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"3"



Para las tres de la tarde el sol iniciaba su descenso. Me apresuré a dejar los libros en el dormitorio, buscar la cazadora e inicié con la ruta al templo con las manos cubiertas por los viejos guantes de lana y el gorro rosado, regalo de la tía Felicia por mis trece años.

Tendría que enviarle una carta pidiéndole que venga a visitarme, pedirle por una mesada más cuantiosa del dinero de mamá más sería una completa tontería, tomando en cuenta que el filtro para que pudiese llegar a mí, era Edinson Becker. Hacía más de dos años que no recibía más de veinte euros al mes.

Me detuve un instante en medio de los árboles secos. ¿Desde cuándo me preocupaban esos temas banales? Cómo luzco a los ojos de los demás, como me percibe el exterior. No me consideraba una chica fea, era el promedio en una ciudad atiborrada de personas con las mismas características, una más del montón que pasaba desapercibida debajo de un uniforme nada favorecedor.

Bajé la vista a mis pies cubiertos por las botas desaliñadas, hundidas en la capa de nieve cubriendo el perímetro del bosque. Han soportado más batallas que muchos de mis ancestros.

Me dejé de desperdiciar los minutos de luz y apuré el paso, titiritando cuando la brisa gélida ponía mi cabello a serpentear y traspasaba con saña cualquier confín de mi ropa. Los estragos de no hacer más ejercicio físico que corretear los alrededores del camposanto en clases de deporte surtieron efecto al atravesar el kilómetro separando el templo del colegio, levantando las piernas heladas y las botas repletas de nieve.

Esperaba no tardar demasiado en las labores, si con el sol camuflado por las nubes a esas horas de la tarde la vista era tan lóbrega como desalentadora, con el cielo consumido por la oscuridad, no imaginaba lo tenebroso que el camino podría llegar a ser. La escena me recordaba a esa noche que conocí el rostro de Ulrich por segunda vez.

Un martilleo y el chispear del fuego fue lo primero que escuché al ingresar al salón del templo. Enseguida los pasos del padre Fredo, un viejecillo jorobado devoto hasta las canas, avanzaron para recibirme.

—Agnes, comenzaba a preocuparme—me saludó con una nota de preocupación en la voz.

Me sacudí los copos de la cazadora y como pude quité las botas. Saqué el par de pantuflas de la bolsa de tela y me las enfundé, conteniendo un gemido de alivio al sentir la tibieza subirme como combustible a través de la columna.

Que distinto se sentía ese lugar sin nada más que la presencia del padre Fredo y el Señor. La atmósfera me envolvía como un abrazo fuerte y cálido.

—Perdone, padre—agitada por la corta excursión, puse todo mi empeño en colgar los abrigos y bufanda en el perchero junto a la puerta en un brinco—. La nieve me vuelve pesadas las piernas.

—Ya estás aquí—dijo como un consuelo—. La hermana Nadine me ha dicho que estarás aquí para suplantar a la hermana Romy, le dije que no hacía falta, unas nobles mujeres de la comunidad se ofrecieron pero ya ves, las despachó a todas.

Me costó no reír. Me impuso un castigo que disfrutaba: permanecer lejos del alcance de sus chillidos.

—No tengo problema en venir—aseguré, mis labios se curvan en una pequeña sonrisa—. Aquí la chimenea arde más.

—Dios te recompensará en vida y salud.

—Amén—repliqué, era una respuesta automática—. Comenzaré desempolvando el altar, desde acá noto el manto gris.

Hice el ademán de acercarme al diminuto cuarto de limpieza, pero su mano en alto me retuvo.

—Espera un momento, hija—la preocupación retornó a su inflexión. Se aproximó un paso más y me pidió con un aleteo de la mano que me acercase uno más—. Tengo que advertirte que ese muchacho, Ulrich Tiedemann, estará rondando por acá un tiempo, ayudándonos con labores más pesadas y aprendiendo de nosotros—hace una pausa incómoda, pasando por alto la frigidez que de repente me abarcó—. No me parece que te vean en ninguna circunstancia con él, sabrás que muchas lenguas no conocen el recato. Trata de guardar distancia.

El ruido constante del martillo me congeló cual témpano. Reconocer que era él quien los provocaba, me tuvo los furiosos latidos de mi corazón como único recordatorio que el tiempo seguía andando.

No estaba preparada para enfrentarme a él, no creía estarlo jamás.

—¿Dice que está aquí, en el templo?—musité con voz trémula, enganchando las manos en la falda.

El padre afirmó y otra serie de golpes resonaron con más insistencia, como si quisiese remarcar su desagradable presencia.

—Así es.

Tomé un mechón de cabello y lo restregué entre mis dedos, sintiéndome repentinamente exaltada.

—Pensé que estaría reformando el ala B del colegio—dije, tratando de ocultar la estupefacción allanándome.

—Necesita más cercanía a nuestro señor que trabajar perezosamente en ese proyecto—suspiró con resignación—. Tiene un alma buena, solo necesita ser amansada.

La incredulidad sobresalió de la vorágine de sentimientos.

—Si usted lo dice...—carraspeé y asentí, como muestra de obediencia—. No tiene de qué preocuparse, Padre. Lo mantendré lejos.

Se miraba satisfecho con esa respuesta. Me dio una palmada en el brazo.

—Pasa por una taza de té a la cocina, tienes las pestañas blancas—sugirió y escuché una risa en su bufido—. Iré a presentarle a nuestro señor a esa alma errante.

Me sonrió una última vez y se encaminó a la entrada principal. No le quité los ojos de encima, deseando grabarme en la memoria la figura encorvada de un buen espíritu.

A fin de cuentas iría a predicarle a Ulrich Tiedemann, el hombre de las mil tragedias.



La luna tenía apuro en exhibirse esa noche. El reloj aún no alcanzaba las cinco cuando se asomó respingona en la lejanía, camuflada tras las ramas de los árboles.

Sería un regreso espeluznante, acompañada del ruido de los animalillos y la sombra de Ulrich rondando la zona.

El tiempo transcurrió veloz entre sacudidas de polvo, vaciar el quemador de incienso y barrer y barrer hasta que los brazos me dolieron. La hermana Romy no se desentendió antes de lo esperado, todo estaba en completo orden.

Luego de que el padre se embarcara en la ardua tarea de corregir al demente, traté de agudizar el oído para escuchar el intercambio. Creí que lo rechazaría a la primera, para mi más grande sorpresa, escuché sus pasos dirigirse a la cocina, probablemente a buscar algo caliente para beber y amenizar la conversación.

No conté los minutos que pasaron, no fueron demasiados, me entretuve quitando la cera vieja de los candelabros iluminando el iconostasio, sin embargo, supuse que finalizaron la prédica pues oí pasos dirigirse al piso superior y luego más del trabajo de mano de obra en las ventanas de la cocina.

Quise suprimir el atisbo de decepción que me surcó cuando los minutos pasaron y él no se presentó frente a mí. Miraba de vez en cuando tras de mí esperando encontrarlo ahí, contemplándome como un maniático, justo como acostumbraba hacer y me sentí tan vulgar, tan sucia, que no me atreví a pasar la vista por el monumento de Cristo crucificado, el centro de veneración en el altar.

Extendí los trapos húmedos frente a la rejilla de la calefacción, me lavé las manos y me dirigí con los cerillos de nuevo al altar. Encendería todas y cada una de las velas y elevaría una plegaria por mí, era una necesidad.

Pero pereció en mi lengua, no logré articular la primera palabra, al encender la última mecha, mi piel se erizó como un aviso de que, finalmente, aquel desequilibrado y yo coincidíamos en el mismo punto del templo de suelo sagrado y paredes benditas.

Y quise huir, con todas mis fuerzas, quise salir corriendo lejos porque sabía, me conocía más en mis debilidades que fortaleces y Ulrich Tiedemann podría carecer de toda lógica desde siempre, pero yo la perdía cuando lo tenía cerca, como contadas veces y en ninguna supe qué hacer más que sentirme vulnerable y maleable, como un pedazo de arcilla húmeda.

—¿Sabes que estuve pensando estos días, Agnes?—habló por fin y me sumergí en un estado de amenaza que me endureció la compostura—. Tu padre le dio dos opciones a tu hermana: inicias la conversión a novicia o te casa. Sabemos cómo acabó.

Giré sobre mi eje, mi pecho se comprimió de manera abrupta al conectar con su mirada cerúlea, efusiva de cierta emoción excitante.

—¿Eso qué importa ahora?—espeté y elevó sus cejas con interés.

—¿Con quién te comprometió, huh? —demandó saber—. No te atrevas a contestarme que con tu Dios, le pregunté yo mismo hace un rato y lo ha negado fervientemente.

Uní mis manos temblorosas, esa vez no era a causa del frío, lo era de la certeza de lo que haría si lo llegase a saber.

Lark no me caía en gracia y las náuseas me invadían siempre que pensaba en tener que cumplir deberes maritales con él, pero no le deseaba la muerte. Menos a manos de un sádico alienado incapaz de pisar la tierra con los pies, anda por la vida de cabeza.

—Acepté una vida en celibato como te lo dije hace un año, así que te pido que la respetes—murmuré, rezando en silencio porque el padre no estuviese oyendo nada de esto—. Acepta la ayuda del padre, renueva tu fe y verás como dejas esta vida de perdición y locura.

Podría jurar con una mano sobre la Biblia que sus risas escandalosas atenuaron más de una llama detrás de mí.

—Por favor, Agnes, no regresemos a los tiempos de indiferencia, ya pasamos esa etapa—dijo con desidia—. Te daré una última oportunidad, responde, no te gustará si lo averiguo yo.

—Con nadie, ya te lo dije —espeté de mala manera.

Ni siquiera tendríamos que tener esa conversación y aquello me hizo sentir peor. No tendría por qué temer de su reacción, pero no podía evitarlo, mucho menos cuando conocía sus desproporcionados alcances.

Ulrich era tan ambivalente para mí. Como una terrible y tentadora paradoja. ¿Cómo pudo hacerme sentir que flotaba en libertad teniendo las muñecas envueltas en sus cadenas? ¿Qué poder tan macabro era ese?

—Siempre haces eso cuando mientes—aseveró y mi pulso se aceleró temeroso.

—¿El qué?

Su mirada se expande, suspicaz.

—Es decir, me mentiste.

Bufé y retorcí los labios.

—Claro que no.

—Ahí está, sí, sigues siendo una pésima mentirosa—adelantó un paso más y su delicioso aroma me obnubiló un instante—. ¿Cómo has estado? Mírate, estás cambiada de pies a cabeza, ¿qué te pareció la estancia en Rumania? ¿Se te apareció Drácula alguna vez? Dime que no, no soy bueno controlando mis celos.

Retrocedí, el fulgor de las llamas enardeció en mi espalda.

—¿Cómo es que tampoco lo sabes?—ironicé y sentí mi sangre densa cuando tomó un paso más hacia mí—. Te acercas un paso más y te prometo que grito, no soy la estúpida que se fue, sé cómo defenderme.

Resopló una risa ronca y lo hizo, avanzó uno más.

—¿Quién te adiestro? ¿De casualidad lleva por nombre Nastya?

El acierto drenó mi sangre, se estancó alrededor de mis tobillos como un río helado.

─¿Cómo sabes eso?─murmuré, atónita.

─La compré para ti, para tu servicio, ¿te gustó mi regalo? Hizo un buen trabajo contigo, se merece un aumento de sueldo.

Todo cobró sentido. El toque diferente en ella, sobresalía del resto de hermanas y religiosas. Hablaba conmigo de cosas y situaciones que, en el internado de llegar a oídos de la abadesa, habría significado una serie de insufribles castigos.

Un peso muerto se estancó en mi estómago. Me quedé quita, perpleja, asimilando lo que ha dicho y comparándolo con cada conversación que tuve con la amable hermana Nastya. No sabía cómo sentirme, la disyuntiva se dividía entre sentirme usada y agradecida. Se volvió habitual sentirme ambigua, dividida en cuanto a Ulrich se refería. Hacía cosas buenas a través de vías desastrosas.

Toqué mi sien, de repente me sentí mareada.

─Estás acostumbrado a hacer en mi vida lo que te plazca. Tienes que reconocer tu lugar, Ulrich, no eres el dueño de mi destino, mi vida le pertenece a Dios.

─Tu vida la tengo yo y me estoy hartando de hacerte entender de maneras decentes como funcionamos─decretó, tosco y seguro─. Si tan solo dejaras de ser una maldita obstinada y aceptaras que te sientes atraída hacia mí, no me tendrías acaparando cada aspecto de tu vida.

Era una pérdida de tiempo y voluntad tratar de establecer un diálogo coherente con él. Lo ha dicho, ha cubierto las salidas, podría escapar de las artimañas de Edinson Becker y el demonio de su mujer, pero correr lejos del alcance de Ulrich era una carrera perdida antes de tan solo andar el primer paso.

─¿Le disparaste a mi hermana?─pregunté, sin volumen en la voz.

─Creo, puede ser, no lo recuerdo─divagó, ocultando la ligera sonrisa al morderse el labio─. Agnes, por favor, se lo merecía, no te atrevas a quejarte, no eres estúpida, ya no.

Me moví a un lado por acto reflejo, esquivando las llamas de las velas al ver que eliminaba el resquicio sano entre los dos.

─Si te acercas te juro que grito, Ulrich.

—Hazlo─me retó—, aquí solo tu Dios puede oírte.

—El padre...

—El viejo Fredo está pasando una resaca de somníferos—se burló con sombrío descaro—. Con suerte amanecerá vivo.

Mis latidos cayeron estrepitosamente.

—¡¿Qué hiciste qué?!

Su sonrisa creció.

—Lo dormí.

Sin pensarlo eché a correr a todo lo que mis piernas me permitieron a la oficina del párroco principal.

Abrí la puerta de sopetón y mi corazón latiendo a destiempo y preso del suspenso cayó a mis pies al reparar en la escena de él hombre de escaso cabello gris con la cabeza encima de la biblia que usó para enseñarle a su asesino.

—Padre—me acerqué dubitativa, lo zarandeé y no respondió, no se movió, permaneció inerte con la boca a medio abrir. Di media vuelta y descargué puñetazos en el fuerte pecho del homicida—. ¡Lo mataste! ¡Está muerto! ¡¿Cómo pudiste?!

Sin inconveniente tomó mis muñecas con una mano deteniendo mi respuesta precipitada, y con la otra, agarró del cabello al padre y al despegarle la nariz de las hojas, un ronquido calló mis sollozos.

—¿Ves? Todavía sigue por aquí—no paró de burlarse.

Retorcí y sacudí los brazos, no me soltó, me obligó a caminar tras él hasta que el agarre y los movimientos lastimaron mi piel y solo pude proferir un quejido de dolor.

Se dio la vuelta y tuve que subir el mentón para verle a los ojos llenos de una emoción indescifrable.

En ese pasillo angosto y eterno parecía más alto, más inmenso de lo que realmente era.

—Estás...—me masajeé el sitio dónde sus manos reposaron—, desquiciado.

Intenté caminar a la salida trasera, su mano atrapó mi antebrazo y me contuvo.

—¿A dónde vas?—más que una pregunta, era un reproche.

—Me voy, ¿o crees que me place estar en tu presencia?—escupí, de nuevo, fallando al luchar por soltarme.

Emitió un sonido bajo de desaprobación.

—¿Te vas sin haber compartido un té conmigo?—tanteó, casi arrastrándome a la cocina—. Qué falta de modales, Agnes, te faltaron azotes en ese bonito culo.

Me empujó dentro y casi tropiezo con la silla del comedor. Cerró la puerta tras él con excesiva fuerza, removiendo el reloj encima del marco. Casi las cinco y veinte, tendría que regresar al colegio o la misma Clawtilde podría empezar a sospechar que mi paso por aquí era gratificante.

Miré el gesto de enfado de Ulrich y me corregí. Casi gratificante.

—Ya obtuviste lo que querías, me tomaste como quisiste, ahora lárgate de mi vida—exigí y me lancé a la puerta, pero sus anchos y divinamente formados hombros la bloquearon─. Te agradezco lo que hiciste. Avisarle a la tía Felicia y lo que sea que hayas hecho para que la hermana Nastya me hiciera compañía, pero es suficiente, Ulrich, realmente lo digo. Quiero paz y tu no traes más que batalla.

Colocó con cinismo las manos en sus caderas y se plantó frente a mí como un tanque de guerra. Letal al primer amago de ataque.

—¿Cómo se te ocurre despedirme si apenas llego?—pronunció ofendido ignorando lo que dije. Lo intenté una vez más, gruñí cuando ensortijó la mano en mi cuello y me obligó a retroceder—. De aquí no te vas hasta que a mí me de la gana, así que siéntate de una maldita vez, sé una buena chica y recibe la puta taza.

Sacudí su mano de mi garganta de un movimiento brusco. Me dedicó una mirada dura, una advertencia. Si escapas, te atrapo.

Me quedé de pie a un lado de la mesa, observando cómo vertía el té en la taza con tanta aristocracia que pareció ser un humano decente. Me lo tendió y solo por molestar quise exigirle que lo calentara, pero no quise estirar demasiado la cuerda que bastante tensa ya estaba.

Lo miré desconfianza.

—¿Cómo sé que eso no tiene veneno?

Rodó los ojos con dramatismo.

—Porque te la doy yo, Primor, y nadie más que yo te quiere viva y sana—respondió solemne y al notar mi renitencia, una sonrisa perversa le nació—. ¿Qué pasa? ¿Lo nuestro solo funciona por las noches y en penumbras? No haces ni un mínimo esfuerzo en aparentar que lo que te gusta es verme a escondidas, Agnes.

Me sentí ahogada en cólera sin explicación. Tomé la taza pero no me la acerqué a los labios, la levanté hacia él como si fuese un arma de alto cuidado y no paró de sonreír.

—Te voy a partir la taza en la cabeza como te acerques un paso más—advertí—. Te lo juro por Dios.

Me miró con la diversión empañando sus pupilas dilatadas.

—Jurar en vano es pecado, Agnes.

—¿Quién dijo que es en vano?

Unas gotas se desbordaron cuando adelantó dos pasos de improvisto con toda la intensión de tomarme y yo retrocedí hasta chocar con el filo de la mesa. Debía ser la calefacción que estaba demasiado alta, porque me sentía arder por dentro, como si estallase un volcán y me bañase de su hervor.

Sentí mi corazón retumbar enloquecido, mis ojos se abrieron a más poder en el instante que se inclinó sobre mí, cerca de mi rostro, demasiado próximo y lo sentí atrapar mi falda y subirla con viciosa lentitud, exponiendo a la tórrida temperatura que irradiaba mis muslos desnudos.

—Si meto la mano bajo esta espantosa falda, ¿me vas a detener?—sonó tan gutural que apenas y distinguí su provocación—. Responde, me jode que te quedes callada.

El aire se atascó en mi garganta y mi piel desleal se erizó bajo el contacto de sus huellas trazando un sendero directo al interior más recóndito de mis piernas.

El calor creado en medio de nosotros, de nuestros cuerpos, era abrasador. Su palma acarició mi piel y escocía, como lo recordaba, como me gustaba y quise llorar por la expectativa ceñida a mi intimidad y la sensación de ser como un conejillo, vulnerable y subordinada ante el toque de sus manos nocivas.

—Estás en el templo de Dios—logré articular—, ten un poco de recato.

Sentí la vibración de su risa ronca por toda mi piel.

—Deberías tenerlo tú que le guardas honor—sonaba entretenido. No dejó de trazar infamias sobre mi muslo—. Para tu bien, esa noche estuvimos escondidos en las sombras, tu señor inmaculado podría ponerse celoso de enterarse que también me rendiste pleitesías a mí.

Sus dedos rozaron mi ropa interior y mi reacción de querer empujarme más cerca desató la rabia que me incitó a empujarle lejos de mí.

—¡Que no me toques he dicho!

No sabía que me pasaba, pero tenía que encontrar el tornillo que se había caído para ajustar mi cabeza como verdaderamente lo era. Centrada y sensata.

—¿Ves el desastre que has hecho?—reclamó apuntando a la taza hecha pedazos encima de un charco de té—. El pobre Fredo tendrá que limpiar mareado porque eres incapaz de comportarte. Modales, Agnes, modales.

Él se metía como un ladrón a mi alcoba, escarbaba en mis cajones, dejaba notas insolentes... ¿Y yo tendría que aprender modales? ¿Yo? Debía ser una broma.

Me rasqué la cabeza, indignada por la absurda situación.

—¿Sabes? Podríamos ser amigos como quisimos cuándo éramos niños si no fueses tan... .

Me lanzó una mirada severa, como si me reprendiera por una travesura.

—Somos amantes, vamos por la amistad y así es que se construye el amor—contestó con una naturalidad que me dejó perpleja.

Estaba mucho peor de lo que creí.

—No tienes remedio —me lamenté—. No lo tienes.

Apartó los pedazos de cerámica con el pie y con su extraña sutileza, me extendió su mano.

—Vamos, te acercaré al colegio —dijo, por primera vez, sonando cuerdo—. No son horas para que vagabundees sola por el bosque.

Ulrich



Afilé el oído cuando entré a la casa, nada más que el silencio me recibió. Saqué cuentas rápidas. Era la noche del cierre de negociaciones con Mattia Ferrara, presidente de la primera importadora de pólvora en el centro del continente.

Franziska no era una mujer que le importase qué demonios pasaba en la compañía, mientras recibiera su cuantioso cheque mensual. Su padre, un viejo pedante acabado por sus propios vicios, invirtió las sobras de un patrimonio gestionado hasta la fatalidad en la empresa de quien se dice ser mi progenitor, al no alcanzarle ni para un ridículo porcentaje, vendió a su única hija como parte de esa diferencia. En sus palabras, quedó con una buena deuda.

Pero si algo sabía era que el retrato de una buena familia cerraba más tratos que empapelarles la cara con una propuesta, la gente prefería estrechar manos con quien pudiese aparentar estabilidad en casa, así lo haría en el trabajo, y si en algo era maestra, era en endulzar las vistas de quien traspasara la puerta.

Su lógica era simple: más negocios, más dinero. A todos nos encantaba ese arreglo.

Esa noche no había meseros por doquier estorbando mi camino, del servicio solo ellos y Satanás sabrían dónde estaban y vaya ella a saber porque todo lucía tan vacío, ¿dónde estaban los espantosos cuadros familiares?

—Finalmente apareces—la susodicha me intercepta a un jodido metro de alcanzar las escaleras. Arrugó la frente examinando mis fachas y con repele apuntó al piso superior—. ¡Ve a ducharte! Te dejé el atuendo en la cama, con esos trapos pareces salido de los arrabales.

¿Esta mujer quien carajos se creía? Ni siquiera el buen Fredo barboteó tantas exigencias para pisotear la casa de Dios.

Señalé los adornos funerarios colgándole de las orejas.

—A mí me parecen horribles tus aretes y no me ves gritándolo a toda la servidumbre.

El chiquillo de cabello rebelde y mirada sabionda aparece detrás de ella, vestido para la ocasión.

—No son horribles—señaló mi oreja, antipático como solo sabía ser—, tu abrigo sí.

Helsen era el vivo experimento acertado de quién decidió elegir lo peor de la personalidad de Jörg. Tenía unas maneras de dirigirse a mí como si fuese mi versión mejorada. Y podría serlo, simplemente no le daba la gana, no era más que un niño con ínfulas de consentido.

No lo culpo, de haber tenido tantas atenciones, yo también lo habría sido.

Subo los primeros escalones ensuciando la alfombra con tierra húmeda del bosque. Mamá grita que me quite los zapatos y llama a quien sea del personal para que solucione el desastre.

—¿El bastardo cenará con nosotros o lo mandarás a esconderse al ático?—pregunté antes de desaparecer por el pasillo.

—Respeta a tu hermano, ¿cuántas veces tengo que decírtelo?—negó con las groserías acumuladas en la boca—. Como lleguen los invitados y no estés listo, te juro, Ulrich Gustav Tiedemann, que tiro todo tu colección de cuadros a la basura.

Risas cínicas me asaltaron.

—Para eso primero tendrías que pasar tiempo en casa y no creo en los milagros.

Clavó su mirada fulminante en mí.

—Eres un insolente falta de respeto.

—¿Qué significa insolente?—tanteé, retozando la mano en el barandal—. Nunca tuve padres a quienes preguntarles.

Esperé a que me lanzara un tacón, pero mamá prefería pegarme un tiro en el pie que dañar un zapato suyo.

Se masajeó la sien y dio un sonoro suspiro mezclando el hastío y la resignación.

—Obedece, Ulrich, te quiero pulcro y decente—insistió—. Mattia traerá a la insípida de su mujer y a su hija, ¿sabes a lo que me refiero?

A coquetear con el producto de la pareja.

No pasaba más de gestos cordiales que les aceleraba el corazón y ponían rosadas las mejillas, no tenía problema en ello, era un juego, una cuestión de prestar un poco de atención, aprender cómo se desenvolvían para conocer cómo les gustaría ser tratadas, pero esta en particular era un caso especial.

Chiara Ferrara compartía dormitorio con Agnes y tenía un parlante dónde tendría que tener la lengua. Las probabilidades que le sonría y ella vaya por ahí mencionando que la besé, eran excesivas, ha pasado en más de una ocasión, se han puesto el reto de ocupar el puesto de novia. Un puesto ya tomado.

Asentí a mi madre y seguí a la recámara, tarareando un trozo de una canción. Agnes tenía que salir pronto de ese maldito sitio, era tan difícil ser un hombre cotizado y vagar por ahí con el título de soltero.

Cerré la puerta y me dirigí al baño sonriendo a la absoluta nada, arrastrando el sucio del bosque y el recuerdo del último vistazo a la preciosa chica cubierta del invierno, mi mirada y profundos deseos.




Era para tema de estudio como se podía hablar tanto y decir tan poco.

Chiara se tropezaba con sus propias palabras, los nervios le ganaban, saltaba de una pregunta a otra sin acabar la frase que pronunciaba. Para comunicarse era un completo desastre y estaba a nada de lanzarla al lago solo para que se le congelaran las ideas y dejase de divagar tanto.

Debería estar sentado en la misma mesa que el viejo Jörg, hablando y escuchando de asuntos que realmente me interesan, no escuchando los parloteos banales y anodinos de esta mujer.

—¿Vas a la universidad? ¿Qué estudias?—cuestionó por tercera vez.

—Economía—respondí, cuando tuve la certeza de que no me interrumpiría con alguna sandez a mitad de oración.

Estaba cubierta hasta las orejas, aun así me hizo cuestionarme si seguía teniendo frío o no soportaba las ganas de ir al baño, no dejaba de balancearse de un lado a otro.

—¿Y te gusta? He pensado elegir esa carrera, pero no estoy segura, ¿qué dices tú?

Levanto la vista a la luna medio segundo.

—A veces.

Su risa histérica despertó los peces bajo la capa de hielo cubriendo el lago solo para terminar de matarlos.

—Supongo que tu novia debe hacerte los días malos más ligeros—sondeó con picardía, actuando como si cometiese un gravísimo delito.

Deslicé con incordio la vista del cielo a ella, percibiendo mis labios tensarse en una sonrisa. El gesto le tomó desprevenida, no contuvo al asombro de atacar su mirada ni el sonrojo pintarle las mejillas delgadas bajo el disparejo bronceado artificial.

—Así es—admití, su boca se abrió ligeramente, pasmada—. Mi novia es más bondad que persona.

Una delicada, sensitiva y bondadosa persona, con un corazón de cristal. Tan fácil de romper, tan simple de mirar a través.

Recordaba con tal nitidez la tarde que la conocí, me cuesta creer que pronto serán diez años desde entonces. Éramos unos críos, no sabíamos de nada más que nuestros nombres.

Los inviernos pasaban y su nombre jamás desaparecía cuando la nieve se derretía.

—¿Cómo se llama? ¿La conozco? —Chiara me extrajo de mis cavilaciones.

Inhalé la brisa fría de la noche, maldije cuando me toqué los bolsillos y no palpé una mierda, recordando que Franziska me sacó los cigarrillos.

—¿Qué es lo que quieres?—espeté, agotando mi paciencia por esa noche—. Me cansa la gente que divaga, ve al punto.

Ella profirió un falso jade que me hizo rodar los ojos.

—¿Qué? Solo te preguntaba...

—¿Qué carajos quieres? ¿Para qué viniste hasta acá? ¿Aprender de los negocios de papi?—ella parpadeó, titubeante—. Si es así dímelo y volvemos, no me gusta desperdiciar mi tiempo.

Abrió y cerró la boca, vacilante e indecisa. Tenía que ser una puta broma, pasará toda la jodida noche formulando una simple respuesta.

—Me da un poco de vergüenza—se estrujó las manos, mirando del lago a sus pies.

—Maldita sea, ¿no sabes hablar alemán o qué te ocurre?

—Vine aquí por ti—confesó en un revoltijo de palabras—. He escuchado muchas cosas sobre ti, pero nada parece ser cierto y es una lástima, tenía la esperanza de que me visitaras el viernes por la noche en el colegio.

Bajé el mentón acentuando mi enfoque y ella pareció no soportarlo. Aquello era interesante, muy interesante.

La noche del viernes estaba marcada en mi calendario, sabía de antemano que Agnes lo pasaría a solas y no podía permitir tal cuestión, menos después de tantos meses sin verla. Se me caería la verga pronto si no consigo correrme sobre alguna parte de su cuerpo, la que sea.

—¿No deberías estar en casa de tus progenitores?—interrogué y ella negó.

—Esa noche no.

Entorné los ojos con sospecha. Algo en esto no estaba bien.

—¿No tienes compañera en el dormitorio, huh?

—Esa noche no, ya te lo dije—respondió, colocando un mechón de cabello detrás de su oreja.

Qué casualidad.

Enderecé la postura al comprender su malévolo plan. Lo que quiere es que me meta a la habitación y asuste a Agnes, por supuesto, ¿qué más terrorífico que un acusado de múltiples asesinatos entre por la noche a tu habitación cuándo no hay nadie más que una jovencita que apenas puede con su peso?

Era una lástima para ella que a mi Agnes le produjese más que pánico, de ese temor que la llenaba me he comido más de un orgasmo.

—Espera por mí, entonces—accedí y su expresión se iluminó como un farol.

—¿De verdad? Pero, ¿Y tu novia?—preguntó la sabandija y tuve ganas de estrangularla.

¿Si no me lo pidiese a mí? ¿A qué hijo de puta mandaría? El pensamiento me tensó vilmente de pies a cabeza. La idea de lanzarla al lago se hacía cada segundo más atractiva.

—Has dicho una visita, ¿o implicas algo más?

Inspeccioné cada pequeña mueca, la sonrisa burlesca que trató de ocultar fue mi confirmación.

Esta maldita loca. Eché un vistazo a la casa, ¿qué tanto me tardaría en llevarla al corazón del bosque, cerca de la frontera, antes de que noten nuestra ausencia? El abuelo Ferdinand poseía una propiedad cerca, solía cazar en las primaveras, para estas fechas de hibernación los lobos se la pasaban hambrientos.

La recorrí con la mirada, aunque ella lo tomó como apreciación, yo sentía pena por las bestias. Seguirían famélicos.

—No, una visita como de amigos—aseguró—. Dejaré la ventana abierta, no hace falta que toques —su risa me causó una molestia en la cabeza—, la ventana, quiero decir.

Blanqueé los ojos y señalé el camino entre la maleza. Tendríamos que salir pronto de ahí, la idea de la cabaña se veía cada vez más tentadora.

—Volvamos, la cena debe estar por servirse.

Ella asintió más que jubilosa y radiante por el trato, sin saber que, si volvía a hablar, el platillo de una manada sería ella.

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