Cruz negra, piedra blanca
CATORCEAVO SUEÑO: CRUZ NEGRA, PIEDRA BLANCA
―¡PADRE, PADRE! ―gritaba Mariko y se abalanzó sobre el cuerpo malherido de su padre.
Manaba abundante sangre del pecho del hombre, la cara estaba petrificada por el dolor y las anticuadas gafas se deslizaban hasta la punta de su nariz.
―¡Resiste padre! ―dijo Dío detrás de Mariko.
―No merezco que me llames así, y lo merezco mucho menos de Mariko.
―Usted cubrió a su hija salvándole la vida... ―le dijo Báku.
―Aun así, no merezco, perdón... Esa niña que maté... Tu madre...
―Tal vez no haya suficiente perdón en el universo para ti, pero siempre contarás con el mío ―le interrumpió Mariko con el rostro serio y bañado en lágrimas.
―Hija mía, lo siento, pero debes saber la verdad, solo Dío es mi hijo, tú..., tu madre te tuvo cuando la conocí..., fue un matrimonio de conveniencia, ella quería tenerme vigilado, le ordenaron robar la piedra blanca en caso de que yo la obtuviera, para que el Vaticano no pusiera las manos sobre ella...
―¡NO! ―gritó Mariko y se abrazó al cuerpo de su padre― ¡yo quiero que tú sigas siendo mi padre, que mi madre siga siendo mi madre!
―Lo siento..., no sé cuándo me convencí de que lo que hacía era lo correcto.
Oyeron un ruido como de ramas secas romperse atrás de ellos.
Era el padre Pietro, un hilo de sangre le recorría todo el lado derecho del rostro, se acercó al grupo renqueando y respiraba con dificultad, parecía muy agotado pero sus ojos brillaban con furia.
―Dense vuelta con cuidado ―amenazó apuntando con su pistola a los tres amigos, los cuales se levantaron excepto Mariko que seguía inclinada sobre el cuerpo de su padre.
―Denme la piedra blanca o juro que los mataré.
―Un hombre con sotana no debería pronunciar tales amenazas ―le dijo Báku, mirándolo con expresión de profundo asco.
―Sí ―continuó el padre Pietro como si no le hubiesen interrumpido―, la pared del estómago o el hígado, los testículos... ―murmuraba para sí mismo, como decidiendo que proporcionaría mayor dolor para su víctima y mayor placer para él.
»Tengo un doctorado en medicina. Me gustaría tenerlos en mi adorada mesa de laboratorio, pero creo que la pistola cumplirá muy bien con mi misión sagrada, sí, cumplirá muy bien ―dijo mostrando una sonrisa demente que hacía ver todos sus dientes.
―¿Qué es lo que harás con la piedra? ―le preguntó Dío.
―¿Qué haré?, la llevaré al Vaticano y se utilizará su poder para destruir a los verdaderos enemigos de la iglesia.
―¿Pretenden continuar su guerra contra los protestantes de Inglaterra? ―dijo Báku.
―¿Inglaterra?... A la iglesia no le interesa esa pequeña isla, de hecho, pronto el número de católicos sobrepasara a las demás sectas cristianas de ese lugar.
―¿Cómo sucederá eso? ―Preguntó Dío―, los católicos solo son la minoría de la población.
―Los líderes ingleses son en su mayoría católicos, aunque no lo reconozcan en público, como el ex Primer Ministro Tony Blair ―dijo el padre Pietro―. ¿Por qué crees que se esforzó tanto para que se firmase el Acuerdo de Viernes Santo, que llevó a la paz con Irlanda del Norte de mayoría católica?
―Pero el Acuerdo de Stormont, fue en mayor parte obra del ex senador estadounidense George Mitchel ―dijo Dío―, ¿entonces el mismo plan de imponer el catolicismo subrepticiamente en Inglaterra, también se aplica en Estados Unidos?
―Sí, es por eso que ni Inglaterra ni Estados Unidos le interesan a la iglesia.
―¿Entonces contra quién utilizaras el poder destructivo de la piedra blanca? ―preguntó Báku.
―Ya se dio la orden para que sea Brasil la destinada a servir de ejemplo para todos los paganos del continente ―dijo el padre Pietro y una sonrisa maniaca desfiguró su rostro.
―¡Brasil, son unos locos! ―gritó Báku―, si Brasil es el país con la mayor cantidad de católicos del mundo, y el resto de países de Sudamérica tienen como religión oficial a la católica, ¡destruirían también todo eso!
―¡No! ―le gritó el padre Pietro ―. No son auténticos católicos, exteriormente se hacen llamar católicos, pero tienen una idiosincrasia pagana. Cuando el Papa Juan Pablo II visitó Brasil, se dio cuenta que la población practicaba ritos africanos bajo la apariencia del catolicismo, lo mismo pudo observar en Cuba, en la que se practicaba la santería, e igual situación se dio en Bolivia, en que la población practicaba ritos paganos y danzas heréticas con figuras de demonios en sus festividades más importantes.
―¡Loco! ―Báku estallaba de furia―. Confunden folclore con religión, en especial en el caso de Bolivia.
―¡Más vale que te calles! ―le gritó Pietro― no permitiré que cuestiones la decisión de la iglesia.
―¿Quién ordenó que toda la gente de Brasil y Sudamérica tenía que morir? ―preguntó Dío.
―Fue su santidad Benedicto XVI, él ordenó que todos los paganos deberían perecer.
―Así que el actual Papa es el "Papa negro" ―dijo Báku.
―¿A qué te refieres? ― preguntó Dío.
―A una profecía apocalíptica ―respondió Báku―, se dice que luego de elegirse a un Papa no romano, vendrá un Papa negro y entonces será el fin del mundo.
―¿Y qué tiene que ver el actual Papa con esa profecía? ―preguntó Dío intrigado.
―Pues que el anterior Papa, Juan Pablo II, no era romano, era un polaco, algo así no se vio en más de cuatrocientos años, y el actual Papa, Joseph Ratzinger en su adolescencia vistió el uniforme de las SS nazis.
―¡Qué, Ratzinger era nazi! ―exclamó Dío asombrado.
―No, no lo era ―aclaró Báku―, en sus últimos años, el gobierno nazi reclutó a varios jóvenes contra su voluntad y aunque el uniforme de las SS era exclusivo para la elite nazi, se lo otorgaron a los jóvenes para levantarles la moral.
―El uniforme de las SS era negro...., un Papa negro que vendría luego de uno no romano ―murmuraba para sí Dío.
Las murmuraciones de Dío cesaron al oír como el padre Pietro amartillaba el revolver listo para dispararles.
―Es ya tarde para que comprendan ―masculló Pietro―, el Vaticano podrá realizar la sagrada misión del catolicismo, que es convertir a todo el mundo a la verdadera fe católica y luego al resto del mundo pagano.
―Mentiroso.
―¿Qué? ―se dirigió Pietro a Mariko, que se animó a hablar.
―Mentiroso ―dijo la chica con más claridad, depositaba en el suelo el cuerpo de su padre al que hace un momento abrazaba.
»Dije que solo eres un mentiroso ―le dijo Mariko, que miraba al cruel sacerdote.
»Esa no es la misión del catolicismo, esa no es la verdadera esencia del catolicismo, mi madre... Mi madre, ella me enseñó el verdadero significado de la fe. Ella tenía una mirada triste, pero sonreía cada vez para mí, siempre me dijo que la fe verdadera consistía en aceptar a las demás personas, que no solo debíamos tolerarlas; la tolerancia es la semilla de la intolerancia que lleva al extremismo y al derramamiento de sangre. España en la edad media era el país más tolerante de Europa, pero luego surgió la inquisición y de allí el horror; lo mismo con la antigua Yugoslavia que estaba orgullosa de la tolerancia religiosa de su territorio, y ya ven el infierno en el que se convirtió ese lugar. Bolivia pasa por una situación similar, en la que el occidente y el oriente del país simplemente se toleran el uno al otro.
»El aceptar el mensaje de amor y perdón de quien sea, sin importar su fe religiosa, ¡ese es el verdadero mensaje católico! ¡No uno de alineamiento y falsa piedad que ustedes tratan de imponer desde el principio del cristianismo e incluso más antes! ¡Su alta jerarquía es falsa e hipócrita y por eso mismo fácil de vencer!
Tanto Dío como Báku se lanzaron adelante para proteger con sus cuerpos a su amiga. El ruido de los disparos resonó fuerte en el lugar haciendo que diversas aves escaparan raudas, añadiendo más confusión a la escena.
Los dos amigos sangraban por varias heridas en sus brazos y muslos. El sorpresivo ataque de los dos hombres impidió que Pietro apuntara a zonas vitales, pero de nuevo recargaba el arma y se disponía a asesinar a Báku y a Dío que estaban justo delante de él.
―¡NOOO! ―gritó Mariko y se abalanzó sobre Pietro sosteniendo la cruz de su madre. Los dos forcejeaban y ni Dío ni Báku podían hacer nada, el dolor de sus heridas les atenazaba los músculos clavándolos en el lugar donde se encontraban.
El ruido de otro disparo resonó de forma fúnebre, las siluetas de dos cuerpos caían sobre el suelo. Pietro se revolcaba como una serpiente herida, sujetándose el cuello del cual sacó la cruz de Mariko, trataba de pronunciar un grito audible, la sangre brotaba de manera muy rápida debido a la yugular perforada. Mariko, lo mismo que Mariela, tocó el suelo con un golpe seco en una horrible escena en cámara lenta.
«Voy a morir», pensó Mariko. «Voy a morir al igual que mamá, voy a morir como Mariela, como papá...».
Mariko tenía una gran mancha de sangre que cubría su pecho y se extendía cada vez más por su vestido. Sus amigos se arrastraron hasta ella y trataban de cubrir sus heridas, le gritaban que no se rindiera, pero Mariko, pese a su juventud y energía, sentía que el cansancio vencía cada vez más al dolor, y pronto todos los sonidos se volvieron difusos y sus ojos dejaron de enfocar el rostro de sus amigos, perdiéndose su mente en el oscuro infinito...
.
.
Unos años más tarde.
El bus llegaba al pueblo, atravesó una curva cerrada y la pared de piedra era remplazada por una vista digna de una postal, el pueblo enclavado al medio de dos colinas majestuosas y al borde de un inmenso lago de color turquesa, brindaba a los visitantes una belleza sin parangón alguno.
Luego de bajar las curvas en pendiente que conducían al pueblo, llegó a la plaza principal. Un turista alto y delgado de cabello entrecano bajo silencioso del bus, se hallaba solo y vestía de manera formal. Un terno y pantalón crema impecable, una camisa blanca y unos zapatos guindos tan lustrosos que uno se podía ver reflejado en ellos. Esa apariencia llamó la atención de los niños que se encargaban de buscar turistas y llevarlos a alojamientos baratos.
El hombre hizo caso omiso de los niños, se colocó unos enormes anteojos de sol que le cubrieron en parte las dos cicatrices paralelas que recorrían el parpado y la mejilla izquierda del hombre y se dirigió a la playa. Se encaminó por la avenida principal y bajando, llegó a la orilla del lago donde vio un busto de Eduardo Abaroa, observó un momento el lugar y giró hacia la izquierda dando después una caminata por la orilla hasta llegar a una zona de la costa en la que se veían algunos árboles.
En ese lugar estaba por lo visto un pescador, era un hombre de complexión muy muscular, vestía una camiseta blanca y unos jeans desgastados, calzaba unas abarcas de cuero que tenían una planta muy gruesa, llevaba un sombrero de paja de ala ancha que le cubría en ese momento todo el rostro a excepción de la espesa pero corta barba que cubría su mandíbula cuadrada. El hombre se hallaba revisando de cuclillas una red de pesca.
―¿Problemas con la red? ―preguntó el turista.
―Solo la limpiaba hasta que viniera un pez, uno furtivo ―le respondió con sorna el pescador.
―Tanto tiempo sin vernos, Báku ―le dijo el turista que se quitaba los anteojos de sol.
―Ni que lo digas, tampoco mantuvimos contacto por escrito, Dío.
Se produjo un breve silencio en que los dos hombres se miraron fijo, sin embargo, no hubo ningún tipo de resentimiento en sus ojos.
―¿Y cómo te va en este lugar? ―preguntó Dío, rompiendo el silencio.
―Muy bien la verdad ―respondió Báku ―, este lugar es muy hermoso y reina una tranquilidad que no puedes encontrar en la ciudad, soy pescador y también tengo un pequeño puesto en la playa en el que sirvo comida y bebidas a los visitantes, la verdad es que estoy contento de estar aquí.
―Me alegro que te vaya bien, debí contestar tus mensajes, pero yo....
―No te preocupes ―le dijo sonriéndole, lo que hizo que Dío relajara un rostro marcado por el dolor de vivir siempre peleando contra la muerte―, lo importante es que llegaste a tiempo, ¿qué te parece si vamos a la basílica?
―Sí, vamos.
Los dos amigos se encaminaron a la zona de desembarco de botes y subieron por la avenida principal que bullía en ese momento de actividad comercial.
Llegaron a la iglesia, la cual brillaba de un color blanco frente al sol, desde lejos se asemejaba a una enorme piedra blanca enclavada en medio del pueblo. Subieron las gradas y atravesaron el arco del portalón de la iglesia, el atrio de la basílica era enorme y el piso estaba ripiado con innumerables piedrecillas multicolores que formaban diversos diseños. Junto a uno de los enormes diseños que dibujaba una letra M inmensa, se hallaban unos niños pequeños que recibían una charla amena de una monja que reía con ellos. Era Mariko.
―Y no se olviden de hacer caso de todo lo que les diga la hermana Rosette.
Al irse los niños, Báku y Dío se aproximaron.
―¿Mariko? ―dijo Dío.
Mariko le miró y sonrió. Dío se ruborizó un poco, Mariko se veía preciosa con su hábito de monja y ella le sostuvo las manos a su amigo.
―Me alegro de que vinieras ―le dijo Mariko, que sonreía de manera muy gentil como si se tratase de una gentil diosa.
»Podré partir sin pena alguna ―continuó Mariko, dando un corto suspiro.
―¿De veras te irás y ya no nos volveremos a ver? ―preguntó Dío, preocupado.
―Dío, ya sabías que este momento llegaría ―le dijo Mariko tratando de reconfortarlo.
»Veo por sus ojos que por fin hicieron las paces, me alegro, los amigos siempre deben estar el uno para el otro.
―Eso es muy cierto, espero que Dío venga a mi puesto y pruebe algo de mi especialidad del lago, podríamos ir y celebrar la reunión los tres juntos.
―Eso sería muy lindo, pero veo que ya vienen por mí ―dijo Mariko, miraba el portalón de la iglesia con un rostro brillante.
Atravesando el arco de la iglesia, se dirigían hacia ellos unos individuos pequeños.
El grupo que se acercaba a ellos estaba compuesto por siete individuos de baja estatura, vestían como sacerdotes shinto del Japón, sus rostros y manos eran terribles, completamente momificados y las cuencas de sus ojos estaban vacías.
Dío, ahogó un grito lo mismo que Báku. Solo Mariko parecía tranquila frente a esa visión irreal.
―Que la gentil Bast les sonría y extienda su mano hacia ustedes, y la terrible Sekhmet les guarde de vuestros enemigos ―les dijo Mariko, saludaba de manera como lo hacían en Japón inclinando un poco su torso.
―Que Tefnut les otorgue siempre el agua fuente de toda vida y el Titi siempre ilumine su camino ―contestaron los monjes momificados saludando a su vez.
―¿Quiénes son? ―le susurró Báku a Dío.
―Creo que son los Sokushinbutsu, monjes momificados de Japón ―dijo Dío―, monjes seguidores del Shugendô, una disciplina por la que llevaron una vida tan privada de comodidades y con un entrenamiento tan espartano, que al morir no necesitaron proceso de embalsamamiento alguno, en vida se momificaron.
―No, no somos los monjes a quienes te refieres ―dijo una profunda, aunque calmada voz ultraterrena―, nosotros somos los sacerdotes que cobijaron a Arsinoe y la ayudaron a escapar de Marco Antonio y su pérfida hermana Cleopatra. Somos los guardianes extraordinarios de la piedra blanca, que en épocas de gran urgencia, relevamos de su carga a los guardianes que ya no pueden cumplir su misión.
―Los santos guardianes contactaron conmigo y aceptaron que los acompañara a resguardar la piedra blanca hasta que una nueva generación de guardianes esté lista en un futuro ―dijo Mariko con suave voz sonriendo a sus amigos.
―Partamos ya ―dijo uno de los monjes.
Los tres amigos se encaminaron a la salida de la iglesia junto con el extraño grupo de monjes.
Se dirigieron por la avenida principal del pueblo y bajando la calle fueron hacia la playa. Tanto Dío como Báku se hallaban preocupados de cómo reaccionaría la gente al ver al grupo de monjes, pero no solo los monjes, también los tres amigos eran invisibles al inmenso gentío que transitaba por la avenida en ese momento.
―¿Somos invisibles? ― preguntó Báku.
―No ―le respondió uno de los monjes―, ni somos invisibles, ni desaparecimos, solo salimos de la frecuencia de percepción mental del resto de las personas. Por eso ellos no pueden interactuar con nosotros, pero nosotros si podemos hacerlo con ellos.
―La realidad puede dividirse en múltiples y variadas frecuencias de resonancia ― habló otro monje―, si quieres, puedes llamarlo dimensiones si eso te facilita la mejor comprensión del tema.
―Pero les podemos asegurar que en este momento no atravesamos dimensión alguna ―agregó otro monje.
Dío y Báku estaban sorprendidos con la movilidad que tenían sus extraños interlocutores, se movían lento, pero al mismo tiempo dichos movimientos eran elegantes y rápidos. Parecían ajenos al tiempo y una sensación maravillosa de quietud penetró en todos ellos, al menos por ese breve momento sus vidas ya no estaban encadenadas al martirio incesante de la observancia del tiempo y de las prisas por cumplir tareas mundanas con el objeto de ganarse el sustento diario, sabían cuál era el estado del hombre antes de cometer el pecado original; si bien cualquier trabajo honrado por más humilde que sea dignifica al ser humano, el trabajo en si no forma parte de la naturaleza humana, de ahí que la gente perversa recurre a la corrupción para evitar trabajo alguno y de esa acción surgen todos los males de la sociedad.
Llegaron a la playa y los dos jóvenes amigos ahogaron un grito de asombro. Hubieran jurado que solo trascurrió unos quince minutos de caminata desde la iglesia hasta la playa, pero pese a haber partido temprano, ya era de atardecer en las orillas del lago.
Los tres amigos vieron una balsa larga, la cual tenía una cabeza de gran felino esculpida en un extremo, la balsa carecía de remos o timón alguno, la madera de la embarcación era bastante pulida y resaltaba el hecho de que no parecía moverse pese al oleaje del lago.
Los monjes subieron a bordo llevando la piedra blanca que les entregó Mariko, la cual con una dulce mirada y gentil sonrisa se despidió de sus amigos. Los tres se abrazaron sin decir nada, todas las palabras existentes no eran necesarias, habían llegado a un nivel de comprensión superior, solo otorgado por la profunda amistad que habían alcanzado.
La barca partió sin intervención alguna y se dirigía hacia el horizonte. Dío y Báku, trataron de ver la barca que ya estaba a gran distancia de ellos, pero la brillantez del sol reflejada en la superficie del lago hería sus ojos y les negaba el dulce consuelo de ver por última vez a su amiga.
De improviso, sucedió un milagro que se repetía cada atardecer en ese horizonte desde el principio de los tiempos, las pequeñas colinas que se encontraban en el horizonte atraparon durante breves segundos al sol, borrando el reflejo de este en la superficie del lago y proyectando dicho reflejo a las nubes que yacían como una cúpula de colores rojo, rosa y dorados de matices casi infinitos.
Las nubes presentaban un cuadro místico. Volando en gran número, las pequeñas siluetas oscuras de las gaviotas se notaban con una nitidez extrema. Ambos amigos divisaron la lejana balsa, los monjes y Mariko parecían estar de pie rezando y la chica elevaba la vista hacia el firmamento con los brazos extendidos hacia el cielo en sublime oración.
Tres blancas gaviotas pasaron volando por encima de las cabezas de Dío y Báku y se dirigieron hacia el firmamento.
FIN
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