh... sí, bastante.
—Entonces, vete de aquí antes de que te rompa una guitarra contra la cabeza y acabe con ella.
Tommy no necesitó más avisos. Me dirigió una mirada de disculpa, recogió sus pantalones y salió a toda prisa de la habitación. Escuchamos sus pasos apresurados por las escaleras, el maullido agresivo de Pelusa al echarlo y, acto seguido, la puerta principal abriéndose y cerrándose a toda velocidad.
Ya con la camiseta puesta, me levanté y me puse las manos en las caderas. Papá seguía pareciendo furioso y, aunque debo admitir que me intimidaba bastante, me propuse a mí misma no permitir que él lo supiera.
—¿Qué? —pregunté, a la defensiva.
—Que teníamos un acuerdo —me recordó, rodeando la cama para acercarse a mí—. Te dije que confiaría en que podías quedarte sola en casa siempre y cuando me dijeras quién venía a visitarte.
—¡Si te lo hubiera dicho, no me habrías dado permiso!
—¿En serio? ¿Esa va a ser toda tu defensa?
Al darme cuenta de que, efectivamente, aquello era todo lo que podía decir a mi favor, me limité a cruzarme de brazos.
—Claro que no. Tengo un montón de argumentos.
—Pues puedes ahorrártelos, porque todos nos van a llevar a la misma conclusión.
—¿Y cuál es esa conclusión?
—Que estás castigada.
Cualquier respuesta ingeniosa que pudiera tener murió en mis labios al instante. Me quedé mirando a papá, pasmada, antes de empezar a negar con la cabeza.
—No puedes castigarme.
—Acabo de hacerlo, así que yo diría que puedo.
—¡Ya soy mayor de edad!
—Cumpliste dieciocho años hace una semana, Livvie. Eso no te convierte en adulta. Especialmente después de ver este espectáculo.
Oh, qué nerviosa me ponía que tuviera razón...
—¡No puedes castigarme! —repetí en medio de la rabieta.
Papá, como de costumbre, ni siquiera se había alterado. Se limitaba a enarcar una ceja con indiferencia.
—No solo es por esto, también es por tus notas. Nos dijiste que todo iba bien y has estado a punto de suspender una asignatura.
—¡Porque la profesora me tiene manía!
—No me pueden dar más igual los motivos, Livvie. Nos has mentido y acabo de pillarte aprovechándote de nuestra confianza. —Sacudió la cabeza como si quisiera darle énfasis a su decepción. Qué dramático podía llegar a ser—. Te has quedado un mes sin piano.
Estoy casi segura de que no podría haber elegido otras palabras que me impactaran tanto, o un castigo peor que ese. Fue como si acabara de darme una patada en el estómago para dejarme sin aire. Empecé a negarme incluso antes de terminar de procesarlo.
—¿Sin piano? ¡No voy a...!
—Ya lo creo que lo harás.
—¡No puedes prohibirme...!
—Puedo prohibirte todo lo que crea necesario.
—¡Déjame terminar la fras...!
—Olivia —su tono cambió a uno de advertencia—, ya basta.
Estaba quedándome sin argumentos y cada vez estaba más furiosa. Así que, como siempre que no sabía qué decir para ganar la discusión, tiré del único recurso que me quedaba bajo la manga:
—¡Se lo voy a decir a mamá!
Él se limitó a encogerse de hombros.
—Pues ve y hazlo, acaba de llegar.
Mi padre tenía un don para saber que mamá andaba cerca. En otro momento quizá habría bromeado sobre su sexto sentido, pero no en ese. Estaba demasiado enfadada tanto con él como conmigo misma. Así que me limité a bajar las escaleras a toda velocidad para encontrarme con ella en la entrada.
Mamá estaba dejando la cámara y la chaqueta sobre el mueblecito pequeño cuando me planté a su lado. Tenía la cámara en la mano y las llaves en la otra. Mientras las dejaba junto a lo demás, se dio cuenta de que estaba a su lado. Solo necesitó una ojeada para darse cuenta de que algo iba mal.
—Oh, no... —Suspiró—. A ver, ¿qué ha pasado ahora?
—¡Papá me ha castigado! —Lo señalé. Estaba bajando las escaleras con toda la tranquilidad del mundo—. ¡Dile que tú me levantas el castigo! ¡Por favor!
Mamá se inclinó a un lado para mirar a papá, que me adelantó para acercarse a ella.
—Jared —empezó, aunque no parecía estar tomándoselo muy en serio—, ¿puedes explicarme a qué viene el castigo?
—A que tu hija estaba protagonizando un espectáculo lamentable. Suerte que te he ahorrado verlo.
Mamá le sonrió, divertida, y le pasó una mano por la espalda para darle un beso en la mejilla. Papá se olvidó enseguida de la discusión.
¡Pero yo no! ¡Se suponía que ella estaba de mi parte!
—No era lamentable —mascullé entre dientes.
—¿Qué ha pasado exactamente? —preguntó mamá, confusa.
—Se ha traído a un chico claramente mayor a su habitación aprovechando nuestra ausencia. Me los he encontrado a los dos semidesnudos.
Mamá empezó a reírse casi al instante, lo que me enervó todavía más.
—¡No es gracioso!
—La he castigado un mes sin piano —continuó papá, ignorándome.
—Ay, Jared...
—¡¿A que es exagerado?! —intenté buscar apoyo desesperadamente.
Mamá soltó un suspiro, le dio una palmadita en el pecho a papá y se alejó en dirección a la cocina. Ambos la seguimos como corderitos. Incluso Pelusa había despertado de su siesta para ir a saludarla. Mientras mamá le acariciaba la espalda, ambos nos plantamos a su lado con los brazos cruzados, esperando un veredicto.
—Bueno, el castigo me parece un poco excesivo —admitió por fin—. No olvides que tiene que practicar para el conservatorio, Jared.
—¡Eso! —exclamé al momento.
—Pero —siguió mamá, señalándome—, lo que has hecho no ha estado nada bien, jovencita. Y tu tutora ya ha mandado tus notas por correo. ¿No dijiste que todas tus notas eran buenísimas? Una de tus profesoras me ha dicho que apenas te has esforzado en su asignatura.
—¡Es que me tiene man...!
—No es excusa —me cortó papá, señalándome.
—Exacto. Te quedas con el piano, pero no esperes irte de rositas. No siempre puedes salirte con la tuya, Livvie.
Saber que el piano ya no estaba en el plano del castigo me tranquilizó bastante, pero aún así seguía estando bastante tensa.
—¿Y bien? —pregunté—. ¿Cuál es el castigo, entonces?
Papá y mamá intercambiaron una breve mirada de esas que se dirigían siempre que tenían que llegar a una decisión conjunta. La mayoría tenían que ver conmigo. Y, como de costumbre, llegaron a una conclusión en apenas unos segundos.
—Vas a trabajar en la tienda de papá por las mañanas —concluyó ella.
Aquello me dejó completamente descolocada.
—¿En la tienda? ¿Yo?
—Durante todo el verano —añadió papá.
—¡¿Durante todo el...?!
—Es eso o lo del piano. —Mamá me sonrió—. Tú eliges.
Y, claramente, me quedé con la opción de la tienda.
Lo que nos lleva al presente... al aburrido presente.
Trabajar aquí, honestamente, es tan aburrido como creí que sería. La gente que entra es simpática y la mayoría saben bastante de música, pero lo cierto es que la mayor parte del tiempo estoy haciendo inventario o colocando los estantes que los niños pequeños que entran por curiosidad se dedican a desordenar.
He estado a punto de darle un fregonazo a alguno varias veces, pero la perspectiva de que papá se entere hace que me detenga y vuelva pacíficamente a mi sitio.
Así que no, no es el trabajo de mis sueños. Está muy lejos de serlo. De hecho, odio cada segundo aquí dentro.
Al menos, hasta que llega la mañana.
La mañana en la que la veo por primera vez.
Y pensar que todo esto empezó por un vinilo de Scorpions...
Tras la salida de una familia con varios niños pequeños, sigo recogiendo algunos discos desordenados en una de las estanterías posteriores de la tienda. Los voy metiendo en una caja que sujeto contra mi cadera y luego los vuelvo a colocar. Es una rutina a la que me dedico varias veces al día.
Miro distraídamente las carátulas de los vinilos para dejarlos en su lugar cuando la puerta se abre y la campanita, mi pequeño alertador de clientes, anuncia que ha entrado alguien.
Normalmente, no me molesto en asomarme a ver quién es. Pero, esta vez, siento algo distinto. De forma totalmente inconsciente, mi mirada se desvía entre los huecos de los vinilos, entre los recovecos de las estanterías y entre las partículas de polvo en suspensión que las cortinas de luz de los ventanales hacen que brillen. En la entrada, atisbo a observar la figura de una chica joven que está cruzando el primer pasillo. No le veo la cara, pero sí las mangas verdes de la camiseta, las pulseras de viejos festivales y los múltiples anillos. Tiene los dedos largos y delgados, y acaricia los bordes de la estantería a medida que va avanzando.
No sé que es lo que hace que me quede quieta y deje de colocar discos. Solo es una chica viendo la tienda.
Observo cómo da la vuelta a la esquina y, en esta ocasión, cruza el pasillo que tengo justo al otro lado, lo que me permite ver que también lleva puestos unos pantalones vaqueros y unas zapatillas blancas, desgastadas y muy viejas. Oh, y una tobillera. Le gustan mucho los complementos. Subo un poco la mirada hasta su cintura, que es bastante ancha. De hecho, su cuerpo es delgado y con pocas curvas, pero no puedo despegar los ojos de él.
Para cuando dobla de nuevo la esquina para detenerse junto a mí, ya estoy sin aliento.
Es más alta que yo. De hecho, me saca media cabeza. Tiene el pelo negro y cortado justo por debajo de la línea de la mandíbula. Enmarca un rostro ovalado y alargado, de tez oscura, y también unas orejas cargadas de piercings, unos labios carnosos, unas cejas gruesas y unos ojos de un color verde oscuro que se clavan enseguida sobre mí para revisarme de arriba a abajo.
—¿Scorpions?
La pregunta me pilla por sorpresa y, para mi propia vergüenza, tardo casi un minuto entero en entender que se refiere al vinilo que tengo en la mano. Me ha pillado justo cuando iba a ponerlo en su lugar, pero me he paralizado tanto al verla que me he quedado con la mano a medio camino y todavía no la he bajado.
Mal empezamos.
—Solo lo estoy ordenando —me justifico sin saber muy bien por qué.
Ella asiente conteniendo media sonrisa divertida. Ha apoyado un hombro despreocupadamente en la estantería. Hay algo en la forma en que me mira que hace que el ambiente de la tienda se haga más pesado, más asfixiante. Incluso me parece que este pasillo es más pequeño de lo que recordaba. Y, de alguna forma, es una sensación adictiva.
Como no sé qué hacer, termino de colocar los dos vinilos que me quedan dentro de la caja. Ella no despega la mirada de mí. Me encantaría poder decir que no me importa o que no me afecta, pero no puedo soltar una mentira tan grande. Ni siquiera a mí misma.
Cuando vuelvo a girarme hacia ella, sigue pareciendo un poco divertida. Una de las comisuras de sus labios se ha elevado, formando una pequeña arruguita en su extremo. Por algún motivo, ese detalle me parece muy tierno.
—¿Trabajas aquí? —pregunta, rompiendo por fin el silencio.
—Sí —le digo con sorprendente seguridad—. ¿Necesitas ayuda?
—Quizá. Suelo venir y nunca te he visto.
Le sostengo un momento la mirada. El verde oscuro de su iris no se despega del mío. De hecho, siento que ninguna de las dos parpadea durante unos segundos, hasta que yo me giro para dejar la caja en un rincón.
—Pues a partir de ahora lo harás —concluyo—. ¿Necesitas ayuda o no?
Ella ladea un poco la cabeza y su sonrisa, que hasta hace un momento era de medio lado, se convierte en una completa.
—¿Tienes algo de Carl Cox?
Trato de situar su nombre entre los cientos que me vienen a la cabeza.
—No me suena.
—Es un DJ británico.
—Ah... ¿de esos antiguos y aburridos?
Quizá no debería decirle eso a una clienta, pero no parece tomárselo con mucha ofensa.
—¿Aburridos? —repite, a punto de reírse—. ¿Se puede saber qué escuchas tú?
—No sé... Arctic Monkeys, Billie Eilish, Harry Styles, Taylor Swift...
—¿Y eso no es antiguo? Debe ser del 2020.
—Al menos, tiene letra —la provoco.
Ella me sonríe mientras yo intento acordarme de dónde está la sección de DJs de esa época. Por suerte, me acuerdo por fin de Carl Cox. No está muy solicitado, así que el hecho de que no quede ninguno en existencia es un buen indicativo de que, o ella no es muy afortunada, o yo lo soy demasiado, porque eso quiere decir que tendrá que volver.
Me acerco al mostrador y noto que me sigue, pero no me doy la vuelta. Reviso el ordenador en completo silencio, fingiendo seguridad, aunque ya sé lo que pondrá.
—Solo teníamos uno de sus discos, y se han llevado la última copia esta mañana.
Sigo sintiendo que ella me observa con interés. Levanto la cabeza solo para comprobarlo y, efectivamente, me encuentro su cara a menos de un palmo de la mía.
Quizá mi primer instinto debería ser apartarme y seguir con mi trabajo, pero mi mirada se queda anclada en la suya otra vez y, de algún modo, consigo volver a encontrar mis cuerdas vocales.
—Podemos pedirlo para el jueves —añado, y no me he dado cuenta de haber bajado la voz—. Pero... si ese día no te viene bien, puedes venir a buscarlo cuando quieras.
Ella permanece en silencio, mirándome, y siento que, de alguna forma, se ha creado una conexión entre nosotras. Algo que hace que ninguna pueda apartarse de la otra.
—¿El jueves estarás aquí? —me pregunta finalmente.
Enarco una ceja, como retándola con la mirada.
No sé si intenta intimidarme, pero se ha metido en un juego que te aseguro que no puede ganar.
—Puede. —Me encojo de hombros con poco interés.
Ella apoya una mano en el mostrador y repiquetea una uña contra el mostrador, pero no consigue distraerme lo suficiente como para que aparte la mirada de la suya.
—¿Cómo me has dicho que te llamas? —pregunta.
—No te lo he dicho.
—Quizá debería haberte preguntado.
—Quizá deberías comprarme algo, y luego me pensaré si quiero decirte mi nombre.
La chica curva los labios y por fin consigo que aparte la mirada. Me siento como si acabara de ganar la primera batalla, pero no pudiera esperar a librar la próxima.
—Eres muy buena vendedora —me concede, y ella también ha bajado la voz.
—Soy la vendedora del mes —miento. No hace ni dos días que trabajo aquí.
—No me extraña.
De nuevo, repiquetea el dedo en el mostrador. Parece que me está analizando. Para cuando se aparta un poco, no puede dejar de sonreírme de esa manera que hace que me sienta como si me estuviéramos compartiendo algo muy íntimo que no sé explicar del todo bien.
—¿Y bien? —pregunto—. ¿Te pido el disco?
Ella se aparta y se encoge de hombros.
—Déjalo, no creo que vuelva.
Mientras empieza a andar de espaldas para alejarse hacia la puerta, suelto un bufido y me inclino para activar la pantalla digital y hacer el pedido.
—Pues me lo quedaré yo —concluyo.
No levanto la mirada, pero escucho que ha empezado a reírse.
—Mejor, a ver si lo escuchas y amplías tu repertorio musical.
—A ver si escuchas tú la música que me gusta —le digo, intentando no sonreír.
—Quizá lo haga.
Levanto la cabeza a tiempo para ver que está abriendo la puerta de la entrada. Encuentro su mirada justo antes de que salga de la tienda, me dedique una última media sonrisa y empiece a colocarse unos cascos rojos.
Para cuando desaparece calle abajo, yo también alcanzo mis auriculares.
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