"6"
Ese año el invierno se ensañó con este pedazo de tierra. La primera semana de marzo transcurría y la nieve se aferraba hasta el último copo, negada a abandonar los caminos.
Nunca antes en mi vida deseé tanto que el frío menguase, hasta ese. Mi rutina era correr por los pasillos temblequeando por la ducha tardía y sin el privilegio de agua caliente.
La única manera de no echarme a llorar todas las mañanas, era ver a Chiara padecer el mismo trato. A la hermana Eugenia, encargada de sacarnos de nuestras camas cada mañana con un rotundo golpe a la puerta, nuestro dormitorio desaparecía de su memoria. O puede que le producía pereza subir hasta el último piso.
Probablemente era la última opción.
Saqué los mechones atascados en el cuello de la blusa, enredados en la cadena como si pertenecieran a ella y apreté el paso, agitada por la marcha a través de los pasillos irrazonablemente extensos.
—Agnes, espera, ¿puedo hablar contigo?—suspiré y no pude ocultar el fastidio cuando la chica me cortó el paso a pocos metros del comedor—. Será una pregunta rápida.
Ella se retorció los dedos nerviosa y la intriga me tocó la mente. Enarqué las cejas, como si eso pudiese sacarle de un puñado las palabras de la boca.
—¿Qué ocurre?—le insistí y quise zarandearla de los hombros. Haría que nos castigasen a las dos por su repentina omisión.
Carraspeó y se acercó tanto a mí que quise empujarla lejos. Faltaba pisar mi espacio personal para fracturarme la amabilidad.
—No sé a quién más preguntarle, nadie me responde mis dudas, pero, ¿recuerdas haber viajado hace un año con una muchacha pelirroja de ojos grises? Es alta, de más de un metro ochenta, tuviste que haberla visto—devolvió un mechón escurridizo tras su oreja con timidez—. Su nombre es Robyn Daas, es mi amiga, la trajeron del refugio de mujeres de la ciudad y no he sabido nada de ella desde que la transfirieron.
Repetí el nombre en mi mente, dibujando un retrato que, surcando los registros de mis recuerdos, pronto formaron un rostro con rasgos exactos.
Recordaba esos ojos grises, su mirada alicaída, afligida, como atisbar un cielo nublado. Recordaba pensar que las lágrimas aglomeradas en ellos, eran como un pozo lluvia a una gota de derramarse. Ella lucía como una acertada representación de un cuadro barroco de los ojos más tristes del mundo.
—Creo que la recuerdo, pero no viajó conmigo, la vi llegar con resto—contesté, su expresión recobró emoción—. ¿Qué pasa con ella?
—No responde mis cartas, no sé nada de ella y su madre no puede pegar los ojos por las noches—susurró con pesadumbre—. ¿Hablaste con ella alguna vez? ¿Se encuentra bien?
Negué con un gesto pesaroso y arrojé un vistazo al comedor. El tiempo no se detenía por nosotras, la impuntualidad te garantizaba cinco azotes en cada mano y no podía permitirme tener la piel hinchada, necesitaba las manos sanas para limpiar el templo.
—La vi solo una vez y se miraba confundida, pero supongo que yo también lo estaba, todas. Nos acoplábamos al sitio, después le perdí el rastro, supongo que la transfirieron de nuevo—su cariz decayó, ensombrecido—. No tengo más que decirte, lo lamento.
Eché a andar al comedor apilando preguntas sobre inconsistencias y retazos del tiempo en aquel instituto. Ninguna de ellas terminó el año, si lo pienso un poco más y ajusto cuentas y hechos, desaparecieron una a una, poco a poco y las preguntas de ¿crees que escaparon? Fueron silenciadas como otras tantas.
El intercambio con la muchacha sembró una curiosidad insana por conocer que pasó con ellas, pero, ¿quién contestaría las dudas? Si a más de una han abofeteado por cuestionar la razón porqué, si esta institución recibe los suficientes fondos para convertir este mohoso sitio en un palacio, la única zona con corriente eléctrica, es la oficina principal y la pequeña casa cerca del cementerio, donde habita la abadesa.
Recibí la bandeja con la comida y caminé feliz sobre la punta de mis pies al ver la cucharada de mermelada de frambuesa y la porción de pan. Finalmente, algo más que el engrudo blanco que se atreven a llamar avena. Debía ser considerado más que un pecado, un delito contra nuestra integridad.
Tomé asiento junto a Yelda y saludé con discreción a las chicas. La lectura del versículo y la oración de agradecimientos fueron dichas por la hermana Glorietta, y Dios fue bueno hasta la primera mordida al pan, la segunda me supo a hiel tras oír la voz de Chiara.
—Buenos días, Agnes—arrastró la última consonante de mi nombre hasta que una risa lo sofocó—. ¿Has dormido cómodamente? Me parece que no, el fin de semana te robó la poca gracia que tenías, ¿te has visto en un espejo? Eres toda venas y ojeras, ugh, que horror.
—Buen día, Chiara, que amable eres—tragué el trozo de pan perdiendo el dulzor de la mermelada—. Que Dios te cuide siempre.
La risita de Yelda mejoró mi humor.
—Entonces, ¿te gustó la sorpresa?—cuestionó y no pude estar más confundida. ¿Lo decía por el desastre que dejó en su cama?
—¿A qué te refieres?—mordí otro pedazo más que casi escupí al oír su desdeñosa respuesta.
—Te envié un hombre hermoso para que te sacuda los hábitos y te recuerde lo que es el calor de una verga.
—¡Chiara!—chilló una de sus amigas cubriendo su boca por la impresión.
De inmediato se escuchó por todo el sitio el puño de la abadesa estrellarse contra la mesa.
—¡Silencio!
Me sentí al borde de un desmayo cuando mi presión cayó, viendo a Chiara levantarse y alzar la mano con decisión.
—Abadesa, quiero denunciar una falta gravísima por parte de una alumna.
Los jadeos del resto de estudiantes se elevaron como una sinfonía de juicio y terror.
—¿Qué haces?—le chistó Yelda, aterrorizada.
Era inútil, Clawtilde se había puesto de pie y con su andar funesto se acercaba a nuestra posición. Trataba de procesar lo que Chiara expuso, pero nada tenía sentido, ella no envío a Ulrich, era seguro que él entraría a hurtadillas, además, ¿había tenido contacto ella con él? Esperaba que hablase de alguien más.
A pesar de que esa probabilidad resultase escalofriante, la prefería mil veces a saber que se han visto y han compartido palabras, quizá un momento, y solo el cielo sabía que obscena interacción más.
Aquello me hizo enfurecer más que la acusación.
—Habla—exigió Clawtilde a mi espalda y sentí el ardor de la comida regresando por mi esófago.
—Agnes este fin de semana estuvo metiendo un hombre a nuestro dormitorio—reveló y añadió con cizaña—. Manchó la virtud de las instalaciones con su espíritu dañado por el pecado de la fornicación.
—¡Chiara, cierra la boca, no sabes lo que dices!—gritó Uma desde el final de la larga mesa.
Cerré un instante los ojos, el que duró el mango de la fusta de Clawtilde presionado contra mi espalda.
—¿Es eso verdad, señorita Wilssen?
—Por supuesto que no—contesté firme luego de encontrar mi voz y valor—. Me parece que Chiara se ha confundido, hablará de ella, no de mí.
La carcajada irónica e insultante de Chiara tronó en la estancia.
—Por favor, ¿nos haremos las desentendidas?—continuó vociferando, llena de resquemor y malicia—. No soy parte de la congregación y sufro lo que esta hipócrita hace, recibir el cuerpo y sangre de Cristo luego de ofrecer el suyo como la puta que es, que abominación.
—Señorita Ferrara, cuide su lenguaje—intervino mesurada la hermana Nadine—. Usted no estuvo presente el fin de semana, ¿cómo puede acusarle de algo tan vil?
No podía pensar en nada, me sentía ajena a la escena, como ver una fatídica obra de teatro desarrollándose en mis narices. Mi cerebro habituaba apagarse cuando presentía el mal acercándose y en ese momento, lo tenía a la espalda y sosteniendo una fusta en la mano.
—Porque encontré condones usados debajo su cama—me acusó gravemente, ojeándome con repulsa y displicencia—. Además de hereje, sucia. No tiene salvación.
Una horda de cuchicheos se dispersó por las mesas, como una ola arrasando la quietud. No aparté la mirada de Chiara, tratando de descifrar o recordar que le había hecho para ganarme su rencor. No hallé explicación.
Asumí que Chiara Ferrara no tenía otra manera de diversión que tratarme con desprecio.
—¿Qué hacías mirando bajo su cama?—inquirió Uma, apuntándole con el cubierto—. Tú lanzaste esa basura ahí, porque si hablaremos de putas, tú eres la líder del clan.
—Mi pluma cayó al piso y rodó hasta ese lugar, por eso los encontré—mintió con sagacidad—. No hagas esto sobre mí, sabemos muy bien como es Agnes.
—Deja de mentir—repuse, mi voz un susurro escapando de entre mis dientes—. ¿Qué ganas con eso? ¡¿Qué te he hecho?!
—Pueden comprobarlo, siguen ahí—continuó fortaleciendo la sarta de patrañas—. Nada me haría tocar tal inmundicia.
Mi amago por defenderme claudicó tras sentir de nuevo, el mango de la fusta aporreando mi espalda.
—Camine, señorita Wilssen—demandó Clawtilde, mis latidos descendieron con abrupta drasticidad.
Chiara exhibió una sonrisa fugaz, cincelada por la socarronería y el placer de verme tan tensa y frígida como estatua.
Negué con la cabeza, aunque ese simple gesto me ganaría una bofetada.
—No, porque allí estarán, pero porque ella los colocó ahí. Debería de llevársela a ella por mentirosa, ¡yo no he hecho nada!
Quise morderme la lengua para no hablar más de lo necesario. Clawtilde odiaba con todo su espíritu que no le obedeciésemos al instante. Mi respiración se cortó ante la presión de la fusta hundiéndose en mi carne hasta tocar el hueso.
Sentía la asquerosa respiración de la mujer en la nuca, como un animal rabioso a punto de atacar.
—Camina he dicho—bisbiseó, su tono grave corroído por la ira.
No me moví un centímetro.
—Y yo he dicho que no—mi corazón cesó su andar un instante—, no es justo ganarme un castigo por culpa de esta embustera, ni siquiera tenía que estar en la habitación a esta hora, que causalidad que hoy se desvió.
La mano de Clawtilde se enredó en mi cabello, clavó sus espantosas garras en mi cuero cabelludo y con fuerza tiró de mi hasta hacerme caer de bruces al piso.
Barboteé un gemido de dolor cuando me quiso levantar jalando mechones, pero no pudo con mi peso, la sorpresa y molestia me mantuvieron adosada al piso, pero no se dio por vencida, levantó hasta donde pudo, el ardor de las hebras arrancadas me saturó el pecho de indignación y la vista de lágrimas.
—En algún momento te descarriaste y nunca volviste a tu camino—las palabras salieron como amenazas de su boca pestilente—. Estás acostumbrada hacer lo que te plazca, pero esta no tu casa, estamos en suelo de nuestro señor y no permito que nadie falte a su presencia...
—Debería comenzar por usted—le interrumpí, destilando el enojo que había contenido—. Parece que le gusta usar la cocina para actividades más placenteras que preparar la comida.
Me arrepentí tan pronto esas palabras saltaron fuera de mi boca. Mi pecho se contrajo, presionando mi corazón contra su cavidad con maldad. Clawtilde me arrastró a la salida, mi cabeza dolía, ardía a causa de su agarre violento. Logré ponerme de pie cuando me tiró contra la pared fuera del comedor.
Mi pecho subía y bajaba deprisa, temblaba de pies a cabeza bajo la densidad de su mirada airosa y el inexorable agarre de su mano aprehendiendo mi brazo.
—Chiquilla pretenciosa, ¿quién te crees para dirigirte a mí con esas insolencias?—rugió, las náuseas me atacan cuando gotas de su saliva aterrizan en mi rostro.
—No me toque...
Me obligó a caminar manejándome por el brazo preso de sus uñas filosas.
—¡Camina! ¡No tengo toda la mañana!
—¡Quíteme las manos de encima!—grité, batallando por liberarme hasta quedarme sin aire—. Si recibiré un castigo no será de sus manos, no tiene moral para aplicarlo, usted es tan impura como yo.
Resoplé de dolor cuando me estrelló contra la pared cruzando al pasillo desolado.
—Así que eras tú el ratoncillo fisgón—su risa baja me produjo escalofríos.
Quise tocarme los rasguños en mi cabeza para menguar el ardor, revisar los que me cruzaban los brazos, pero no pude moverme, a penas y podía tomar cortos respiros.
—Usted la que gemía como desquiciada —espeté con la misma soberbia que empleaba—. ¿Le gustó lo que sentía? ¿Cómo la tomaban? ¿De espalda? ¿Boca abajo? Evitando a Dios, mirando al Diablo.
¿Qué hice? ¡¿Qué hice?! El peso del miedo hundió mi pecho y me arrancó un sollozo torturado.
Sus carcajadas hicieron eco en el pasillo.
—Mírate, eres toda una experta—mi corazón dio un vuelvo aterrorizado al verle aproximarse—. ¿Te gusta boca abajo, Agnes?
La rabia me inundó como un océano furibundo. No había espacio en mi interior deshabitado de cólera y la terrible sensación de angustia que el solo verle a la cara me suscitaba. Me tuve que haber medido, pero había recorrido demasiado y no era posible regresar sobre mis pasos volátiles.
—Me gusta mirarlo a la cara, porque yo sí enfrento las consecuencias de mis actos, sobre todo cuando me hacen correrme, Clawtilde.
Por su expresión descompuesta por la amargura, supe que no saldría ilesa.
Ve por los ojos, Agnes, arráncale los ojos. La voz de la hermana Nastya resonó en mi cabeza, un pedido, una demanda. Hazlo, muévete, haz algo por ti, estúpida, tonta, inútil.
Mis brazos temblaban, hazlo, haz algo, pero no podía, el ademán procurando evidenciar la defensa se asentó en mis músculos como fango, cemento.
Esperé la sucesión de golpes, las patadas y los azotes, en su lugar, su mano retomó el agarre en mi brazo y como una muñeca de trapo me obligó a andar por los pasillos y pasadizos.
Mi cuerpo, mi mente no respondía a lo que sucedía. Traté de enfocarme en soltarme, intenté respirar hondo para calmar la asfixiante presión construyéndose dentro de mí, obstruyéndome, pero cuando estuve dentro de su oficina, volví a tener nueve años y lloraba hasta que la cabeza dolía porque extrañaba con locura el delicado trato de mi madre.
Estaba sola, de nuevo, frente a una mujer de maneras despiadadas y quise mantener el rostro arriba, pero las emociones pesadas me tiraban abajo.
Estúpida, no sirves ni siquiera para mantenerte con vida.
Clawtilde tomó la taza sobre el escritorio y la arrojó al piso. Caminó sobre los trozos filosos y quise vomitar cuando apuntó a los restos.
—Arrodíllate.
Su rostro se contorsionó cual demonio cuando negué.
—Arrodíllate, Agnes.
—No.
Mi grito reverberó dentro de la habitación cuando me dio un par de punta pies en la parte trasera de las rodillas, derrumbándome sobre la porcelana.
El llanto finalmente encontró su camino cuando sentí mi piel desgarrarse, abrirse, quemar a cada puñalada del destrozo en mis rodillas. Cerré las manos en puños, fuerte, temblando, tratando de desviar el dolor allí, donde mis uñas se clavaban y no en los cortes profundos a cada suspiro que despedía.
Me concentré en respirar despacio, pero cada mínima acción afianzaba mi peso y todo lo recibían mis rodillas heridas. Era un martirio y quizá me lo merecía, quizá no, pero saber que era ella quien me miraba con altivez y disfrute, me revolvía las entrañas del más amargo rencor.
—Te quiero escuchar recitar cincuenta veces la invocación, las siete peticiones y glorificación—exigió, jactándose—, no, ¿Sabes una cosa? No es suficiente, hemos cometido tantos pecados, Agnes—se lamentó falsamente—. Anda, gatea a la pared y regresa.
Prensé la mordida, soportando los sollozos acumulados en el fondo de mi garganta como piedras.
—No haré eso.
Me volteó el rostro de un bofetón, el sabor a hierro y sal de la sangre me inundó el paladar antes de siquiera percibir la molestia en mi piel.
—¿Cuándo aprenderás a cerrar la boca, niña impertinente?—escupió, fuera de sí—. No eres muy inteligente, lo único que ganas es hacerlo más difícil para ti, ¡¿no has aprendido nada estos años?!─sentí que mi piel se desprendía de mi rostro con cada azote que propinaba en mis mejillas─. Las. Niñas. Desobedientes. Merecen. Ser. Castigadas.
Un baño de sangre se acumuló en mi rostro como un fuego, el dolor me enloqueció y orilló a impulsarme para ponerme en pie, pero ella, ese demonio con falda me retuvo en la misma postura. Torcí el gesto de repulsión y el dolor intenso al sentir el calor de la sangre empapando el piso, el ruedo de mi falda, mi piel.
Aquello no parecía calmar las ansias de sufrimiento de la miserable, grité con todas mis fuerzas, grité hasta que mi garganta raspara y le clavé mis uñas en los brazos cuando me tomó de los hombros y quiso arrastrarme tal y como demandaba. Los ojos, ve por los ojos. Pero no pude abrir los míos y no podría alcanzar los suyos.
—¡Muévete, zorra maldita!
Atesté puños en sus brazos, uno tras otro, el segundo que me soltó, me arrojé lejos de los pedazos ensangrentados al piso, un dolor avasallante me atravesó las piernas al estirarlas y sentir los pedazos hincados en las rodillas retraerse y caer al suelo.
Hice el ademán de levantarme y el esfuerzo me costó un gemido fracturado, no pude, me deslicé lejos, sin saber realmente que hacía. De reojo la vi acercarse con la fusta en lo alto. Me impulsé sofocando el último esfuerzo de mis piernas y antes de recibir el primer azote, dos golpes contundentes sonaron en la puerta.
—¡Abadesa!—le llamaron con premura—. La requieren con urgencia en el templo.
De inmediato pensé en Ulrich y en la posibilidad de que haya dejado en cenizas la iglesia.
Y le estuve esos segundos agradecida.
—Estoy ocupada, hermana Nadine—bramó entre dientes, sin quitarme los ojos llameantes de ira de encima.
—Al parecer ocurrió algo con las ofrendas, madre, han hurtado las cajas de camino a la residencia del monseñor.
Atrapé el hilacho de sangre brotando de una herida, echada en el piso como parte del material.
Que se largue, que se largue, Dios, te lo suplico.
—¡¿Cómo es eso posible?! ¡Nunca habían ocurrido estos percances! —interrogó abriendo la puerta abruptamente.
Me arrumé en la esquina, aterrorizada y con los nervios como la vieja taza y la piel de mis rodillas. Hechos trizas.
—Es probable que los maleantes conocieran el trayecto, madre.
Le cerró la puerta en la cara y creí que me orinaría encima cuando su sombra me ocultó de la escaza luz.
¿Dónde quedó la valentía exorbitante de hace minutos? ¿A dónde huyó la Agnes de respuestas altaneras? Debía andar por allí, perdida y olvidada, en alguno de los filos de la porcelana.
—Ponte de pie—exigió, a pesar de que quise salir corriendo lejos, no pude siquiera pestañear. Clawtilde me pateó un pie y rio con indolencia—. Acabamos por hoy, rezaré para que a la hora de la cena repitas tus insolencias, estoy deseando repetir nuestro encuentro, pero te advierto, Agnes, que pronto recordarás este momento y desearás volver. Juro en nombre de Dios que te acordarás de mí.
No la vi salir, tampoco entrar a la hermana Nadine. No era más que una vasija de carne y sangre vacía por dentro.
—Agnes, siento haber tardado tanto—le escuché susurrar en cuanto se arrodilló a mi lado—. Me va a rebanar el cuello—se lamentó—. ¿Puedes caminar? Tenemos que curar las heridas antes de que se infecten. Vamos.
Seguí sus instrucciones por instinto, actuando en automático.
El primer paso escoció como mil infiernos, el segundo fue peor y en el tercero, el dolor dejó de importar.
Y no tenía enlace con algún sentimiento reconfortante.
☽༺♰༻☾
—¿Hueles eso?—Chiara acercó una prenda a mi nariz—. Imagino que lo reconoces. Es el aroma del placer. Finalmente tenemos algo en común tú y yo, mojigata, fuimos tocadas por el mismo hombre. Bueno, a mí, de seguro al verte corrió despavorido el pobre.
Sus cacareos me apuñalaron los oídos.
Deberían beatificarme. Me convertí en una santa cuando me contuve de arrebatarle la gabardina para ahorcarla con ella cuando reconocí el aroma a bosque lluvioso, cedro y tabaco. Pero prometí comportarme, no me reponía del castigo de la mañana, Dios, me lastimaba el alma caminar.
Esta noche sería definitiva, si lograba amanecer libre de crímenes, podría seguir esperando a cumplir los dieciocho años para... no lo sabía, pero algo se me ocurriría.
—¿Te revolcaste con Ulrich Tiedemann?—cuestioné, un chispazo de algo encendió una fogata justo debajo de mis clavículas.
Otra ronda de cacareos más. Insoportable, ¿cuánto más tendría la capacidad de extender la tregua?
—Por supuesto, idiota, ¿cómo crees que conseguí esto?—se la echó a los hombros y comenzó a modelarla con suficiencia y soberbia por el reducido espacio. Detuvo su estúpida andanza para olisquear la tela y gemir como idiota—. Destrozó mi ropa con sus manos, debiste verlo, estaba loco por hacerme el amor. Así que para no andar desnuda por allí, me dejó su gabardina.
Su vocecita estridente se repetía incontables veces en mi mente. Me provocó arrancarme los ojos para no ver las imágenes en mi cabeza, todas espantosas, hórridas, de cuerpos desnudos, estrellándose con frenesí contra el otro, besándose, tocándose, disfrutándose.
Era una tortura, porque incluso sin ojos, seguirían presentes en mi mente.
Tenía un verdadero incendio incontrolable quemándome por dentro. No entendía porque me hacía rabiar tanto si eran tal para cual, hechos en el paraíso de la mano amable de Dios para estar juntos para siempre, ¡que se largue con ella! Que la tome como su nueva presa, así me dejará finalmente en paz.
Palpé la almohada con fuerza. Necesitaba reposar o acabaría rompiendo un mandamiento más. Tuve suficiente por este día, horrible día de porquería.
—Te vendiste por una gabardina—resoplé una risa—. Además de zorra, eres de costo módico.
—Si no aprendes a respetarme, la próxima vez haré que te azoten frente a todo el colegio hasta que la piel te cuelgue—chasqueó la lengua y la sentí caminar a la ventana—. Me lo pensaré mejor, hay algo en las inocentonas como tú que les prende ser castigadas, es como un fetiche.
Le di un último golpe a la almohada. Qué sabría ella lo que me gustaba o no.
—Tú debes conocer muchos de esos.
—Apaga eso, ¡apaga esa mierda!—chilló de repente, lanzando la vela a suelo.
Antes de que se formase un incendio real, pateé la llama hasta que olisqueé el humo de la cera quemada en el aire.
—¿Qué te ocurre?—musité y ella asomando solo un ojo por la ventana, la señaló para que me acercara.
—Se las están llevando, ¿ves?—se burló entre risitas insufribles—. Ya no regresarán. Ni Dios podrá salvarlas.
Un pequeño bus esperaba en la entrada, Clawtilde y Lester, el guardabosques, guiaban un grupo de cinco chicas cual rebaño hacía el vehículo. Por la distancia y las sombras no pude ver quiénes eran, pero estuve tranquila cuando no identifiqué ni un parecido con alguna de mis amigas. Estaba segura de que a ninguna de ellas las había visto antes.
—¿A dónde las llevarán?—la pregunta se escapó antes de traspasar el filtro.
—A Rumania, idiota, de dónde regresaste—contestó despectiva, apartándose de la ventana—. Ni siquiera el diablo te quiere, sigues aquí como si nada hubiese pasado.
Lo que vi removió las dudas. Eran muchachas, no podían desaparecerse solo porque sí, como si se las hubiese tragado la tierra. Alguien tenía que velar por ellas.
—¿No crees que es raro? Que se vayan y no regresen—seguí el tema, esperando que soltara algo que yo desconociera.
—No vuelven porque son recogidas de la calle, no tienen para pagarse el pasaje de vuelta—replicó displicente—. Iré a dormir y como se te ocurra a encender otra vela, te lanzo de cabeza a la chimenea, ¿me entendiste?
La escuché bostezar y revolver las sábanas.
—Dulces sueños, Chiara.
Había perdido el juicio, porque sentía la gabardina vigilando mi descanso.
Destrozó mi ropa, estaba loco por hacerme el amor.
Le creí, porque no había nadie que encajase en la locura como Ulrich. Y yo sabía que él tocaba pieles con tal esmero y arrebato, que creías que te acariciaba el corazón. Mis ojos se hundieron en lágrimas de rabia pura y visceral, no comprendía que pasaba conmigo esos días, me salía de mis propias manos como si ya no cupiese en ellas. Días dónde todo me ocasionaba un estruendo de cólera indomable, y me lastimaba, como lo hacía reconocer que odiaba con mi alma entera imaginarlo tocándola a ella como lo hizo conmigo.
No lo soporté más. Fue esta misma zorra la que causó las heridas en mis rodillas. Por la mañana me debía agradecer entre llantos que amaneció con sus ojos en las cuencas.
Me levanté y limpié el reguero del llanto de mis mejillas. Robé la prenda del pie de la cama de Chiara y sin pensarlo, la arrojé a la chimenea y la contemplé fundirse en las brasas.
Cuando volví apoyar la cabeza en la almohada, suspiré de alivio, pues la sentí liviana.
☽༺♰༻☾
Para la caída de la mañana, seguía escuchando los chillidos de Chiara culpándome por lo que hice y acepté sin remordimientos. Verme sonreír fue el detonante para su ataque de dramatismo.
Quiso atacarme con una cruz, arrancarme el cabello o lo que se le ocurriese, pero la hermana Nadine me sacó del dormitorio antes de que me tocase un pelo. Ya me encargaría de dormir con un ojo abierto y otro cerrado por las noches.
No comprendí porque actuaba como si su madre hubiese muerto, no veía problema, si Ulrich estaba loco también por ella, ya le daría otra más.
Y esa también la pondría arder.
Lloró agachada frente a la chimenea hasta que Clawtilde fue por ella con su amada fusta bien sujeta en la mano. La muy estúpida le guardaba luto a un pedazo de tela.
Empujé la puerta del templo, ni siquiera me detuve a quitarme las botas o el abrigo, busqué a la sabandija de Ulrich. Sabía que estaba rondando por allí, vi su auto estacionado afuera.
Él esperaba por mí, lo hallé apoyado en el altar bebiendo té. Colgué mi abrigo y temblé de frío, mi piel sentida por la reciente ducha con agua helada, y le vi hacer el amago de hablar, pero me adelanté.
—Cállate—espeté, andando a pasos largos a su encuentro—. ¿Reconoces la marca Loro Piana?
Frunció el ceño y se relamió el resto de té de los labios.
—Tengo muchas prendas con esa etiqueta, ¿has visto una que te guste?
Me detuve a un palmo de distancia de él. La brisa fluía libremente dentro de la iglesia, su distintivo aroma, el mismo que estuvo impregnado en la piel de la lagartija aquella, no demoró en arroparme.
—¿Te estás haciendo el imbécil?
Veía a todos lados tratando de encontrar una respuesta.
—No sé a qué se debe tu molestia esta vez, querida—pronunció y sonaba tan honesto que estuve a punto de tragarme su mentira—. ¿Te disgusta el puto Loro Piana? Bien, echaré a la candela cada prenda, ¿feliz?
—Perfecto, porque ya lo hice con la primera—acorté el trecho entre los y le hundí la punta del dedo en el pecho—. La que le regalaste a la asquerosa de Chiara Ferrera luego de arrancarle la ropa con tus manos para hacerle el amor apasionadamente.
Esperé que vomitara sus excusas, sus estúpidas mentiras, pero se quedó pasmado como si le hubiese hablado en otro idioma.
—¿Qué?
—Esa mujer es cruel, ¡es malvada!—el grito agudo me raspó la garganta, sentía la cara cubierta de sangre y calor—. ¿Sabes que por su culpa me hicieron esto? Dijo que había metido un hombre a mi habitación y lanzó condones usados bajo mi cama, ¿y qué haces tú? ¡¿Qué haces?! ¡Te acuestas con ella! No sirves para nada, ¡ni siquiera para sostener la supuesta adoración que me tienes!
Se rascó la cabeza. Mirándome con esa tonta expresión de animal perdido.
—¿Ella te ha dicho eso?─revisó las vendas alrededor de mis rodillas─. ¿Qué mierda te hicieron?
Trató de alcanzar mi rostro, le propiné un golpe para que se alejara. No soportaba la idea de que me tocase luego del espectáculo de su desquiciada amante.
—Y me lo confirmó mostrando con orgullo tu fea y maloliente gabardina—lancé mi trenza a la espalda—. ¿Y sabes qué? Empezaré a apuñalarlas a todas las que confiesen que estuviste dentro de ellas, así jugaremos a la par.
—No, me parece que...
Levanté las manos callándole. No quería escucharlo, todo lo que salía de su boca eran falsedades, mentiras y me estaba condenando a su precario sentido común, porque no tenía razón de reprocharle nada. Él es quien proclamaba a viva voz lo mucho que significo para él, que no hay chica más interesante que yo, que ninguna supera mi encanto, ni ha visto ninguna más hermosa, ¿entonces por qué tiene que ir con ella? Con Chiara, del montón.
Si tan solo me dejase en paz, si obedeciera mis exigencias de mantenerse alejado de mi vida, no me molestaría saber que se la pasa buscando refugio en otras camas, pero viene a mí con su sonrisa de demonio pretendiendo que me entregue completamente, ¿para qué? Para darse la vuelta y hacer lo que le apeteciese.
Los dos teníamos bien ganados el título de hipócrita. Pero yo le fallaba a Dios por él, ¿y cómo correspondía? Compartiéndose con todas ellas.
—No me vuelves a tocar nunca más en tu miserable vida, si tanta pasión necesitas, ve y busca algunas con las que ya te has metido, hipócrita, ¿o crees que se me olvida que mataste a Rodrik Bauer?—musité, mi voz vibrando de rabia y algo más—. Y tú... y tú... te la pasas en camas de otras mujeres.
Sus ojos brillaron maravillados.
—Celosa te miras encantadora, querida.
Respiraba forzosamente. ¿Cómo se le ocurre insinuar tal irreverencia?
—¿Celosa? Por favor, Ulrich, el día que eso pase te muertes de la emoción—tenía un nudo atascado en la garganta—. Lo que me pone furiosa es tu hipocresía, que tú si puedes tocar a otras, ¿pero matas a quien me bese?
Blanqueó los ojos harto del tema, pero yo estaba peor, estaba cansada de su presencia y jamás desaparecía, no se largaba y solo acrecentaba lo que nacía y echaba raíces en mí.
—No fue un simple beso, fue el primero, era para mí y ese panzón holgazán me lo robó—hice el ademán de reprocharle, levantó una mano acallándome—. Detente ahí, antes de oírte decir una mierda con querer hacer lo mismo, quiero que sepas que he besado cinco bocas, tocado tres coños, pero solo he estado dentro del tuyo. Fue antes de reaparecer en tu vida, simplemente no lo aprovechaste y tu tiempo se acabó.
Cuánta consideración.
—No te creo nada.
—Pregúntale a cualquiera de esas mentirosas que marca tengo en la verga—esbozó una pequeña sonrisa maliciosa—. Tú conoces la respuesta, la conoces muy bien.
—¿Entonces como Chiara obtuvo tu gabardina?
—Acompañó a su padre a una cena de negocios en mí casa, la habrá robado esa noche—me pulsó la punta de la nariz con su dedo—. La misma noche que me pidió que fuese a tu dormitorio.
El pálpito de la tensión entre los dos aumentó con el vistazo significativo que me arrojó. Ulrich podría ser un tipo detestable, con una moral precaria y un sentido por la vida fracturado, pero tenía que aceptar que tenía unos ojos endemoniadamente hermosos, lo pensaba cada vez que lo veía, pero era inevitable.
Aparté la mirada, sofocada por la tentación destellando en sus ojos, pero su mano obtusa atrapó mi mentón y me obligó a verle.
—Me encanta que manifiestes lo que sientes con tanto ímpetu—rozó mi mandíbula con su pulgar—. Es una delicia ver cómo te permites ser tú y no la bonita muñequita manejable que estos malditos quieren que seas. ¿Sabes por qué?
Algo se oprimió en mi pecho.
—Dímelo.
—Porque estuviste lejos de toda esta porquería, lejos de mí—presionó su huella en mi labio, para descender de nuevo a mi mentón—. Pude traerte la primera noche, sin embargo, tenías que permanecer en la compañía de tu mente, sin que nadie interviniese. Ni siquiera yo. Y aquí estás, reclamando la fidelidad de quien clamas detestar. ¿Sabes también por qué, Agnes?
Mi voz pereció bajo la caricia de sus dedos trazando caminos y curvas en mi garganta.
—Porque no eres tan distinta a mí—tocaba la línea de mi mandíbula con considerada lentitud—. Respondiste a mí desde la primera noche, harta de la misma tediosa rutina, de casa al templo, del templo al colegio, todos los días, todas las semanas. ¿Cómo era posible que una muchacha de tu clase reciba ese trato detestable? Si eras tan buena, tan pura, tan obediente.
» Entonces me tuviste a mí, un viejo amigo que regresó a ti. Finalmente, alguien te ofrecía atención, dejaste de sentirte un espectro y comenzaste tu batalla moral. Vas y vienes de lo que conoces y lo que tu instinto pide. Rumanía fue el respiro lejos de todo esto que necesitabas, volviste siendo más mía, que suya.
La firmeza de sus dedos alrededor de mi piel transmitió escalofríos hasta el final de mi espalda encorvada, avivando un ardor en mi vientre que no demoró en convertirse en deseo.
Tenía toda mi ropa bien puesta, cubriendo cada centímetro de piel, pero me sentía expuesta a sus indagaciones acertadas, siempre en el punto exacto.
Le era tan sencillo desenmarañarme, un vistazo, un toque y me desmantelaba la mente completa. Como halar la punta de hilo hasta deshacer la costura entera y desbordar lo que ocultaba dentro. Y ahí estaba yo, sufriendo las escabrosas consecuencias del insomnio, tratando de descubrir cuál de todos los colores era mi favorito.
Lo odiaba por eso y codiciaba con la misma intensidad, por exactamente lo mismo.
Coloqué una mano sobre su muñeca y forcejeé para que me liberase, pero fue como acariciarle.
—Padre Fredo...—llamé, dirigiéndome a la oficina. Necesitaba alzar un escudo entre los dos.
Su risa ronca se escuchó a mi espalda.
—El padre no puede atenderte, primor—dijo, acercándose con sombría lentitud—. Está pegando una visita a la divina morada de Jesús.
Torcí el cuello para mirarle de reojo. Sentí mis músculos prensados crujir.
—Lo mataste—afirmé, el terror agravando mi voz.
—He dicho visita, no viaje permanente—se mofó vilmente.
Me devolví por el pasillo con falsa autoridad tomando mi expresión, mis pasos, cuando la realidad era que sentía una emoción contraria asaltando mi muro de fortaleza, de por sí, erguido sobre tierra endeble.
Recogí mi abrigo y me enfundé las botas a la carrera. Cada solemne paso más cerca de mí, retumbaba en la estancia como una cuenta regresiva a un inminente encuentro.
Tap, tap tap... El ruido sacudía los cuadros, la madera bajo sus pies, perturbaba mi sosiego.
—¿Huyendo, pequeña ladrona?—intuía su sonrisa pretenciosa en su inflexión—. ¿Se te olvidó el no robarás de los mandamientos? Me parece que necesitamos aclarar un par de cuestiones, Agnes, como saber quién carajos te ha tocado la cara.
Abrí la puerta y salí rápidamente, resbalando sobre los pedazos de hielo en los tres escalones. Las rodillas comenzaban a molestarme debido a la velocidad de la caminata agitada y torpe.
Escuché la puerta cerrarse, no tuve un segundo de quietud, pronto me hizo saber que venía tras de mí.
—Agnes...—siseaba mi nombre como si llamase a un animalillo—. Ven aquí, no he terminado contigo.
—Deja de seguirme, pareces una ardilla hambrienta—espeté y apunté a la copa de los árboles—. Ve con ellas, ¡ve! tienen la misma cara, seguro son familia.
Percibí su presencia a punto de respirarme en la nuca, así que para evitar que me sujetase, eché a correr lejos del estrecho camino directo al colegio. Si lo hacía, si permitía que me tocase si quiera la punta del cabello... me toqué la frente controlando mi temperatura, zigzagueando entre los troncos robustos. No quise pensar en eso, pero tenía la certeza de que no me consideraba tan fuerte para resistir el contacto.
Continué alejándome sin mirar atrás, esquivando las ramas en el piso, con el palpitar de la esperanza que se aburriría y me dejaría sola, repitiéndome como consuelo que, para que los cuervos que sobrevolaban las copas de los árboles me picoteasen, me necesitaban muerta y podrida.
Mis pies se hundían en la espesa nieve, sucia de la tierra que trataba de tomar su lugar. Temí alejarme y adentrarme demasiado, pero solo me detuve cuando una palabra soez estuvo a nada de colarse fuera de mi boca al sentir la venda desprenderse de mis rodillas y el dolor de la escasa costra desprenderse por culpa del esfuerzo.
Aminoré la caminata hasta detenerme para tratar de volver a sellar las heridas. Escupí un resoplido cuando me fijé en que las pocas gotas de sangre humedecieron la cinta y no servía para nada más que desecho.
Arrojé las tiras a la nieve, frustrada y enardecida. Toda la culpa era aquel lunático, de no ser por él, no tendría que correr de su toque tentador.
Inhalé y exhalé repetidas veces, apaciguando mi pulso frenético. Barrí los alrededores con la mirada buscando un punto de referencia, pero todo se veía exactamente igual desde cada ángulo. Gris, marrón, blanco y azul. Azul, como sus ojos.
Inspiré hondo, mi pecho se atiborró de aire gélido y decidí seguir derecho. No es más de un kilómetro, en algún punto tendría que dar con la senda...
El ruido de una rama quebrándose me alertó. Miré a los costados.
—¿Te cansaste de caminar?—soltó burlón—. Puedo llevarte en brazos, ¿no te apetece eso, Agnes?
—¡Deja de perseguirme, enfermo!—retomé el camino a no sabía dónde—. ¡¿Es que no tienes nada mejor qué hacer?!
Salió de su escondite detrás de un tronco. El ruedo de su cazadora rozaba la sucia blancura del piso.
—Comerte el coño hasta que te arda y no puedas cerrar las piernas—pronunció indecente y con orgullo—. Nada que no te haya hecho antes, así que no te muevas, iré por ti...
Eché a correr.
Se escuchaba nada más que el graznido de los cuervos, la brisa atravesando mis vestiduras y mis pies hundidos en la nieve, aplastando hojas secas. Mi corazón saltó al divisar en la lejanía un retazo del colegio, pero lo perdí de vista cuando su mano alcanzó mi abrigo y sin esforzarse, me obligó a retroceder.
—Te tengo—profirió. Y odié tanto como alabé la sonrisa satírica adornando su cariz.
—Debió ser tan complicado—ironicé, un gemido de dolor se hizo eco cuando me soltó repentinamente, tirándome de espalda al suelo—. ¡Eres un cerdo descuidado! ¡Por amor a Cristo!
Se quitó la cazadora y hundiendo las rodillas en la sucia mezcla de tierra, hojas y restos de nieve, sacó un botón más de su camisa negra. Se cernió sobre mí, no me aplastaba, pe lo suficientemente cerca para avivar la tensión gravitando en medio de los dos.
Sus intenciones marcadas cuando posó su mano en el borde de mi falda y subió la tela, exponiendo mis muslos al clima helado. Temblé de frío, de los nervios carcomiéndome y la necesidad de saber si su piel seguía tan caliente como aquella primera vez.
—¿Qué carajo es esto?—pronunció entre dientes, doblando mi rodilla para detallar la piel llena de cortes—. ¿Quién se atrevió hacerte esta mierda?
—Me estás dejando sin aire—suspiré, en un intento de desviar el tema.
Dobló aún más mi rodilla, provocando que jadee de dolor.
—Te hice una pregunta, por educación espero una respuesta.
—Lo olvidé.
Se estrechó todavía más contra mis pechos, su aroma embriagador me rodeó como un aura cautivadora, cortando la mínima decencia que me restaba para apartarme o hacer el mísero intento.
Me aclaré la garganta, sentía el corazón latiendo en todas partes, pero ensañado en escapar por mi boca.
Movió su mano a mi rostro, cayó con elegancia y parsimonia en la línea de mi mandíbula y viajó a través de su contorno. Sus ojos cargados de un sentimiento demoledor no dejaron pasar ningún detalle de mi rostro, de los moretones habitando en mis facciones.
Un costado de sus labios se curvó, a pesar de que sus ojos relataban injurias que nunca querría escuchar.
—Barto me deberá una docena favores, le conseguí unos buenos huesos—mencionó y tuve una corazonada que me advertía de no cuestionar a que se refería.
Le pegué un par de golpes en el pecho. Su perfume, su aroma, esa esencia del mismísimo demonio comenzaba a causarme estragos delirantes, como desear sentir la textura de sus labios.
—Apártate, me estás asfixiando, ¿dónde está tu supuesto trato amable, señor caballero?
—Se esfuma cuando te tengo debajo de mí—apartó un mechón de cabello de mi rostro y afincó los dedos en mi mandíbula—. ¿Hace cuánto no te beso, Agnes?
Mechones de cabello negro caían sobre sus ojos de pupilas dilatas.
—No te atrevas a tocarme, Ulrich, juro por mis muertos que gritaré—le amenacé en vano y el desgraciado lo sabía.
—Me encanta cuando eres ruidosa—farfulló una risa pérfida—. Aquí puedes serlo con toda libertad. Nadie te escuchará, ¿no es eso maravilloso?
Levanté la vista al cielo a través de las ramas deshojadas, conmocionado hasta la médula por el incipiente deseo creciendo en la unión en medio de mis piernas, como encender una vela y tener la certeza de que se transformaría pronto, demasiado pronto, en un incendio voraz.
El llanto echo una pelota de fuego se acomodó en mi garganta. ¿Por qué? ¿Por qué tenía que ser así? ¿Por qué no podía adorar lo divino y disfrutar de esto sin la culpa que vendrá? ¿Por qué era tan difícil resistirse? Dios es amor, Dios es compasión, pero también un ser cruel, ¿por qué nos diseñó para sentir placer, si es una transgresión obtenerlo?
No hurtarás. No cederás a la promiscuidad. Ahí me hallaba, enterrada en la nieve en medio del bosque, bajo la figura atrayente de un hombre al que le quité dinero y dejaría que me corrompiese como quisiese.
—No tengo vergüenza—gemí, sorbiendo aire para mermar la sensación de llanto.
La risa mordaz de Ulrich fue una bofetada más.
—Te mortificas y asumes culpas intransigentes, Agnes y en el fondo de esa cabecita tuya lo sabe—presionó un beso en la comisura de mis labios y mi corazón se comprimió expectante y aterrado—. Un repaso a la biblia y cualquiera sabría que tu santo Jesús también le metía la lengua en el coño a María Magdalena, esa a la que señalan de ramera.
Sonrió y sentí mi cuerpo laxo bajo su imponente sombra.
─Toma este momento como un ritual religioso, una representación más íntima y exquisita de Moisés separando las aguas del mar rojo —siguió pronunciando en susurros—. Así que hazme espacio entre tus piernas, Agnes, ¿o prefieres que te las abra yo?
Me mordí la lengua hasta que mi rostro se llenó de calor. Si me atrevía a forjar respuesta, distaría de tener matiz decente.
Mi silencio fue su incentivo y la firma final al permiso tácito que le otorgué. De pronto no era Agnes la correcta, la linda chica de largas jornadas dedicadas al conocimiento y veneración de la palabra sagrada, el delicado vaivén de su tacto se la llevó.
Sufrí un sobresalto cuando su tacto frío se adentró a las profundidades de mi falda, fungiendo un sutil camino gélido que, por extraño e inusual que fuese, creaba corrientes calientes debajo de la piel que rozaba.
Cerré las manos en puños cuando sus manos sucias de muerte se afincaban en mi cuerpo de esa manera salvaje, marcando sus huellas en mis huesos, escalando mis tramos hasta posarse en mi entrepierna.
Mi espalda padeció una corriente de espasmos de pura y rigurosa satisfacción. Tuve que hundir los talones en la tierra para no echarme hacia abajo, directo a la posesión de su mano.
—¿Tienes frío, querida, o es que sigues empeñada en fingir que te aterra estar cerca de mí?
Una ventolera nos golpeó.
—¿Crees que miento?—inquirí con la voz hecha un hilo—. Realmente aborrezco tu presencia.
Sus ojos relucieron encantados.
—No soy yo a quien deberías temerle—tanteó entre mis pliegues y quise esconder la cara al ver que sonrió arrogante y pretencioso al notar el sencillo desliz—. Yo solo quiero venerarte como lo haces con esos falsos profetas, Agnes. Estás tan habituada a ser tratada como un desecho que te cuesta aceptarme sin mentirte, no te tienes estima. Pero trabajaremos en eso, te darás cuenta de lo sencilla que eres de adorar.
Desvié la mirada a los árboles, no tenía el suficiente coraje para sentir aquel revuelo de sensaciones y verle a la cara, que humillación sería vislumbrar mi reflejo excitado en sus pupilas.
—Te expresas con tanta seguridad, como si estuvieses dentro de mi cabeza.
—Cuando me miras te prometo que me lo confiesas todo─prometió—. Como un animalito herido, ¿qué puede buscar en otro más que un trozo de pan y ayuda?
Su toque se elevó cuando se aseguró que sus dedos estuviesen brotados de mis fluidos. Cerré los ojos un latido, corroída por la vergüenza y disfrutando descaradamente los estragos que sus movimientos certeros me generaban.
—¿Tú me la darás? ¿Tú?—mi voz agitada me dejaba aún más en evidencia—. El Anticristo ofreciendo el paraíso en la tierra.
La punta de sus dedos circundó en ese punto justo que me abatió en cuestión de unos cuentos segundos. Apreté los dientes, percibiendo el calor contrastar con el frío del suelo debajo mi figura y la humedad esparcirse más allá y por acá, y un poco más allá.
—El paraíso es el premio de consolación para quien atraviese el purgatorio—mis rodillas temblaron con la sensación del tortuoso vaivén de sus dedos—. A ti te ofrezco lo que mereces, nada menos que el éter.
—¿Qué es eso?—inquirí, aturdida por la marea ígnea e intensa arrastrándose bajo mi piel.
Tapé mi boca ahogando el gemido que solté cuando introdujo dos dedos en mí en una embestida. Me sentí cubierta por un fervor tremendo, incontrolable. Jadeé embelesada luego de la segunda arremetida y lloriqueé por una más cuando no tuve la tercera.
—Ven conmigo y te lo presento—prometió, hundiendo sus dedos—. Ven conmigo y no sabrás nunca más lo que es bajar la cabeza, pondré el mundo y a todos esos cerdos que te han lastimado a tus pies. Puedo hacerlo, tengo con qué.
Ni siquiera le escuchaba. Sellé los párpados cuando mis ojos se blanquearon, producto de las acometidas de sus dedos hábiles, llenando, complaciendo. Tenía la necesidad de separar más los muslos, pero la exposición me contuvo.
Le sentí recoger con el pulgar lo que emanaba de mí y arqueé la espalda cuando lo presionó en el sitio correcto y lo rodeó, no paró de hacerlo, ni siquiera cuando un proferí un jadeo que hizo revolar lejos las aves sobre las ramas.
Sentí un vacío cuando retiró su mano, quiso compensar la ausencia desperdigando besos en mi sien, la punta de mi nariz, me llenó de escalofríos cuando lamió con hambre mi cuello y aspiró en el.
—Hueles a rosas...
—Ulrich.
Sacó mi camisa de la falda exponiendo mi piel al clima y continuó su camino por mi abdomen, calentándome con su aliento y proveyéndome de cosquillas y deliciosas sensaciones como un río que desembocaba en mi entrepierna.
—Mmm ... Percibo una nota a frambuesa...
Continuó su lento descenso, apartó la falda de su camino, el deseo se desplazó a través de mis extremidades cual lava al atisbar su cabeza acomodarse entre mis muslos.
—No debería...—me lamenté, el sentimiento de culpa era pesado y doloroso, similar a tener una cruz de mármol aplastando mi pecho.
La punta de su nariz rozó mi clítoris, mis piernas se tensaron debido a la sensibilidad.
—Y a deseo.
Un sollozo me abandonó en el plácido instante que besó mi intimidad.
—Te odio, te odio tanto, Ulrich Tiedemann—una lágrima se escabulló de mi mirada cuando apreté los párpados y me moví las caderas, buscando un contacto más directo, más profundo.
Sus manos me inmovilizaron sobre la nieve derritiéndose con el calor que desprendíamos. Juntos, de esa manera diabólica y corrupta, éramos como una fogata rebosante de leña.
—Calma, te quiero saborear lentamente—susurró, su aliento acariciándome—. Me lo merezco.
Su lengua navegó entre mis pliegues mojados, me probó, me paladeó y mordió levemente, propinando besos de pura adoración, elevando mi expectativa al punto de querer llorar y llorar.
Continuó estimulando, circulando con esmero y precisión mi clítoris, manteniendo mis caderas contra el suelo cuando, en arrebatos donde no resistía la tentación, quise seguir el compás de su lengua escurridiza y maliciosa.
Y de repente, cuando el orgasmo se construía duro y demoledor en los confines de mi vientre, se detuvo y quise aniquilarlo de la peor manera posible.
Como si no hubiese cometido una atrocidad con mi mente y cuerpo, pasó el brazo encima de mi muslo y clavó casualmente el codo en la nieve.
—¿Sabes qué? No, no me da la gana de que te corras otra vez, me robaste y te largaste, ¿por qué te ofrecería ciertas delicias?
Resoplé frustrada y ofendida, al borde del llanto incesante.
—¿Qué quieres? ¿Qué te suplique?—escupí furiosa.
Chasqueó la lengua, de acuerdo.
—Me agrada tu sugerencia.
Empuñé las manos, resistiéndome a terminarlo por mí misma.
—Eres un... demonio.
Usó su mano aún en medio de mis piernas para separar los labios de mi sexo, una escena tan vulgar como excitante.
—Quién pensaría que le abres las piernas a uno—murmuró, ofreciendo unos toques en mi clítoris hinchado.
—Uno despiadado—sollocé como una estúpida necesitada.
—No escucho pedidos, Agnes.
Hice el ademán de levantarme, pero su mano me empujó de regreso al piso helado.
—Ahí te quedas hasta que aprendas a reconocer tus errores—sonreía, no paraba de hacerlo, le prendía jugar de esa manera cruel conmigo.
Volví a intentarlo, esta vez me dejó apoyarme sobre mis codos. Le miré colérica, seguro que tenía el cabello echo un desastre de fango y humedad.
—Ni a Dios le suplico perdón por cometer estas aberraciones, ¿quién te crees que eres?
Su sonrisa creció y tras lucir satisfecho y encandilado por mi reacción, volvió a su posición.
—El primero y último en escuchar tus ruegos—su mano jugó obscenamente con el vello cubriendo mi ingle—. Incluso esos me pertenecen.
Bajó su rostro y escondió su sonrisa macabra con un beso en mi sexo. Apartó un muslo para tener más acceso a mí, sus dedos encajándose en mi piel.
Mis cuencas se llenaron de lágrimas cuando no hacía nada, ¡nada! Me tenía domada, sometida a lo que solo él quería y cuando lo quisiera. El sentimiento detestable que le tenía creció sin control cuando estuve a un pensamiento más de pedirle a Dios que intercediera en él y me obsequiara alivio y placer.
—Hazlo—sollocé, presionando mis labios para no soltar mis lamentos—, solo hazlo, por favor.
Cedió y me concedió el grato encuentro de su boca en mi profusa humedad. Me recorrió el cuerpo una sensación ardiente, me quemaba viva y disfrutaba de ello.
Elevó la vista, enigmática, profunda, serpenteando la lengua por mis labios, como si quisiese recoger todo lo que brotaba de mí. Manifesté mi buen recibimiento y agradecimiento abriendo más las piernas por voluntad propia, me gané un sonidito de gusto mezclado con la vibración de su risa que me causó un delicioso escalofrío.
Era tan... bueno en lo que hacía que casi lo beatifico como un ser bendito. Me hallaba tan sumida en las sensaciones, la textura de su lengua sobre mi piel, incluso la temperatura gélida contrastando con el aura de calor envolviéndonos y el ambiente cada minuto más oscuro, que no tuve un pensamiento más además de lo que aquellas atenciones ocasionaban en mí, en mi cuerpo.
El orgasmo arrasó con mis sentidos, me sometió a un desmayo efímero que alteró mi percepción del tiempo.
Al abrir los ojos, un mareó me atacó al perder el equilibrio cuando Ulrich me hizo arrodillarme sobre él. Me acomodó a horcajadas sobre su cara, en el ángulo exacto para gotear sobre su boca.
Gemí de dolor a afincar las heridas en la nieve, quise moverme, pero su mano me detuvo.
—No se te ocurra dejar de mirarme, Agnes—gruñó, empujándome contra sus labios—. Quiero que me veas en todo momento, quiero que veas la mierda que haces.
Tardé segundos en deducir que era lo que pretendía, su boca cubriendo mi intimidad me resolvió la duda en un santiamén. El mero contacto hizo que mi vientre se contrajese expectante, encantado por el íntimo roce.
El furor de la vergüenza se aglomeró en mi rostro, la vista desde ese ángulo era totalmente descarada, tal como me sentí al ondear las caderas y tensarme de pies a cabeza al sentir el vulgar roce de sus labios.
Mi corazón golpeaba como un loco mi cavidad al momento de escuchar la hebilla de su pantalón. Introdujo su mano entre mi entrepierna y su boca, robó de mis fluidos para ayudarse en su tarea.
Quise balancearme, mantener el contacto en caricias, pero el dolor de mis heridas me obligó a postrar las piernas en la nieve y aferrar una mano a su cabello. No emitió queja cuando hinqué mis uñas en su herida, tampoco cuando mis caderas se movían al son que la necesidad pura y febril les tocase.
Sutil, un poco más rápido, alcanzando un ritmo frenético que me agitó la respiración y me hizo cerrar los ojos más de una vez, ganándome un estrujón en el trasero y un desvarío en el ritmo que me hizo frotar con demasiada rudeza en su mentón de barba incipiente.
—Ouch—gemí, alejándome unos terribles centímetros.
—Querida, sé cuidadosa—su mano palmeó mi trasero una vez más—. Mi boca no irá a ninguna parte ni yo tampoco y eso lo sabes.
La rabia me consumió y avivó el caos de contradicciones que tenía, llevándose todo mi pudor y juicio moral. Presioné las piernas entumecidas por el frío, emulando una cabalgata sobre su boca suave y dispuesta, la intención era un castigo, pero en su mirada resaltaba la lujuria y el poder.
Podía escuchar sus sonidos de placer escapándose como fugitivos y percibía el trabajo de su mano en él, dándose placer, saciándose de mí, disfrutando lo que hacía sobre su boca.
El cosquilleo del llanto reapareció como un verdugo en la cima del orgasmo y no pude retraer las lágrimas cuando la sensación abrumadora perdió intensidad luego de unos segundos angustiantes donde pensé que jamás terminaría.
Me arrastré lejos de él, de lo que significaba. Mi sexo ardía debido a la fricción en su barbilla y mi pecho se expandía y hundía con frenesí. Solo al permitirme recuperar la respiración y la claridad de mi sentido común, pude caer en cuenta de lo que había hecho, de mi comportamiento tan burdo y sucio.
Ulrich eyaculó sobre su abdomen descubierto, el decoro me atizó con saña la compostura viendo el brillo de mis fluidos en su cara.
—¿No piensas limpiar este desastre?—preguntó con bufonería, mostrándome los restos de semen en su mano.
—Vete al infierno—respondí, limpiando la humedad de mis mejillas.
Me puse de pie con esfuerzo, mi cuerpo entero sufriendo las consecuencias del frío despiadado adosado a mi abrigo y piel.
Su risa resonó dentro de los límites del bosque, quise que se callara de una vez y lo logré, el demente bramó una maldición cuando pateé un montón de nieve que cayó sobre su miembro aún erecto. Así se le enfriaría la calentura.
Sacudí la tierra de mis prendas y adecenté mi cabello.
—Una última cosa—dije, antes de echar andar el tramo restante hacia el internado—. María Magdalena nunca fue considerada una prostituta, no hay ni un versículo que lo avale. Es uno de nuestros iconos más relevantes, imbécil.
Di media vuelta y tomé los primeros pasos escuchando su estúpida risa espantar los cuervos.
—Mira lo que has avanzado con montarme la cara, ya puedes insultar con algo más que conceptos sacados del antiguo testamento.
Me fui de ahí, con más de una parte del cuerpo ardiendo.
En la entrada del colegio, la hermana Nadine esperaba por mi regreso, era su noche de guardia y estuve agradecida con Dios por eso.
—Agnes, ¿qué te ha pasado?—cuestionó al escrutar mi apariencia de arriba abajo—. ¡Estás roja, muy roja y echa un desastre! ¡¿Dónde están tus vendas?!
Le hice un gesto con la mano para quitarle importancia y eché a correr escaleras arriba.
Echa un desastre, no existía otra definición más concreta y certera que esa. Un desastre.
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