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Love of my life


20.

—Elena. Lo siento —le dije y ella se giró mirándome a los ojos con una expresión fría. —La he cagado. Nos hemos equivocado en hacer las cosas, ya no tenemos veintidós años, hemos cambiado.

—Lo sé —concluyó ella. —Le he dado vueltas estas semanas.

Me hizo un gesto para que la siguiera al balcón. Cuando llegamos, la calle estaba casi vacía y solo se nos oía a nosotros.

—Nuestro error ha sido el pensar que le habíamos dado al botón de pausa y que continuaríamos como si nada hubiese ocurrido.

—Sí. Me he dado cuenta hoy.

—¿Te has tenido que acostar con otra después de decirme que lo querías todo conmigo? —dijo medio en serio medio en broma.

—Pues sí. Me he quedado en el paleolítico.

—Tranquilo. Yo también me tuve que acostar con Ángel para confirmar algo que ya sabía. Te recordaba más maduro.

—Siempre he sido así —le contesté y ella me observó como lo había hecho hace bastante tiempo.

Por eso en ese instante recordé el verano de los quince, y el invierno improvisado que siguió. Allí hacía frío, y la humedad llegaba hasta los huesos y costaba entrar en calor. No teníamos calefacción en casa, solo unas pequeñas estufas de aceite que se encontraban colocadas estratégicamente en sitios comunes. También teníamos una chimenea que nos invitaba a pasar a su lado buena parte del tiempo.

21.

Desde que Elena y yo nos habíamos besado no paré de buscarla con la mirada el resto de las vacaciones. Pensé que se me pasaría una vez que la dejara de ver, pero me descubría pensando en ella en clases. Mi madre me anunció ese otoño que pasaríamos las Navidades en Roche. Ella estaba destrozada por el largo divorcio y por su nuevo novio que la había dejado recientemente. Antes de irnos y esperando una tortura de Navidades, me dijo que Elena y su familia también las pasaban ahí. Mi humor, por algún motivo cambió, y ya estaba más contento por ir.

—Ya tienes con quien jugar —me dijo mi madre.

Tanto ella como la madre de Elena nos seguían viendo como dos niños que jugaban a hacer castillos en la arena. Fuimos en el 4x4 de mi madre ya que pretendía llevarse toda la decoración de Navidad. En el trayecto me explicó que Elena y su madre siempre pasaban las Navidades allí con sus abuelos y su tío. El viaje desde Madrid se me hizo eterno, mi madre solo quería poner las noticias de la SER o INOLVIDABLE FM, yo música que a ella no le gustaba porque para ella era demasiado moderna.

—No sé cómo te puede gustar tanto el puchun puchun ese, no dice nada.

—Mamá, es el ritmo.

En el coche tampoco podía leer, así que me moría de aburrimiento, además tenía que darle conversación a mi madre como buen copiloto. Llegamos a la tarde, aunque ya había oscurecido, la sorpresa vino cuando vimos a Elena esperándonos en la puerta con una sonrisa de oreja a oreja. Mi madre le dio un abrazo, le hizo algún cumplido que no oí bien y luego nos miramos. No sé si era por el frío, pero su cara estaba roja, la mía sí que lo estaba, pero no por el tiempo.

—Hola —saludó ella.

—Hola —respondí yo.

En esos momentos no sabía cómo saludarla, si con dos besos o uno en los labios. Pareció que ella cogió la iniciativa y en vez de darme algún beso, ayudó a mi madre a sacar las cosas del coche. Mientras tanto yo la miraba como un pasmarote.

—Deberías ayudar, son tus cosas. No soy tu esclava, ni la de nadie —dijo y me quedé todavía más sorprendido, pero recobré la compostura.

—Nadie te ha pedido que ayudes.

22.

Al acabar de meter las cosas en la casa que había sido tan alegre en verano, la noté fría y sin vida. Elena se quedó hablando con mi madre de esto y aquello mientras le ayudaba a poner la decoración, yo la miraba disimuladamente. La pillé un par de veces observándome y me sorprendí sonrojándome. Fui a mi habitación y al salir todo estaba colocado, parecía un hogar. Me sorprendió la sonrisa que me encontré en la cara de Elena, que cogió mi mano y tiró de ella.

—Vamos a mi casa, que hay cena hecha, el tío está también. Me ha preguntado qué tal estas.

Mi madre nos siguió divertida, Elena estaba feliz, no hacía falta decirlo, se le notaba. Tuve la intención de abrazarla y quedarme con ella, había pegado otro estirón. Al abrazarla lo noté, noté que yo había cambiado y ella parecía más pequeña a mi lado. Le hice cosquillas y huyó, tenía el pelo hecho un desastre, como si fuese salvaje, luego se puso de nuevo el gorro de lana y sonrió.

—Hemos llegado —anunció ella.

—Buenas chaval — dijo Manolo, su tío. —Hola Teresa.

—Buenas Manolo.

Pasamos y su casa estaba más caliente que la nuestra. Al entrar podías ver las escaleras de madera que daban a la planta de arriba, donde se situaban las habitaciones. A un lado se encontraba el salón, totalmente iluminado, con sus abuelos peripuestos en sus sillones orejeros viendo la televisión. Al otro lado se entraba a la cocina, de allí emergió su madre, Adriana, que vino hasta donde estaba y sonrió. Me dio un abrazo y la vi tan pequeña como su hija.

—Iván, cuanto has crecido. Tere, que nos vamos a convertir en duendes de jardín a su lado.

A mi madre le dio el sentimiento por el comentario, medía un metro noventa, lo normal es que todos fueran más bajitos que yo. Saludé a los abuelos de Lena y me quedé hablando con ellos. Las últimas Navidades habían dejado mucho que desear, cenar solo junto a mi madre en la mesa de la cocina había sido todo lo que había tenido. Mis padres se separaron cuando tuve ocho años, a los diez se divorciaron, a los doce perdí todo contacto con mi padre, el único ejemplo masculino que había tenido había sido don Manolo. No tenía hijos y yo parecía ser un hijo postizo, como también lo era Elena.

El ambiente que se respiraba en casa de Elena podría definirse como hogareño. No había opulencia, pero se respiraba el espíritu de esas festividades. Elena se sentó con sus abuelos a ver la televisión, estaban poniendo una de esas películas malas de Antena 3 sobre Navidad. Me senté con ellos y sí, era romántica. A Elena le pifiaba lo romántico, el amor, todo eso.

23.

Al día siguiente me desperté en casa con frío. Mi madre había prohibido las estufas en las habitaciones porque podríamos incendiar la casa, y me pregunté si Elena pasaría frío por la noche, me imaginé despertarme con ella y besarla. Estaba guapísima con el pelo revuelto por el viento, le daba un aire salvaje. La erección de esa mañana me costó bajarla, no dejaba de pensar en Elena. ¿Qué tenía que hacía que me pusiera así? Cuando logré que se bajara fui a desayunar, mi madre estaba de buen humor y yo también, sonreí.

—Buenos días —dije.

—Buenos días por la mañana —respondió ella. —¿Elena y tú vais a quedar hoy?

—Supongo —contesté.

—Está muy guapa —me dijo. — Yo creo que le gustas.

Intenté que mi nerviosismo no se notara, pero parece que no lo conseguí, mi madre se rio y siguió a otra cosa. ¿A Elena le gustaba? Y... ¿A mí me gustaba ella? Elena parecía que no venía a buscarme, así que fui a su casa. Me abrió su madre con una sonrisa y comenzó a hablarme de que si me gustaba más esta o aquella receta de Navidad para hacerla en Nochebuena.

—¿Quieres que llame a Elena?

— ¿Qué quieres madre? —respondió ella sin darse cuenta de que estaba allí. Al darse cuenta de mi presencia se dignó a saludarme de forma escueta —Hola.

—¿Has estado hablando todo este tiempo por el móvil? Elena, no voy a recargarte el saldo.

—¿Por?

—Porque me sales una fortuna.

—Mamá, soy una adolescente. Necesito saldo para el móvil, ¿cómo te llamaré?

Sólo me faltaban unas palomitas para contemplar de forma plena el espectáculo que tenía enfrente, que si Lizzie McGuire, que si Damon Salvatore era guapísimo, que si su amiga Lucía había roto con el novio y que estaba fatal...

24.

—Chico, ¿te han excluido? —preguntó Manolo.

—Sí —contesté y miré de nuevo a Elena. Tenía el pelo más largo y la ropa de montaña que llevaba le sentaba bien.

—Normal. Las relaciones entre madres e hijas son las más complicadas. Elena ya vendrá, acompáñame, que le vamos a llevar madera a tu madre, así tendréis algo que echar en la chimenea.

Manolo y yo hablamos sobre la vida y chicas en general, aunque quería evitar pensar en Elena por todos los medios. Y entonces llegó la charla.

—Bueno chico, ya sabes que estás en una edad... tienes quince años, pronto dieciséis, y lo normal es que...

—Manolo, para —le supliqué.

—¿Qué? Si es normal. Habrá sexo, solo hay que ir protegido, un buen condón y ya está. Toma —dijo tendiéndome como diez condones. Yo estaba rojo como un tomate.

—Pero qué haces —le dije. Manolo en ocasiones era muy bruto cuando se ponía nervioso, pero ahora que lo pienso, no lo cambiaría por nada en el mundo. El ser así de bruto y estar tan incómodo dio lugar a la escena más surrealista de la historia.

—Tío, Iván. —Se trataba de Elena que venía corriendo. —Esperadme.

Yo intenté guardar todos esos preservativos en alguna parte, Elena se acercaba y yo me ponía cada vez más nervioso.

—Estamos aquí —respondió Manolo, en ese momento yo casi lo mato.

Conseguí meter los preservativos dentro del pantalón antes de que llegase, fuimos caminando y notaba como los preservativos bajaban por el vaquero. Llegué a casa y fui al baño, me guardé un par en la cartera, así podría hacerme el molón. La charla sería cosa de mi madre, estaba segurísimo, lo que no se esperaría es que Manolo me diese preservativos.

—Iván vamos. Quiero enseñarte una cosa —me dijo Elena.

25.

Y eso hizo, me llevó al faro viendo las pequeñas calas que había en el camino. La pillaba mirándome en alguna que otra ocasión, me armé de valor y se lo dije.

—Elena.

—¿Qué pasa? —preguntó poniéndose enfrente de mí.

— Has pensado... —comencé.

—¿Pensado en qué?

—En lo que ocurrió al final del verano, en tu cumpleaños. El beso, bueno los besos.

Se hizo un silencio, yo no sabía dónde tenía que mirar. Un crío asustado parecía, aunque realmente lo era. Ella tardó en contestar, tenía que haber adivinado que detrás de ese silencio se encontraba una verdad y una historia.

—Sí.

No lo pensé, pero la besé allí, de fondo la cala del pato, con esas rocas que le daban esa forma. Ella me devolvió el beso de una forma tímida, noté sus labios secos del frío y como su cara también lo estaba. Nos separamos y los dos estábamos rojos como tomates.

—Iván, yo... —comenzó y se tapó la cara con las manos. —Qué vergüenza.

—Qué vergüenza yo, no tenía que haberte besado sin tu permiso.

—No, no—repuso ella. —Me ha gustado.

Me dio un abrazo y se lo devolví. Apoyó su cara en mi pecho y se quedó allí.

—¿Quieres que bajemos? —preguntó.

—Vale.

27.

Los dos bajamos por la montaña y nos quedamos mirando el mar. Ella se quitó la gorra y apoyó su cabeza en las rodillas. Ahora que lo pienso Elena siempre fue una niña dulce e inocente, y la inocencia no se escondía, estaba ahí, era parte de ella. Creo que no lo vi explícitamente, pero lo sabía, la miré y la abracé.

—No entiendo nada —dijo ella.

—Yo tampoco —respondí. —No he podido dejar de pensar en ti.

—Yo tampoco —concluyó. —Pero somos amigos, supuestamente no nos vemos así.

—Ya. Olvidémonos de todo.

—Iván, ¿no lo entiendes? Cuando nos besamos aquella vez... ¿no sentiste algo? Como si brillase todo.

—¿Cómo si brillase?

—Sí, como... como cuando sale el sol y ves la luz... quieres que ese momento dure para siempre y...

—Se acaba.

—Sí. Mi madre me mataría si supiera esto.

—¿Por qué? —pregunté.

—Nada de novios hasta los dieciocho. Como te vea con un chico...

—Pero si vienes con Macaco y conmigo... —me miró y lo entendí. —te refieres a... vale. Pues no se lo digamos, será nuestro secreto. No es nada malo, ¿no?

—No —respondió ella y me besó.

Nos levantamos y comenzamos a recorrer la playa, hicimos carreras en la arena y nos atrevimos a mojarnos los pies.

28.

Esas Navidades fueron mágicas, por las mañanas nos dedicábamos a ir de excursión a sitios que se encontraban fuera del pueblo. Baelo Claudia fue uno de ellos, a Elena le encantaba la historia, igual que a mí. Siempre teníamos alguna carabina de la que conseguíamos zafarnos y nos dábamos la mano cuando no nos veían. La Elena de aquella época apenas se parecía a la de los veintisiete. En aquel entonces todavía seguíamos siendo dos inocentones e ingenuos, aunque no lo viésemos. Supongo que, con el paso del tiempo, todo se ve desde una perspectiva diferente.

Uno de esos días fuimos a Vejer de La Frontera, su madre y la mía se fueron a una cafetería a hablar sobre cómo organizar la Nochebuena mientras y los dos visitábamos el pueblo. Estuvimos abrazados todo el rato, Elena sonreía de felicidad y que decir que yo también. Nos dábamos besos furtivos en cada esquina, le compré un collar que le gustó y se puso inmediatamente. Ella me regaló un gorro que le pareció bonito y me lo puso para que no pasara frío en la cabeza.

Paseamos por una larga calle que hacía de mirador y vimos el paisaje. Elena miraba con aire soñador el paisaje que se extendía ante nosotros y yo la miré. Cerró los ojos e inspiró.

—Este es el mejor sitio del mundo —expuso sin titubear.

—¿Sí? —contesté.

—Sí, y en verano es mejor. Es precioso, las flores en los balcones, el sol que aprieta, pero no ahoga... Las vistas. Es un pueblo para enamorarse.

Miraba al infinito con aire soñador y yo no podía dejar de mirarla. Le toqué la cara a pesar de que mis dedos estuviesen congelados, ella me miró con una cara que ahora la catalogaría de ternura y que hacía que no me quisiese separar de ella. Me sonrió y se puso de puntillas, yo acerqué mi boca a la suya y nos quedamos besándonos un buen rato. Me olvidé de mi madre, de la suya, del sitio, sólo estábamos los dos. Terminó por apoyarse en mi hombro y mirar las vistas, no le abracé por si llegaban nuestras madres, pero el sol nos daba en la cara.

—Chicos, es hora de irnos —nos anunció su madre junto a la mía.

Elena me miró con cara de circunstancias y me tendió la mano, se la di y fuimos de la mano hasta donde se encontraban ellas. Pareció que no se sorprendieron de vernos cogidos de la mano, siguieron hablando como si no pasase algo extraño. Creo que ellas se imaginarían algo, pero seguíamos siendo dos amigos inseparables.

29.

Las tardes noches las pasábamos en casa de Elena con sus abuelos, aunque por último nos íbamos a mi casa a leer algún libro al lado de la chimenea. Mi madre siempre andaba por casa así que no hacíamos nada más que leer todos los libros que nos encontrásemos. Había tardes en las que en su casa ella tocaba el piano y parecía que todo volvía a ser como cuando éramos niños y nos peleábamos. Nuestras madres tuvieron la imperiosa necesidad de jugar con nosotros al parchís y a la oca, aunque Elena prefería el Cluedo. Sí, parecíamos dos inocentones sin maldad que se querían y eran felices.

La nochebuena pasó y la recuerdo brillante. Manolo y su mujer vinieron con gran cantidad de dulces, Elena estaba guapísima y le daba vergüenza que su madre lo dijese, yo también lo pensaba. Llevaba el pelo suelto hacia atrás, con una diadema plateada, un vestido burdeos y unas medias negras. Se me iluminaron los ojos al verla y no dudé en acercarme a ella.

—Creo que ya te lo ha dicho tu madre, pero estás guapísima.

—Muchas gracias, tú también —respondió encendiéndosele las mejillas.

Nos sentamos juntos en la gran mesa que recorría el salón mientras Manolo cantaba algún villancico o alguna canción. Los abuelos de Elena contaban historietas de cuando eran jóvenes, queriendo demostrarnos que esa época era mejor que la nuestra, todo más sencillo y sin florituras. Para mí esa fue mi mejor Navidad, las anteriores las había pasado solo con mi madre en casa o en casa de algún tío. En esas Navidades la palabra familia cobraba vida y yo formaba parte de ella, creo que no paré de sonreír en toda la noche. En un momento dado, Elena me hizo una señal y nos dirigimos a la pequeña cocina de la casa.

—Toma, es para ti —me dijo con los ojos brillantes y las mejillas sonrojadas.

—Gracias —respondí y abrí la caja que me tendió.

Se trataba de una bufanda que me había gustado en uno de los puestos de uno de los pueblos blancos que habíamos visitado. Le sonreí y me miró con una sonrisa, estaba preciosa, sus orejas las adornaban un par de brillantes y su cara no tenía maquillaje, estaba perfecta. La época de granos la había pasado a los trece y catorce, ahora no tenía ninguno. Me acerqué y le di un beso casto en los labios, todo parecía brillar en esa casa.

—Esto es para ti —le tendí una bolsa pequeña que había llevado en el bolsillo del pantalón. —No es mucho...

Elena sacó del saquito la gargantilla con mucho cuidado. Se trataba de una pequeña lagrima verde que le quedaba genial con su pelo color caoba y que le había gustado mucho en Vejer. Sonrió y me dio otro beso, volví a sonreír y saqué otro saquito. Otras pequeñas lágrimas verdes, esta vez en unos pendientes. La dueña me dijo que quedarían ideales, y yo... le hice caso. Le hubiese comprado el Kilimanjaro si me hubiese dicho que eso le gustaría, no lo sabía, pero me había enamorado, aunque lo negase a diestro y siniestro. No esperé su abrazo, pero se lo devolví con una sonrisa.

—Vamos, que se darán cuenta —me dijo con una sonrisa.

30.

Fin de año fue otra historia, la velada fueron risas y bailes. Manolo y Elena hicieron una coreografía que de pronto a Elena le dio vergüenza hacer porque mi madre y yo estábamos ahí. La fiesta estaba servida y Elena me dijo que la acompañara, cogimos un par de botellas que había escondido con Macaco y bebimos un poco de champán que hizo que nuestras mejillas se sonrojaran. Los abuelos de Elena daban ternura solo de verlos cogiéndose de las manos y sonreírse, como si se dijeran el uno al otro, otro año juntos.

Saqué a bailar a Adriana y Elena bailó con mi madre. Se empeñaron en poner música de "sus tiempos", y me sorprendí cuando Elena bailaba y cantaba ABBA o los Bee Gees. Saqué a Elena a bailar cuando sonó Dancing Queen y los dos no podíamos parar de sonreírnos con la canción. Cindy Lauper comenzó a sonar con Girls Just Wanna Have fun y tras esa, Time after Time, que sin saberlo esa canción se convertiría en nuestra banda sonora. Nadie se daba cuenta de nuestra presencia, los abuelos de Elena bailaban Somethin' stupid de Frank Sinatra mientras que los demás se habían trasladado a otro lado de la casa. Nosotros nos dedicamos a bailarla pegados, como bien habíamos ensayado en la playa. Ella con sus pies encima de los míos y yo dándole alguna que otra vuelta. Tenía muchas ganas de besarla, pareció que ella pensaba lo mismo porque me llevó a un sitio donde estuviéramos solos y me besó.

Volvimos a la casa y parecían que todos estaban de fiesta, nos sonreímos, pero a pesar de estar rebosantes de energía decidimos volver a mi casa. Elena iba con un vestido precioso, que hacía que no quisiese separarme de ella, y no me entendáis mal. No porque estuviera sexy, si no porque estaba preciosa y en ese momento tenía las hormonas disparadas. No sé por qué, si lo propuso ella o lo propuse yo, pero terminamos en el salón de mi casa. Nos calamos con la lluvia y llegamos a mi casa empapados, Elena se mojó entera y yo lo mismo. No fue cosa mía, mi casa estaba fría, mucho. Bajé un pijama para Elena y yo me puse otro, encendí la chimenea mientras ella se ponía el pijama y comenzamos a hablar de esto y aquello. No me había dado cuenta, pero ella tenía los pendientes y la cadena que le había regalado, y la abracé. Nos quedamos dormidos en el suelo, ella con los pies fríos entrelazados a los míos, y con su cara hundida en mi pecho.

–Me encantaría estar siempre así –me dijo.

–A mí también –dije y olí su champú.

Nos quedamos dormidos relativamente temprano, a las tres o cuatro, mi madre llegó ya bien entrada la mañana. Elena y yo nos habíamos pasado la noche durmiendo al lado de la chimenea, sin separarnos. De la misma forma que nos dormimos, en la misma postura nos despertamos. Los dos con una sonrisa y sin querer movernos, porque eso significaría que nos separaríamos.

31.

Los días siguientes fueron como los anteriores, aunque Elena y yo íbamos al pueblo y a las calas solos. Parecía que necesitábamos exprimir todo el tiempo posible para pasarlo juntos y sin que nadie nos interrumpiera, además nuestras madres ni se enteraban. El día cinco de enero invitaron a los mayores a una fiesta a la que nosotros no podríamos ir, nos tendríamos que quedar con los abuelos de Elena. Tampoco nos importaba.

Cenamos juntos, mientras los demás iban a la fiesta. Los abuelos de Elena nos sonrieron, cómplices, como si se hubieran dado cuenta de todo.

–Chicos, podéis daros la mano sin problema, que nos hemos dado cuenta –nos dijo Amelia, la abuela de Elena.

–Abuela... –contestó Elena.

–Tranquila, que no le diremos nada a tu madre.

Así que nos quedamos allí, juntos y abrazados con los abuelos de Elena al lado de nosotros. Creo que fueron los primeros en darse cuenta, aunque si no lo tenían claro en Nochebuena la confirmación vino en fin de año. La película era de amor, de esas navideñas con el espíritu de Navidad como un abuelo que aparecía por donde estuvieran los protagonistas. Elena me abrazaba y no me soltaba; mientras tanto, yo cada cinco minutos le acariciaba o le daba un beso en la coronilla.

En la noche de reyes sus abuelos se fueron a dormir pronto y nosotros nos quedamos allí. Decidimos dar una vuelta por la calle con la esperanza de aguantar el mayor tiempo posible despiertos, al día siguiente me iría. Nos besamos en la calle, con unas pocas farolas que nos alumbraban. Comenzó a llover y nos reímos, Elena comenzó a dar unas cuantas vueltas debajo de la lluvia.

–Vamos a cumplir un cliché, bailemos bajo la lluvia.

–Pero que dices, venga loca que nos vamos a resfriar.

–¿Y qué? Pues nos resfriamos juntos. ¿No oyes la canción?

– Elena, venga, vamos –le rogué, me estaba calando.

–Yo sí que la oigo.

– ¿Te quieres marcar un Diario de Noah?

Dejó de bailar y me miró con cara de fastidio, volvió hasta donde estaba yo. Siguió por la acera sin dirigirme la palabra.

–Elena, venga, no te enfades.

–No estoy enfadada –respondió.

–Sí que lo estás –contesté. –Es que yo no soy nada romántico.

Me miró con cara de asombro, de no creérselo. Me besó y le devolví el beso.

–Esto ha sido romántico –contestó ella. – Un beso bajo de la lluvia siempre es romántico.

–Te quiero –solté. Ella me miró alucinada. ¿Qué había dicho? Ella me volvió a besar.

–Y luego dices que no eres romántico, un te quiero debajo de la lluvia siempre es romántico. Yo también creo que te quiero.

32.

Nos miramos y notamos la electricidad en los ojos del otro. Nos cogimos de la mano y fuimos a mi casa. Estábamos totalmente empapados, dejamos los zapatos con los abrigos en la puerta y subimos a mi cuarto igual de frío, pero era mejor que estar debajo de la lluvia. Me quité la camisa y ella hizo lo mismo, los dos no sabíamos que hacer, andábamos perdidos, así que uno daba un paso y el otro le seguía. Yo cumpliría años a las doce de la noche, si no había cumplido ya los dieciséis y ella... Estaba preciosa en ropa interior. Nos comenzamos a besar semidesnudos encima de la cama, con un deseo que empezábamos a experimentar por primera vez cada uno. Yo le preguntaba si estaba bien, ella me respondía que sí. Yo metí mi mano debajo de su braguita y ella se pegó a mí como si experimentara placer. Ella comenzó a bajar mi bóxer, mientras yo hacía lo mismo con su braga. No teníamos prisa para hacerlo me dije, y efectivamente, no la teníamos. Ella estaba descubriendo mi cuerpo mientras yo descubría el suyo. Con las manos temblorosas cogí uno de los preservativos de la cartera y me lo puse.

La primera vez fue algo desastrosa porque no sabíamos lo que nos gustaba. Estábamos perdidos, sólo sabíamos lo que habíamos visto en las películas, pero parecía que eso no era suficiente para los dos. Repetimos, me sorprendí al notar que nos dejábamos llevar y parecía que no había tabúes. Fue como me dijo Elena, como cuando nos besamos aquella vez, no sabíamos lo que hacíamos, pero lo íbamos descubriendo. Toda la noche fue así, aprendiendo que eran los preliminares, explorando cada y una de las formas para saber que le gustaba más al otro, la cosa iba mejorando a medida que repetíamos. Terminamos exhaustos y dormidos en mis sábanas, concretamente dentro del edredón, con Elena abrazada a mí y yo a ella. Parecía que no nos íbamos a separar, ella con mis pendientes y mi cadena puesta y yo con la pulsera de cuero que me había regalado esa misma noche por mi cumpleaños. Quería quedarme con ella para siempre.

A la mañana siguiente oí como mi madre abría la puerta del portal y me entró el pánico.

–Elena... –dije. Ella hizo un ruido como si no quisiese que la despertara. –Elena...

Me levanté y comencé a vestirme con un pijama. Metí los condones en una bolsa de basura que tenía en mi cuarto. Las sábanas... ¿Qué haría con ellas? ¿Y con Elena? Siempre podría decir que se quedó a dormir y le presté mi pijama, pero... ¿Qué hice?

–Elena —le quité las sábanas de encima y ella se despertó sorprendida. –Ponte tu ropa y vete. Nadie puede saber esto.

–Pero... —comenzó y la miré a los ojos. —De acuerdo.

Se vistió en silencio, yo hice un revoltijo con mis sábanas para ponerlas a lavar junto a otras cosas. Cuando la vi estaba junto a la puerta de mi habitación.

–Tranquilo, nadie se enterará de esto. De todas formas, te vas hoy... Puedes quitarte la pulsera, no tienes obligación de nada —dijo y me miró con una sonrisa hueca. —Bueno, ya lo conseguiste, ¿no?

–Elena.

–Tranquilo Iván. Tú y yo sólo somos amigos. Lo he entendido y lo has dejado claro.

Y se fue, no la seguí. Tenía que haberlo hecho, pero tenía tanto miedo que mi madre se enterara que no hice nada. Me quedé ahí, parado, sin saber que hacer. Todos habían quedado en venir a mi casa a celebrar mi cumpleaños. Elena no vino. Miré mi pulsera y pensé en decirle algo a sus abuelos, que le dieran un mensaje, pero no lo hice. La madre de Elena me dijo que Elena estaba resfriada, tenía fiebre. ¿Sería verdad?

La abuela de Elena me comentó que Elena había aparecido esa mañana con los pies helados y el pelo mojado, me preguntó si habíamos bajado a la playa, respondí que no. Parecía que ella sí y fue uno de los motivos por los que no vino, estaba enferma y castigada. Aunque yo sabía el motivo oculto, no quería verme.

33.

El curso terminó y cuando volví a la playa Elena estaba cambiada, más adulta, más... tenía el pelo corto, Cande, Sara y las demás hablaban de chicos y ella respondía que no quería novios, que así estaba bien. Macaco sabía lo que había pasado, pero no me contaba nada. Parecían tener los dos un pacto secreto sobre ese tema, pero lo que sí es cierto es que Elena cambió, de tal forma que nunca creyó en películas románticas ni en el romanticismo en sí. Parecía que le había quitado algo y, nunca nos vimos a solas. No vino a mi casa salvo a darle algo a mi madre. Si estábamos los dos con algún adulto. que solían ser o mi madre, la suya o su tío, nos declarábamos la guerra fría.

Ese verano Ángel apareció y me percaté que se encontraba muy interesado en Elena, pero no me opuse. Obviamente él sí que se dio cuenta de lo que sentía por Elena e intentó que me olvidara de ella, y lo consiguió. Desde ese verano Elena y yo nos tratábamos como amigos que no tenían reparo en soltarse alguna pulla. El verano de los dieciséis comprendí que había perdido la oportunidad de estar a solas con la persona que de verdad quería, Elena. A los veintiuno comenzamos de cero, sin olvidar en cierta forma lo que habíamos sido, pero para empezar con buen pie.

34.

Como si se diera cuenta de lo que estaba pensando, ella sonrió y se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja. Se giró hacia el interior y me dijo algo. Esa fue la última vez que estuvimos a solas.

– Quedémonos con lo que fuimos, y no en lo de ahora. No manchemos algo precioso, porque siempre hemos sido, ante todo, amigos que se han respetado —respondió, con la misma mirada y sonrisa con la que me había contestado a sus quince y a mis dieciséis.

–Estoy de acuerdo.

– Adiós Iván.

– Adiós Lena.

Aparecí en casa de mi madre al día siguiente, temprano, muy temprano. Básicamente cuando llegué de casa de Carmen. Mi madre se quedó preocupada, me abrió y me hizo un café.

–¿Te pasó algo con Lena? —preguntó, no contesté. –Ya te lo dije, esa chica solo quiere una cosa...

– Y si te dijese que quien quiere solo una cosa soy yo –le dije y se quedó sorprendida.

–Cuéntame que ha pasado.

–Que la he cagado mamá. Elena siempre ha sido la mujer de mi vida y yo... voy y me acuesto con una amiga suya.

Mi madre se quedó callada, pensando en qué contestarme. Me puso la mano detrás de la espalda y la miré. Creo que pensó en mi padre, en cómo le fue infiel con una de sus mejores amigas. Me aterrorizó pensar en que me había convertido en su imagen sin pretenderlo.

–Bueno, no estabais juntos. ¿Tú la quieres? –Preguntó.

–Sí. No le haría eso si estuviésemos juntos–respondí. –No sabes...

–Lo sé desde los quince, incluso de antes. Aunque no lo supierais vosotros. Las madres somos muy buenas ocultando lo que sabemos.

–¿Cómo?

–Solo hacía falta miraros Iván. Estabais hechos el uno para el otro. Le rompiste el corazón dos veces, lo sabes, ¿verdad?

–Lo sé. La primera creo que la cambió, ¿te acuerdas cómo era antes?

–Cómo no me voy a acordar. Una niña que necesitaba que la quisiesen y no se ocultaba. Cariñosa... Para ella yo era como su tía, me preguntaba todo lo que no se atrevía a su madre. Y a tus dieciséis y a sus quince cambió, decía que no creía en el amor. Pero sabes lo que le pasaba...

–Sí, que no quería que alguien que quisiese la echara de su vida. Lo que hice yo– respondí, mi madre me miró. –No sé si lo sabías, pero en cierta forma eso lo hice en reyes de ese año. La eché de casa.

–Iván...

–Lo sé. Cuando empezamos de nuevo me prometí no volver a hacer lo mismo y lo hice.

–No lo hiciste–contestó ella. –Te dio libertad. ¿Lo recuerdas? Te quería demasiado, te quería tanto que cuando te fuiste le dolía demasiado. Fui muy injusta con ella.

–Lo fuiste–recalqué.

–Lo sé.

–La sigo queriendo. Creo que nunca he dejado de hacerlo. –Confesé.

–Entonces ya sabes lo que tienes que hacer. –Contestó mi madre mirándome.

–Sí–respondí con una sonrisa. –Gracias.

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